Victoria sobre Victoria

Como todos sabemos (y lo resentimos), los Estados son instituciones inmensamente complejas. Derivado de ello, uno de sus rasgos es una inevitable jerarquización en los puestos y en las responsabilidades. Es evidente, por ejemplo, que una recepcionista que trabaje en una Secretaria de Estado tiene un trabajo concreto que realizar y recibe instrucciones u órdenes de su superior inmediato, pero obviamente ella misma no incide ni mínimamente en la política general del ministerio en cuestión. De hecho, ella en el organigrama puede estar separada del Secretario de Estado o ministro de que se trate por decenas de niveles intermedios, de puestos correspondientes a las diversas  dependencias de la Secretaria en cuestión. Todo gobierno es, pues, una institución fantásticamente ramificada pero, curiosamente, también es cierto que ello nos resulta tan familiar que simplemente ya ni nos detenemos a reflexionar al respecto, así como no nos llama la atención el hecho de que el sol salga todos los días por el Oriente y se ponga por el Occidente. Nótese, dicho sea de paso, que este fenómeno de dos caras, i.e., complejidad institucional y familiaridad con dicha complejidad, no es privativo del Estado: cualquier empresa trasnacional, cualquier sistema bancario está estructurado y organizado de manera semejante, esto es, de manera piramidal, sólo que en lugar de hablar de presidente se habla de CEO, en lugar de Secretarios de Estado se habla de directores regionales o de directores de áreas y así sucesivamente. Los ministerios o áreas a su vez se expanden, funcionan por medio de ejércitos de empleados, subalternos, ayudantes, personal administrativo de todos las clases imaginables. Aquí puede apuntarse a una potencial diferencia muy importante entre la burocracia pública y la burocracia privada, a saber, que en el sector privado siempre que es ello factible se reduce al máximo la cantidad de empleados contratados, lo cual no siempre sucede en el caso de los gobiernos, por razones evidentes de suyo. El punto al que quiero llegar en todo caso es el siguiente: la supuesta familiaridad con ese monstruo institucional con el que convivimos, del cual no podemos pasarnos (no compartimos ningún punto de vista con planteamientos tan delirantes y carentes de sustento histórico como los de Javier Milei) y que dista mucho de ser transparente a menudo impide que se calibre debidamente la naturaleza de los cambios que se producen al interior (en este caso) de los gobiernos. Por ejemplo, un cambio de Secretario de Estado o ministro puede ser el resultado de una intriga palaciega, de una conspiración entre pares, puede deberse a que al jefe del ministro en cuestión le puede parecer que éste sería más útil en otro sector gubernamental, puede deberse a alguna diferencia muy grande con los lineamientos generales promovidos por el gobierno o por el jefe de Estado en turno y así indefinidamente. Pero también pueden producirse cambios que tienen un sentido mucho más profundo, que indican que hay desavenencias mucho más radicales entre quien “presenta su renuncia” y la dirigencia política del país. Esos cambios son los realmente importantes, porque además de sus efectos algo dicen respecto a la coherencia política del gobierno, a las magnitudes e intensidades de las tensiones y las luchas internas entre los diversos miembros de los gabinetes y grupos políticos incrustados en los gobiernos. Tensiones y rivalidades de esa naturaleza rara vez son de índole personal. Los conflictos realmente trascendentales son más bien de carácter político y, dependiendo del nivel en el que se produzcan, tienen una mayor o menor significación. Con esto en mente, propongo que examinemos someramente el caso de lo que a primera vista es un simple cambio de personal en el gobierno de los Estados Unidos pero que, si no me equivoco, representa más bien un cambio en profundidad, un corte importante en relación con por lo menos algunos aspectos de la política exterior de dicho país.

Hace un poco más de dos semanas se dio a conocer en los Estados Unidos la renuncia de la sub-Secretaria de Estado para Asuntos Políticos, Victoria Nuland. ¿Quién es este personaje? De entrada, podemos afirmarlo, alguien que si pasa a la historia pasará por ser una incontinente promotora de guerras y una causante indirecta de muchas desgracias y de muchos muertos. Se trata de una “diplomática” norteamericana, de origen moldavo aunque ella misma nacida en los Estados Unidos, que desde hace cerca de 30 años ha venido ocupando puestos importantes en las diversas administraciones norteamericanas con, vale la pena señalarlo, la notable excepción de la administración del presidente D. Trump. Está casada con un bien conocido ensayista, ideólogo y politólogo, muy activo y muy influyente (fue asesor de G. W. Bush) de nombre ‘Robert Kagan’. Este individuo fue de los intelectuales pioneros en conformar durante los gobiernos de B. Clinton y G. W. Bush el grupo de “neo-consevadores” (de gente como R. Pearle, P. Wolfowitz y muchos otros) que idearon, planearon y finalmente llevaron al gobierno de los Estados Unidos a (entre otras cosas) bombardear Irak, matar a un millón de personas y liquidar a Saddam Hussein. Se trataba, como es obvio, de un grupo sionista declarada, abierta, cínicamente pro-israelí. Este poderosísimo grupo de “policy makers”, es decir, de gente que diseña la política exterior (en este caso de los Estados Unidos) tiene como objetivo principal la defensa a ultranza del gobierno israelí, sea el que sea y haga lo que haga, en el entendido de que cualquier gobierno de Israel será visto como una extensión del gobierno norteamericano pero, y esto es muy importante, asumiendo también la premisa oculta de que el gobierno de los Estados Unidos está en sus manos y bajo su total control. Aquí de inmediato nos asalta la duda: ¿cómo se controla al gobierno de una potencia como los son los Estados Unidos? ¿Quién puede lograr semejante hazaña? La respuesta es: el lobby sionista, más de 120 organizaciones pro-israelíes, la prensa internacional, Hollywood, la Federal Reserve, por no mencionar más que los factores, instrumentos y elementos políticos y financieros más prominentes. Son todas esas instituciones las que, operando mañana, tarde y noche tanto en los Estados Unidos como a nivel mundial, garantizan que ese pre-requisito efectivamente se cumpla. Entre las organizaciones sionistas norteamericanas destacan la Anti-Difamation League, el Congreso Mundial Judío, B’nai B’rith y, sobre todo, el poderosísimo AIPAC, esto es, el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos. No puede entonces sorprender a nadie que el gobierno norteamericano haya solapado los abominables crímenes y las despreciables mentiras del gobierno israelí en relación, por ejemplo, con la operación de limpieza étnica y apropiación territorial que se está llevando a cabo en lo que alguna vez se llamó ‘Palestina’.

Sin duda alguna, Victoria Nuland es una psicópata irredimible, una fanática convencida de que se debe usar el poderío económico y militar norteamericano para mantener la primacía de los sucesivos gobiernos sionista-norteamericanos en el mundo. Sin duda alguna, es una mujer “competente”, aunque es mi deber decir que las veces que yo la he oído hablar en entrevistas me ha resultado tremendamente decepcionante y superficial. Su discurso oficial no rebasa nunca el plano de la perorata concerniente a “sus valores”, la “democracia” y la “libertad”, un discurso más vacuo que un cascarón vacío y más aburrido que una alocución de Ciro Gómez Leyva o de Leo Zuckermann sobre las elecciones en México. Lo que V. Nuland destila es verborrea politiquera para gente realmente despolitizada. Es evidente, por otra parte, que su función política, si bien no se reducía a ser una mera portavoz de las visiones megalómanas de su esposo, sí era básicamente la de ser su instrumento para su articulación desde el interior de las instituciones y los canales gubernamentales. Ella claramente forma parte de un clan y es sólo vista de esa manera que su itinerario y su rol políticos se vuelven inteligibles y transparentes. Su declaración de despedida fue una joya de discurso impolítico: declaró, primero, que la Rusia actual no es la Rusia que ella hubiera querido dejar y, segundo, que el dinero invertido (“prestado”·) en Ucrania era automáticamente recuperado en los Estados Unidos por las empresas norteamericanas fabricantes de armas, dejando con ello en claro que la guerra en Ucrania a final de cuentas resultó ser un estupendo negocio para las empresas norteamericanas. Desde su perspectiva, desde luego, Europa no cuenta.

La evolución de la vida política en los Estados Unidos es, vista a distancia, relativamente fácil de delinear. Después del asesinato de J. F. Kennedy, un presidente católico de cuya muerte se sabe que hay diversas versiones siendo la única no creíble la historieta oficial, esto es, la del asesino solitario (Lee Harvey Oswald), un cuento de hadas tan fantástico como el de que las Torres Gemelas fueron destruidas por más o menos 20 beduinos, el gobierno norteamericano fue prácticamente tomado por asalto. El resultado político neto, el hecho innegable es que en la actualidad los Estados Unidos tienen de facto no una sino dos capitales, que son Washington D.C. y Tel-Aviv (o Jerusalém, si se prefiere). En este momento, la inmensa mayoría del personal político al frente de la administración Biden está constituida básicamente por sionistas (para dar un ejemplo representativo, Ch. Schumer, que es el líder de la mayoría en el Senado). El resultado es una realidad sui generis – no única en el mundo porque en Francia pasa algo muy parecido – consistente en que lo que hay es un gobierno de dos cabezas. Este dato ayuda a entender tanto la coherencia como las inconsistencias del gobierno norteamericano. En todo caso, la política norteamericana es abiertamente pro-israelí o quizá deberíamos decir simplemente ‘israelí’. Esto explica los cerca de 4,000 millones de dólares que todos los años el gobierno norteamericano le transfiere al de Israel. Se trata de un “regalo” del pueblo americano al gobierno israelí. A esto añádase el apoyo militar, diplomático, de política interna que es permanente. En eso la política norteamericana sin duda alguna ha sido coherente de principio a fin.

Antes de seguir adelante quisiera rápidamente llamar la atención sobre un hecho que vale la pena destacar y es el siguiente: a pesar de decenios de inyecciones de odio en contra de los “comunistas”, los “rojos”·, los “soviéticos” y ahora simplemente los “rusos” efectuadas a través de películas, programas de televisión, múltiples comentaristas políticos con programas muy populares (un ejemplo espectacular de ello es Rachel Maddow), entrevistas, y desde luego prácticamente toda la prensa escrita (New York Times, Washington Post, Wall Street Journal, etc., etc.), lo cierto es que el pueblo norteamericano no tiene en lo esencial nada en contra del pueblo ruso. No hay un odio natural entre esos dos pueblos. El problema es que no pasa lo mismo con los sionistas norteamericanos. ¿Por qué? Porque ellos tienen un historial diferente con Rusia. Prácticamente todos los sionistas norteamericanos preponderantes tienen sus raíces (de dos, tres o más generaciones) en Europa Oriental y, muy especialmente, en Rusia. Históricamente, la relación con el zarismo fue ciertamente muy difícil para las comunidades judías, lo cual explica la proliferación de líderes sionistas como Z. Jabotinsky, quien fue realmente de los fundadores del Estado de Israel. Pero esas son vinculaciones con el pasado. El presente es Vladimir Putin y el problema con éste es que se interpuso a los planes sionistas e impidió que sucediera en Rusia lo que ya había sucedido en los Estados Unidos. Eso le valió el odio eterno del sionismo mundial, entronizado precisamente en dicho país.

El deseo de venganza ante el triunfo del nacionalismo ruso representado por el presidente Putin llevó entonces a diseñar y fraguar un conflicto letal en contra de Rusia sin para ello convertirse necesariamente en blanco de sus armas atómicas. Se preparó entonces paso a paso el conflicto de Ucrania, empezando por un golpe de Estado. No hubo tampoco mayores problemas para encontrar al personaje adecuado, otro sionista, para dirigir al país después de orquestar la deposición del presidente Víctor Yanukóvich. Y, evidentemente, una pieza decisiva de la maquinaria golpista fue Victoria Nuland. Simbólicamente, ella es quien orquestó lo que podríamos llamar el ‘plan Ucrania’, el cual arrancó con el golpe de Estado durante el cual, mientras se quemaban edificios, ella en la plaza Maidan repartía golosinas entre la población incitándola a protestar. La “anécdota” más conocida de esa primera etapa de preparación fue la escena en la que, discutiendo con el embajador norteamericano en Ucrania acerca de quién podría sustituir al presidente depuesto, por teléfono intercambian nombres y el embajador propone a alguien sugiriéndole que hay que tomar en cuenta a la Unión Europea, a lo cual la no muy diplomática representante del gobierno norteamericano le responde con un “fuck the European Union”, que en nuestro idioma equivaldría a algo como “que se chingue la Unión Europea”. Sería difícil dar una prueba más clara de prepotencia. Obviamente, un comentario así en la remota época de gloria del Imperio Británico hubiera sido impensable, pero no lo es en la época del imperio sionista-norteamericano y del concomitante declive europeo.

Así, pues, si hubo alguien que impulsó, defendió, articuló, argumentó en favor de la guerra de Ucrania, ese alguien fue Victoria Nuland. El plan era, masacrar a las poblaciones rusas del sur de Ucrania e integrar a Ucrania a la Unión Europea y, sobre  todo, a la OTAN. Se habría completado así el cerco a Rusia (dejando de lado a Bielorrusia). Cuando Rusia se preparó para defender a sus hermanos de sangre que vivían en suelo ucraniano dando con ello inicio a la operación especial, el pueblo ucraniano fue usado como carne de cañón y Rusia fue “sancionada” desde todos los ángulos imaginables, bloqueándola sobre todo desde un punto de vista económico y financiero, tratando de hacerle (como se hubiera dicho en otros tiempos) morder el polvo, ponerla de rodillas, dividirla, aprovechar sus riquezas naturales y crear una Rusia “democrática”, en exactamente el mismo sentido en el que la Argentina de Milei es una Argentina “democrática”. Pero algo falló. ¿En dónde estuvo el error? ¿Por qué fracasó el plan de desmantelamiento de Rusia?

De que algo estuvo mal calculado no hay duda de ello, puesto que finalmente Rusia – podemos ahora afirmarlo con toda confianza –  ganó la guerra de Ucrania en prácticamente todos los frentes: militarmente acabó no sólo con Ucrania, sino con la OTAN. Ahora queda claro que los europeos, a pesar de las ridículas baladronadas de E. Macron, no tienen ni la unidad que pensaban tener ni el poderío militar, económico y moral que se requeriría para derrotar a Rusia. Si los Estados Unidos se desentienden de Europa, que es a lo que apunta el desarrollo de la vida política con lo que normalmente debería ser un aplastante triunfo de Donald Trump – si es que lo dejan “concursar” por la presidencia – Europa quedará como lo que siempre fue, a saber, una entidad geográfica a la que se le quiso dar la apariencia de un único cuerpo con los mismos intereses pero que, en el fondo, es un conglomerado de pueblos y países con intereses no sólo divergentes sino hasta opuestos, como lo pone de relieve el famoso “Brexit”, que ahora todos quieren imitar. Durante todo el periodo de la operación especial, Rusia diversificó sus exportaciones, enriqueció sus contactos con el mundo no europeo, firmó alianzas de primerísima importancia, fortaleció su mercado interno, desarrolló magníficamente su industria militar, renovó sus estrategias militares y sin lugar a dudas recuperará lo que siempre había sido su territorio (que incluye no sólo la región del Donbas, Lugansk y otras, sino también a  Sebastopol y Odessa y, paradójicamente, hasta Transnistria, región de Moldavia cuyos habitantes han pedido oficialmente que se les permita unirse a Rusia). De paso, Rusia aumentó su presencia en otros continentes, en especial el africano, en donde ha venido regalando toneladas de trigo y cereales para poblaciones hambrientas, una clase de ayuda que no les cruza por la cabeza ni a ingleses ni a franceses ni a norteamericanos. Los regímenes de los “muy civilizados” países que han vivido de la esclavitud y de la explotación de prácticamente todos los pueblos de la Tierra no dan nunca nada. Los rusos (y los chinos, dicho sea de paso) no son así. La guerra de Ucrania ya la ganó Rusia, todo mundo lo sabe, con lo cual empieza la retirada occidental, la cual se manifiesta de múltiples formas: retrasando la entrega de armas a los ucranianos (entre otras razones porque ya no hay), limitando los préstamos de cantidades estratosféricas de dinero, reiterando las críticas al gobierno títere del antiguo payaso de televisión, Volodomir Zelensky y así indefinidamente. Para decirlo de manera un tanto simplona: tácticamente, Ucrania perdió la guerra, pero estratégicamente, el gobierno de los Estados Unidos (Europa no cuenta) perdió Ucrania.

Y es aquí que empieza lo interesante de toda esta saga política. La derrota norteamericana en Ucrania representó un duro golpe para el gobierno norteamericano en su conjunto y entre las muchas cosas que dicha derrota generó está un cierto despertar en la clase política norteamericana o, más bien, el reforzamiento de un cierto descontento pre-existente causado por la orientación general que le ha venido imprimiendo a su política exterior el poderosísimo lobby sionista. Sin embargo, la catástrofe política norteamericana fue tan grande que no quedó otro remedio que echar del gobierno a Victoria Nuland! Esa decisión no es un mero cambio burocrático: es una reacción muy fuerte en contra de todo un proyecto pensado a fondo por ideólogos y estrategas rabiosamente anti-rusos. Entendámoslo bien de una vez por todas: la idea de vencer a Rusia es un objetivo “natural” de los Estados Unidos, pero la guerra de Ucrania fue casi una guerra privada y alguien tiene que responder por un fracaso tan rotundo y tan costoso. Es obvio que quienes le apostaron todo a la destrucción de Rusia tienen ahora que pagar el precio político por el fracaso de su desbordada fantasía y el símbolo más inequívoco de ese ajuste de cuentas interno del gobierno de los Estados Unidos no podía ser otro que la expulsión de la sub-Secretaria de Relaciones Exteriores. La verdad es que aunque no hay datos al respecto, no sería de extrañar que la explicación última del crimen terrorista cometido en Moscú hace unos días hubiera sido la última perversa acción orquestada por la tristemente célebre sub-Secretaria de Estado para Asuntos Políticos ante su inminente expulsión definitiva del actual gobierno norteamericano.

Naturalmente, el poder sionista en los Estados Unidos seguirá siendo inmenso, pero también seguirá siendo un hecho altamente significativo e importante el haber corrido a Nuland del crucial puesto que ocupaba. Lo que este hecho revela es que, después de todo, por poderosos que sean los sionistas no son omnipotentes, ni siquiera en los Estados Unidos. A la alegría generalizada (y abiertamente manifestada en múltiples videos, entrevistas, artículos, pronunciamientos de periodistas, políticos y politólogos de los Estados Unidos) habría que añadir el descontento masivo de los norteamericanos por el apoyo de la administración Biden a la barbarie israelí en contra del pueblo palestino (más de 32,000 personas masacradas en unos cuantos meses, de las cuales la mitad son “niños terroristas”) y en favor de la criminal política del Nosferatu del Medio Oriente, Benjamín Netanyahu. La política de encubrimiento y apoyo tácito al gobierno israelí por parte del gobierno sionista-norteamericano es demasiado obvia como para suscitar dudas razonables al respecto. Como puede aprecisarse, la derrota en Ucrania abrió las puertas para muchos fenómenos políticos nuevos en los Estados Unidos.

Es evidente que el mundo depende de lo que suceda en los Estados Unidos y si algo dejó en claro el dato de la expulsión de Victoria Nuland es que hay un gran descontento al interior del gobierno y una repulsión cada vez mayor entre la población por la política exterior del gobierno sionista-norteamericano. Obviamente, dicho grupo va a recurrir a todos los mecanismos a los que tenga acceso para evitar un cambio esencial en la política exterior norteamericana, independientemente de que el gobierno de la Casa Blanca sea de demócratas o de republicanos. Al interior de los Estados Unidos, sus grandes armas son el dinero (la banca), la propaganda y el poder político concentrado en sus manos. Pero lo cierto es que la lección “Nuland” es imposible de ocultar. Como siempre con los seres humanos de todos los tiempos, la arrogancia, el abuso y la excesiva seguridad en sí mismos pueden desencadenar situaciones hasta ese momento impensables. Por lo pronto en este caso sí puede afirmarse que Nuland terminó siendo nula y que se obtuvo una resonante victoria sobre Victoria.

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