Ofrezco de entrada una disculpa, pero me resulta imposible enunciar lo que quiero decir sin antes hacer en forma escueta algunas aclaraciones elementales.
a) Supongo que no se querrán elevar objeciones a la afirmación de que nuestro pensamiento sólo puede materializarse a través del lenguaje o a través de la acción. El examen de lo que de hecho una persona hace nos revela mejor que cualquier otra cosa lo que piensa (cree, asume, duda, niega y demás). Es sin embargo gracias al lenguaje como normalmente nos enteramos de lo que la gente opina, supone, imagina, etc. Ahora bien, nuestro lenguaje y nuestras formas particulares de expresarnos revelan lo que son nuestras “categorías”. Esto es muy importante, porque es en función de las categorías que hagamos nuestras como habremos de dar forma y expresión a nuestro pensamiento. Las categorías que empleamos son utensilios y son los mismos para todos. Dicho de otro modo: las palabras tienen los mismos significados para todos los hablantes. No obstante, tenemos que distinguir entre las categorías empleadas y sus connotaciones. Éstas son simplemente las asociaciones que generan en nosotros las categorías que usamos. A diferencia del contenido objetivo de las categorías que empleamos, que es fijo, las connotaciones varían de persona en persona. Por ejemplo, tenemos la categoría “divorciado”, una categoría que suscita diferentes reacciones (o sea, tiene diferentes connotaciones) en un católico, un judío, un musulmán o un ateo. O sea, la categoría es la misma para todos (la palabra ‘divorciado’ tiene el mismo significado para todos), pero nuestras actitudes hacia lo que ella denota varían de persona en persona y de cultura en cultura. Cómo se evalúe a un divorciado y qué actitud se adopte frente a él dependerá, por lo tanto, de las connotaciones, espontáneas o inducidas culturalmente, de los hablantes. Debe quedar absolutamente claro que en este contexto no hay leyes rígidas, conexiones férreas, inquebrantables. Un ateo, por ejemplo, puede ver con buenos ojos la institución del divorcio y sin embargo y por las razones que sean detestar a los divorciados que conoce. O a la inversa. Es, pues, muy importante distinguir entre el contenido (llamémosle así) “semántico” de las categorías que empleamos al decir lo que pensamos de los efectos causales que tiene su uso en los hablantes.
b) Puede sostenerse que de lo anterior se sigue que nuestro pensamiento depende precisamente de las categorías que empleemos al hablar. Es obvio que la señora A, quien se refiere a la persona que trabaja en su casa como “la gata”, no piensa de la misma manera que la señora B que habla siempre de su “trabajadora doméstica”. La señora A y la señora B tienen categorías diferentes y por lo tanto, podemos inferir, piensan diferente. El pensamiento del señor C, quien se refiere a los individuos que conforman un cierto grupo humano como “patas-rajadas”, es marcadamente diferente del de quien habla de ellos como “indígenas” o, algo más inusitado todavía, como “hermanos indígenas”. Podríamos sin problemas efectuar la misma clase de ejercicios en relación con las acciones: el sujeto que le avienta el cambio a un indígena no piensa como la persona que le entrega su cambio en la mano y menos aún como aquel que le da su dinero y además le da un apretón de manos. Las respectivas acciones de los interfectos muestran, sin dejar lugar a dudas, que piensan diferente.
c) Lo anterior es importante porque tiene aplicaciones muy extensas y ramificadas en nuestra vida cotidiana. Nuestro pensamiento requiere de toda una variedad de categorías para poder modelar la realidad en sus distintas facetas. Todo el tiempo necesitamos recurrir a categorías factuales, artísticas, científicas, históricas, deportivas, religiosas, etc., y, obviamente, políticas. Cómo pensemos, qué tan matizado, sutil o sofisticado sea nuestro pensamiento en relación con el tema que sea, ello es algo que inevitablemente se manifestará en las categorías que hagamos nuestras para expresarnos verbalmente y en las acciones que realicemos (o dejemos de realizar) en relación con nuestros temas de interés. Lenguaje y acción son, pues, los termómetros más certeros del pensamiento. Es difícil establecer en este punto jerarquías, pero si nos viéramos forzados a hacerlo quizá tendríamos que reconocer que tiene prioridad (en última instancia) la acción. Después de todo, como bien sabemos, los charlatanes abundan!
d) Si nos concentramos ahora en la realidad política y queremos pronunciarnos acerca de ella, de inmediato nos damos cuenta de que somos como alguien que quiere arreglar un reloj usando guantes de electricista. Las categorías que usamos, y que hasta me dan ganas de decir que se nos obliga a emplear, son demasiado burdas, demasiado gruesas, demasiado toscas como para permitir la gestación en esta área de un pensamiento claro, nítido, preciso. Obviamente, si no se dispone del aparato categorial adecuado, entonces lo único que se puede producir y esperar de otros son descripciones simplonas, engaños y auto-engaños colectivos y en general patrañas de toda índole. Por ejemplo, dado que se maneja en general una noción sumamente primitiva de democracia, la categoría “democracia” da lugar a descripciones ridículas y que rayan en lo absurdo. Así, el ahora tristemente célebre presidente del INE sale con bombo y platillo a declarar que estas últimas elecciones son un “triunfo de la democracia”, cuando lo cierto es que votó menos de la mitad del población! Es cosa nada más de hacer cuentas: si de la mitad de la población en alguno de los estados un partido ganó con, digamos, el 30% de los votos, entonces el hecho es que el nuevo gobernador habrá ganado teniendo el 70 % de la gente en contra y a eso se le llama “triunfo de la democracia”! Eso es lo que podríamos llamar una ‘burla demagógica’, pero la verdad es que no me interesa discutir el hecho mismo: lo que me incumbe es simplemente hacer ver que dicha mofa se vuelve factible sólo porque se maneja un concepto tremendamente ramplón de democracia, esto es, una categoría construida de tal modo que autoriza a hablar de triunfo cuando a todas luces habría que hablar de fracaso total. Y conste, una vez más, que no estoy analizando hechos (no soy ni pretendo ser un “analista político”), es decir, no me estoy ocupando de impugnaciones, descontentos, sospechas, dudas y demás, sino simplemente indicando que se puede fácilmente poner en cuestión uno de los instrumentos que se usa en el discurso político estándar de nuestros tiempos, esto es, un concepto semi-vacuo, casi puramente formal, de democracia. Entre eso y ser inservible para el pensar realmente no hay un gran trecho.
e) Ahora bien ¿a qué fenómeno, crucial en mi opinión, apuntamos con estas observaciones? La respuesta salta a la vista: es notoria en la actualidad la falta de categorías políticas realmente útiles para la descripción de los fenómenos políticos contemporáneos. La consecuencia inmediata de ello es que la realidad política, la nuestra desde luego pero en general la mundial también, resulta pura y llanamente incomprensible. Por medio de las categorías que se usan no se entienden los hechos ni sus conexiones. Hay razones que explican por qué es ello así, ya que ciertamente no es casual lo que sucede, si bien debo prevenir al lector que no me propongo aquí y ahora enumerar y presentar de manera jerarquizada las causas de esta agobiante situación (entre las cuales habría que incluir desde causas que conciernen al planeta en su conjunto hasta causas locales que sirven para entender lo que pasa en una determinada zona del mundo). Es obvio, por ejemplo, que con la venta de la Unión Soviética (hablo de “venta” porque en realidad la Unión Soviética no fue derrotada sino rematada por Gorbachov y sus secuaces) y su consecuente extinción todo el vocabulario político de la izquierda mundial perdió súbitamente su base y, aparentemente, perdió toda su utilidad. Con la Unión Soviética, en efecto, se fueron categorías como las de “socialismo”, “rojillo”, “anti-imperialista”, “democracia popular” y muchas otras más. En México, el nefasto factor “Octavio Paz” fue decisivo para la aniquilación de la de por sí endeble y, con raras excepciones, siempre acomodaticia izquierda mexicana. Todo ello es hasta cierto punto comprensible, pero en lo que no se repara es en la funesta consecuencia de dicha realidad, esto es, en el hecho de que de pronto nos quedamos sin categorías con que balancear las descripciones superficiales y tendenciosas impuestas por los vencedores de la guerra fría y sus portavoces, desde los que llevan la voz cantante hasta los más insignificantes de sus corifeos. Nos quedamos entonces limitados a categorías como “democracia”, “libre empresa” y todas las que, con ellas, conforman una familia categorial. Lo preocupante de la situación es que nuestra realidad social y política requiere con urgencia que se elabore una nueva terminología, es decir, que se construya un nuevo conjunto de categorías para poder dar cuenta de ella de una manera menos falseadora y equívoca. En verdad, nuestra situación en relación con el pensamiento político es semejante a la situación en la que nos encontraríamos si súbitamente se nos hubiera privado del lenguaje de los colores, que se nos hubiera dejado con “blanco” y “negro” y que tuviéramos que describir nuestro campo visual sólo con esas dos categorías. Es evidente que nuestras descripciones serían grotescamente pobres. Eso es precisamente, mutatis mutandis, lo que pasa en la actualidad con nuestro sistema de categorías para explicarnos la vida política, nacional e internacional.
f) La pregunta es entonces: ¿tiene ello que ser así?¿Estamos destinados a no usar para hablar de política más que categorías formales, de carácter casi puramente aritmético, sin contenido sustancial y que sólo dan lugar a descripciones insípidas y prácticamente inservibles? Yo creo que no. En este punto, sin embargo, sería útil tener presente una distinción: una cosa es demostrar que ciertas categorías son ya abiertamente inservibles y que por eso se les desecha y otra muy diferente es impedir que se usen conceptos útiles, pero que no conviene que se empleen y entonces se les proscribe. Ilustremos esto. Supongamos que alguien quisiera hoy en día hablar, verbigracia, de “amos”, “lacayos”, “condes” y “emperadores”. Es obvio que aunque sea un hecho que hay oligarcas, plutócratas, elitistas y segregacionistas de toda índole, después de lustros de estar oyendo hablar de “derechos humanos”, “libertad, igualdad y fraternidad” (“fraternidad” es ciertamente una categoría inútil en el contexto de la política) y cosas por el estilo, es claro hasta para un iletrado que el vocabulario medieval mencionado resulta ya totalmente fuera de lugar. Es cierto que queda por ahí una que otra “reina”, más decorativa que útil aunque tan dañina como siempre, pero en realidad personajes así no son políticamente relevantes. La vida social en el mundo no se organiza en función de categorías como “reina” y “súbdito”. Es factible demostrar, por lo tanto, que categorías así no sirven para describir nuestra situación. Pero una cosa muy diferente es impedir, por medio de trucos, propaganda, lucha política y cultural, que se empleen ciertas categorías aunque todo mundo entienda que son no sólo útiles, sino indispensables. Este es el engaño que tiene lugar en la actualidad. De hecho, podríamos decir que el uso de ciertas nociones está “culturalmente” prohibido, pero no porque se haya demostrado que las categorías en cuestión son obsoletas, sino simplemente porque se les anatemizó, se les condenó y se les expulsó del vocabulario “políticamente correcto”. No es de buen gusto recurrir a ellas, por más que sean indispensables. No podemos entonces hablar de “enajenación”, de “lucha de clases”, de “acumulación del capital”, de “fetichismo de la mercancía”, de “plusvalía”, de “explotación” y así sucesivamente, pero no porque los fenómenos a los que aluden ya no se den, sino porque está culturalmente prohibido hacerlo. Lo que ha sucedido, por lo tanto, es que se ha amordazado el pensamiento y sólo tienen la palabra los superficiales especialistas de diversos aspectos de la superestructura (jurídica, política, filosófica, etc.) que encuentran satisfactorios sus “análisis” políticos expresados en las categorías más convencionales posibles. Dicho de otro modo: desde la perspectiva en la que encaramos nuestro tema, podemos afirmar que el desmantelamiento del socialismo real significó la esclavización del pensamiento político. No somos libres para pensar políticamente, porque no podemos emplear las categorías que son políticamente útiles y no se han construido nuevas. Si queremos expresar nuestra indignación política, tendremos que recurrir a categorías casi carentes de contenido y por lo tanto no podremos decir lo que realmente quisiéramos decir. La situación es en verdad patética para algo así como el 95% de la población mundial.
g) ¿Es esa una situación imposible de modificar? Claro que no! Las categorías van surgiendo en función de los requerimientos tanto teóricos como prácticos de la vida social y de uno u otro modo se van construyendo y aplicando sólo que el proceso de construcción puede llevar mucho tiempo y eso es tiempo perdido. Es innegable que la elaboración de un aparato conceptual como el que ahora necesitamos con urgencia requiere de un genio como, por ejemplo, Karl Marx, pero genios así definitivamente no abundan. Lo que en cambio sí prolifera son los comentaristas de pacotilla, los que ya demostraron que el marxismo (la teoría del sistema capitalista) está refutado. La verdad es que es hasta divertido imaginar a estos seres debatiendo con Marx, a quien obviamente no le habrían servido ni para el arranque, como se dice. Pero regresemos a nuestro tema: como lo advertimos al principio, el pensamiento se expresa no sólo por medio de la palabra, sino también a través de la acción y la acción queda cabalmente entendida y es realmente aprovechada cuando queda categorizada del modo como la realidad lo requiere. Nuestro país, por ejemplo, está hundido en la corrupción, la desigualdad, la injusticia, la disfuncionalidad institucional, las ambiciones oligárquicas, el embrutecimiento sistemático de la población, la convivencia del despilfarro y la miseria y así indefinidamente. Describir lo que pasa en él por medio de esas categorías que emanan del lenguaje natural es correcto, pero ello es teóricamente insuficiente. Para la teorización apropiada requerimos de un nuevo vocabulario político y el problema es que se proscribió el marxista y nadie todavía ha construido el nuevo aparato conceptual. La vida, sin embargo, exige cada vez con más fuerza que esta construcción se realice, porque de lo contrario no se comprenden ni los problemas ni los cambios. Por ejemplo, necesitamos conceptos para dar cuenta de la bancarrota a la que todos los países sistemáticamente se ven llevados por la lógica misma de la banca mundial. No hay palabras para describir eso que, no obstante, es una realidad. Como no tenemos ese concepto, entonces no se puede actuar en concordancia con él y por lo tanto no podemos concebir cómo zafarnos de la garra de los banqueros ladrones. Necesitamos poder hablar de un movimiento emancipador como el que está teniendo lugar en Grecia, país que está a punto de romper el yugo de los bandoleros-banqueros, sin que tengamos para ello que hablar de “defaul”, de “incumplimiento en los pagos”, etc., porque la sencilla razón de que el problema no queda bien descrito de ese modo. Esas categorías recogen el modo como los banqueros perciben el asunto, pero dicho modo no es el de las poblaciones del mundo. Requerimos de un nuevo léxico para poder transmitir los horrores del campo de concentración más grande de todos los tiempos, esto es, Gaza, y ya no nos bastan las palabras que se usaban para otros sitios como ese; nos faltan las categorías para medir en todo su horror las matanzas de estudiantes y muchas otras atrocidades que se cometen día con día por consideraciones de orden económico y político, y así indefinidamente. En otras palabras, necesitamos, so riesgo de asfixiarnos, al verdadero libertador del pensamiento, al individuo que logre acuñar las categorías que exigen las complejidades de la vida política contemporánea y que son indispensables para que podamos pensar claro y actuar con decisión para beneficio de las mayorías.