(A la memoria del Licenciado Narciso Bassols, obligado a fallecer el 24 de julio de 1959).
Difícilmente podría negarse, siento yo, que la hipocresía es uno de los rasgos más detestables tanto de personas como de diversos aspectos de la vida contemporánea. Para los propósitos de estas líneas, sin embargo, más que como un mero fenómeno personal me inclino por ver en la hipocresía una característica de la cultura actual, una forma de educar a las personas de la que no es fácil escapar. En la vida política de nuestros tiempos, por ejemplo, la hipocresía está a la orden del día. La diplomacia norteamericana (y creo que no sería descabellado pregonar lo mismo de la diplomacia occidental en general) convirtió a la hipocresía en uno de sus más notables instrumentos. Carentes de una ideología aunque sea un poco más sofisticada que la incorporada en la perspectiva de burócratas clase medieros o en las charlas de amas de casa, los sucesivos gobiernos norteamericanos fueron desgastando poco a poco los valores fundamentales asociados con su propia situación y con su rol histórico para no dejar más que cascarones ideológicos, categorías huecas que paulatinamente fueron dejando de cumplir su función original que era justificar las intervenciones armadas, la Guerra Fría y demás. Con el tiempo, ellos siguieron recurriendo a las peores prácticas imaginables (la tortura, por ejemplo), pero su discurso político prima facie justificatorio no se alteró por lo que terminó siendo lo que ahora es, es decir, un discurso totalmente hipócrita y en el fondo inservible. Las prácticas político-militares norteamericanas son horrendas y vienen envueltas en el mismo lenguaje de hace décadas, sólo que a éste ahora ya nada lo sustenta y por lo mismo no pasa de constituir un lenguaje falsificador e hipócrita. Por ejemplo, para desacreditar sistemas de vida dirigidos por ideales de igualdad y no dominados totalmente por meros objetivos de ambición privada obscena, los Estados Unidos impusieron en el mundo el banal discurso de la democracia, la libertad y los derechos humanos, perfectamente asimilado y reproducido por los pericos teóricos de latitudes más tropicales, pero aparte de ponerlo en circulación para impedir el florecimiento de otra terminología y otros ideales lo impusieron también para justificar las mayores atrocidades que al día de hoy se han cometido. Los ejemplos abundan de manera que no me detendré en ellos, pero para ilustrar lo que digo no estará de más traer a la memoria que en nombre de los derechos humanos se inundó Vietnam de napalm, se bombardeó y destruyó Yugoeslavia (generando horrores sin fin en el único lugar de Europa en donde en algún momento convivieron en armonía cristianos, judíos y musulmanes) y hoy se tienen a sueldo a ejércitos de mercenarios criminales (¿o son otra cosa los asesinos del Estado Islámico, los sucesores de esa gran organización armada por la CIA y que pasó a la historia como Al Quaeda?) que no tienen otro objetivo que masacrar gente, degollar públicamente a soldados hechos prisioneros en acción (lo más contrario que pueda haber a los pactos universalmente firmados concernientes a cómo conducir un conflicto armado) y destruir sistemáticamente la infraestructura de los países en donde aparecen, así como sus reliquias históricas y en general toda su riqueza cultural acumulada. De igual modo, en nombre de la maravillosa libertad (que aparte de las posibilidades de florecimiento de capacidades humana quién sabe en qué pueda consistir) se ha logrado instaurar un nuevo sistema de esclavitud universal, menos obvio quizá que el inenarrable tráfico de esclavos que algunos pueblos europeos (muy especialmente aunque no únicamente, ingleses, holandeses y portugueses) diligentemente practicaron a lo largo de tres siglos durante los cuales comerciaron con alrededor de 80 millones de personas (dato extraído del formidable libro de Hugh Thomas, The Slave Trade. The history of the Atlantic slave trade 1440-1870), pero a final de cuentas tan efectivo y tan odioso como el de antaño. A decir verdad, no creo que sea muy difícil de hacerlo ver. El elemento impulsor del comercio de esclavos (básicamente, de población africana – hombres, mujeres y niños – hacia algunos países de América Latina y los Estados Unidos) era la urgencia por el enriquecimiento personal: los propietarios de grandes extensiones de terreno requerían de mano de obra barata, de preferencia gratuita (salvo por el costo del esclavo y su mantenimiento en los límites de su resistencia física) y fue así como en los grandes campos de tabaco y de caña de azúcar al rayo del sol y latigazos trabajaron y murieron millones de hombres. Pero, yo pregunto: ¿es en nuestros tiempos acaso radicalmente diferente la situación para millones de personas? Francamente, lo dudo. Yo creo que los mecanismos mediante los cuales se ejerce la opresión son diferentes, pero a final de cuentas son tan efectivos y brutales como los de tiempos más descarnados. Es innegable que el fenómeno de la esclavitud reviste otras formas que las más crudas y burdas de las modalidades de antaño; por ejemplo, no hay un mercado público para la compra de personas. Pero es obvio que ello no basta para mostrar que la esclavitud actual no es un fenómeno real y no menos lacerante, injustificado y cruel que el que era común en la época de Raleigh o de Francis Drake. ¿Cómo podemos mostrar que efectivamente se da esta continuidad en las prácticas esclavistas? A mi modo de ver, una veloz mirada sobre el impactante fenómeno de la inmigración basta para convencernos de ello. Echemos, pues, un superficial vistazo sobre este panorama no para efectuar un ejercicio de redacción, sino más bien para intentar llevar al plano de la conciencia la verdad de sobre quién está fincado el bienestar de millones de personas y, en verdad, ese sistema de vida que parece sobre todo una maldición y del cual inevitablemente formamos parte.
Una comparación que de inmediato a cualquiera le viene a las mientes y que habla por sí misma es la que se puede trazar entre las oleadas de humanos que se desplazan hacia países que no son los de ellos y las de los ñúes y las cebras del Serengueti, animales que movidos por el instinto año tras año realizan su épica migración hacia pastizales y ríos menos afectados por las terribles sequías. Son ciertamente épocas de bonanza para los grandes depredadores, básicamente felinos y hienas. Ahora bien, siguiendo con el contraste entre animales y humanos de inmediato habría que decir de las rutas de los migrantes que están plagadas de toda clase de depredadores no animales, pero sí humanos: policías, pandillas, explotadores, personas indiferentes dispuestas a verlos morir antes que darles algo suyo (unas monedas, un vaso de agua), violadores y en general toda clase de gente abusiva dispuesta a aprovechar las ventajas que tienen sobre los caminantes para la obtención de algún beneficio personal. Pero además del paralelismo con los depredadores hay otras similitudes entre migraciones animales y migraciones humanas en las que estos últimos, por así decirlo, salen perdiendo. Las migraciones animales están, por decirlo de algún modo, programadas: se producen una vez al año durante el período de sequía. Las de los humanos que huyen de sus países se dan todo el año. Los animales saben qué dirección tomar; los humanos van a donde puedan, a donde tengan cabida. Por estas y otras muchas razones habría que inferir que son más terribles los grandes movimientos migratorios de sirios, hondureños, libios, mexicanos, guatemaltecos, iraquíes, tailandeses y demás que las migraciones de los grandes herbívoros de las planicies africanas.
Las migraciones humanas contemporáneas son la expresión última, en todos los sentidos de la palabra, de las esclavizantes relaciones que prevalecen entre un grupo reducido de países y lo que se solía llamar el ‘Tercer Mundo’, países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Es importante comprender la situación. Hasta donde logro ver, nadie abandona a su familia, su tierra, su milieu natural a menos de que tenga una o muchas razones para ello. Alguien puede irse a hacer un doctorado a un país diferente, pero todos en su entorno asumen que va a regresar y que se reincorporará a su país tan pronto adquiera su grado; alguien se puede casar y entonces irse a vivir al país de su cónyuge, pero si lo hace es, primero, de motu proprio y, segundo, porque lo más probable es que le convenga más empezar en otro lado que quedarse en su país. Pero si millones de personas dejan sus tierras, abandonan a sus familias y se lanzan casi a ciegas a una aventura plagada de peligros y cuyo desenlace es más que incierto, ello no se debe al deseo de obtener un beneficio extra a los beneficios que su medio ambiente le proporciona. Ello se debe más bien a que éste no le da nada. En el mejor de los casos su huida se debe a que su mundo no le garantiza un trabajo, a que no tiene ingresos, a que no hay ni una mínima perspectiva de desarrollo para él y su familia. Y hay muchos casos mucho más patéticos: familias enteras se ven desplazadas porque sus casas fueron demolidas o bombardeadas, porque sicarios o militantes de la clase que sea los buscan para hacerle daño a ellos o a sus familias y entonces tienen que dejar todo atrás: su casa, sus animales, su pasado, su vida y emigrar, que en situaciones así es como dar un salto al vacío o alternativamente, dada su indefensión y su esencial vulnerabilidad, como dar un brinco hacia la esclavitud, porque a menos de que corra con mucha suerte es eso lo que les espera.
Podría preguntarse: ¿qué culpa tiene de su situación el ciudadano medio de un país afortunado?¿Acaso es él culpable de que el mundo del migrante se haya derrumbado como lo hizo al grado de que éste no pueda hacer otra cosa que salir corriendo y tratar de refugiarse en su país? Hay un sentido en el que un ciudadano de un país que súbitamente se ve inundado por migrantes no es responsable de las desgracias de éstos, pero hay otro en el que eso ya no está tan claro. Millones de campesinos latinoamericanos han tenido que dejar sus países y adentrarse en otros porque especulaciones en las Bolsas de Londres, de París o de Nueva York le quitaron prácticamente todo el valor a sus productos por lo que hagan lo que hagan, se esfuercen lo que se esfuercen, de entrada saben que no podrán vivir con los frutos de su trabajo. Pero podría también tratarse de un ciudadano pacífico de un país que lucha por no ser destruido (Siria, por ejemplo) cuando súbitamente ve que se aproximan hordas de asesinos y no tiene otra salida que la de salir corriendo con su familia. ¿A dónde? A donde pueda, sin documentos, sin salvoconductos, sin nada. Un vago instinto conduce a millones de personas hacia los centros poblacionales en donde se supone que pueden trabajar y vivir en paz. Se habla entonces de cosas como del “sueño americano”, una expresión para la que si nos ubicamos en los años 50 del siglo pasado le veo un sentido, pero en la actualidad me resulta casi ininteligible. Cuando después de incontables vicisitudes, accidentes, atracos, golpizas, estafas y demás llegan al supuesto paraíso terrenal, a los terrenos de la libertad, la democracia y los derechos humanos, descubren para su horror que lo que les espera no es otra cosa que la esclavitud. ¿Exagero? Examinemos rápidamente el tema.
La tesis de que la esclavitud es un asunto del pasado es declarada, y yo diría ‘descaradamente’, falsa. En mi opinión, sería de una candidez irritante suponer que las prácticas de las antiguas formas de esclavitud ya no son vigentes. La verdad es que ahora hay más modalidades de esclavitud que hace 4 siglos. En efecto, está primero desde luego la esclavitud laboral (un fenómeno bien conocido en nuestro querido México. Quizá sea útil refrescarnos la memoria con el vergonzoso asunto de hace unos meses concerniente al caso de esclavitud laboral agraria allá en Baja California, un caso en el que por estar de una u otra manera involucrado el inefable Fox, puesto que tenía que ver con una empresa “vinculada” con su familia, resulta particularmente nauseabundo. En terrenos aislados trabajaban y vivían hacinadas familias enteras, con niños, ganando unos cuantos pesos al día, trabajando horas extras no remuneradas, sin servicios elementales de salud, en condiciones de insalubridad medievales. Este caso de violación sistemática de derechos humanos es un ejemplo de esclavitud desde el punto de vista que se le quiera examinar. Pero en la actualidad se da también la esclavitud sexual: no creo que sea por gusto que haya auténticos ejércitos de mujeres que tienen, digamos, 50 relaciones sexuales al día, en medio de golpizas, enfermedades y abandono. Y eso, como sucede en el frente del trabajo, pasa en todos los países diariamente. Están también los casos de violación permanente de derechos fundamentales de cualquier ser humano, esto es, de víctimas de violencia física salvaje que no tienen la menor posibilidad de defenderse; ni más ni menos que lo que pasa con una persona que es propiedad de alguien, es decir, con un esclavo. Antes ciertamente se distinguía entre seres humanos (digamos, blancos) y esclavos (básicamente, negros). Distinciones así en la actualidad son explícitamente repudiadas por tratarse de expresiones de odio, de racismo, etc. O sea, en la cultura occidental es propio de las personas horrorizarse antes tales categorizaciones. Éstas no están permitidas: es de mal gusto recurrir a ellas, no es “decente” ni “políticamente correcto” hacerlo. Nos rehusamos a distinguir lingüísticamente entre seres humanos. Eso suena bien, pero ¿también se corrige con eso la realidad? Me temo que no. Ahora ya no hablamos de amos y esclavos. ¿Para qué? Se habla más bien de indocumentados, de ilegales. El problema es que el cambio de terminología no modificó la realidad, el status de millones de personas que de hecho son las sucesoras de los esclavos de otros tiempos. La situación es, pues, en lo esencial la misma para los hombres que venían en cadenas desde su tierra natal que para los millones de personas que por hambre, miedos, soledad, etc., tienen que aceptar lo que se exija de ellos para poder seguir viviendo. Pero la verdad es que hay algo que hace a estas situaciones más odiosas aún, si es ello factible, Me refiero al toque de hipocresía en el que vienen envueltas, el detestable envoltorio lingüístico de la cultura contemporánea que contrasta abiertamente con sus prácticas para ella indispensables. Las mismas terribles prácticas de tiempos rebasados siguen vigentes, pero el discurso oculta dicha realidad.
Otro aspecto incomprensible del fenómeno de la esclavitud capitalista revestida de descripciones tranquilizantes se refleja espontáneamente en la actitud de millones de personas que sinceramente se sienten negativamente afectadas por las nuevas migraciones humanas. Grandes representantes de estas actitudes lo son en particular grupos cuantitativamente no desdeñables de norteamericanos y de franceses. Por ejemplo, en los Estados Unidos mucha gente sinceramente cree que los mexicanos, como los argelinos o los cameruneses en Francia, son gente que llega para “aprovecharse” de los habitantes de buena fe de países que en principio les abren las puertas y a los cuales ellos sólo contribuyen desequilibrando el mercado de trabajo, aportando su delincuencia y cosas por el estilo. Pero eso no pasa de ser una grotesca parodia de la realidad y por muy sincero que sea el sentimiento de gente que así piensa no por ello está en lo correcto. En general, yo diría, por una parte, que entran en los países del bienestar básicamente las cantidades más o menos calculadas de personas que se requieren para mantener salarios bajísimos y para que se realicen las faenas (como limpiar cañerías) que ya nadie en esos países quiere realizar. Ningún ciudadano norteamericano haría el pesado trabajo que realizan los mexicanos y menos aún por los salarios que éstos reciben y en las condiciones en las que trabajan. Pero además se les olvida a todas esas personas que si efectivamente los niveles de migración rebasan los calculados y que la carne de cañón laboral y humana empieza a ser incontenible en gran medida los responsables de ello son sus connacionales. Se les olvida que a menudo sus empresas agotan los recursos naturales de donde son oriundos esos migrantes, que si bien sus “inversiones” fueron cuantiosas nunca se reinvirtieron por lo que para las poblaciones locales su enriquecimiento significó más bien una pauperización irrefrenable, que las más de las veces sus empresas evadieron impuestos por medio de prestanombres y de triquiñuelas de toda clase de modo que le dejaron muy poco al país del que obtuvieron sus ganancias, que si bien generaron jugosos dividendos para sus accionistas ello fue a costa de grandes estragos ecológicos y manipulando al máximo los mercados de trabajo para mantener a los trabajadores al nivel casi de la subsistencia. Pero entonces ¿cómo se entiende la situación de la gente a la que se desproveyó de toda posibilidad real de desarrollo personal y que está a merced de gente abusiva y de mala fe?¿Hay otra palabra para describir dicha situación mejor que ‘esclavitud’?
Lo que es increíble es que a pesar de todo, en esta atmósfera de hipocresía lingüística y cinismo práctico, de todos modos aparecen seres humanos que no se suman a la fácil corriente ideológica de condena y ataque de los migrantes. A mí me parece que en relación con dicho tema la actitud correcta consiste en la adopción de una forma de tribalismo: es cierto que muchos de nosotros en lo personal no nos hemos aprovechado de nadie, pero es claro que muchos otros sí. Todos entonces cargamos con la culpa. Dicho de manera cruda: el sistema capitalista nos hace a todos culpables. Por razones obvias de funcionalidad social y de justicia, no se puede indiciar legalmente más que a quienes se atrape in fraganti cometiendo alguna clase de ilícito (y ya sabemos que ni siquiera a pillos así se les puede hacer pagar por su codicia y su deseo irracional de enriquecimiento sin fin. ¿Nunca se preguntarán estos multibillonarios para qué amasar tanto dinero si de todos modos lo más probable es que, si bien les va, llegarán a los 90 años?), pero lo cierto es que todos aquellos que no somos migrantes de uno u otro modo cargamos inevitablemente con la mancha con que nos ensucia este sistema que además de cosificar todo destruye modos enteros de vida, sociedades, familias, personas. Es para dar expresión a esta situación existencial de culpa heredada que dan ganas de hablar de auténtica, seria, profunda, indeleble pecaminosidad, porque en verdad es día con día que con nuestro bienestar avalamos la plataforma en la que se erigen nuestras vidas pero que aplasta a millones de seres humanos. Yo me pregunto si más allá de la fácil retórica de justificación individual y del lenguaje propagandístico estándar hay algo o alguien que pueda en principio eximirnos de nuestra responsabilidad y de nuestra culpa.
Una reflexión muy completa y contundente sobre este tema que lacera ” las buenas conciencias” , y más aun haberlo dedicado a un gran mexicano el Lic Bassols,.