Contrastando Méxicos

¿De quién sensatamente podríamos decir que vivía o vive mejor: de los mexicanos de ahora o de los mexicanos de, digamos, 1965? Yo estoy seguro de que, en su inmensa mayoría, la gente diría que es obvio que ahora se vive mejor. Pero ¿es eso así realmente? A mi modo de ver el asunto es más que debatible pero, para que nuestro examen resulte mínimamente plausible, sería conveniente enunciar algunas premisas básicas que a primera vista al menos sean aceptables para todo mundo y sin duda la primera consistiría en admitir que lo más torpe que podría hacerse sería reducir todo a una mera confrontación de datos: ¿cuánta carne consumía el ciudadano medio de aquellos tiempos y cuánta consume el ciudadano común de nuestros tiempos? ¿Cuántas camisas se compra en la actualidad un hombre de clase media y cuántas se compraba antes? ¿Cuántas personas viajan ahora en avión y cuántas viajaban antes? Y así indefinidamente. Pero ¿por qué un enfoque así sería simplemente ridículo? Son múltiples las razones, pero sin duda una de ellas es que con dicho enfoque se modifica la inquietud original y se transforma una pregunta eminentemente cualitativa en una de carácter cuantitativo, meramente aritmética por así decirlo, lo cual equivale a un fraude. Además no es la única. La sustitución falaz de una problemática por otra presupone lo que es el punto de vista más absurdo posible en este contexto, a saber, la idea de que mientras más se consuma más feliz se es, una opinión que (según yo) nadie en sus cabales se atrevería públicamente a hacer suya. Ahora bien, independientemente de cómo visualicemos el asunto, es claro que a menos de que estipulemos que la pregunta misma es un sinsentido, lo cual es discutible, es obvio que alguna clase de confrontación se tiene que poder establecer. Mi posición es entonces la siguiente: acepto tentativamente la pregunta como una pregunta legítima para la cual, sin embargo, intentaré responder con una contestación personal y la planteo en esos términos porque si bien quisiéramos confrontar dos estados de cosas totalmente objetivos de todos modos tendríamos que hacerlo desde la perspectiva de una persona, es decir, a través de una apreciación y con ello inevitablemente se introduce un elemento de subjetividad. Pero entonces ¿sobre qué bases me permito pronunciarme sobre el tema en cuestión? Sobre la base, primero, de que a la sazón era yo un púber y de que tengo recuerdos vívidos de aquellos tiempos; y segundo, porque Dios me concedió la oportunidad de ser un testigo presencial distante de los principales hechos que conforman nuestra historia reciente. Mi punto de vista, sumamente general, es entonces el siguiente: no tengo una visión idílica del pasado, i.e., del México de aquellos tiempos, ni quiero defender un punto de vista meramente a priori, una construcción abstracta y fantasiosa que no convencería a nadie. Lo que yo me atrevo a sostener es simplemente que en los años 60 del siglo pasado no se vivía fantásticamente en México. El país estaba marcado por inmensas desigualdades económicas, asimetrías sociales inaceptables, injusticia social palpable, etc. No obstante, pienso que es defendible el punto de vista de que, a pesar de todo, se vivía mejor que ahora. Naturalmente, rechazo la tesis – enteramente a priori – de que el mero paso del tiempo es ya una garantía de progreso, es decir, que así como hay una flecha del tiempo hay también una flecha del progreso. Eso, creo yo, es un mito inaceptable. Y otro mito, igualmente inadmisible, es el de que el avance material en sí mismo es ya una expresión de progreso vital, existencial o social. Esto último más que un error es una vulgar falsificación de la realidad.

Para iniciar nuestro ejercicio, consideremos brevemente, por ejemplo, el tema de la comida y la bebida. Es innegable que en aquellos tiempos había hambre en México, pero eso no significa gran cosa en relación con nuestra inquietud de partida puesto que, aunque el fenómeno es ahora más fácil de ocultar, hambre sigue habiendo. En todo caso una cosa es segura: la comida era mucho más sana (y yo añadiría ‘sabrosa’) que en la actualidad. En nuestros días no es posible encontrar alimentos que no estén saturado de saborizantes, edulcorantes, colorantes y en general de químicos de toda índole. La comida chatarra inunda nuestras vidas. Por lo pronto hay un dato incuestionable: la infancia mexicana estaba a salvo de la nueva pandemia de salud que azota a la niñez, a saber, la diabetes. Niños obesos como los que ahora abundan prácticamente no existían aunque, hay que señalarlo, sí había, sobre todo en el campo, niños de vientre inflamado por la solitaria y por toda clase de parásitos. Es cierto que el consumo de refrescos era considerable, pero ni en las cantidades ni en los porcentajes de ahora. Además, aunque ciertamente eran dañinos, los refrescos se elaboraban con azúcar de caña y no con el veneno que es la fructuosa de maíz, que los vuelve letales. Como los animales del pleistoceno, las aguas de limón, horchata, jamaica y de más, que era lo que se consumía hasta en las casas más humildes, se fueron extinguiendo y ahora, además de haber sido sustituidas por los refrescos, o son productos químicos o sólo se consumen en comercios. Con la invasión de los alimentos congelados y, en general, de la comida rápida se fue extinguiendo la maravillosa comida casera de México, sus sopas, sus guisados, sus salsas, sus postres, etc. No estará de más observar que, aunque obviamente siempre hubo tacos, lo que no existía es lo que podríamos llamar la ‘industria del taco’ o inclusive el ‘imperio del taco’, el cual era básicamente la comida del pobre. El éxito de ese producto culinario, que terminó convirtiéndose en emblema nacional, fue tan grande que arrasó con todo, las tortas incluidas, que eran con mucho más populares. Por si fuera poco, la comida mexicana, por así decirlo, se “americanizó” y con ello perdió su rumbo. No nos pueden decir, por lo tanto, que si de comida y bebidas cotidianas se trata, vivimos mejor ahora que antes.

Si le echamos un vistazo al importante sector de la vida social que es la vida infantil, el panorama se vuelve hasta espeluznante. A mí me parece obvio que, más allá de la retórica oficial concerniente a las mujeres, si hay en la actualidad un ser en permanente peligro, un ser frágil expuesto a toda clase de agresiones de un modo como no lo estaba antes, sin duda alguna es el niño. En la actualidad los niños (y cuando uso ‘niño’ uso la palabra en su sentido natural, no legal, de acuerdo con el cual ‘niño’ y ‘menor de edad’ son intercambiables, un uso en mi opinión declaradamente ridículo, desorientador y contraproducente) están cada vez más desprotegidos, entre otras razones porque la tendencia en el mundo occidental, al cual pertenece México, es romper lo más que se pueda los vínculos entre padres e hijos mediante un sinnúmero de resoluciones judiciales, como por ejemplo impedir que los padres intervengan en la constitución de la identidad sexual de sus vástagos, impidiendo con ello su “libre desarrollo”. Para a un padre normal, sexo y género van de la mano, no así para los innovadores de la psicología y la pedagogía ideologizadas. En todo caso, alimentación defectuosa, “bullying”, acoso sexual, secuestros, trata de niños, engaño y manipulación por internet, etc., son algunos de los peligros que día a día acechan en la actualidad a los inocentes infantes y desafortunadamente no son los únicos. Hay otros males que también  los afectan gravemente, pero que como se trata de realidades presentadas por medio de categorías ideológicas en boga, entonces no necesariamente son vistos como males. Lo que sí es seguro es que los padres tenían una mayor injerencia en las vidas de sus hijos, intervenían e influían directamente más en ellas, algo que en la actualidad se ha diluido y que en todo caso no es visto con buenos ojos. Se habla mucho de la fusión familiar, de reforzar su estructura (forzosamente jerárquica), de restablecer valores de respeto hacia los padres y los abuelos, pero lo cierto es que hemos desembocado en el triste hecho de que los padres de facto han perdido derechos y con ellos desaparecieron también muchos vínculos importantes para niños y jóvenes. Ese no es más que un aspecto del programa de disolución de la familia al que están sometidos los países occidentales. Por último, quiero poner de relieve un dato que desde mi punto de vista es crucial para cualquier evaluación global y es el siguiente: hay algo que el “progreso” le robó al niño de nuestros tiempos y es “La Calle”. El niño de hoy no tiene idea de lo que perdió con ello. Ahora la calle es hostil, es un peligro real, algo que está allí nada más para permitir que nos desplacemos, cuando antaño la calle era casi una segunda casa, o por lo menos una segunda escuela. Aquí sí la idea de “progreso” simplemente se desvanece.

Si le echamos un vistazo a la vida escolar de los infantes, el panorama pasa de espeluznante a tétrico. De hecho, los males no sólo no han desaparecido sino que aparte de haberse incrementado se han refinado. Es cierto que ahora en las Secundarias y en las Prepas los chavos ya no arreglan sus asuntos “a la salida” (como a nosotros nos tocó vivirlo) y que está estrictamente prohibido jugar “tamaladas” (fantásticamente divertidas, dicho sea de paso), pero a cambio de eso hay muchos más embarazos de quinceañeras, menos respeto hacia los maestros, nuevas enfermedades, mucha más droga, etc. Y quizá lo peor sea que los niños estaban menos mal preparados y no tenían la actitud de menosprecio por la educación que ahora permea a la sociedad infantil y juvenil mexicanas. En México, hay que reconocerlo, por muy variadas causas nunca se gozó de un nivel escolar equiparable al de, digamos, Argentina, pero la niñez, por lo menos la de la clase media, estaba un poquito mejor formada, menos embrutecida por la televisión y el internet. En nuestros días, para un alto porcentaje de niños y jóvenes, la educación no representa un atractivo sino más bien lo contrario. Yo, por ejemplo, fui alumno de Primaria y parte de la Secundaria en la Academia Hispano-Mexicana, salvo en mi tercer año de Primaria para el cual mi madre me inscribió en una escuela oficial. Sin duda, los alumnos de las escuelas oficiales se la veían más difícil para llegar a los estudios profesionales que los alumnos de escuelas privadas, pero los que llegaban llegaban menos mal preparados de como llegan ahora y, sobre todo, llegaban con muchas ganas de hacer una carrera. Es innegable que había una gran deserción, pero en la gran mayoría de los casos era por razones estrictamente económicas, en tanto que en la actualidad sigue habiendo una gran deserción, pero no necesariamente por las mismas razones. En la actualidad llegan masas de estudiantes a las universidades sólo que mal preparados, sin dar muestras de un gran entusiasmo por la vida del conocimiento y a los dos años de haberse inscrito abandonan los estudios.

Si pasamos al espinoso tema de la situación de la mujer, yo creo que es innegable que podemos afirmar enfáticamente que ha habido tanto progreso como retrocesos objetivos. Sin duda alguna, la mujer ha ganado derechos, pero obviamente el precio fue el de su incorporación forzada a los procesos de trabajo. Al principio de todo este proceso el costo era el de tener de hecho dos trabajos, el de ama de casa y el de empleada fuera de la casa. Evidentemente, el dejar de ser dependiente económicamente de alguien, sea quien sea, es liberador y automáticamente ello genera derechos en el seno de la familia, pero tiene un costo grave que es el de tener que renunciar a muchas facetas de la vida familiar. Este es un punto en el que chocan de frente la cultura y la Naturaleza. Desde luego que se puede renunciar a tener hijos, pero esa renunciación no será nunca algo placentero. Se puede intentar conciliar los intereses laborales con los profesionales, pero en general las cosas no funcionan del todo como deberían hacerlo. Desde luego que hay hombres que se adaptan a las nuevas circunstancias, pero hay muchos que no. La mujer se ve llevada entonces a tener que optar entre su “desarrollo personal” y su desarrollo qua ser biológico. El resultado general es entonces que si bien es cierto que la mujer ha ganado mucho en los últimos 60 años, también lo es que el costo de sus ganancias ha sido para ellas mismas muy elevado. No se debería perder de vista, sin embargo, que la cuestión general del status social de la mujer no es una cuestión que ataña exclusivamente a México, sino que por su alcances e impacto es tema mundial. Lo único que yo me atrevería a asegurar al respecto es que si lo que se pretende erigir en modelo a seguir es el modelo americano de familia o el de los países de Europa Occidental, lo más probable es que se haya perdido la brújula.

En este punto debo hacer una aclaración. Por nada del mundo quisiera yo que se me mal interpretara y que se pensara que lo que sucede es que, movido por emociones románticas, sufro por una insoportable nostalgia por mis años mozos y tengo la necesidad de hablar de mi pasado o, más en general, del pasado. Nada más alejado de ello. La verdad es que realmente estas superficiales remembranzas se asocian más bien con preguntas que una y otra vez me planteo, como por ejemplo ‘¿cómo fue que México terminó convertido en uno de los países más corruptos del mundo?’, ‘¿Cómo explicarnos la inmoralidad generalizada – una inmoralidad que obviamente a quien más le sirve es a los ciudadanos más inmorales, esto es, a los super-ricos, a la gente pudiente – que opera como imán para las masas de personas que todavía, por razones religiosas o por tradiciones familiares, tienen escrúpulos morales, es decir, viven con la convicción de que no todo está permitido, de que hay cosas que no se pueden hacer, independientemente de si nos conviene hacerlas? Si nuestra realidad no estaba tan cargada de inmoralidad y de peligros: ¿por qué estamos hundidos en ello?

Básicamente, me parece, la respuesta es la siguiente: el movimiento armado dejó establecidas las condiciones materiales para que la sociedad evolucionara hacia adelante, hacia el verdadero progreso o para que se moviera más bien en la dirección de la injusticia generalizada, de la inmundicia moral, de la postulación de valores tan despreciables como fundándose en identificaciones grotescas como la de que “un político pobre es un obre político” (presentado por sus adherentes como si se tratara de un dictum aristotélico) y sandeces por el estilo, que sólo sirven para que quien nunca aspiró a ser un político honesto se sienta justificado con su “inteligente” conducta. Fue entonces el manejo de los aparatos de Estado por parte de individuos, despreciables de arriba abajo, quienes llevaron a los gobiernos por la senda de la traición al pueblo de México, la de la venta de los bienes de la nación, la que culmina en el imperio de la podredumbre moral, de las ambiciones sin límite (y a partir de cierto momento, sin sentido), la de la perversión en todos los sentidos. Por eso es de primera importancia entender que eso que ahora vivimos se volvió una meta alcanzable sólo gracias a la llegada del Lic. Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República, pues fue con él que empezó a desarticularse el resultado acumulativo de lo que aportaron los presidentes del PRIAN desde por lo menos 1958. No es tan difícil detectar los factores esenciales, enumerar al menos algunos de ellos. López Mateos dejó las riendas del país en manos de un sujeto plenamente convencido de que la represión funciona, como lo fue G. Díaz Ordaz (con toda franqueza, no creo que tenga que argumentar mucho para establecer el hecho). Durante su gobierno, L. Echeverría hizo algo parecido a lo que hizo Felipe Calderón en el suyo: este último (según se cuenta) le declaró la guerra al narcotráfico en tanto que el otro a la guerrilla, pero hay un punto en el que sus resultados son equivalentes: en ambos casos se incendió el país y ello dándoles manga ancha a los escuadrones de judiciales y de soldados, los cuales hicieron lo que quisieron con amplios sectores de la población. Todo ello incrementó el malestar de la gente, cada vez más sola y más distanciada de los gobernantes en turno. El caso de J. López Portillo es curioso, porque si bien su gobierno fue un festejo de inmoralidad en todos los planos (sólo recordemos al “orgullo de su nepotismo”. ¿Se expresaría de manera tan descarada en nuestros días? No me atrevo a decir que no!), él hizo algo que nadie, ni antes ni después de él, se atrevió a hacer y que si no se hubiera tratado de una victoria pírrica sin duda lo habría limpiado por completo política e históricamente. Me refiero, desde luego, a la nacionalización de la banca. No nos queda más que exclamar: “Si siquiera hubiera sabido hacerlo!”. En verdad, fue la suya una medida de corte y de magnitudes juaristas, sólo que tan mal preparada e implementada que sólo sirvió para que Salinas le regresara la banca a los pseudo-banqueros del momento (eso sí: sin pago de impuestos, por medio de artilugios que no engañan ni a un niño y en óptimas condiciones, por si fuera poco) unos cuantos años después. Muy probablemente, el peor enemigo de México durante todo este periodo fue precisamente Carlos Salinas de Gortari: fue él quien fijó como objetivo gubernamental central, como agenda de gobierno de ahí en adelante, el desmantelamiento de la nación, el brutal enriquecimiento ilícito, el neo-pandillerismo en la vida política, un rey Midas de horror para los mexicanos que transformaba todo bien público en bien privado. Lo que Zedillo, Fox y Peña Nieto hicieron fue simplemente volver a aplicar la receta (cada uno de ellos en sus detestables estilos e imprimiéndole al programa compartido sus respectivos sellos particulares), intensificar los procesos (las “reformas” de Peña Nieto, verbigracia, deberían quedar consignadas en los libros de texto de Primaria como ejemplos paradigmáticos de lo que es vender a su propio país, ser un traidor a la Patria, algo de lo que cualquier ciudadano decente debe avergonzarse). Para los mexicanos, esos 54 años fueron medio siglo de ignominia, de sobajamiento, de humillación, de reparto de tierras, ríos, presas, etc., para gobernadores, amigos de los presidentes y demás, ante los ojos de todos y en detrimento de todos. En este momento, si Anaya o cualquiera de su calaña estuviera ocupando la Presidencia de la República México prácticamente habría dejado de ser un país independiente y no sería otra cosa que un país de corporaciones, algunas mexicanas pero muchísimas extranjeras, una entidad política sometida y no ya un país libre y soberano. Pero algo echó a perder el programa prianista y fue la para muchos sorpresiva victoria del Lic. Andrés Manuel López Obrador en 2018. La verdad es que los mexicanos no tienen con qué retribuir a todo lo que ese gran hombre hizo por ellos, entre otras cosas dejar a Claudia Sheinbaum al frente del Estado mexicano. Eso es colmillo político, no mediocridad politiquera. Con el Lic. López Obrador el país entró en un proceso de reconstitución y el pueblo lo sabe, en algún sentido importante de ‘saber’. Entre él y la Dra. Sheinbaum se logró evitar lo que a todas luces iba a ser un letal golpe de Estado técnico desde el Poder Judicial (como en otros países ha sido desde el Poder Legislativo) y poco a poco la vida en México empieza a re-estructurarse. Obviamente, la convalecencia y la recuperación de más de medio siglo de descomposición social, moral y política requerirá de por lo menos otro tanto para restañar los daños y superar los agravios. Cuando haya un año en el que no se inunden en época de lluvias las casas de miles de personas que pierden sus modestas pertenencias, cuando los muchachos y las muchachas aprovechen a fondo sus becas, cuando pueda uno ir a su trabajo sintiéndose seguro de que va a regresar sano y salvo a su casa por la noche y así con múltiples otras cosas, entonces podremos afirmar que la ciudadanía estará empezando a recoger los frutos de sus esfuerzos en las nuevas condiciones, es decir, en las condiciones diseñadas por ese gran ingeniero social que fue el Presidente Andrés Manuel Andrés López Obrador.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *