Hablando con toda franqueza, la cantidad de sandeces que se dicen y escriben día a día sobre Donald Trump es escalofriante. En el conjunto de las aseveraciones y descripciones que de él se hacen habría que distinguir, obviamente, entre las desfiguraciones y tergiversaciones deliberadas y las que brotan más bien de la ignorancia de multitud de hechos, de la superficialidad de la visión que las anima, de las emociones que el personaje suscita o de la simple reproducción de lugares comunes e historietas inventadas destinadas a perpetuar una imagen previamente diseñada. A mi modo de ver, habría que admitir que las “versiones” que de él se dan son en general ridículas y sencillamente no encajan con la realidad cada vez que se les confronta con ella. Lo importante de esto, sin embargo, es que deja en claro que el personaje mismo, esto es, el presidente Donald Trump, sigue siendo esencialmente incomprendido, es decir, se sigue sin entender su significación política. Una forma de hacer ver que en general Trump no ha sido debidamente entendido es que mucha de la gente que hoy lo denuesta sería incapaz de explicar por qué hace 50 años hubiera sido imposible que ese mismo individuo hubiera sido no ya presidente de los Estados Unidos, sino siquiera candidato a la presidencia de ese país. Una diferencia tan grande entre esas dos situaciones tendría que poder ser explicada. Parece, en efecto, innegable que hace unos cuantos lustros todavía, Trump (o alguien como él) hubiera sido visto por el ciudadano norteamericano medio como un vulgar payaso a quien no se debería tomar demasiado en serio, pero si este contraste es tan evidente: ¿por qué nadie nos lo explica? ¿Se deberá ello a que la gente se volvió, por así decirlo, más laxa en sus juicios y expectativas o más bien son la situación general, la vida social en los Estados Unidos, el rol político que a nivel mundial juega ese país lo que se modificó drásticamente y que hace que ahora gente como Trump sea no sólo viable sino hasta indispensable? En otras palabras ¿acaso la diferencia no tiene más bien que ver con una radical modificación en la situación objetiva de los Estados Unidos? Por mi parte, pienso que ahí está la clave para esclarecer nuestro pequeño misterio: Trump es comprensible sólo si se entiende la evolución de esa peculiar democracia imperialista que son los Estados Unidos. Intentemos poner esto en claro.
Quizá debamos empezar por el principio. Un hecho incuestionable es que la sociedad estadounidense en su conjunto es una sociedad clasista, racista y sexista, por lo que la primera pregunta que tendríamos que plantearnos es: ¿cómo es que estos rasgos, definitorios de esa sociedad, permanecieron ocultos o como meramente latentes durante tantos años? Desde mi perspectiva, lo que ocultó tan tremendas realidades fue un binomio que sólo se conjuga en muy peculiares circunstancias, a saber, la combinación de un muy elevado nivel de vida con la capacidad de, por así decirlo, exportar los problemas internos sobre otros países y esto a su vez sólo era posible porque los Estados Unidos eran simultáneamente el país más rico del mundo y la indisputable super-potencia militar. No estará de más señalar que, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos muy rápidamente comprendieron que la guerra era el negocio por medio del cual podían mantenerse como la potencia hegemónica en el mundo, tanto económica como militarmente. Naturalmente, este status tomaba cuerpo en un sistema de relaciones de explotación de pueblos de todos los continentes y en el permanente recurso a la guerra, la cual era el instrumento para mantener sus envidiables niveles de empleo, de inversiones, para impulsar a sus universidades integrando así investigación de punta (sobre todo en áreas estratégicas) y negocios. Fue así como se conformó el gran complejo militar-industrial, el cual desde entonces es una de las plataformas políticas fundamentales dentro de los Estados Unidos. La guerra se instauró, lenta pero sistemáticamente, como el gran mecanismo de solución para problemas económicos y sociales. Parte del problema para ellos fue que, como era previsible, este esquema de solución terminó corrompiendo a los norteamericanos mismos. Téngase en cuenta que si lo que se quiere es bombardear e invadir un país hay que preparar el escenario: hay que inventarse enemigos (pueden ser los alemanes, los comunistas, los terroristas, los narcotraficantes, etc. Etiquetas nunca faltarán), hay que desarrollar técnicas de desestabilización política, hay que entrenar a mucha gente, incorporar a los mass-media para ir justificando cada una de las agresiones que se vayan preparando, etc., y, sobre todo, hay que aprender a ser indiferente ante el dolor humano que uno deliberadamente causa, hay que auto-enseñarse a mirar hacia otro lado cuando los soldados, los marines o lo que sea bombardean, aniquilan, torturan, etc., a las poblaciones “enemigas”: puede tratarse de coreanos, de vietnamitas, de afganos, de iraquíes, de sirios, de libaneses, de panameños, de chilenos, de argentinos, de salvadoreños y así indefinidamente. Los norteamericanos se hicieron expertos en todo eso. Repitiendo algo que todos sabemos pero que no por ello deja de ser verdad: no hay crimen imaginable que los norteamericanos, ya sea a través de su ejército o a través de sus “agencias de inteligencia”, no hayan cometido. Esta situación favorable cada vez más sólo para ellos y que se gestó por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial duró hasta hace poco. ¿Por qué? Porque la situación cambió, primero y sobre todo fuera de los Estados Unidos y después al interior de su propio país. Esta parte del cuadro tiene que quedar bien clara.
Lo que podríamos llamar la ‘desmoralización del pueblo norteamericano’ es el resultado de un muy largo proceso cultural y político. Durante mucho tiempo, sólo la Unión Soviética tuvo la capacidad de contener, en condiciones precarias, el brutal expansionismo norteamericano. El desmantelamiento de la Unión Soviética produjo en los medios políticos norteamericanos la agradable sensación de que se había por fin abatido al gran, al único real enemigo de los Estados Unidos (de la “democracia”) y los diversos gobiernos estadounidenses ocuparon hasta donde les fue posible el hueco dejado por la URSS. Eso les permitió, por medio de distintas mentiras como la de que Irak tenía armas de destrucción masiva, instalar bases militares en todo el mundo y en particular en el Medio Oriente y Asia. Pero el gusto no les duró mucho tiempo, porque casi podríamos decir que súbitamente la situación cambió: aparecieron dos rivales a los que los Estados Unidos no pueden tratar como tratan al resto de los países, a saber, Rusia y China. Aunque económicamente en una mejor situación que Rusia, militarmente no pueden con ella; la situación con China es la inversa: aunque militarmente podrían eventualmente destruirla sin ser destruidos, económicamente tienen perdida la batalla. Se sigue que el dúo “Rusia-China” sí puede parar el expansionismo norteamericano. Esto es relevante en relación con lo que hemos dicho, porque quiere decir que el fabuloso negocio de la guerra para la solución de los problemas internos tiene un límite infranqueable. Por otra parte, no estará de más notar que si bien es cierto que el ejército norteamericano está en todas partes y que los norteamericanos no han dejado de hacer la guerra prácticamente desde noviembre de 1941, los norteamericanos no han ganado las guerras que inventaron y en las que se hundieron: con Corea, a principios de los años 50, finalmente no pudieron, de Vietnam los sacaron a patadas, en Afganistán están empantanados y así sucesivamente. Eso sí: han causado con su estrategia de guerra permanente, columna vertebral de su política exterior, todo el dolor que se le pueda infligir a las personas, es decir, no sólo a quienes combaten contra ellos, sino a cientos de miles de civiles, a millones de inocentes que son víctimas sistemáticas de las intervenciones militares norteamericanas. Para acallar los reclamos de la conciencia, el ejército yanqui acuña expresiones como ‘daños colaterales’. Por ejemplo, el reporte a la prensa afirma que se destruyó un puesto militar si bien este ataque causó también “daños colaterales”, es decir, murieron decenas de niños, mujeres y ancianos, pero todos son meramente “daños colaterales”. De esta manera todos estamos conformes: el glorioso ejército norteamericano no quería ocasionar más pérdidas de vida, pero fue imposible no generar esos “daños colaterales”. Todo esto de hecho funciona (se llama ‘lavado de cerebro’), pero lo que no estaba previsto en todo este enfoque es justamente la desmoralización del ciudadano norteamericano. El que se le enseñe a la gente a regocijarse por el bombardeo de una ciudad, por la brutalidad cobarde de sus ejércitos de ocupación, tarde o temprano tendrá repercusiones en casa. Ese “dato” es importante para entender la situación actual y, con ella, a Trump.
Es evidente que si los grandes mecanismos de solución de problemas dejaban de operar la hasta entonces exitosa y triunfante sociedad capitalista norteamericana tenía que empezar a enfrentar dificultades que ya no iba a poder resolver como lo había venido haciendo. Por otra parte, los problemas sociales (económicos, raciales, culturales, etc.) que afectan a los Estados Unidos son obviamente acumulativos. Como ya señalé, aunque sumamente elásticos, de todos modos en la actualidad el gran mecanismo de la guerra tiene forzosamente límites por lo que, inevitablemente, habrán de surgir problemas al interior de los Estados Unidos que éstos ya no estarán en posición de resolver. ¿Qué clase de problemas? Todos aquellos precisamente que estaban ocultos o meramente latentes cuando los Estados Unidos mandaban, cuando eran la indiscutible superpotencia militar y cuando en ellos encarnaba el progreso del mundo: el racismo, el verdadero status mercantil de la mujer, el desempleo, un notorio descenso en el nivel de vida (i.e, de consumo), graves problemas de orden educacional (un sistema universitario sumamente elitista), obvios conflictos de intereses entre diversos sectores sociales, etc., etc. Y no debería perderse de vista el hecho de que conflictos morales, de desvalorización, problemas que brotan de la conciencia de ser odiados en todo el mundo y del reconocimiento de que a final de cuentas no se es portador de ninguna verdad trascendental, tampoco son menores cuando tienen un efecto masivo.
A los conflictos sociales y económicos de los Estados Unidos habría que añadir otros de carácter político, siendo probablemente el más importante el siguiente: por un sinnúmero de causas en las que no tenemos para qué entrar en este momento, en los Estados Unidos hay no uno sino dos gobiernos: el oficial, esto es, el asentado en la Casa Blanca, y el “profundo”, representado básicamente por el complejo militar-industrial, por el poderosísimo AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí) y por grupúsculos conformados por gente sumamente rica y poderosa, todos ellos más o menos coordinados entre sí. Sin entrar en detalles, se puede afirmar que, por razones más bien obvias, el AIPAC por ejemplo tiene bajo su control (.i.e., en su nómina) al Senado, a la Cámara de Representantes y a la gran mayoría de los gobernadores, además de tener incrustada en la Casa Blanca a multitud de agentes políticos en todos los niveles y comités del gobierno oficial. Esto explica por qué es lógicamente imposible que el gobierno norteamericano tenga una política coherente y genuinamente pro-norteamericana: hay dos gobiernos que comparten muchos objetivos pero que, como era de esperarse, no comparten todo. Y eso genera muy fuertes tensiones.
Sobre la base del cuadro delineado, estamos ahora sí en posición de preguntarnos: ¿quién es realmente Donald Trump? La respuesta es bastante simple: Donald Trump es el presidente de la gran potencia económica, militar, industrial, financiera, etc., que son los Estados Unidos en su primera gran fase de descomposición; es el presidente de lo que todavía es la hiper-potencia militar pero que dejó hace ya algún tiempo de ser el país con el más alto nivel del mundo, con el mejor sistema educativo, representando los más bellos ideales de la humanidad y así indefinidamente. Sólo un fanático negaría que hay muchos lugares en el mundo en donde se vive mucho mejor que en los Estados Unidos, es decir, se tiene el mismo o un mejor estándar de vida y no se vive hundido en la violencia, en las tensiones raciales, en los conflictos de clase, en el terror ante la acción policiaca y en muchos otros fenómenos sociales que se padecen en ese país. Trump es, pues, el presidente de la gran potencia mundial en su primera fase de decadencia. Esto, sin embargo, requiere ser ilustrado para resultar un poquito más convincente.
Es probable que la mejor expresión de crisis o de descomposición de un país sea el hecho de que en él pululen contradicciones de diversa naturaleza. Es relativamente obvio, por ejemplo, que los dos gobiernos norteamericanos, el oficial y el oficioso, tienen objetivos distintos y, por consiguiente, promueven políticas divergentes. A grandes rasgos, el gobierno de Washington tiende a ser nacionalista en tanto que el “estado profundo” tiende más bien a ser de carácter cosmopolita. Examinemos entonces el caso de la matanza en Las Vegas llevada a cabo por el multimillonario Stephen C. Paddock. Si nos manejamos bajo el supuesto de que en los Estados Unidos hay sólo un gobierno, a saber, el constituido legalmente, el evento en cuestión sencillamente no tiene ninguna explicación. La vida completa de Paddock ya fue revisada de arriba abajo y al día de hoy no se le ha proporcionado a la población norteamericana ni siquiera un esbozo de explicación de semejante acto de barbarie. Pero la cosa cambia si asumimos que en efecto hay dos gobiernos en los Estados Unidos, tan inmoral el uno como el otro desde luego. Entonces sí podemos por lo menos formular una hipótesis. La mía es la siguiente: yo pienso que hay grupos políticos, conglomerados de personas que manejan billones de dólares y que por lo tanto son tremendamente influyentes, interesados en promover toda una serie de reformas constitucionales que ellos saben que serán sumamente anti-populares (becas estudiantiles, seguros médicos, retiros, deudas bancarias, libertad de expresión, etc.). El problema es que en los Estados Unidos el ciudadano medio puede adquirir legalmente el arma que quiera, desde una navaja hasta un Kalashnikov. ¿Qué hacer en esas circunstancias? Desde el punto de vista del Estado “profundo” lo que hay que hacer es generar acciones de tal naturaleza que la gente misma acepte que hay que limitar el negocio de la venta de armas dentro del país. ¿Y por qué querrían hacer eso? La respuesta es obvia: para evitar una potencial sublevación. Bien, pero ¿cómo se logra encauzar a la gente hacia la posición que ellos quieren que la gente adopte? Por las buenas es imposible. Se tiene entonces que recurrir a las ya muy bien estudiadas tácticas terroristas practicadas durante décadas en otros países. Se busca a la persona apropiada, se le presiona o se le chantajea o se negocia con él o con ella, se promueve una odiosa masacre de gente inocente e inmediatamente después se pone el grito en el cielo (para eso está la prensa, que es parte del organigrama del gobierno profundo) y así se presiona al gobierno oficial para modificar la así llamada ‘Segunda Enmienda’, esto es, el segundo artículo de la Constitución de los Estados Unidos de acuerdo con el cual todos tienen derecho a defenderse, si es necesario, con armas. Pero Trump y la Casa Blanca resisten la presión a pesar de una carnicería como la de Las Vegas (y como muchas otras que han sucedido, dentro y fuera de los Estados Unidos). En resumen: las instituciones políticas norteamericanas están entrampadas en una especie de guerra: un gobierno jala hacia un lado y el otro en dirección opuesta. El resultado: crímenes, desprotección civil, tensiones políticas, desinformación propagandística, etc. En esta confrontación ya casi oficial, uno de los dos gobiernos naturalmente va tomando poco a poco la delantera.
Un segundo buen ejemplo de grave conflicto interno nos lo proporciona la negociación del Tratado de Libre Comercio. Trump, como nacionalista que es, aspira a generar fuentes de trabajo dentro de su país, castigado ya por las crisis propias de un sistema capitalista que no dispone ya de los mecanismos usuales para resolver y exportar sus conflictos. Para ello presiona con todo lo que puede para imponer las mejores condiciones comerciales y laborales para los Estados Unidos, en detrimento claro está de los intereses de México (y de Canadá). El problema es que las leyes del mercado no se manejan por medio de decretos presidenciales, ni siquiera si éstos emanan de la Casa Blanca. El gobierno oficial de los Estados Unidos, por consiguiente, entra en un abierto conflicto con amplios sectores de la industria y el comercio norteamericanos, los cuales buscan la máxima ganancia posible, independientemente de lo que piensen los burócratas de Washington y del sino laboral de los norteamericanos. Así, los intereses naturales de multitud de industrias chocan con los intereses de la población local y de un gobierno que finalmente no puede hacer gran cosa al respecto. Realmente no sé quién podría dudar de que en los tiempos venideros los conflictos de orden laboral en los Estados Unidos sólo irán in crescendo.
Un tercer ejemplo de grave contradicción interna a los Estados Unidos lo tenemos en el caso de la República Popular de Corea del Norte. Hace 50 años nadie se habría atrevido a amenazar a los Estados Unidos ni éstos habrían dudado en arrasar con su potencial enemigo. Pero, como ya se dijo, el uso de la fuerza ya no es libre y los nor-coreanos tuvieron las agallas para enfrentar la terrible presión militar, diplomática, financiera, comercial, etc., norteamericana. Los nor-coreanos, en toda su sabiduría, desarrollaron el único instrumento que puede disuadir a los norteamericanos, a saber, las armas atómicas, armas que ellos tienen la capacidad de colocar en ojivas y enviarlas muy lejos de sus fronteras. La evidente moraleja a nivel mundial que se puede extraer de la confrontación entre los Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea es que eso es lo único que detiene a los estadounidenses. Ellos saben que acabar con Nor-Corea, algo que sin duda pueden hacer, tendría un costo sumamente elevado. Difícilmente, además, podría China contemplar impertérrita el bombardeo atómico de su vecino! El gobierno norteamericano oficial echa entonces marcha atrás, pero al hacerlo choca con los intereses del complejo militar-industrial. Los más altos representantes de este último, sin embargo, no están dispuestos a ceder y en concordancia presionan para que los coreanos cometan un error y entonces puedan ellos pasar a la acción, independientemente de las consecuencias que ello entrañe! Un peligro inmenso que ciertamente se corre con los Estados Unidos es que en efecto hay gente (léase: los militares y la casta industrial con ellos asociada) dispuesta a todo con tal de no ver menguados sus privilegios. Es razonable pensar que el actual conflicto con Nor-Corea se podría resolver con relativa facilidad si hubiera un único gobierno en los Estados Unidos, pero mientras que un sector gubernamental ofrece dialogar el otro sector realiza ejercicios militares en la frontera, ordena vuelos permanentes amenazantes en los límites entre las dos Coreas, espía por todos los medios, boicotea por todos los medios al gobierno coreano, la bloquea en todos los frentes y foros internacionales, etc., etc. Conclusión: los Estados Unidos no tienen una política congruente en relación con Corea del Norte y ese es un síntoma más de su descompostura como país, una descompostura que inevitablemente complicará los problemas cada día más.
Un último ejemplo para ilustrar la tesis de que Trump es el presidente de la época de la incipiente putrefacción de la democracia imperialista norteamericana: el sistema de seguros médicos, el famoso “Obamacare”. Todo mundo sabe que los seguros, las jubilaciones, etc., son auténticos dolores de cabeza para los ministros de finanzas, de economía y demás en todas partes del mundo. Lo interesante es que ahora los norteamericanos están empezando a vivir conflictos sociales que nunca antes habían padecido. Ahora bien: ¿por qué Trump se convirtió en el enemigo número uno de un sistema de seguridad social que si bien distaba mucho de ser perfecto de todos modos sí constituía un apoyo para el cuentahabiente? Porque a diferencia de Obama, Trump prefiere favorecer los intereses de las compañías privadas en detrimento de los intereses del ciudadano norteamericano medio. Pero entendamos la situación: hubo una época en la que los intereses de las compañías y los de los cuentahabientes concordaban. El problema es que eso ya cambió y los diferentes gobiernos toman decisiones contradictorias. Están, por lo tanto, en una situación en la que todos pierden. La imagen de la sociedad norteamericana como una sociedad idílica es cosa del pasado y de un pasado que es cada vez más remoto.
Sinteticemos lo que hemos dicho. Queríamos saber quién es, políticamente hablando, Donald Trump. Ya tenemos nuestra respuesta: Trump es el presidente oficial de un país escindido políticamente y que nunca resolvió realmente sus problemas de fondo, esos problemas que durante decenios logró hábilmente ocultar. Los Estados Unidos son un país que claramente muestra lo que es el choque entre el desarrollo incesante de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, las leyes incluidas. Por ejemplo, no es posible vivir la revolución computacional y no generar desempleo masivo o dejar de garantizarle al trabajador un nivel de vida alto. Las leyes de bienestar implementadas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se tienen que reformar y ello tiene que generar convulsiones sociales fuertes. Esa es la etapa en la que los Estados Unidos están entrando y Donald Trump es el gran símbolo de dicha fase, más allá de sus excentricidades y peculiaridades personales. Y aquí lo único que nos queda por preguntar y sobre lo que habría que reflexionar es si en su colosal proceso de cambio estructural los Estados Unidos lograrán transformarse para bien de sus grandes masas (y por lo tanto, para bien del mundo) o si no más bien, por su inmensa fuerza centrípeta, arrastrarán al resto del mundo en su proceso de decadencia y auto-destrucción.