A mí me parece casi una trivialidad la afirmación de que aquí y ahora, siempre y en cualquier parte del mundo, los seres humanos actúan y piensan en concordancia con ciertos principios básicos de racionalidad. Ello tiene que ser así, puesto que después de todo las acciones humanas en general tienden a no ser ni caóticas ni arbitrarias. La gente por lo menos aspira a justificar sus acciones y a dar cuenta de sus opiniones y pensamientos. Sólo entre personas que presenten descomposturas mentales graves encontraremos a gente que actúe a tientas y a locas o que haga afirmaciones totalmente gratuitas y sin ningún sustento. Salvo en excepcionales y contadísimas ocasiones, si nos topamos con alguien que a la pregunta ‘¿Por qué hiciste eso?’ o ‘¿Por qué dijiste eso?’ responde con un ‘no sé, no tengo idea’ o con un ‘se me ocurrió en el momento’ o con algo por el estilo, automáticamente desestimamos su respuesta y de inmediato lo reubicamos en el cuadro de nuestro sistema de relaciones personales.
Tal vez no esté de más ilustrar lo que he dicho con por lo menos un ejemplo de esos principios de racionalidad a los que acabo de aludir. Uno que me parece particularmente pertinente para la idea a la que más abajo quisiera dar expresión es el bien conocido “principio” de que todo efecto tiene una causa. Esa no sería la formulación que yo le daría, pero no es mi objetivo discutir filosofía en este momento. Quiero simplemente señalar que en general todo mundo estaría dispuesto a aceptar tanto dicho principio como su converso, algo como toda causa tiene un efecto. En realidad lo que estamos afirmando es simplemente que hay causas si y sólo si hay efectos. Eso no quiere decir que nosotros sepamos automáticamente cuales son las causas si conocemos los efectos o cuáles son los efectos si conocemos las causas. Con lo único con lo que estamos comprometidos es con la idea de que si vemos algo como causa, entonces podemos inferir que ese algo tendrá algún efecto y si vemos algo como efecto podemos deducir que tiene alguna causa, que algo de hecho lo causó. Estos “principios” elementales son útiles porque permiten descartar multitud de dizque explicaciones de situaciones, explicaciones en las que se habla de causas pero no se admiten efectos o al revés. En particular, se aplican a las acciones humanas. Los principios nos permiten ver en las acciones humanas causas de situaciones y a las situaciones como efectos de las acciones y establecer conexiones entre ellas. No podremos entonces aceptar como legítimo un discurso en el que se hable de decisiones, elecciones, acciones, y demás, pero que no obstante no incorpore en relación con ellas a sus efectos. Lo que estamos afirmando, precisamente, es que las acciones humanas tienen que tener efectos. En otras palabras: no hay acciones humanas normales sin efectos y a menudo éstos son previsibles o predecibles. Esto, naturalmente, se aplica en todos los contextos en los que los humanos intervienen, o sea, en todos. Asimismo, como acabo de decir, es un hecho que a menudo podemos saber, si conocemos las causas cuáles serán los efectos y si conocemos (o padecemos) los efectos también a menudo podemos detectar sus causas. Así consideradas las cosas, lo más irracional e intelectualmente ridículo que podría hacerse sería afirmar o pensar, explícita o tácitamente, que podemos escapar a la dimensión de la causación, en los dos sentidos mencionados: de causa a efecto y de efecto a causa. Nosotros ya sabemos que todo tiene efectos y que todo tiene causas y muy a menudo podemos pasar del conocimiento de unos al conocimiento de las otras, y a la inversa.
Lo anterior tiene una aplicación obvia en la política nacional y de paso, aunque de esto último no tengo certeza, también en antropología, porque parecería que en función de las ideas causa y efecto podemos discernir un subgrupo de los seres humanos cuyos elementos opinan que pueden actuar sin que sus acciones tengan consecuencias o sin que podamos conocer los potenciales efectos de sus decisiones o, también, que no se pueden rastrear las causas de situaciones cuyos efectos éstas son. Yo sospecho que dicho grupo humano está constituido por lo menos por los honorables miembros de la clase política mexicana. En efecto, en este país los gobernadores, los diputados, los magistrados de la Suprema Corte, los senadores, los delegados, etc., todos parecen pensar:
a) que sus acciones y decisiones no tienen repercusiones
b) que si las tienen nadie se va a enterar de ello
c) que no será factible transitar desde los efectos a las causas
d) que pase lo que pasa no importa, porque México es el país en el que los principios de racionalidad y de justicia simplemente no valen.
Yo creo que los políticos mexicanos están totalmente equivocados en lo que concierne a (a), (b) y (c), y quisiera pensar que también se equivocan respecto a (d) pero de esto último no estoy tan seguro. Intentemos ahora aplicar nuestros principios a una situación real “concreta”.
Que los miembros de la clase política mexicana se olvidan de que las causas tienen efectos es algo de lo que la Ciudad de México puede dar un vivo testimonio. Yo empezaría por señalar que de eso que los antiguos habitantes del en algún momento espectacular Valle de México llamaron la ‘región más transparente’ no queda sino vestigios. La última semana en particular fue sencillamente tenebrosa. Yo toda mi vida, salvo cuando residí en el extranjero, la he vivido en la ciudad de México. Conozco por experiencia los problemas citadinos que enfrentan los habitantes en su vida cotidiana, pero debo decir que nunca antes sentí como esta vez que el destino de nuestra ciudad finalmente se le había escapado a sus gobernantes. Durante esta última semana se conjugaron todos los factores que hacen de esta metrópoli una auténtica ciudad fantasma: grados elevadísimos de contaminación, desvíos de vuelos por visibilidad nula (ya ni siquiera se podían ver desde el sur los grandes edificios que “normalmente” se perciben sin mayores problemas), un cielo peor que el de Londres de finales del siglo XIX y, evidentemente, un descontrol automovilístico casi total: embotellamientos a lo largo y ancho de la ciudad y a todas horas, tanto en calles, como en avenidas, vías rápidas u otras. La gente ingenuamente habla de “bruma”, “neblina” y demás, pero me parece que sólo porque no sabe que brumas y neblinas se producen donde hay coníferas, donde hay humedad en la atmósfera y no en las selvas de asfalto, como nuestro pobre Distrito Federal. La “bruma” en cuestión era simplemente la nata de smog que bajó casi a ras del suelo. El problema llegó a tales magnitudes que pasó lo que era de esperarse que pasara cuando se es gobernado por políticos irracionales y carentes de imaginación, como los de este país: salieron como jaurías patrullas ecológicas, de las cuales yo hacía años que no veía una sola. Pero ¿para qué salieron las manadas de “patrullas ecológicas”? La repuesta es de Ripley: para detener y multar autos que ostensiblemente contaminaran. Eso suena bien, pero ¿no es ridículo pensar que unos cuantos destacamentos de patrullas podrían incidir de alguna manera que no sea en detrimento de los bolsillos de los ciudadanos en lo que para el sábado pasado era una situación ecológica ya casi insostenible? Como todos sabemos, México es el país de la desinformación sistemática. De ahí que si como el pueblo de México es de los más fácilmente manipulables que podamos imaginar ello se deba a un sinfín de decisiones políticas tomadas a lo largo de muchos años, así también lo que es casi el colapso de la Ciudad de México es un efecto de muchas otras decisiones de políticos que, en aras de sus objetivos prosaicos e inmediatos, sacrificaron al Distrito Federal y a sus habitantes. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de “colapso”?
De varias cosas. Por lo pronto queremos indicar que la calidad del aire que estaremos respirando de aquí en adelante será la peor del planeta (con un par de excepciones a lo sumo), lo cual generará más dolores de cabeza, más enfermedades respiratorias, más cánceres; queremos decir también que nuestros desplazamientos se van a alargar considerablemente, un 200 % por ejemplo. Yo creo que a estas alturas nadie cuestiona que lo que hasta hace 8 o 10 meses se hacía en 20 minutos ahora requiere de una hora, si tiene suerte; se quiere decir también que el habitante de la Ciudad de México va a dormir menos y que se van a perder millonadas en horas /trabajo/hombre. Está implicado también que vamos a tener una población sobre-excitada (como pasa con las ratas cuando hay sobrepoblación, con la diferencia de que nosotros no tenemos “reyes de ratas”. Véase al final para la aclaración de este punto), por lo cual habrá más violencia, más excitación, más neurosis colectiva. Eso y mucho más es lo que significa el que una ciudad como el Distrito Federal se esté colapsando. Ahora bien, lo que yo quiero señalar es que hay culpables, porque este colapso fue causado, es decir, es el efecto de decisiones tomadas en el pasado reciente y no tan reciente y en el presente. Pero ¿quiénes tomaron dichas decisiones, cuáles habrían podido ser éstas y sobre qué bases se habrían tomado decisiones que era evidente que iban a tener los efectos que ahora estamos padeciendo? No tenemos que estrujarnos los sesos para responder a estas y a otras preguntas como estas. Demos algunos ejemplos.
Ejemplo paradigmático de conducta criminal en contra del Distrito Federal nos lo proporciona el nunca suficientemente denostado Vicente Fox. Todos recordarán, estoy seguro, de que con tal de estrangular políticamente (no tengo dudas respecto a sus potenciales intenciones si se hubiera tratado de un estrangulamiento físico) a su rival, el por entonces gobernador del Distrito Federal, el Lic. Andrés Manuel López Obrador, Fox le redujo en más de 5,000 millones de pesos el presupuesto al Gobierno del D.F., una importante suma de dinero destinada para programas educativos (becas y demás) en la capital de la República. Se quedaron sin el apoyo esperado millones de niños y adolescentes y ello sólo para satisfacer los bajos instintos politiqueros de un ranchero criollo venido a presidente gracias a la desesperación de un pueblo que sólo buscaba salir del pantano de 70 años priismo. Ahí tenemos un claro ejemplo de decisión en la que los intereses populares son relegados para satisfacer ambiciones personales y sobre todo, en ese caso particular, para acallar miedos por lo que habría podido suceder si el Lic. López Obrador hubiera llegado a la Presidencia. Pero hay otros ejemplos como ese y más relevantes para nuestro tema. En estos días se despidieron de la SCJN un par de magistrados. Todo era sonrisa, despido casi con lágrimas, un cuadro conmovedor. Qué emoción! Sí, pero sobre esos dos magistrados, en tanto que miembros de la institución a la que pertenecían, recae también la responsabilidad de haber permitido el brutal reingreso al parque vehicular de decenas de miles de autos chatarra que ahora inundan las calles de la ciudad. En la SCJN se llegó a la muy sabia decisión de que impedir que se usen todos los días autos chatarra era violar un derecho humano! Desde su muy refinada perspectiva, lo único que se requería era simplemente que los autos pasaran los tests que a su vez el muy honorable Gobierno del Distrito Federal tiene ya listos. Claro! Cómo si México no fuera el segundo país más corrupto del mundo y como si aquí los chanchullos y las trampas en los verificentros no fueran el pan nuestro de cada día. Ese, hay que señalarlo, es un rasgo típico de países que, como México, combinan subdesarrollo con corrupción: se toman medidas, se elaboran decretos, de promulgan leyes todo ello, por así decirlo, in vitro, en abstracto, sin tomar en cuenta la realidad social. De manera que esa emotiva despedida en la Corte de dos grandes colegas que por fin le ceden su lugar a otros dos que llegarán para percibir los sueldos oficiales más elevados de este país exigiría una investigación de cómo y por qué se tomó una decisión tan obviamente nefasta y que era más que evidente que acarrearía consecuencias desastrosas para la ciudad. Se nos olvida, sin embargo, que este es el país de esos antropoides que actúan y hablan imbuidos de la idea de que sus acciones no tienen consecuencias (efectos), que la constatación de efectos (el desastre ecológico y humano de la Ciudad de México) no lleva a la detección y al examen de sus causas y que si se descubren las causas de todos modos ello no tiene ninguna consecuencia práctica. Los señores magistrados (como los gobernadores, los diputados, etc., etc.) pueden estar tranquilos. En este país no hay cuentas que rendir.
Un último ejemplo, el cual me parece en algún sentido el más bestial de todos, por lo burdo que es. Me refiero a esa obra de arte de estupidez y maldad, ese monumento a la imbecilidad que se llama ‘Reglamento de Tránsito de la Ciudad de México’. Se necesita no sólo ser irracional, en el sentido explicado más arriba, sino profundamente anti-social para pretender implantar algo así. Quienes lo prepararon son declaradamente torpes, puesto que los efectos negativos de dicho reglamento los afectará a ellos y a sus hijos por igual. Pero dejando de lado esta faceta del asunto, preguntémonos: ¿se necesitaba ser un vidente para entender que lo único que no hay que hacer en esta ciudad es pretender reducir al máximo la velocidad, que ya en promedio es de alrededor de 20 kms por hora?¿Se tenía que ser un sabio o un premio Nobel para entender que con las restricciones que se implementaron (y que ya venían del reglamento anterior) lo único que iban a lograr era convertir la ciudad en un inmenso estacionamiento? Ah!, pero que no se nos olvide que los políticos mexicanos “piensan” que sus decisiones no tienen efectos, que las causas de los desastres no son rastreables y que si son rastreables no son punibles.
Parecería que una maldición le cayó a este pobre país, la cual consiste en ser gobernado por gente totalmente incapaz de tener objetivos impersonales, de sustraerse a la maquinaria de la corrupción, de entender la actividad política como algo más que la profesión cuya práctica tiene como meta el enriquecimiento y, por si fuera poco, en ser gobernado por gente incapaz de pensar en concordancia con principios básicos de racionalidad. Nos estamos literalmente ahogando en la ciudad y los ambiciosos de siempre están metidos en la lucha por los “candidaturas independientes” (ahí está, por ejemplo, el Sr. J. Castañeda, haciendo proselitismo por su causa – que alguno de estos días vamos a analizar con detenimiento – lo cual es comprensible puesto que, como todos sabemos, él gozaría del apoyo de diversos grupos más o menos bien identificados en caso de que se modificara la ley y pudiera postularse como candidato independiente para la Presidencia de la República. Líbranos Dios de todo mal!). O sea, aquí los políticos están en la rebatinga, en afanes desenfrenados y descarados por puestos, por honores y demás mientras la ciudad se está derrumbando. No queda más que aplaudirles: aunque no piensen en términos de causas y efectos, nosotros sí podemos constatar que de hecho sus acciones tuvieron y siguen teniendo resultados notables, aunque sea negativamente. Pueden estar orgullosos de sí mismos: lograron lo que ni los españoles hicieron con Tenochtitlán. Felicidades, políticos mexicanos!
* Un “rey de ratas” es un grupo de entre 8 y 15 ratas atadas por la cola por las mismas ratas a fin de evitar que se reproduzcan. Con el tiempo quedan pegadas. La comunidad les garantiza su alimentación, pero impide que se multipliquen. La formación de “reyes de ratas” es , pues, un mecanismo de control natal por parte de las ratas cuando ya la sobrepoblación las excede. Recomiendo la lectura del libro Nuestras hermanas, las ratas, de Michel Dansel.