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Cristo, Wittgenstein y Rush Rhees

Acabo de terminar la lectura de un libro que no sólo me enriqueció temáticamente, sino que también me resultó de una lectura realmente deleitosa y hasta me emocionó. Se trata a ojos vistas de un libro escrito por una persona que además de ser muy culta era también alguien que sabía razonar, hilar ideas, argumentar. Más aún: la lectura cuidadosa del libro hace sentir que está involucrado algo más que un mero interés académico por un tema. En realidad, el libro parece tener una motivación personal aprehensible en última instancia sólo por quienes conocen un poco el trasfondo biográfico del autor. En lo que a mí concierne, lo curioso es que fue debido a una afortunada coincidencia que terminara de leer esta obra en precisamente los últimos días de la Semana de Pascua, ya que se trata de un libro que me llegó hace alrededor de un mes, que lo empecé a leer y que ya no pude dejarlo sino hasta que terminé su lectura. La verdad es que el tema del libro en cuestión siempre ha sido y seguirá siendo un tema valioso en sí mismo, un tema apasionante desde todos puntos de vista: histórico, lingüístico, político y, desde luego, religioso y teológico. Me refiero a Jesús de Nazareth. El libro lleva como título ‘La vida de Jesucristo de Nazareth’ (The Life of Jesus Christ of Nazareth). Evidentemente, escritos sobre la vida y las enseñanzas de Jesús hay no pocos, algunos de ellos muy famosos. Por ejemplo, un trabajo pionero sobre Jesús, venido un tanto a menos con el tiempo, es el de Ernest Renan, Vida de Jesús (Vie de Jésus). Hay, por otra parte, muchos estudios que ofrecen más bien un panorama de lo que pasaba en la porción relevante del espacio y del tiempo de El Nazareno. Por ejemplo, está el magnífico libro de quien fuera yerno de K. Marx, esto es, K. Kautsky, un clásico que lleva por título ‘Orígenes y Fundamentos del Cristianismo’. De la primera mitad del siglo XX están los escritos de Ch. Guignebert, El Mundo Judío en los Tiempos de Jesús (Le Monde Juif vers le Temps de Jésus), Cristo (Le Christ) y el Cristianismo Antiguo (Le Christianisme Antique). En relación con la vida y el significado de Jesucristo contemplados desde la perspectiva del judaísmo, una perspectiva hostil al cristianismo, hay libros muy interesantes aunque sumamente polémicos, como el de Hyam Maccoby, El Hacedor de Mitos. Pablo y la Invención del Cristianismo (The Myth Maker. Paul and the Invention of Christianity). Como era de esperarse, en este como en cualquier otro terreno, además de las obras serias como las mencionadas nos topamos con multitud de textos horripilantes, con bodrios detestables que no tienen otro objetivo (nunca alcanzado) que el de ensuciar la figura de Jesús, como el horrendo (y, yo diría, despreciable) libro del “cineasta” pornográfico holandés Paul Verhoeven, venido a historiador y autor de un libro intitulado precisamente ‘Jesús de Nazareth’. Yo comenté dicho libro en esta columna en lo que es mi artículo en esta página web del 5 de enero de 2017, por lo que no diré ni una palabra más al respecto. En marcado contraste con ese desecho, el libro que ahora quisiera comentar es un libro no sólo serio, sino también históricamente útil y psicológicamente profundo. De manera general, lo sabemos, la cristología se ha renovado considerablemente y hay una bibliografía inmensa sobre infinitud de temas y detalles concernientes a los Evangelios cuya lectura y análisis, por razones evidentes de suyo, son materia reservada más bien para especialistas y eruditos. Ello, sin embargo, no debería preocuparnos por la sencilla razón de que el objetivo que aquí persigo, si bien se funda en el contenido del libro y éste hace alusión a múltiples eruditos y especialistas, de todos modos es en cierto sentido tangencial a él. Este es el momento apropiado entonces para manifestar explícitamente que no pretendo efectuar en estas páginas un análisis temático minucioso, de carácter exegético, ni me propongo debatir o poner en tela de juicio las conclusiones de naturaleza factual (muy interesantes en múltiples casos) que el autor cree haber dejado establecidas con suficiente solidez. De hecho, declaro de entrada que en general lo que éste sostiene me parece básicamente correcto, si bien señalaré más abajo un par de detalles concernientes a la figura de Cristo en relación con los cuales me parece que su posición es endeble. En cierto sentido, entonces, aunque considero que mi contribución es seria ni mucho menos intentaría presentarla como el resultado de una investigación, en un sentido estricto. Yo simplemente hago acopio de mis lecturas y confronto al especialista si me surgen dudas. Si me asiste la razón o no en lo que yo sostenga, ello es algo que habrá que dejar a la consideración del lector. En todo caso, mi objetivo es simple y es el siguiente: aspiro a descifrar lo que me parece que es el mensaje subliminal del autor, un mensaje importante pero totalmente silenciado en su libro. Me propongo, por lo tanto, tratar de rastrear lo que desde mi perspectiva es una de sus motivaciones primordiales, si no es que la principal. Me doy cuenta, sin embargo, que lo que digo podría verse como imbuido de un carácter semi-esotérico, lo cual es algo que a toda costa quisiera evitar. Para neutralizar la sensación de misterio necesitamos entonces hacer al menos una breve presentación de las tesis más importantes defendidas por el autor en su libro para lo cual, sin embargo, habremos primero de decir unas cuantas palabras acerca del autor mismo porque, como veremos, algunos datos biográficos del autor son relevantes para aprehender y apreciar a cabalidad lo que en mi opinión es su muy interesante, original y sutil mensaje oculto.

El autor del libro que nos ocupa ciertamente no es un ilustre desconocido. Se trata de Rush Rhees, ni más ni menos que uno de los albaceas literarios de Ludwig Wittgenstein. Rhees nació en Nueva York, por diversas razones abandonó sus estudios universitarios en los Estados Unidos y viajó a Escocia, en donde residió algunos años. Posteriormente estuvo en Alemania, también algunos años, estancia gracias a la cual aprendió bien el alemán y ello le permitió mucho después traducir y editar escritos (a mano o mecanografiados) que Wittgenstein preparó pero nunca mandó a la imprenta. Algunos años después estuvo en Cambridge haciendo su doctorado en filosofía y fue precisamente su supervisor, a saber,  G. E. Moore, quien le aconsejó que asistiera a las clases de Wittgenstein, cosa que hizo durante tres años consecutivos. Con Wittgenstein trabó una cierta amistad y cuando éste renunció a su puesto en Cambridge, pasó algunas temporadas en casa de Rhees, en Gales, o en algún lugar cercano a su casa de modo que podían verse y discutir filosofía todos los días. Al morir,  Wittgenstein dejó un testamento en el que nombraba a Rush Rhees uno de sus tres albaceas (siendo los otros dos el Prof. G. H. von Wright y G. E. M. Anscombe) para que hicieran lo que en su opinión fuera apropiado hacer con su obra inédita, es decir, con los escritos que produjo a lo largo de los últimos 20 años de su vida pero que, por toda una variedad de razones, nunca publicó. La labor de los albaceas de Wittgenstein resultó a la postre ser un asunto delicado y conflictivo, pero obviamente no ahondaré en dicha cuestión no porque no se trate de una temática interesante e importante en sí misma, sino simplemente porque no es mi tema. Los problemas planteados por los herederos de la obra de Wittgenstein tienen que ver con el modo como se repartieron entre ellos los textos, con cuáles y cómo publicó cada uno de ellos el material con el que se quedó, sus acuerdos y discordias, etc. Con lo que hemos dicho, por poco que sea, basta para inferir que Rhees era ante todo un filósofo en el sentido más técnico de la palabra. Y aquí nos surge una primera inquietud: dejando de lado legítimos intereses personales: ¿qué tiene que ver un típico filósofo del siglo XX con los Evangelios? Asumiendo que no se trata de un mero capricho literario: ¿por qué hacia el final de su vida sintió Rhees la necesidad, por no decir ‘la urgencia’, de escribir un libro sobre un personaje tan distante, por lo menos a primera vista, de sus intereses profesionales, de sus intereses filosóficos como lo es Jesús de Nazareth? Dejando de lado la cuestión de que cada quien es libre de ocuparse cuando quiera de lo que quiera, el hecho no deja de ser un tanto intrigante. Rhees tiene algunos escritos de filosofía de la religión y con ello no sorprende a nadie, pero redactar una biografía de un hombre que vivió hace más de 2000 años normalmente no entra en el espectro temático de quien consagró su vida académica a la filosofía analítica y en particular a la filosofía del lenguaje. Desde luego que es lógicamente posible que alguien como, e.g., W. V. O. Quine en un momento dado se sentara a trabajar y a escribir una biografía de, e.g., Genghis Khan, pero en principio no es lo que uno se esperaría de él. Ni siquiera Bertrand Russell, quien tiene interesantes escritos de carácter histórico incrustados en, por ejemplo, su historia de la filosofía occidental, así como múltiples recuerdos de los más variados personajes de su época con los que mantuvo alguna relación de trabajo o de amistad, tiene una biografía. Tiene, es cierto, un libro como Portraits from Memory (traducido como ‘Retratos de Memoria’, que a mi modo de ver es una traducción inepta. La idea es más bien la de “Retratos a partir de Recuerdos” o ‘Retratos fundados en Recuerdos’ o algo por el estilo, pero no me hundiré en discusiones que para nuestros propósitos son simplemente irrelevantes). La pregunta entonces es: ¿por qué Rhees se abocó a escribir una biografía y, sobre todo de un personaje, histórico o ficticio, tan peculiar, tan controvertible, tan decisivo históricamente como lo es Jesús de Nazareth? Mi instinto me dice que tiene que haber una explicación de ello, en el sentido de que con toda seguridad no se trata de un mero capricho, de un deseo sin justificación. Yo creo que la explicación última de por qué Rhees redactó este libro es obtenible sólo combinando la lectura del texto con datos de su vida y muy probablemente ese por eso que no está enunciada explícitamente. Hay, pues, que leer entre líneas, traer a la memoria alguno que otro dato de la vida de Rhees y entonces construir una hipótesis explicativa que opere como hilo conductor para todo el texto. De esa manera el libro adquiere un sentido que va más allá de una simple expresión de curiosidad histórica .

Consideremos entonces el libro de Rhees, el cual tiene dos facetas: una estrictamente histórica y una interpretativa. La primera concierne a los hechos que conforman la vida de Jesús, tal como ésta nos es dada en los Evangelios. En este terreno Rhees llega a resultados interesantes y sus reconstrucciones de múltiples pasajes son detalladas, argumentadas y convincentes. Muestra, por ejemplo, tomando en cuenta todos los hechos narrados en los Evangelios (sobre todo en los sinópticos) y los trabajos de los monjes que se dedicaron a partir del siglo I después de Cristo a reorganizar y ordenar el material del que disponían, que en realidad Jesucristo nació en el año 6 antes de Cristo. Explica Rhees:

Parece por lo tanto probable que Jesús nació en el verano del 6 AJC, que fue bautizado en el 26 DJC, que la primera Pascua de su ministerio fue en el verano del 26 o del 27 y que fue crucificado en la primavera del 29 o del 30. (p. 48).

Rhees efectúa un impresionante trabajo exegético de los Evangelios y saca a las luz tanto las coincidencias como las diferencias entre ellos. Así, describe de manera global los objetivos de los diversos Evangelios y de cómo de ellos fue emergiendo la figura de Cristo. Nos dice:

Si nuestro primer evangelio retrata a Jesús como la realización de las promesas de Dios a su pueblo, y Marcos, como al hombre de poder trabajando ante nuestros propios ojos, asombrando a la multitud en tanto que se gana a unos cuantos, Lucas coloca ante nosotros al Señor realizando su labor (ministering) con compasión divina con hombres sometidos a las mismas tentaciones que él aunque, a diferencia de ellos, él no conocía el pecado. (p. 27).

Rhees analiza los Evangelios de modo que casi podemos decir que cada uno de ellos cumple una función distinta. Entra a fondo en la discusión concerniente a las diversas contradicciones o inconsistencias entre dichos textos sagrados y las trabaja de manera que poco a poco se va delineando la silueta de un Jesús que en más de un sentido no es el usual. Lo que Rhees logra, por lo tanto, es elaborar una nueva interpretación de Jesús y, por ende, del personaje de Cristo. Ahora bien, como a menudo sucede, esta nueva interpretación no parece ser tanto el resultado de una investigación como el de una intuición asumida ab initio y luego aplicada sistemáticamente a través de lecturas apropiadas de los diversos pasajes de los Evangelios. Yo diría que la forma que tiene Rhees de ver los hechos que conforman la vida de Jesús le permite dotar a la existencia de este último de un sentido nuevo. En verdad, Rhees logra explicar los hechos conocidos de manera que se nos aclara la paulatina transformación religiosa de Cristo, su evolución espiritual. Muy a grandes rasgos, Rhees nos hace ver que se produjeron en la vida de Jesús diversos mal entendidos que es muy importante disipar. De acuerdo con él, la labor de Jesús se divide básicamente en dos grandes periodos: su periodo de formación o preparación para posteriormente difundir la “buena nueva”, diseminar su mensaje, y una segunda fase en la que Jesús deliberadamente habría promovido su propia muerte, puesto que él sabía que esa era la condición, impuesta por Dios, para que su verdad triunfara. Pero ¿cuál era su verdad y de qué mal entendidos hablamos?

Es obvio que, veamos el fenómeno “Jesucristo” como un fenómeno histórico o como uno en el que se manifiesta la divinidad, todo el discurso de Jesús es comprensible sólo si se le sitúa en su contexto real. Rhees describe minuciosamente cómo la vida religiosa en aquella parte del mundo de aquellos tiempos permeaba a la sociedad. Casi podría decirse que se había producido una división del trabajo entre los diversos grupos religiosos judíos. Así, por ejemplo, los saduceos, que son quienes finalmente ejecutan a Cristo, básicamente constituían el clero, la iglesia oficial, y eran quienes entraban en negociaciones con las autoridades romanas, constituyendo ellos mismos las autoridades hebreas. Los fariseos, en cambio, eran los partidarios a muerte del ritualismo judío. A ellos les importaban ciertas ceremonias, ciertas obligaciones, etc., y veían con recelo a quienes no las seguían al pie de la letra. Una de las críticas que Jesús eleva en contra de los fariseos consiste precisamente en señalar que con ellos la vida religiosa se reducía a una serie de ritos, careciendo sin embargo de ese respeto sincero y total por el espíritu religioso mismo. Este es un fenómeno bien conocido en nuestros días: todos sabemos de gente que asiste puntualmente a misa para purificar su alma, pero que apenas sale de la casa de Dios de inmediato retoma sus actividades ilícitas o su conducta inmoral. Hace todo eso, pero eso sí: cumple formalmente con las ceremonias prescritas por las autoridades eclesiásticas. Cristo ciertamente se oponía al espíritu fariseo, por más que compartiera con ellos diversas creencias. En todo caso, si Rhees logra dar cuenta satisfactoriamente de múltiples pasajes de los Evangelios ello se debe, entre otras razones, a que contextualiza debidamente las acciones de Jesús. Los relatos del Nuevo Testamento adquieren entonces sentidos claros. Sin embargo, lo realmente importante son sus conclusiones y el cuadro que nos pinta de la vida de Jesús es el siguiente: como todos los habitantes de Judea, Samaria, etc., de aquellos tiempos, Jesús creía en la llegada del Mesías. Poco a poco, sin embargo, él se fue auto-concibiendo como “el Hijo del Hombre” y, a través de milagros, lecciones morales y, en verdad, de una  gran sabiduría práctica, empezó a ser reconocido como tal por todos aquellos con los que interactuaba. Cuando llegó el momento, que es crucial porque es cuando termina su primera fase y empieza la segunda, es bautizado por San Juan Bautista, otro religioso que predicaba la llegada del Mesías, muy influyente en su limitado medio pero quien reconoce en Jesús al verdadero Mesías. Para entonces Jesús ya tenía plena conciencia de cómo tenía que llevarse a cabo su misión religiosa: había que anunciar la llegada del Mesías pero no con trompetas y ángeles exterminadores para acabar con la ocupación romana, sino para abrirles el corazón a sus conciudadanos y enseñarles la palabra de Dios. En lo que él creía era en la “segunda venida” durante la cual los individuos en general, es decir, no ya nada más los habitantes de Galilea, Samaria, etc., sino todos los humanos serían juzgados y regenerados en un espíritu nuevo. Este es un tema importante que hay que considerar aparte.

De acuerdo con la versión de Rhees, la evolución de Jesús consistió en pasar de tener intereses, llamémoslas así, “populares” a tener intereses exclusivamente religiosos. Él habría cambiado no de objetivo, sino de procedimiento. Para el nuevo Jesús, había que dejar atrás la labor de convencimiento masivo para remplazarlo por una labor diferente. ¿Por cuál? Según Rhees, Jesús habría optado, en la segunda fase de su ministerio, por una estrategia radicalmente diferente de la que había desplegado hasta ese entonces. A partir de cierto momento, su idea habría sido la de rodearse de unos cuantos discípulos incondicionales, de hombres que realmente estuvieran convencidos de que él era el Mesías, seguidores que no tuvieran la menor duda respecto a su carácter divino. Serían ellos a quienes él les enseñaría en qué consistía la nueva verdad y ellos a su vez se la transmitirían a la población en su conjunto. Este cambio en la conducta de Jesús le habría valido el rechazo de la gente que, decepcionada por el hecho de que el Mesías no se comportaba como esperaba que lo hiciera, es decir, de manera visible, palpable, exitosa factualmente, en el momento crucial lo abandonaría a su suerte por haberlos decepcionado. Por otra parte, los seguidores de Jesús no comprendieron sino hasta el final que la nueva doctrina exigía el sacrificio del Hijo de Dios, pues sólo de esa manera podría él probarle a la gente, con su segunda venida, que era a él a quien había que seguir y tratar de emular. En este sentido, la vida de Jesús no es trágica, puesto que él no hace nada para evitar el fatal desenlace sino al contrario: lo promueve, a sabiendas de que lo que le espera es un auténtico infierno. Mito o historia, lo cierto es que son pocos los relatos individuales tan conmovedores como el de la vida y la muerte en la cruz de Jesús de Nazareth.

El cuadro que Rhees magistralmente pinta, sin embargo, parece tener un lienzo oculto, un lienzo debajo del lienzo. Para entender esto tenemos que hacer algunos recordatorios que tienen que ver no ya con Jesucristo, sino con otro formidable individuo que presenta rasgos en muchos sentidos similares a los de este último.

Rhees tuvo el privilegio de tratar de cerca, probablemente sin llegar nunca a intimar demasiado con él, a uno de los hombres más extraordinarios en los que podamos pensar. Me refiero a Ludwig Wittgenstein. Sin duda, todos recordamos la condición que Jesús le imponía a algunos de sus seguidores, posteriormente apóstoles, a saber, la de dejar todo y seguirlo. Preguntémonos: ¿quién deja todo? O mejor: ¿habrá una persona en este mundo que se deshaga de una fortuna colosal, de una fortuna que le estorba porque no le permite disfrutar de su propia riqueza, de su riqueza interna? Yo, lo confieso, ni conozco ni he oído hablar de nadie así. Rhees sí tuvo la buena suerte de conocer a alguien así y de que éste lo distinguiera con su amistad y su confianza. Ahora bien, que alguien haga algo así no puede ser una casualidad, una “puntada”, el resultado de una improvisación. Quien hace algo así tiene que ser un ser humano muy especial, en verdad único, porque desprenderse de una fortuna no es un gesto que venga solo: viene acompañado de muchos otros actos excepcionales más. Y aquí es donde empezamos a detectar un paralelismo que Rhees implícitamente,sin decir nada al respecto, propone entre Jesucristo y Wittgenstein y en el cual se habría inspirado para efectuar su trabajo biográfico. Se trataría de una intuición que él mismo no se habría atrevido a hacer explícita. No hay duda alguna de que Jesús y Wittgenstein eran individuos que simplemente no podían pasar desapercibidos, porque de manera natural su grandeza se manifestaba y en todo momento se hacía sentir. En prácticamente todos los recuerdos que se conservan de Wittgenstein, incluyendo los que el mismo Rhees compiló y publicó bajo forma de libro (Ludwig Wittgenstein. Personal Recollections, algo así como Ludwig Wittgenstein. Remembranzas Personales), siempre aparece el maestro, el individuo que imparte lecciones, quien enseña a pensar correctamente, el guía. Y es precisamente en relación con sus respectivos modos de enseñar que se refuerza el paralelismo entre esos dos grandes hombres: al igual que Jesús, también Wittgenstein habría optado por transmitir su sabiduría, el evangelio filosófico (“la Buena Nueva” en filosofía, es decir, la liberación definitiva frente al fraude intelectual más grande de todos los tiempos, esto es, la filosofía occidental) a unos cuantos, a sus “apóstoles” para que fueran ellos quienes diseminaran lo que él les habría enseñado. Desafortunadamente, en ambos casos, es menester señalarlo, tanto los representantes de Jesús como los de Wittgenstein  dejaron perfectamente en claro que no estaban a la altura de la labor que se les había encomendado. Después de todo, Pedro negó tres veces a su Maestro y Rhees, quien en toda esta saga aparece como su equivalente, es un filósofo a quien prácticamente nadie lee. También es cierto, por ejemplo, que así como a partir de cierto momento Jesús habría optado por alejarse de las masas para concentrarse en la transmisión de su mensaje a unos cuantos, Wittgenstein siempre trabajó con grupos reducidos de discípulos y nunca optó por algo que para él hubiera sido muy fácil, a saber, participar en congresos, publicar “papers” por aquí y por allá, convertirse en el centro de atención de los profesionales de la filosofía, ser el super Herr Professor de filosofía, porque ¿quién habría podido rivalizar con el genio en acción? Yo no visualizo a nadie, ni siquiera a Bertrand Russell. Independientemente de todo ello, si lo que he afirmado tiene visos de verdad, tenemos entonces la clave para entender el libro de Rhees y, de paso, a Rhees mismo.

Hay una conexión que vale la pena rescatar. En más de una ocasión Wittgenstein expresó su aceptación de Cristo, su adhesión al mensaje cristiano. Entre sus notas no académicas, encontramos reflexiones como estas:

Ningún grito de pesar puede ser mayor que el grito de un hombre.
O, incluso, ningún pesar puede ser mayor que aquel que una persona sola pueda tener.
De ahí que un hombre pueda tener un pesar infinito y también necesitar una ayuda infinita.
La religión cristiana es sólo para aquel que necesita una ayuda infinita y, por lo tanto, sólo para aquel que tiene un pesar infinito.
El planeta en su totalidad no puede tener un pesar más grande que el que sufre un alma.
La fe cristiana – es lo que quiero decir – es el refugio para este pesar supremo.

No hay duda de que Wittgenstein habría sido el primero en rechazar con indignación cualquier parangón de él con Jesucristo. Le habría parecido un sacrilegio imperdonable, un pensamiento irreverente y un desacato inaudito. Pero en realidad no es eso lo que aquí está en juego. Lo que el libro de Rhees deja entrever, más allá de su objetivamente muy interesante investigación histórica, es el tremendo impacto de Wittgenstein en él. No tengo elementos para afirmar que fue por su relación con Wittgenstein que él se decidió a elaborar un trabajo histórico tan completo como el que realizó sobre Jesús de Nazareth, pero de lo que sí estoy convencido es de que es sólo gracias a esa biografía que él habría podido, silenciosamente, expresar en forma indirecta su verdad personal en relación con Wittgenstein. Dicho de otro modo: ningún otro ser humano le habría permitido efectuar el trabajo simultáneo de investigación histórica y confesión personal.

No me propongo, entre otras por razones de espacio, debatir el tema pero creo que debo señalar, aunque sea de pasada, que lo menos que podemos decir es que el Cristo de Rhees es controvertible. A mí me parece evidente que la idea de un Mesías, de un salvador divino, tenía que estar de uno u otro modo vinculado a la situación política real en la que vivían los hebreos. De seguro que los impuestos romanos, extraídos a través del sanedrín, hacían la vida muy pesada para los habitantes de aquellas regiones. Pero entonces parecería que cortar de raíz todo vínculo entre la vida religiosa y su potencial impacto en la vida política equivale a mermar el valor de la actividad de un individuo excepcional que estaba de hecho movilizando a toda la población. La idea de que Jesús súbitamente habría decidido cortar sus vínculos con las masas para concentrarse en unas cuantas personas, él que había realizado tantas curaciones y tantos milagros, resulta desconcertante, por no decir nada convincente. Lo interesante, obviamente, sería determinar si la refutación de su interpretación de Jesús seguiría siendo congruente con la idea que Rhees parece haberse formado de Wittgenstein y si no habría sido más bien el caso de que su forma errada de ver a Wittgenstein lo habría llevado a elaborar un cuadro radicalmente equivocado de Jesucristo.

A lo largo de años de impartición de cursos sobre Wittgenstein, cuando me parecía que el momento era el apropiado para ello, en varias ocasiones traté de llamar la atención sobre lo que desde mi perspectiva es un rasgo que comparten Cristo y Wittgenstein, pero no es el que Rhees sugiere. En lo que yo siempre insistí es en que en ambos casos nos las habemos con seres que predican con el ejemplo. Así, Cristo despliega una conducta personal inquebrantable, una conducta de amor que nadie tendría la fuerza suficiente para hacer que la modificara. Él sí predicaba con el ejemplo. Y a partir de cierto momento, en un terreno completamente diferente como lo es el de la investigación filosófica, Wittgenstein se dedicó a mostrar la validez de su enfoque y de sus métodos de trabajo destruyendo, a través de arduas discusiones, dañinos mitos filosóficos, como el mito de lo interno o el mito del escepticismo. Tanto el wittgensteinianismo como el cristianismo se demuestran en la práctica, en los resultados concretos que generan, no en la especulación y la pseudo-teorización. En todo caso, reconozco que nunca se me habría ocurrido visualizar el entorno de Wittgenstein al modo como Rush Rhees visualizó el de Jesús de Nazareth y, por analogía, el de su propio maestro. Por ello, independientemente de si nuestra lectura del libro de Rhees es acertada o no, si pudimos meditar, aunque haya sido de manera tan pobre y en unas cuantas páginas, sobre tan sublimes temas, ello es algo por lo cual no podemos más que estarle agradecidos en retrospectiva a Rush Rhees por tan magnífica oportunidad.

Victoria sobre Victoria

Como todos sabemos (y lo resentimos), los Estados son instituciones inmensamente complejas. Derivado de ello, uno de sus rasgos es una inevitable jerarquización en los puestos y en las responsabilidades. Es evidente, por ejemplo, que una recepcionista que trabaje en una Secretaria de Estado tiene un trabajo concreto que realizar y recibe instrucciones u órdenes de su superior inmediato, pero obviamente ella misma no incide ni mínimamente en la política general del ministerio en cuestión. De hecho, ella en el organigrama puede estar separada del Secretario de Estado o ministro de que se trate por decenas de niveles intermedios, de puestos correspondientes a las diversas  dependencias de la Secretaria en cuestión. Todo gobierno es, pues, una institución fantásticamente ramificada pero, curiosamente, también es cierto que ello nos resulta tan familiar que simplemente ya ni nos detenemos a reflexionar al respecto, así como no nos llama la atención el hecho de que el sol salga todos los días por el Oriente y se ponga por el Occidente. Nótese, dicho sea de paso, que este fenómeno de dos caras, i.e., complejidad institucional y familiaridad con dicha complejidad, no es privativo del Estado: cualquier empresa trasnacional, cualquier sistema bancario está estructurado y organizado de manera semejante, esto es, de manera piramidal, sólo que en lugar de hablar de presidente se habla de CEO, en lugar de Secretarios de Estado se habla de directores regionales o de directores de áreas y así sucesivamente. Los ministerios o áreas a su vez se expanden, funcionan por medio de ejércitos de empleados, subalternos, ayudantes, personal administrativo de todos las clases imaginables. Aquí puede apuntarse a una potencial diferencia muy importante entre la burocracia pública y la burocracia privada, a saber, que en el sector privado siempre que es ello factible se reduce al máximo la cantidad de empleados contratados, lo cual no siempre sucede en el caso de los gobiernos, por razones evidentes de suyo. El punto al que quiero llegar en todo caso es el siguiente: la supuesta familiaridad con ese monstruo institucional con el que convivimos, del cual no podemos pasarnos (no compartimos ningún punto de vista con planteamientos tan delirantes y carentes de sustento histórico como los de Javier Milei) y que dista mucho de ser transparente a menudo impide que se calibre debidamente la naturaleza de los cambios que se producen al interior (en este caso) de los gobiernos. Por ejemplo, un cambio de Secretario de Estado o ministro puede ser el resultado de una intriga palaciega, de una conspiración entre pares, puede deberse a que al jefe del ministro en cuestión le puede parecer que éste sería más útil en otro sector gubernamental, puede deberse a alguna diferencia muy grande con los lineamientos generales promovidos por el gobierno o por el jefe de Estado en turno y así indefinidamente. Pero también pueden producirse cambios que tienen un sentido mucho más profundo, que indican que hay desavenencias mucho más radicales entre quien “presenta su renuncia” y la dirigencia política del país. Esos cambios son los realmente importantes, porque además de sus efectos algo dicen respecto a la coherencia política del gobierno, a las magnitudes e intensidades de las tensiones y las luchas internas entre los diversos miembros de los gabinetes y grupos políticos incrustados en los gobiernos. Tensiones y rivalidades de esa naturaleza rara vez son de índole personal. Los conflictos realmente trascendentales son más bien de carácter político y, dependiendo del nivel en el que se produzcan, tienen una mayor o menor significación. Con esto en mente, propongo que examinemos someramente el caso de lo que a primera vista es un simple cambio de personal en el gobierno de los Estados Unidos pero que, si no me equivoco, representa más bien un cambio en profundidad, un corte importante en relación con por lo menos algunos aspectos de la política exterior de dicho país.

Hace un poco más de dos semanas se dio a conocer en los Estados Unidos la renuncia de la sub-Secretaria de Estado para Asuntos Políticos, Victoria Nuland. ¿Quién es este personaje? De entrada, podemos afirmarlo, alguien que si pasa a la historia pasará por ser una incontinente promotora de guerras y una causante indirecta de muchas desgracias y de muchos muertos. Se trata de una “diplomática” norteamericana, de origen moldavo aunque ella misma nacida en los Estados Unidos, que desde hace cerca de 30 años ha venido ocupando puestos importantes en las diversas administraciones norteamericanas con, vale la pena señalarlo, la notable excepción de la administración del presidente D. Trump. Está casada con un bien conocido ensayista, ideólogo y politólogo, muy activo y muy influyente (fue asesor de G. W. Bush) de nombre ‘Robert Kagan’. Este individuo fue de los intelectuales pioneros en conformar durante los gobiernos de B. Clinton y G. W. Bush el grupo de “neo-consevadores” (de gente como R. Pearle, P. Wolfowitz y muchos otros) que idearon, planearon y finalmente llevaron al gobierno de los Estados Unidos a (entre otras cosas) bombardear Irak, matar a un millón de personas y liquidar a Saddam Hussein. Se trataba, como es obvio, de un grupo sionista declarada, abierta, cínicamente pro-israelí. Este poderosísimo grupo de “policy makers”, es decir, de gente que diseña la política exterior (en este caso de los Estados Unidos) tiene como objetivo principal la defensa a ultranza del gobierno israelí, sea el que sea y haga lo que haga, en el entendido de que cualquier gobierno de Israel será visto como una extensión del gobierno norteamericano pero, y esto es muy importante, asumiendo también la premisa oculta de que el gobierno de los Estados Unidos está en sus manos y bajo su total control. Aquí de inmediato nos asalta la duda: ¿cómo se controla al gobierno de una potencia como los son los Estados Unidos? ¿Quién puede lograr semejante hazaña? La respuesta es: el lobby sionista, más de 120 organizaciones pro-israelíes, la prensa internacional, Hollywood, la Federal Reserve, por no mencionar más que los factores, instrumentos y elementos políticos y financieros más prominentes. Son todas esas instituciones las que, operando mañana, tarde y noche tanto en los Estados Unidos como a nivel mundial, garantizan que ese pre-requisito efectivamente se cumpla. Entre las organizaciones sionistas norteamericanas destacan la Anti-Difamation League, el Congreso Mundial Judío, B’nai B’rith y, sobre todo, el poderosísimo AIPAC, esto es, el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos. No puede entonces sorprender a nadie que el gobierno norteamericano haya solapado los abominables crímenes y las despreciables mentiras del gobierno israelí en relación, por ejemplo, con la operación de limpieza étnica y apropiación territorial que se está llevando a cabo en lo que alguna vez se llamó ‘Palestina’.

Sin duda alguna, Victoria Nuland es una psicópata irredimible, una fanática convencida de que se debe usar el poderío económico y militar norteamericano para mantener la primacía de los sucesivos gobiernos sionista-norteamericanos en el mundo. Sin duda alguna, es una mujer “competente”, aunque es mi deber decir que las veces que yo la he oído hablar en entrevistas me ha resultado tremendamente decepcionante y superficial. Su discurso oficial no rebasa nunca el plano de la perorata concerniente a “sus valores”, la “democracia” y la “libertad”, un discurso más vacuo que un cascarón vacío y más aburrido que una alocución de Ciro Gómez Leyva o de Leo Zuckermann sobre las elecciones en México. Lo que V. Nuland destila es verborrea politiquera para gente realmente despolitizada. Es evidente, por otra parte, que su función política, si bien no se reducía a ser una mera portavoz de las visiones megalómanas de su esposo, sí era básicamente la de ser su instrumento para su articulación desde el interior de las instituciones y los canales gubernamentales. Ella claramente forma parte de un clan y es sólo vista de esa manera que su itinerario y su rol políticos se vuelven inteligibles y transparentes. Su declaración de despedida fue una joya de discurso impolítico: declaró, primero, que la Rusia actual no es la Rusia que ella hubiera querido dejar y, segundo, que el dinero invertido (“prestado”·) en Ucrania era automáticamente recuperado en los Estados Unidos por las empresas norteamericanas fabricantes de armas, dejando con ello en claro que la guerra en Ucrania a final de cuentas resultó ser un estupendo negocio para las empresas norteamericanas. Desde su perspectiva, desde luego, Europa no cuenta.

La evolución de la vida política en los Estados Unidos es, vista a distancia, relativamente fácil de delinear. Después del asesinato de J. F. Kennedy, un presidente católico de cuya muerte se sabe que hay diversas versiones siendo la única no creíble la historieta oficial, esto es, la del asesino solitario (Lee Harvey Oswald), un cuento de hadas tan fantástico como el de que las Torres Gemelas fueron destruidas por más o menos 20 beduinos, el gobierno norteamericano fue prácticamente tomado por asalto. El resultado político neto, el hecho innegable es que en la actualidad los Estados Unidos tienen de facto no una sino dos capitales, que son Washington D.C. y Tel-Aviv (o Jerusalém, si se prefiere). En este momento, la inmensa mayoría del personal político al frente de la administración Biden está constituida básicamente por sionistas (para dar un ejemplo representativo, Ch. Schumer, que es el líder de la mayoría en el Senado). El resultado es una realidad sui generis – no única en el mundo porque en Francia pasa algo muy parecido – consistente en que lo que hay es un gobierno de dos cabezas. Este dato ayuda a entender tanto la coherencia como las inconsistencias del gobierno norteamericano. En todo caso, la política norteamericana es abiertamente pro-israelí o quizá deberíamos decir simplemente ‘israelí’. Esto explica los cerca de 4,000 millones de dólares que todos los años el gobierno norteamericano le transfiere al de Israel. Se trata de un “regalo” del pueblo americano al gobierno israelí. A esto añádase el apoyo militar, diplomático, de política interna que es permanente. En eso la política norteamericana sin duda alguna ha sido coherente de principio a fin.

Antes de seguir adelante quisiera rápidamente llamar la atención sobre un hecho que vale la pena destacar y es el siguiente: a pesar de decenios de inyecciones de odio en contra de los “comunistas”, los “rojos”·, los “soviéticos” y ahora simplemente los “rusos” efectuadas a través de películas, programas de televisión, múltiples comentaristas políticos con programas muy populares (un ejemplo espectacular de ello es Rachel Maddow), entrevistas, y desde luego prácticamente toda la prensa escrita (New York Times, Washington Post, Wall Street Journal, etc., etc.), lo cierto es que el pueblo norteamericano no tiene en lo esencial nada en contra del pueblo ruso. No hay un odio natural entre esos dos pueblos. El problema es que no pasa lo mismo con los sionistas norteamericanos. ¿Por qué? Porque ellos tienen un historial diferente con Rusia. Prácticamente todos los sionistas norteamericanos preponderantes tienen sus raíces (de dos, tres o más generaciones) en Europa Oriental y, muy especialmente, en Rusia. Históricamente, la relación con el zarismo fue ciertamente muy difícil para las comunidades judías, lo cual explica la proliferación de líderes sionistas como Z. Jabotinsky, quien fue realmente de los fundadores del Estado de Israel. Pero esas son vinculaciones con el pasado. El presente es Vladimir Putin y el problema con éste es que se interpuso a los planes sionistas e impidió que sucediera en Rusia lo que ya había sucedido en los Estados Unidos. Eso le valió el odio eterno del sionismo mundial, entronizado precisamente en dicho país.

El deseo de venganza ante el triunfo del nacionalismo ruso representado por el presidente Putin llevó entonces a diseñar y fraguar un conflicto letal en contra de Rusia sin para ello convertirse necesariamente en blanco de sus armas atómicas. Se preparó entonces paso a paso el conflicto de Ucrania, empezando por un golpe de Estado. No hubo tampoco mayores problemas para encontrar al personaje adecuado, otro sionista, para dirigir al país después de orquestar la deposición del presidente Víctor Yanukóvich. Y, evidentemente, una pieza decisiva de la maquinaria golpista fue Victoria Nuland. Simbólicamente, ella es quien orquestó lo que podríamos llamar el ‘plan Ucrania’, el cual arrancó con el golpe de Estado durante el cual, mientras se quemaban edificios, ella en la plaza Maidan repartía golosinas entre la población incitándola a protestar. La “anécdota” más conocida de esa primera etapa de preparación fue la escena en la que, discutiendo con el embajador norteamericano en Ucrania acerca de quién podría sustituir al presidente depuesto, por teléfono intercambian nombres y el embajador propone a alguien sugiriéndole que hay que tomar en cuenta a la Unión Europea, a lo cual la no muy diplomática representante del gobierno norteamericano le responde con un “fuck the European Union”, que en nuestro idioma equivaldría a algo como “que se chingue la Unión Europea”. Sería difícil dar una prueba más clara de prepotencia. Obviamente, un comentario así en la remota época de gloria del Imperio Británico hubiera sido impensable, pero no lo es en la época del imperio sionista-norteamericano y del concomitante declive europeo.

Así, pues, si hubo alguien que impulsó, defendió, articuló, argumentó en favor de la guerra de Ucrania, ese alguien fue Victoria Nuland. El plan era, masacrar a las poblaciones rusas del sur de Ucrania e integrar a Ucrania a la Unión Europea y, sobre  todo, a la OTAN. Se habría completado así el cerco a Rusia (dejando de lado a Bielorrusia). Cuando Rusia se preparó para defender a sus hermanos de sangre que vivían en suelo ucraniano dando con ello inicio a la operación especial, el pueblo ucraniano fue usado como carne de cañón y Rusia fue “sancionada” desde todos los ángulos imaginables, bloqueándola sobre todo desde un punto de vista económico y financiero, tratando de hacerle (como se hubiera dicho en otros tiempos) morder el polvo, ponerla de rodillas, dividirla, aprovechar sus riquezas naturales y crear una Rusia “democrática”, en exactamente el mismo sentido en el que la Argentina de Milei es una Argentina “democrática”. Pero algo falló. ¿En dónde estuvo el error? ¿Por qué fracasó el plan de desmantelamiento de Rusia?

De que algo estuvo mal calculado no hay duda de ello, puesto que finalmente Rusia – podemos ahora afirmarlo con toda confianza –  ganó la guerra de Ucrania en prácticamente todos los frentes: militarmente acabó no sólo con Ucrania, sino con la OTAN. Ahora queda claro que los europeos, a pesar de las ridículas baladronadas de E. Macron, no tienen ni la unidad que pensaban tener ni el poderío militar, económico y moral que se requeriría para derrotar a Rusia. Si los Estados Unidos se desentienden de Europa, que es a lo que apunta el desarrollo de la vida política con lo que normalmente debería ser un aplastante triunfo de Donald Trump – si es que lo dejan “concursar” por la presidencia – Europa quedará como lo que siempre fue, a saber, una entidad geográfica a la que se le quiso dar la apariencia de un único cuerpo con los mismos intereses pero que, en el fondo, es un conglomerado de pueblos y países con intereses no sólo divergentes sino hasta opuestos, como lo pone de relieve el famoso “Brexit”, que ahora todos quieren imitar. Durante todo el periodo de la operación especial, Rusia diversificó sus exportaciones, enriqueció sus contactos con el mundo no europeo, firmó alianzas de primerísima importancia, fortaleció su mercado interno, desarrolló magníficamente su industria militar, renovó sus estrategias militares y sin lugar a dudas recuperará lo que siempre había sido su territorio (que incluye no sólo la región del Donbas, Lugansk y otras, sino también a  Sebastopol y Odessa y, paradójicamente, hasta Transnistria, región de Moldavia cuyos habitantes han pedido oficialmente que se les permita unirse a Rusia). De paso, Rusia aumentó su presencia en otros continentes, en especial el africano, en donde ha venido regalando toneladas de trigo y cereales para poblaciones hambrientas, una clase de ayuda que no les cruza por la cabeza ni a ingleses ni a franceses ni a norteamericanos. Los regímenes de los “muy civilizados” países que han vivido de la esclavitud y de la explotación de prácticamente todos los pueblos de la Tierra no dan nunca nada. Los rusos (y los chinos, dicho sea de paso) no son así. La guerra de Ucrania ya la ganó Rusia, todo mundo lo sabe, con lo cual empieza la retirada occidental, la cual se manifiesta de múltiples formas: retrasando la entrega de armas a los ucranianos (entre otras razones porque ya no hay), limitando los préstamos de cantidades estratosféricas de dinero, reiterando las críticas al gobierno títere del antiguo payaso de televisión, Volodomir Zelensky y así indefinidamente. Para decirlo de manera un tanto simplona: tácticamente, Ucrania perdió la guerra, pero estratégicamente, el gobierno de los Estados Unidos (Europa no cuenta) perdió Ucrania.

Y es aquí que empieza lo interesante de toda esta saga política. La derrota norteamericana en Ucrania representó un duro golpe para el gobierno norteamericano en su conjunto y entre las muchas cosas que dicha derrota generó está un cierto despertar en la clase política norteamericana o, más bien, el reforzamiento de un cierto descontento pre-existente causado por la orientación general que le ha venido imprimiendo a su política exterior el poderosísimo lobby sionista. Sin embargo, la catástrofe política norteamericana fue tan grande que no quedó otro remedio que echar del gobierno a Victoria Nuland! Esa decisión no es un mero cambio burocrático: es una reacción muy fuerte en contra de todo un proyecto pensado a fondo por ideólogos y estrategas rabiosamente anti-rusos. Entendámoslo bien de una vez por todas: la idea de vencer a Rusia es un objetivo “natural” de los Estados Unidos, pero la guerra de Ucrania fue casi una guerra privada y alguien tiene que responder por un fracaso tan rotundo y tan costoso. Es obvio que quienes le apostaron todo a la destrucción de Rusia tienen ahora que pagar el precio político por el fracaso de su desbordada fantasía y el símbolo más inequívoco de ese ajuste de cuentas interno del gobierno de los Estados Unidos no podía ser otro que la expulsión de la sub-Secretaria de Relaciones Exteriores. La verdad es que aunque no hay datos al respecto, no sería de extrañar que la explicación última del crimen terrorista cometido en Moscú hace unos días hubiera sido la última perversa acción orquestada por la tristemente célebre sub-Secretaria de Estado para Asuntos Políticos ante su inminente expulsión definitiva del actual gobierno norteamericano.

Naturalmente, el poder sionista en los Estados Unidos seguirá siendo inmenso, pero también seguirá siendo un hecho altamente significativo e importante el haber corrido a Nuland del crucial puesto que ocupaba. Lo que este hecho revela es que, después de todo, por poderosos que sean los sionistas no son omnipotentes, ni siquiera en los Estados Unidos. A la alegría generalizada (y abiertamente manifestada en múltiples videos, entrevistas, artículos, pronunciamientos de periodistas, políticos y politólogos de los Estados Unidos) habría que añadir el descontento masivo de los norteamericanos por el apoyo de la administración Biden a la barbarie israelí en contra del pueblo palestino (más de 32,000 personas masacradas en unos cuantos meses, de las cuales la mitad son “niños terroristas”) y en favor de la criminal política del Nosferatu del Medio Oriente, Benjamín Netanyahu. La política de encubrimiento y apoyo tácito al gobierno israelí por parte del gobierno sionista-norteamericano es demasiado obvia como para suscitar dudas razonables al respecto. Como puede aprecisarse, la derrota en Ucrania abrió las puertas para muchos fenómenos políticos nuevos en los Estados Unidos.

Es evidente que el mundo depende de lo que suceda en los Estados Unidos y si algo dejó en claro el dato de la expulsión de Victoria Nuland es que hay un gran descontento al interior del gobierno y una repulsión cada vez mayor entre la población por la política exterior del gobierno sionista-norteamericano. Obviamente, dicho grupo va a recurrir a todos los mecanismos a los que tenga acceso para evitar un cambio esencial en la política exterior norteamericana, independientemente de que el gobierno de la Casa Blanca sea de demócratas o de republicanos. Al interior de los Estados Unidos, sus grandes armas son el dinero (la banca), la propaganda y el poder político concentrado en sus manos. Pero lo cierto es que la lección “Nuland” es imposible de ocultar. Como siempre con los seres humanos de todos los tiempos, la arrogancia, el abuso y la excesiva seguridad en sí mismos pueden desencadenar situaciones hasta ese momento impensables. Por lo pronto en este caso sí puede afirmarse que Nuland terminó siendo nula y que se obtuvo una resonante victoria sobre Victoria.

Lucha de Clases y el Futuro de México

Desde que a raíz de la caída del bloque socialista los dizque “pensadores” como Octavio Paz decretaron que la concepción marxista del sistema capitalista y su desarrollo no serviría ya para nada, nos topamos en general, de seguro en América Latina y con certeza en México con un hueco enorme en el contexto de las explicaciones sociales y políticas. Sembrando como siempre la desorientación y la incomprensión de los procesos sociales, las huestes tanto de pseudo-intelectuales como de malandrines del periodismo y del “televisionismo” (me permito crear mis propios “términos técnicos”) se han esforzado por promover de manera sistemática lo único que han dado muestras de saber hacer, esto es, “explicaciones” de los vaivenes de la vida política en términos de características individuales de los personajes prominentes del momento. Así, los movimientos internos de lo que es un muy complejo sistema social fundado en una determinada estructura económica, es decir, de una maquinaria de producción y reparto de la riqueza generada por el trabajo, son “explicados” por cosas tan triviales como la forma de hablar de alguien, el modo como se viste o camina, los humores y las decisiones arbitrarias que se les ocurre tomar, si tienen buen humor y son expertos en el lenguaje soez y así sucesivamente. Esta corriente de intoxicación intelectual es tan burda y tan ineficaz que yo a menudo me pregunto si el batallón de escritorzuelos que a diario cumplen con su lacayuna labor de ataque al régimen político prevaleciente en nuestro país realmente se creen ellos mismos lo que sus cabezas les permite redactar! Confieso que me cuesta mucho aceptar que haya soldados rasos del frente cultural tan estúpidos que se crean ellos mismos lo que no pasan de ser las más de las veces patrañas sobre pedido y vulgares mentiras.

El resultado neto de esta situación de sustitución de genuinas explicaciones por historietas como para débiles mentales es la total falta de claridad y de comprensión respecto a lo que está sucediendo en el mundo en general y en México en particular. Por ejemplo, si le preguntamos a cualquiera de los trabajadores letrados al servicio de los grandes intereses privados en qué consiste realmente el proceso por el que está atravesando México, por qué vivimos en un país en donde además de la violencia real se exalta la violencia en general para restarle tranquilidad a la gente, las respuestas que nos darán vendrán en términos de slogans, frasecitas hechas, retruécanos y demás tropos asociados con nociones desprovistas casi ya por completo de un sentido inteligible, como ‘la lucha por la democracia’, ‘la lucha contra el autoritarismo’ y sandeces por el estilo. Pero yo preguntaría: ¿en dónde quedó el análisis político? ¿Cómo puede presentarse como resultados objetivos, para no decir “científicos”, de investigaciones serias toda esa sarta de banalidades, repeticiones, vacuidades y demás? La explicación es que vivimos en una atmósfera intelectual de la cual el gran gurú de la vida cultural mexicana de los últimos 30 años, o sea, Octavio Paz (o como sería mejor llamarlo, ‘Octavio Guerra’) tuvo a bien decretar la expulsión del reino de las explicaciones sociales no sólo las teorías concretas que conforman la visión marxista de la historia y de la expansión capitalista, sino hasta la terminología, el vocabulario que tanto le costara a Marx acuñar y que era realmente útil. En efecto, desde que Paz jugó su nefando y oportunista rol de destrucción de la izquierda mexicana (de por sí endeble), un papel teóricamente injustificado por completo pero sólidamente financiado, se decidió que fenómenos como los de explotación, generación de plusvalía, fetichismo de la mercancía, enajenación y muchos más no sólo propios sino definitorios del sistema capitalista, eran cosa del pasado. Todo borrado por el decreto de un poeta cuyos productos son realmente del gusto de muy pocos, por no decir ‘más que de sus más fanáticos acólitos’. Hay, no obstante, una noción de primera importancia que emana de la concepción marxista del capitalismo, que en mi humilde opinión es crucial y que sería muy útil servirse de ella en la actualidad para dar cuenta de lo que está sucediendo si bien, como era de esperarse, se le ha inutilizado al ignorarla de manera sistemática. Me refiero a la importante noción de lucha de clases.

Es evidente, supongo, que la noción de lucha de clases es una noción técnica por medio de la cual se completa en el plano de la estructura política la descripción de la estructura, el funcionamiento y las contradicciones del sistema económico subyacente. En general, y como parte de la sistemática tergiversación de la historia, la lucha de clases quedó asociada a un periodo, básicamente al periodo staliniano de la nacionalización de la tierra y la estatización completa de los medios de producción. No es mi propósito entrar aquí a explicar cómo fue que el gobierno en tiempos de Stalin llegó a la conclusión de que no había alternativa a la nacionalización si lo que se quería era asegurar la alimentación de millones de habitantes de las ciudades. Fue una decisión de magnitudes históricas y se impuso por la fuerza. Millones de personas sucumbieron en la lucha entre el Estado soviético y los, así llamados, kulaks, esto es, los terratenientes. O sea, las circunstancias prevalecientes en aquellos tiempos hicieron que un gobierno revolucionario se radicalizara e impusiera un programa de gobierno completamente nuevo en la historia de la humanidad. Sobre los vicios y las virtudes de dicho sistema político se puede discutir fríamente, sin demagogia ni charlatanería, reconociendo aciertos y errores, pero no es mi tema en este momento por lo que no entraré en él.

Lo que en cambio sí es mi tema es la situación que prevalece aquí y ahora en México y lo que quiero mostrar es la utilidad de la noción de “lucha de clases” para explicarnos un sinfín de acciones, decisiones y actuaciones de los actores políticos. Ahora bien, lo más interesante del inevitable fenómeno de la lucha de clases en México es, me parece a mí, que por primera vez quizá dicha lucha no la está ganando la clase que acumula la riqueza material y que tiene como representante político al gobierno en turno. Dicho de otro modo, aquí, por primera vez, el gobierno es el genuino representante de los intereses de las clases trabajadoras: de obreros, de empleados, de campesinos, de pequeños comerciantes, de maestros, de transportistas, etc. Tal vez no sería erróneo decir que por primera vez tenemos un gobierno que sí representa y hace valer los intereses de los desvalidos.

Me parece que, antes de seguir adelante, sería conveniente hacer un recordatorio elemental para evitar la crítica de ultra-simplicación que se podría querer elevar en mi contra. La sociedad capitalista contemporánea, obviamente, no es una sociedad dividida en dos grandes clases, la burguesía y el proletariado. Ese era el cuadro que presentaba en el siglo XIX y cuando mucho hasta la Segunda Guerra Mundial en el siglo XX. Pero desde entonces el paisaje social se volvió mucho más complejo y abigarrado, al grado de que el concepto original de clase dejó de ser operativo si no totalmente sí en gran medida. No obstante, lo que no es tan fácil de borrar, independientemente de si hablamos de clases o de si se acuña un nuevo término teórico, es el conflicto objetivo de intereses que se da entre quienes venden su fuerza de trabajo para vivir y que reciben un salario (que tiene su traducción en el plano del consumo en la noción de “canasta básica”) y quienes compran dicha fuerza de trabajo, la aprovechan y ganan. Los niveles económicos de los empleados pueden haberse diversificado y estratificado cuanto se quiera, pero los dueños siguen siendo los dueños y quienes trabajan para ellos, inclusive si son muy bien remunerados, siguen siendo sus empleados. El cuadro se complica porque hay nuevas formas de propiedad, como la representada por ejemplo por las acciones de empresas que se compran y venden en la Bolsa, pero esta proliferación de diferencias no basta para borrar la oposición principal.

Dadas las características del pueblo mexicano, el discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo naturalmente que adaptarse a él y con ello se simplificó el panorama, pero ello facilitó la transmisión de mensajes políticos fundados en realidades sociales. Por eso el presidente recurre a nociones no técnicas sino del sentido común y del lenguaje natural para delinear su política de defensa de los intereses de los trabajadores. Él y su gobierno son los representantes de los intereses de los pobres, de los abandonados, de los desheredados, de los que no tienen un futuro atractivo y seguro, de los que pasan hambre y así indefinidamente. Él engloba todos esos grupos sociales bajo el rubro de ‘pueblo’. Pero independientemente de cómo se le describa, el fenómeno es el mismo en todas partes del mundo: se da una confrontación permanente entre el pueblo y los super-privilegiados, una confrontación siempre mediada por los aparatos de Estado entre las personas que luchan por mejorar sus salarios y sus condiciones de vida y quienes luchan por conservar sus ventajas y privilegios. Esa lucha es objetiva e inevitable y, como dije, se da en todo el mundo, o casi.

Salvo si es armada, es decir, revolucionaria, la lucha entre intereses de diversos grupos sociales es canalizada por vías políticas, en el sentido más amplio de la expresión. Esto incluye, por ejemplo, la educación, las tradiciones y cosas por el estilo. Así, por ejemplo, hay países divididos en clases pero en los que las clases privilegiadas están dispuestas a repartir de manera un poquito más equitativa la inmensa riqueza producida por sus empresas, compañías, inversiones y demás. Desafortunadamente, aquí no es así. El problema es que en México las clases pudientes son culturalmente bárbaras, incultas, crueles, voraces sin medida, corruptas y corruptoras, de mal gusto, sin preocupaciones de índole nacionalista, sin solidaridad por los miembros de las clases que no tienen otra opción que levantarse a las 5.00 a.m. para poder llevar comida y un mínimo de mercancías a sus casas. Dada esta situación, era natural que el actual gobierno y las élites chocaran y que se generara un estado de guerra. Por consiguiente, es un hecho que lo que presenciamos y vivimos en la actualidad es la expresión de una cada vez más enconada lucha de clases, pero una lucha de clases un tanto especial por cuanto en este caso los roles históricos quedaron invertidos: aquí y ahora el gobierno defiende los intereses de los trabajadores y son los ricos y ultra-ricos quienes tienen que luchar en contra del Estado para restaurar sus privilegios.

Es evidente que si el Estado no estuviera muy sólidamente apoyado por la población, la clase de los poderosos ya lo habría desbaratado. Lo que los detiene es el pueblo. Así ha pasado en todos lados y en todas las épocas. Si un gobierno no atiende las exigencias de, digamos, la banca (nacional o internacional), se le prepara un golpe de Estado y se le desecha. Eso pasó con S. Allende en Chile, por ejemplo, y con muchos otros gobiernos progresistas de América Latina y en general de lo que solía llamarse el ‘Tercer Mundo’. Por ejemplo, Patricio Lumumba fue asesinado por intentar modificar un status quo abiertamente negativo para los intereses de la población congoleña, pero sus propuestas tenían que afectar no sólo a los grandes corruptos y vende-patrias de su país sino también a empresas trasnacionales (belgas, norteamericanas, etc.). En los casos mencionados, la lucha de clases, entendida de manera literal, fue ganada por los grupos económicamente potentes.

La pregunta que nosotros debemos plantear no es, por lo tanto, ‘¿se da una lucha de clases en México?’, sino más bien ‘¿cómo se desarrolla la lucha de clases en México?’. Y la respuesta es evidente de suyo, puesto que está a la vista de todos nosotros todos los días. Aquí la lucha en contra del gobierno que genuinamente representa los intereses de las mayorías es frontal y brutal, llena de odio y de pus mental, pero no ha llegado todavía al nivel de la confrontación militar abierta. Desde luego, y ello es obvio, que se quiere encaminar todo en esa dirección, pero no se ha logrado todavía. Esto debería ser matizado: sí se ha logrado generar una especie de confrontación militar con el gobierno sólo que de manera indirecta, porque lo que se está haciendo es promover y usar el bandolerismo existente, bajo todas sus formas, para desquiciar la vida de los ciudadanos y poder así desprestigiar al gobierno de los pobres, restarle méritos y debilitarlo. El problema para el partido del odio es que los logros del gobierno popular son inmensos y frente a hechos crudos lo único que han podido oponer son insultos, vulgaridades y demás. De hecho, si no se estuviera desarrollando en México lo que identificamos como una intensa lucha de clases, la inmensa mayoría de la población de nuestro país podría trabajar a gusto y vivir con tranquilidad. El problema es que para que eso se dé hay un precio muy alto que pagar, que es limitar la voracidad y la rapacidad de las clases beneficiadas del sistema. Eso es algo que los del bando rico no están dispuestos a aceptar. ¿Por qué? Lo que pasa es que los ricos, los verdaderamente ricos mexicanos están dispuestos a todo con tal de seguir gozando de sus a menudo mal habidas y despreciables fortunas. Lo que quieren es muy obvio: quieren que el Estado les permita esclavizar a la población (como se intenta hacerlo en Argentina), saquear las riquezas de la nación y acumular bienes de manera absurda. Hay personas, bien conocidas, por lo cual no tengo para qué dar nombres, que llegan a tener más de 100 casas, entre múltiples otros “negocios”. Uno con toda candidez se pregunta: ¿cuál puede ser el objetivo, qué sentido tiene tener más de 100 propiedades? En verdad, las ambiciones de los ricos mexicanos llegan al absurdo, rayan en lo grotesco.

Pero, regresando a nuestra pregunta: ¿cómo se desarrolla la lucha de clase hoy en México? Mi respuesta es: por fases. Hasta hace poco, la confrontación fue principalmente ideológica y propagandística; poco a poco, sin embargo, se le fue inyectando dinero (nacional y extranjero), se hicieron intervenir multitud de asociaciones legales pero ilegítimas, mediante un ejército de complotistas, manipuladores, traidores y demás. Y ahora entramos en la fase de la lucha política  tratando de inmovilizar al gobierno desde dentro, apoderándose para ello de las instituciones gubernamentales mismas. El primer paso fue el INE, dirigido durante 10 años por un sujeto cuyo padre se habría avergonzado de él; pero un segundo paso, mucho más peligroso, es el de la ofensiva dirigida en contra de la Presidencia de la República desde la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Yo creo que a nadie se le ocurriría negar que el instrumento político más representativo del bando de los ricos en esta confrontación de clases es Norma Piña. Bajo su dirección, la lucha ha consistido en bloquear, debilitar, anular, complicar cualquier decisión que el gobierno representante de las clases pobres, modestas, humildes, sencillas, etc., tome. Y aquí vemos hasta dónde son capaces de llegar los seres humanos (por así decirlo)  “Mexican style”, es decir, personas que son el producto de años de vida (social, cultural, etc.) en la corrupción. No importa el país, no importa el bienestar popular, no importa el progreso nacional. Sólo importa la multiplicación de su riqueza (los sueldos de sus portavoces son mirruñas). De manera que si el gobierno detiene a delincuentes mayúsculos, a asesinos, mafiosos de toda índole, traficantes, etc., se les libera. Si se emite una ley benéfica para la población y su futuro, se le bloquea o anula. Y así en todos los contextos y todos los días. En otras palabras: la guerra de clases va en serio.

Se presenta en México un cuadro que históricamente es bien conocido: un gobierno progresista es hostigado hasta que o lo tumban o se radicaliza. Los enemigos del pueblo están llevando el conflicto hasta sus últimas consecuencias. Ellos no parecen entender que si el gobierno se ve amenazado de aniquilación tendrá que tomar medidas drásticas, medidas de una especie que hasta el día de hoy se ha rehusado a tomar. Pero ¿de cuándo a acá los actores políticos del momento han aprendido algo del pasado? Los mueven sus pasiones y sólo les interesa la satisfacción de sus ambiciones. El gobierno de la República puede hacer muchas cosas que al día de hoy no ha hecho. En opinión de muchos, ello ha sido un error. La lucha de clases no se va a disolver gane quien gane o pierda quien pierda, porque es como un fenómeno natural, sólo que social e histórico. Los del bando de los favorecidos de la vida no tienen escrúpulos ni se fijan límites. Son esencialmente inmorales. Todo se puede esperar de ellos, pero quizá no deberían perder de vista que más vale un gobierno contrario a sus intereses pero pacífico que un pueblo con los ojos abiertos y enardecido. Es muy importante que los dirigentes de la oposición no caigan en trampas tendidas sin saberlo por sus propios abogados.

El resultado de esta lucha social, que en última instancia es una confrontación entre grupos de muy afortunados y masas de muy desafortunados, es el futuro de México. Yo pienso que, guste o no, este sexenio ya lo ganó el representante de las mayorías, esto es, el presidente Andrés Manuel López Obrador, entre otras razones por sus muy superiores habilidades políticas. Pero él dejará la presidencia dentro de unos meses y la sociedad seguirá existiendo. La lucha de clases no es un fenómeno pasajero sino sistémico y así como se ven las cosas el cuadro alarmante se le planteará a la Dra. Sheinbaum, porque con ella la lucha de clases estará entrando en una fase superior. Y ella (y su gobierno) tendrán que decidir si tomó la estafeta que le pasó el presidente López Obrador para, apoyándose en el pueblo de México, seguir hacia adelante en la creación de un nuevo país, un país en donde el desperdicio humano no sea  tan evidente y  tan lacerante, o si optará por regresar al pasado tratando de tapar con un dedo el tórrido sol de la lucha de clases.