Las Raíces del Mal en México

En estos últimos días se hizo del dominio público el descubrimiento de un macabro rancho llamado ‘Izaguirre’,  ubicado en el Municipio de Teuchitlán, en el Estado de Jalisco, México. Los hechos sucedidos en dicha propiedad que se pueden ahora reconstruir son espeluznantes y algo diré al respecto, si bien debo advertir desde ahora que no es mi función reportar detalles. Para nuestros propósitos sabemos lo suficiente y, sobre todo, es evidente que los datos se irán incrementando vertiginosamente, por lo que no tiene sentido esperar a tener una lista exhaustiva de hechos para abordar el tema. Día tras día se irá recopilando nueva información espantosa de lo ocurrido allá en Jalisco y el panorama se irá poco a poco completando hasta que se sepa todo lo que sucedió en ese lugar. El problema es que inclusive la suma total de datos no basta para hacer inteligible un determinado fenómeno. Los datos son indispensables, obviamente, pero a lo que nosotros aspiramos es más bien a comprender el caso y a la comprensión no se accede sólo añadiendo información. Ésta se tiene que procesar. Además, es a las instituciones supuestamente dedicadas a la persecución del delito a las que corresponde la labor de obtención de datos, así como a la multitud de periodistas abocados al caso y a los incansables buscadores y buscadoras de desaparecidos, padres, madres y familiares de personas “levantadas” sobre quienes recae el mérito de hacer públicos los tétricos hechos que se produjeron en dicho sitio. Nuestra tarea, en cambio, es distinta, pues no es de investigación empírica sino más bien de reflexión sobre el fenómeno mismo con miras a hacerlo comprensible y ello entre otras cosas para evitar que los debates en torno a tan horrendo lugar queden en discusiones teóricamente pueriles, en controversias que no apuntan a diagnósticos generales y que, por consiguiente, no sugieren potenciales líneas de lucha efectiva en contra del bestialismo que asola a la sociedad mexicana. Sin duda alguna podríamos hacernos un sinfín de preguntas, pero como obviamente en unas cuantas páginas no podemos desarrollar a fondo el tema tendremos que conformarnos con un par de interrogantes de la clase de preguntas que puede uno plantear cuando no se es investigador de campo, rastreador de cadáveres, médico forense, ministerio público o algo por el estilo. En este caso, la pregunta que yo me hago y que invito al lector a que él también se la haga, es: ¿cómo nos explicamos el fenómeno mexicano de la violencia a ultranza, de la brutalidad injustificada, de la falta total de escrúpulos, de la indiferencia insultante y humillante ante la muerte gratuita de multitud de personas? La inquietud es: ¿cómo es que se genera y se llega a una situación así?

Antes de presentar e intentar desarrollar en unas cuantas líneas mi punto de vista sobre un fenómeno social tan complejo y tan estremecedor como este que azota al país, quisiera descartar un par de líneas de razonamiento, a primera vista atractivas pero que ciertamente no podrían aceptarse como dándonos la explicación que buscamos. Una de ellas gira en torno a la pobreza. La propuesta de dar cuenta de los problemas que nos aquejan apelando a la pobreza es muy cómoda pues ésta está, por así decirlo, siempre a la mano, pero es una sugerencia de lo más superficial que pueda imaginarse. Para empezar, la pobreza en México es multifacética, tiene muchas formas de manifestarse. Es claro que la pobreza de una u otra manera forma parte del cuadro explicativo general de la vida social, pero entra más como sus consecuencias que como sus fundamentos. Para ilustrar lo que digo: Kenia, Bolivia, Irak y muchos otros países son más pobres que México, pero no hay en ellos escuadrones de la muerte, sicarios que se cuentan por miles, una gama impresionante de modalidades de criminalidad, recurso espontáneo a la violencia y al salvajismo en prácticamente todos los sectores de la población. En otras palabras, se puede ser un país pobre, pero ello no implica que en él se tenga que padecer la violencia como la que se sufre en México. Basta con preguntarse por qué lo que sucede en México no sucede en, e.g., Costa Rica o en Brasil ¿Será acaso porque allá no hay pobres? Una respuesta así no sería seria. Lo que pasa es más bien que la clave para la explicación última del problema de la violencia irrestricta está en otro lado. Además, si bien es innegable que la violencia afecta en primer término a las clases más desfavorecidas, en México la violencia tiende a afectar sobre todo a la clase media y en particular a la clase media baja. El caso del rancho maldito de Teuchitlán lo pone de manifiesto de manera fehaciente: los delincuentes buscan gente preparada que sepan de computación, de química, de contabilidad.  Lo que es tenebroso es que, como si estuvieran lidiando con pollos o cerdos, los secuestradores van haciendo su selección de su personal forzado con la misma sangre fría con la que procede un carnicero en un rastro y eliminan a quienes no pasan sus tests, sus pruebas de calidad, como quien se cambia de ropa. No son, pues, las personas en miseria extrema, los indigentes quienes más se ven amenazados. Ellos ciertamente son víctimas de la violencia institucional, pero no de la violencia criminal que tiene que enfrentar todos los días el ciudadano común. El argumento de la pobreza para explicar los actos de maldad inaudita como la de la violencia ejercida en el rancho jalisciense, por lo tanto, no es teóricamente interesante.

Otro error, en este caso metodológico, que constantemente se comete en esta clase de investigaciones, es el de buscar “causas”. Quien pretende buscar “causas” en el ámbito de los conflictos sociales erró su camino antes de adentrarse en él. Es obvio que quien busca causas en el universo de los fenómenos sociales (políticos, psicológicos, sociológicos, etc.) está confundido: quien busca “causas” piensa que las explicaciones de carácter social son de la misma naturaleza que las explicaciones que se ofrecen en el terreno de las ciencias duras (física, química) y eso es un error. Los fenómenos naturales no tienen sentido y se explican básicamente mediante leyes generales aplicadas a situaciones particulares. No se necesita más. Pero los fenómenos humanos no se dejan atrapar de esa manera, precisamente porque tienen sentido. En las situaciones en las que intervienen los seres humanos tenemos que hablar de intenciones, propósitos, objetivos, estrategias, conductas y demás, so pena de no entenderlos en lo absoluto y de todo lo cual no se habla cuando se está lidiando con minerales, estrellas u océanos o con procesos como los de oxidación o combustión. Infiero que si lo que queremos es comprender la situación que nos agobia con miras a corregirla, lo que tenemos que hacer es formarnos una idea de la génesis del problema, rastrear los orígenes de la situación de modo que, a la manera de eslabones que se van engarzando, se puedan establecer las conexiones relevantes entre distintos eventos, situaciones, personajes, etc., para posteriormente estar en posición de desarticularlos Desde esta perspectiva, para la reconstrucción histórica se requiere obviamente de datos, de información genuina, pero también de imaginación no fantasiosa, porque sin ésta la reconstrucción no es viable. Si el resultado al que se llega resulta convincente, eso querrá decir que el cuadro que se pintó tiene sentido y entonces los fenómenos humanos estudiados se habrán vuelto comprensibles. Obviamente, es en esa dirección que nosotros pretendemos movernos.

Regresemos entonces a nuestro interrogante inicial: ¿cómo es que se llegó a está situación de depravación social general tan marcada, a este estado de putrefacción social e institucional en el que ahora tenemos que vivir? En primer lugar, habría que recordar que problemas sociales como el de la violencia a la mexicana llevan mucho tiempo para gestarse. Son procesos paulatinos. Son, obviamente, procesos humanos, de ahí que lo que en primer término ayuda a entenderlos sea el conocimiento de lo que podríamos llamar su ‘contexto de gestación’. Relacionado con esto habría que observar, en segundo lugar, que si bien es cierto que no podemos señalar a nadie en concreto como el o la “causante” de lo que nos está pasando, de seguro que sí podemos apuntar a personas que son en mayor o menor medida responsables de la situación actual, por cuanto por sus directivas, órdenes, decisiones y demás contribuyeron de manera palpable a la descomposición del tejido social mexicano. Esto nos lleva a una verdad de primera importancia, esto es, que juega en general y jugó en particular un rol absolutamente decisivo eso que para nuestros objetivos podemos identificar como la ‘clase gobernante’. Fueron, dicho de la manera más general posible, los dirigentes nacionales en todos los niveles y sectores de (más o menos) los últimos 12 sexenios quienes, a la manera de vaqueros marcando su ganado, le impusieron a la frágil e indefensa población mexicana el sello de la corrupción generalizada. Esto es muy importante, porque precisamente situaciones como la del rancho de Teuchitlán no son otra cosa que la expresión más cruda posible de un estado permanente de corrupción social, las últimas escenas de una obra maestra de descomposición social. Es un hecho que, como muchos otros vicios sociales, el recurso a la violencia permea al país. La violencia sicaria, como podemos llamar a la instanciada en el rancho de Teuchitlán, no es más que la forma más ominosa y degradante de violencia, pero la verdad es que la violencia está en todas partes y es cada vez más de todos contra todos, es decir, no sólo de criminales contra ciudadanos honestos, sino  de ciudadanos honestos contra ciudadanos honestos. Vivimos en una atmósfera de violencia cuyos signos más llamativos son eventos como los que tuvieron lugar en el rancho de propietario desconocido – una expresión más de corrupción superlativa, porque ¿cómo es que no se puede determinar quién es el dueño de esa propiedad? ¿Cómo pueden decir las autoridades que no saben de quién es el rancho en cuestión? Esa es una conducta típica de la época de la corrupción generalizada que es la actual. Pero dejando esto de lado, replanteemos una vez más nuestra pregunta: ¿cómo plausiblemente se llegó a generar una sociedad como la mexicana marcada de manera esencial por la violencia?

Viajemos momentáneamente al pasado. ¿Qué vemos? Vemos toda clase de arribistas y oportunistas usando las leyes para enriquecerse, aprovechando sus puestos para favorecer a sus familias y a sus amigos, destruyendo sistemáticamente todo vestigio de meritocracia, haciendo escarnio público de toda expresión de honestidad, burlándose descaradamente de todo esfuerzo genuino de impartición de justicia; nos encontramos con montones de individuos, hombres y mujeres, interesados exclusivamente en un bienestar puramente material desmedido y desde luego no ganado a base de esfuerzo sino de componendas y chanchullos; identificamos a innumerables sujetos no sólo susceptibles sino deseosos de vender los bienes de la nación – y hasta a sus habitantes si ello fuera factible – con tal de obtener inmensas cantidades de dinero, para como aprendices de brujos acumular irracionalmente decenas y hasta centenas de bienes raíces, a derecha e izquierda, sin ton ni son. Ahora bien, y esto también hay que tomarlo muy en cuenta, el dejarse llevar por la corriente de las ambiciones más prosaicas posibles trae aparejadas muchas otras cosas pero muy en especial un extraordinario desprecio por los bienes de la vida que no son de orden material. O sea, la ambición y el ansia desenfrenada por bienes materiales (por coches, por perros, por viajes, por ropa, etc.) inevitablemente genera la desespiritualización de la sociedad. Aunque la gente vaya a misa, en una sociedad tan profundamente corrompida como la mexicana ello no pasa de ser un mero simulacro, un auto-engaño ya que, como es bien sabido, los auto-engaños (como las histerias) no sólo son individuales, sino también colectivos. Esto que hemos dicho y que no son más que pinceladas de un cuadro muchísimo más complejo, forma parte esencial del trasfondo sobre el cual brotó la sociedad a la que pertenecemos y cuyos resortes, mecanismos, procedimientos para resolver problemas y demás ahora padecemos. Ahora lloramos las consecuencias de lo que generaciones de mexicanos, liderados por quienes eran sus dirigentes políticos, hicieron de México a lo largo de muchos lustros. Como bien dice el dicho, Quien siembra vendavales, cosecha tempestades y eso hicieron los mexicanos en su conjunto. Es por eso también que hay un sentido en el que lo que está pasando en México nos indigna a todos, pero no sorprende a nadie y no sorprende a nadie porque todos entendemos que lo que sucede es afín al modo de vida que prevalece en el país. Y ese dato también es muy significativo y elocuente.

Intentemos en unas cuantas palabras describir lo que es la vida desespiritualizada de una nación. Un pueblo que perdió el rumbo, como le pasó por culpa de sus gobernantes al pueblo de México, tiene varios rasgos fácilmente detectables. Para empezar, es un pueblo inmoral. No hay más que ver qué hace la gente (desde Sonora hasta Yucatán) cuando hay un accidente carretero: se aproximan a los accidentados pero no para ayudarlos, sino para robarles todo lo que se pueda. No se da cuenta la gente que eso que ella hace es su contribución a una situación en la que la principal víctima es ella misma. De ejemplos similares podríamos elaborar una lista realmente extensa, por lo que no me detendré en ello. En segundo lugar, es un pueblo en el que se razona poco, dado que con mucha facilidad se opta por la acción violenta para resolver prácticamente cualquier conflicto, en la casa, en el trabajo o en la calle. Esto es comprensible: la desespiritualización desemboca en la irracionalidad o ¿seriamente piensa alguien lo contrario? Tercero, se vive en el auto-engaño y en la trampa. No importa que los niños no sepan leer: que pasen al grado siguiente y no importa que en el grado siguiente no aprendan a multiplicar: que pasen al grado siguiente. Y así se van otorgando diplomas hasta llegar a los estudios universitarios. Y todos contentos! Acerca del resultado prefiero abstenerme de hacer comentarios. Podríamos indicar otros rasgos propios de un pueblo sometido a la diabólica enfermedad de la corrupción generalizada, pero con esto nos bastará. Quisiera pasar ahora a examinar rápidamente con los elementos con los que contamos el tema de la violencia absurda ejemplificada en lo sucedido en el rancho Izaguirre.

Lo primero que hay que señalar es que el cáncer de la corrupción en México es tan virulento que lo que se empezó a gestar (y que muy probablemente va a ser muy difícil de erradicar) es la creación de un mini-Estado dentro del Estado. ¿Cómo es eso factible? La respuesta es muy simple: la corrupción permite y promueve absolutamente cualquier estado de cosas. Imaginemos entonces a un militar entrenado que, quizá por sentirse injustamente excluido del mundo de los afortunados, siente unas ganas inmensas de vivir como viven los políticos de todos los niveles, es decir, aspira con toda su alma a tener él también acceso a toda clase de bienes materiales. En este sentido, hay que decirlo, el horizonte que se contempla es más bien limitado, porque a lo único que aspiran individuos como el aludido es a disponer de mucho dinero en efectivo, a tener muchos autos, muchas mujeres, a comer y beber hasta hartarse y quizá algo más pero no mucho más. El militar en cuestión convertido en enemigo social también quiere cobrar sus impuestos y en un régimen de corrupción eso es hasta comprensible. Tiene también que formar sus propios cuadros, pero no se trata de artistas, investigadores en ciencia, humanistas y demás. No: él necesita un auténtico ejército, una anti-policía pero de igual o mejor preparación que los representantes de la ley, contadores, etc. Como la moralidad no es un elemento vitalmente real en una sociedad corrupta, entonces lo que se genera es un conglomerado de individuos que simplemente no saben lo que es tener límites, porque se trata de sujetos a los que nunca les pasó por la cabeza la idea de que hay cosas que no se pueden hacer. Son personas que perdieron el alma, aunque siguen funcionando como si fueran seres humanos normales, sólo que están mutiladas. ¿Quién puede, si no alguien sin alma (obviamente, empleo la expresión psicológica, no teológicamente), atormentar y matar a alguien a sangre fría sólo porque no satisface sus requerimientos? A uno se le ocurre que si no pasan las pruebas que no les den los empleos a los que aspiraban, pero ¿por qué quitarles la vida, por qué hacerlos sufrir, por qué destruir la vida de sus familiares? ¿Cómo se puede obligar a una persona a que se coma a otra para que demuestre que es susceptible de cumplir cualquier orden que se le dé? Los únicos casos de esto último de los que yo tenía noticia atañen a lo que los piratas ingleses hacían con los esclavos negros durante los trayectos de África a América cuando los esclavos se sublevaban, pero nada más. Prácticas como esas sólo las pueden implementar individuos de una sociedad putrefacta, echada a perder como en más de un sentido lo era la sociedad esclavista inglesa del siglo XVII. En todo caso, queda claro que el deseo de ser “como ellos”, i.e., como los gobernantes convertidos en una nueva nobleza con dinero mal habido, que manejaron al país a su antojo durante décadas y que fijaron para la sociedad valores, métodos, modelos y demás, culmina en la creación de seres susceptibles de hacer lo que sea. Ciertamente, así no son los seres humanos “normales”.

El cuadro general obviamente requiere de más elementos. Uno que para mí es decisivo es la educación. Además de someter al mexicano medio a un intenso proceso de corrupción se le quitó la posibilidad de educarse en serio. Con sindicatos corruptos por delante, el sector educativo se vino abajo. Esto hay que tomarlo en cuenta por lo siguiente: no importa si los asesinos de cárteles y bandas son pobres o no, pero importa que sean gente fundamentalmente inculta. El ínfimo nivel de educación abre las puertas para que se vea en la conducta bestial, inmoral, brutal conducta normal, porque el sujeto no cuenta con parámetros para medir y evaluar acciones, propias o de otros. El ignorante no es religioso, pero sí es supersticioso. El sicario no cree en Dios; él se inventa su propia divinidad y cree en la Santa Muerte. Eso es lo que llamé ‘auto-engaño’ y ese fenómeno psicológico sólo puede darse cuando se ingiere el coctel armado con corrupción e ignorancia, y por ende inmoralidad, ausencia de sentimientos nobles, elevados, edificantes, sustitución de la religión por variantes de satanismo y demás. Ahora sí el fenómeno de la violencia extrema, irracional en la que se vive empieza a resultar comprensible.

Al cuadro conformado por la corrupción y la ignorancia, con todo lo que éstas acarrean, quisiera añadir otro elemento a mi modo de ver crucial, a saber, la descompostura radical del sistema judicial. No hay nada más ad hoc al florecimiento de la criminalidad y a la intensificación de toda clase de conducta anti-social que un sistema de impartición de justicia podrido como el que, aunque por fortuna agonizante, está teniendo sus últimos espasmos. Por ello, la reforma judicial iniciada por el presidente Andrés Manuel López Obrador no es otra cosa que una bendición política para el pueblo de México. Si a esta reforma la acompañara una lucha gubernamental sin cuartel en contra del bandolerismo, del pandillerismo y demás y si se lograra llevar a cabo una reforma radical del sistema educativo nacional, entonces sí se estarían asentando las bases para la redención de México en un futuro no muy lejano.

Podemos ahora replantear nuestra pregunta original: ¿cómo es que se llegó a la situación que hoy prevalece en nuestro desamparado país? México evolucionó como lo hizo porque tomó el poder un ejército de seres de mala entraña que, creyéndose muy astutos, le inyectaron inmoralidad a la sociedad (empezando por sus propias familias) y terminaron por generar en ella un cáncer social de inimaginables consecuencias. Si no me equivoco participó en las últimas elecciones presidenciales una persona que tiene una hermana condenada por secuestradora a 89 años de cárcel. Imaginemos que hubiera ganado: ¿no estaríamos confirmando  como en un laboratorio lo acertado de nuestras conjeturas? Tendríamos como presidenta a la hermana de una criminal  quien, podemos estar seguros de ello, no estaría aquí y ahora en la cárcel. Y ¿no es muy revelador el que haya obtenido los votos que muchos mexicanos le dieron? Pero retomando nuestra disquisición: ¿por qué es tan importante disponer de un diagnóstico claro y convincente de nuestra realidad? Porque es sólo sobre esa base que se pueden tomar las decisiones adecuadas para iniciar el trabajo de recomposición social, de reconstrucción de la sociedad mexicana, desde sus cimientos. Si lo que he dicho tiene visos de verdad, no queda más que apostarle a la lucha frontal en contra de la delincuencia organizada, a la impartición efectiva de justicia y a la re-educación del pueblo. Es sólo sobre transformaciones de esa naturaleza y de esas magnitudes como se podrá dejar atrás situaciones como la del rancho de Teuchitlán, que es entre otras cosas un símbolo, porque debe haber muchos así a lo largo y ancho del país, y que podrá el mexicano medio llevar una vida buena. Pero ¿qué es la vida buena? Para responder a esta pregunta le cederé la palabra al gran filósofo inglés, Bertrand Russell. En un famoso escrito de los años 30 del siglo pasado, Russell ofrece una definición sencilla, pero nítida y profunda a la vez, de lo que es la vida buena, de esa vida que queremos para todos los mexicanos. La vida buena, nos enseñó Russell, es la vida inspirada en el amor y guiada por el conocimiento. Al buen entendedor, pocas palabras.

 

 

 

 

 

One comment

  1. Mario Carlos Pérez Vázquez says:

    Maestro, su artículo me ha interesado ante todo, y mucho, como escrito explicativo del trasfondo de las conductas, digámosles, inmorales mexicanas. Su distinción inicial entre fenómenos naturales y fenómenos humanos es crucial para no tomar caminos de pensamiento equivocados, es decir, para no caer en el error —tan frecuente— de creer que una explicación basada en causas pertenece a la categoría de las explicaciones de los hechos humanos. Si así fuera, tal vez unos cuantos cálculos físicos bastarían para dar cuenta de lo sucedido e incluso para intervenir.
    Respecto a lo sucedido en el rancho, ciertamente sería un error ver estos hechos tan tristes como eventos espontáneos, como meros picos en un alambre de púas. Estos hechos nos indignan y nos espantan, pero por nuestro trasfondo no nos sorprenden. Lastimosamente estamos familiarizados con esta clase de tragedias, unas personas en mayor medida que otras, evidentemente. Sí, estoy de acuerdo, el mal mexicano no es un accidente: es un resultado, una manifestación de algo que lleva mucho tiempo alimentándose, y su texto me ha sido útil para identificar precisamente este alimento.
    Al respecto, en el contexto de la violencia desmedida ejemplificada en Jalisco, me es difícil no intentar asomarme desde una perspectiva psicológica. Y lo que inmediatamente observo son una serie de conductas que, de generación en generación, se han venido ejemplificando, moldeando, enseñando, moldeando, instigando, corrigiendo y hasta forzando. Si desde la infancia se aprende que lo bueno es el dinero, los autos, el uso de las armas de fuego y la obtención material a costa de lo que sea, entonces se tiene el trasfondo perfecto para no entrar en contacto, ni teniéndolo enfrente, con los valores propios de la espiritualidad que usted muy acertadamente encuadra.
    Entiendo que se alejaría completamente de sus objetivos en este escrito, pero considero que embonaría muy bien la contraparte del tópico, esto es, las raíces del bien en México. Sería interesante porque mostraría un contraste nítido y de alguna manera ayudaría a promover otras pautas de acción que muchas veces, quizá por estar inmersos en el mismo contexto del mal, ni siquiera percibimos.

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