Difícilmente podría negarse que, en lo que política internacional concierne, 2025 resultó ser, por lo menos en lo que llevamos de él, un año fantástico. Independientemente de lo que suceda tras bambalinas, algo a lo que nosotros, sencillos ciudadanos del mundo, no tenemos acceso (ni nos presentamos como si lo tuviéramos), lo cierto es que hay concomitancias entre hechos que ni eran predecibles ni son fortuitas. Supongo que nadie negará que el primer dato de primerísima importancia del 2025 es la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Se podría replicar que eso no tiene nada de extraordinario dado que era algo que ya todo mundo sabía: Trump ya había sido declarado vencedor en el proceso electoral de noviembre de 2024. Pero las cosas no son tan simples porque, aunque resultó el vencedor en el proceso electoral, de todos modos habría podido no tomar posesión nunca. En los Estados Unidos, como es bien sabido, los atentados contra los presidentes no son algo impensable. Desde luego que hay casos en los que el político atacado se salva, como pasó con Ronald Reagan, pero otros, como J. F. Kennedy, no corrieron con la misma suerte y Trump habría podido ser de estos. De hecho él ya tuvo esa horrible experiencia que es la de ser el blanco de un francotirador. O sea, también él sufrió un atentado y el modo como se salvó fue realmente extraordinario: una bala le dio en la oreja derecha, a medio centímetro de su cabeza pero sin tocarla. En verdad, lo menos que podemos decir es que se salvó “de milagro”. Más aún: la forma espontánea de expresar la situación consistiría en decir que Dios lo protegió! Pero ¿por qué habría querido alguien eliminar a Donald Trump? Obviamente, no voy a discutir la ridícula tesis del “tirador solitario”, una grotesca narrativa a la cual ya sistemáticamente se apela en todos los casos de magnicidio y se le presenta como la “explicación” del suceso. Eso, todo mundo lo entiende, es una burla. Intentar asesinar a un presidente o a un candidato a la presidencia de los Estados Unidos es no sólo una acción suicida, sino una acción que sólo se puede fraguar por medio de una maquinaria que opere sistemáticamente desde las sombras y que se siente amenazada, desde algo así como el “Estado Profundo” (“Deep State”), tal como el mismo Trump lo ha identificado. ¿Quién más podría intentar desembarazarse de un presidente que está limpiando sus establos de Augía? En todo caso, de lo que podemos estar seguros es de que intentos como esos no son el producto ni de una casualidad ni de decisiones meramente personales de un psicópata. Como dije, avanzar pseudo-explicaciones como la del tirador solitario es simplemente burlarse en forma descarada de la gente, estar convencido de que el ciudadano medio no tiene por qué recibir información fidedigna. Por otra parte, es evidente que el intento por matar a un político como Donald Trump no se debe a que éste sea una persona insignificante, manipulable, de carácter débil, sin visión política, etc., un Joe Biden cualquiera, para ilustrar sin dejar lugar a dudas. El atentado contra Trump se explica más bien por el hecho de que sus enemigos jurados, los que de entrada están y estarán en contra de todo lo que diga y haga, están en los Estados Unidos y probablemente también al interior de su gobierno (John Bolton es un buen ejemplo de ello, pero ni mucho menos el único). Y lo más interesante del asunto, dejando de lado lo que podríamos llamar el ‘milagro de Donald Trump’, es que hay un sentido en el que quienes desde las sombras intentaron eliminarlo, quienes más temen que exhiba sus crímenes, fraudes, actos inmensos de corrupción y manipulación políticas, su uso de las instituciones públicas al margen por completo de la ley, su utilización cínica de enormes cantidades de dinero usadas sin justificación alguna, todos ellos tenían razón en temer a Trump. Que hay un conflicto muy grande entre el actual presidente norteamericano y el Estado Profundo de los Estados Unidos es algo que ahora podemos constatar y se trata de un fenómeno que, como es natural, quisiéramos también comprender.
Consideremos el problema palestino. Es perfectamente posible que haya sido una feliz casualidad o una decisión concertada con sus pares israelíes, pero a mí lo que me interesa enfatizar es el hecho de que un día antes de la toma de posesión deTrump cesaron las hostilidades en Palestina y la Franja de Gaza. Eso es algo que con un monstruo horrendo y odioso, el ex-Secretario de Estado norteamericano más pro-israelí que ha habido en la Casa Blanca, un funcionario del gobierno norteamericano (con todo su equipo) más sionista que el mismo B. Netanyahu, como lo era A. Blinken, no sucedió en más de 450 días y que nunca habría sucedido. Eso no es un hecho que pueda simplemente pasar desapercibido. Pero además de la decisión de detener la masacre de los niños palestinos (y no sólo de niños. Lo digo sencillamente como un recordatorio más doloroso), igualmente fantástica ha sido la política, totalmente novedosa pero esencialmente sana, impuesta por Trump en relación con el conflicto ucraniano. La pregunta que todos nos hacemos y a la que buscamos incesantemente una respuesta racional es: ¿por qué le dio el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, un giro tan súbito y tan inesperado a la política exterior del país todavía más poderoso del mundo? El hecho es políticamente de suma importancia pero, en mi opinión, resulta inteligible sólo si se tiene presente su trasfondo histórico. En concordancia con ello, intentaré echar un mínimo de luz sobre el tema para lo cual, inevitablemente, será menester hacer un poco de historia y, si da tiempo, también de filosofía de la historia. Pero empecemos con los datos.
No tengo la menor duda de que, si se le pregunta a una persona razonablemente culta cuándo empezó y cuándo terminó la Segunda Guerra Mundial, de inmediato nos dirá que empezó el 1º de septiembre de 1939 y terminó el 8 de mayo de 1945, cuando el mariscal W. Keitel firmó la rendición incondicional de Alemania (lo hizo el 9 ante las fuerzas soviéticas). La respuesta, en mi opinión, es simplemente errónea. Lo que tuvo lugar entre septiembre de 1939 y mayo de 1945 fue la lucha armada entre los diversos países involucrados, pero las hostilidades estaban latentes desde el Tratado de Versalles y realmente empezaron a hacerse sentir a partir del momento en que el movimiento nacional-socialista triunfó en las elecciones y llegó al poder con A. Hitler como Canciller del Reich. A partir de ese momento se hizo desde la plataforma formada por las grandes potencias occidentales de la época todo lo que se pudo para asfixiar económicamente a Alemania, exactamente como se hizo con Rusia durante la operación especial en Ucrania: retiro de inversiones, clausura de los mercados a la exportación de sus productos, bloqueos bancarios de toda índole, etc. Dado que Alemania no estaba dirigida por gente con una visión del todo clara de la situación mundial, poco a poco Alemania se fue encaminando por la vía de la confrontación para la solución de sus problemas y obviamente terminó en un fracaso rotundo, esto es, en su destrucción. Sin duda uno de los errores más grandes y decisivos de la lucha armada fue la absurda invasión de la Unión Soviética, un país con el que Alemania no sólo tenía un pacto de no agresión, sino también relaciones comerciales que eran inclusive favorables para ella. Ahora bien, con la derrota militar de Alemania hizo su aparición en el escenario mundial una nueva potencia o, mejor dicha, la nueva super-potencia, esto es, los Estados Unidos. Y aquí es donde hay que tener cuidado con las descripciones que se hagan, porque lo que esta sucediendo hoy se deriva precisamente de eso que empezó a fraguarse a partir de la división de Alemania y de la creación de la República Federal Alemana y, por lo tanto, de la ocupación de Alemania por las fuerzas estadounidenses. Lo que hay que entender es que con el fin de la guerra vino no sólo un reajuste político, sino una auténtica transformación del planeta y que el nuevo mapa del mundo lo diseñaron e impusieron casi en su totalidad los Estados Unidos. En muy poco tiempo se acabaron los imperios británico y francés y los Estados Unidos y la Unión Soviética quedaron como los nuevos rivales. Primero los americanos formaron la OTAN (1949), supuestamente para contener la “agresión rusa” (si esto suena familiar no hay por qué sorprenderse), lo cual tuvo como efecto que los soviéticos formaron un bloque con los países europeos que estaban bajo su influencia y que se conocería como el ‘Pacto de Varsovia’ (1955). Empezó entonces una nueva confrontación, esta vez entre los Estados Unidos y las URSS, un choque que afortunadamente nunca llegó a ser militar, entre las dos super-potencias. Lo que en cambio éstas sí hicieron fue difuminar su enfrentamiento a través de un complejo juego de estiras y aflojas en los países del Tercer Mundo y, naturalmente, con Europa jugando un papel central en el panorama político, pero siempre totalmente subordinado al de los Estados Unidos. Al periodo que lleva del fin del enfrentamiento armado al derrumbe del bloque socialista y al desmoronamiento de la Unión Soviética se le conoce oficialmente como el periodo de la “Guerra Fría”. Esta delimitación de dicho periodo es inexacta puesto que, como ahora todo mundo lo sabe, la agresión norteamericana (como es obvio, apoyada incondicionalmente por los gobiernos lacayos europeos) persistió e inclusive se intensificó. Su punto culminante se alcanzó precisamente con la guerra en Ucrania. En relación con esto es menester hacer ciertos recordatorios.
Con la caída de la Unión Soviética los gobiernos norteamericanos a partir de George H. W. Bush se envalentonaron y articularon una nueva política de agresión en contra esta vez de la Federación Rusa. Los policy makers y los Think Tanks norteamericanos empezaron a padecer una especie de delirio eufórico y empezaron a tener alucinaciones políticas, consistentes básicamente en la convicción de que el desmembramiento de la Federación Rusa era factible, que se podría tener el control político y militar total sobre ella, someterla financiera y comercialmente a Occidente y hasta dividirla en pequeños países. Se hizo todo para alcanzar esos objetivos, empezando por la expansión sistemática de la OTAN – a pesar de que uno de los compromisos más importantes asumidos por los Estados Unidos en el periodo del caos post-soviético, cuando el país era dirigido por un individuo que además de alcohólico era increíblemente ingenuo (Boris Yeltsin), era precisamente no expandir la OTAN hacia el Este. Es muy importante entender que hasta el golpe de Estado en Ucrania, orquestado por los Estados Unidos en 2014, la política norteamericana de presión permanente sobre Rusia había dado resultados relativamente positivos para ellos, si bien también es cierto que las cosas ya habían empezado a cambiar. Aquí es donde la historia se pone interesante.
El periodo de la Guerra Fría fue un periodo de jugosos negocios que le dejaron al sector privilegiado de la población norteamericana colosales ganancias. Todo lo que tuviera que ver con la industria armamentista se vio formidablemente beneficiado por las guerras que los distintos gobiernos de los Estados Unidos promovieron o directamente causaron a lo largo más o menos de 70 años, es decir, desde la guerra de Corea hasta la guerra de Ucrania. La guerra siempre fue un gran negocio para los Estados Unidos, un negocio que benefició a la población norteamericana generando trabajo, inversiones, un alto nivel de vida y de bienestar material. En marcado contraste con ello, la guerra para la URSS siempre significó un desgaste, limitaciones presupuestarias terribles, imposibilidad de darle a los ciudadanos soviéticos el nivel de vida al que tenían derecho, etc. Para decirlo de manera escueta: la guerra en el sistema capitalista es un estupendo negocio en tanto que en el sistema socialista es una carga y un lastre. No obstante, a lo largo del último medio siglo, poco a poco pero consistentemente, el esquema norteamericano de dominio empezó a fallar. En primer lugar, nunca lograron los americanos ubicarse en el terreno militar por encima de los rusos de modo que pudieran desatar una guerra y ganarla. Los diferentes gobiernos de Rusia siempre pudieron dejarle en claro a los norteamericanos que no había forma de que ganaran una guerra atómica. Eso significaba un límite a las pretensiones de dominio total por parte de los norteamericanos. A eso se sumó el impactante y fulgurante desarrollo económico de China, por lo que los Estados Unidos volvieron a vivir en otro contexto la experiencia de no ser ya los primeros, los mandamases, los número uno. A esto habría que añadir que multitud de gobiernos de los así llamados ‘países del Tercer Mundo’ empezaron a deslindarse de las políticas neo-colonialistas de los Estados Unidos y sus aliados (políticas de explotación, de segregación, de chantajes financieros, de intervenciones arbitrarias y así indefinidamente), lo cual terminó por generar, entre otras cosas, la formación de los BRICS, una agrupación económica, cultural, comercial y demás de países que crece día con día y a la cual los Estados Unidos, ni con el apoyo incondicional de todos los gobiernos lacayos con los que cuenta, podrían poner de rodillas. En otras palabras: los gobernantes norteamericanos sencillamente no se percataron de lo que había venido sucediendo enfrente de sus propias narices, esto es, que la situación mundial se había radicalmente modificado y que lo que había sido su orden mundial se había definitivamente trastocado. Ante un asombroso y veloz cambio del mundo, los soberbios, corruptos e infames líderes políticos de los Estados Unidos, junto con los de todas sus camarillas, organismos, instituciones y demás se mantuvieron con los ojos cerrados. Y esa histórica alteración de las jerarquías en todos los dominios alcanzó su punto culminante precisamente con lo que pasará a la historia como el último esfuerzo de los norteamericanos para mantener su primacía, sólo que ahora se les puede gritar a la cara: “Eso, se acabó!”. Y se acabó no sólo gracias a la inteligencia, la astucia, la sagacidad, la perseverancia de dirigentes políticos como el presidente Vladimir V. Putin, sino también a la mediocridad política y a la bajeza humana de personajes como G. W. Bush, Barak Obama o, el sin duda alguna más representativo de la época, el ultra-corrupto y senil Joe Biden.
Fue con ese nuevo paisaje político como trasfondo, ahora sí ya fácilmente reconocible, como D. Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos. La diferencia con los presidentes anteriores es que Trump sí entiende la nueva situación y desde luego que va a hacer todo lo que pueda para revertirla, pero reconociendo desde el arranque que lo intentará desde una nueva plataforma, una plataforma que no es ya la de la única super-potencia, la del país que dicta e impone las condiciones. Eso quedó atrás, por lo menos en lo que a los BRICS atañe. Así, la política de Trump no es más que el reconocimiento público de que la herencia de la Segunda Guerra Mundial se acabó y que empieza una nueva era. Lo que es peculiar del presidente Trump es la conjugación de su claridad política con un estilo muy personal de gobernar, de relacionarse con el pueblo norteamericano y con los gobernantes de los demás países. Trump sí va a darle su lugar al presidente Putin y al presidente de la República Popular China, el también extraordinario Xi Jinping, pero no porque él sea todo un caballero y un generoso altruista, sino simplemente porque él sí entendió que el tablero del mundo tiene una nueva composición y que no tiene caso pretender seguir gobernando como si la realidad no le estuviera dando signos muy claros de que o se abandona la política de la prepotencia y la amenaza, en especial con Rusia, o los Estados Unidos se van directamente al abismo. Por si fuera poco, el presidente Trump tendrá que lidiar no sólo con los enormes adversarios que son Rusia y China (y yo añadiría, por lo menos, a la India), sino que tendrá que enfrentar una brutal guerra en su propio país y la verdad es que ni mucho menos es seguro de que la gane. Yo inclusive pensaría que para el futuro norteamericano es mucho más importante la victoria al interior de los Estados Unidos frente al “Estado Profundo” que la potencial victoria sobre las otras grandes potencias. Y hay una razón para ello, a saber, que el declive, por no decir la decadencia definitiva de los Estados Unidos, se debe en gran medida precisamente al Estado Profundo, compuesto por instituciones y personas con mucho poder y dinero que usaron como quisieron y para su propio beneficio al gobierno de los Estados Unidos. Blinken y su pandilla son, a mi modo de ver, los mejores ejemplos de quienes llevaron a los Estados Unidos al desastre.
El fenómeno Trump, por otra parte, sacó a relucir la hipocresía y la ceguera política de los actuales gobernantes de Europa Occidental. El actual Vicepresidente de los Estados Unidos, James D. Vance, les impartió una auténtica cátedra de política avanzada a todos esos pseudo-líderes, oportunistas y corruptos, que no han entendido todavía que el mundo cambió, que la rusofobia pertenece a la época de la Guerra Fría pero que en la actualidad es una actitud y una política contraria a los intereses económicos no sólo de los Estados Unidos sino de ellos mismos y, en verdad, de todo el mundo. Los gobernantes europeos siguen entrampados en las estrategias del pasado, estrategias que palpablemente ya fracasaron. Todos sabemos que la OTAN fue militarmente derrotada en Ucrania. Los europeos van a tener que pagar por su obstinación y su odio eterno hacia Rusia y van a tener que adaptarse o pasar a formar parte de un nuevo “Tercer Mundo”. Casi dan ganas de decirles: “Bienvenidos, fracasados!”. En todo caso, lo que es claro es que los europeos no tienen con qué forzar a los Estados Unidos a que éstos sacrifiquen sus intereses para mantener sus caprichos y sus incomprensiones.
Con base en lo expuesto, me parece que podemos afirmar que si hubiera alguien todavía que preguntara: ¿Pero qué diablos está haciendo Donald Trump?, creo que la respuesta ad hoc sería: si preguntas eso es porque no entiendes nada de nada! Ahora nosotros, después de lustros de engaños sistemáticos por parte de la prensa mundial, hemos aprendido que lo razonable y lo sensato es siempre pensar lo contrario de lo que los mass-media quieren que pensemos. ¿Cómo nos pintan a Trump la CNN o comentaristas tan odiosas como Rachel Maddow, quien obviamente no tiene otra misión que la de vilipendiar y difamar al actual presidente de los Estados Unidos? Como un monstruo, como un ignorante, como un demente. No obstante, si nos atenemos a nuestro principio concerniente a los medios de comunicación lo que tenemos que inferir es que Trump es exactamente lo contrario de como lo presentan los escandalosos portavoces del Estado Profundo. Al implantar en Ucrania una política nueva, Trump está siendo realista, pero ser realista estando al frente del gobierno de los Estados Unidos es poner en jaque a multitud de actores políticos que se creían intocables, es atentar en contra de dañinos intereses creados. Es un hecho que Donald Trump está acabando con el status quo norteamericano que se construyó e impuso por lo menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. O sea, con Trump llegó a su fin lo que quedaba de “Guerra Fría”. Lo que no han entendido todavía y no quieren aceptar quienes controlan el poder en Europa Occidental es que la rusofobia ya no es negocio! Sin duda, el imperio americano va en declive y Trump quiere a toda costa reconstruirlo. Eso es lo que significa ‘MAGA’, o sea, algo así como “Hacer de nuevo grandes a los Estados Unidos”, en donde se usa ‘grandes’ para decir ‘la única super-potencia’. En relación con el slogan de Trump, debo decir que, en mi opinión, si bien él tiene toda la razón al reconocer lo que es la nueva realidad geo- política, financiera y demás prevaleciente en el mundo y de actuar en consecuencia, también hay que admitir que sus objetivos imperialistas van en contra de la lógica de la historia. Ésta en efecto enseña que una vez que los imperios se debilitan y entran en declive, no hay forma ya de detener su proceso de descomposición. Yo tengo la convicción de que, a pesar del tremendo esfuerzo que hará Donald Trump para que ello no sea así, el imperio del siglo XX, es decir, el imperio norteamericano está destinado a desaparecer e inevitablemente tendrá que cederle su lugar a las nuevas fuerzas de las que está ya impregnado el mundo.