A decir verdad, no son pocas las cosas que nos disgustan de “La Democracia” en general (y desde luego de nuestra democracia mexicana en particular, pero sobre esto último no me pronunciaré aquí dado que no es propiamente hablando mi tema en esta ocasión). Me bastará con señalar que la democracia es un sistema político plagado de contradicciones, que justifica y legitima la injusticia social prevaleciente y que, por si fuera poco, sale extraordinariamente caro. Y un rasgo no muy importante pero particularmente odioso del concepto de democracia es que muy fácilmente se convierte en un instrumento para la descalificación del oponente político así como para el chantaje ideológico y la imposición de ideas. La maniobra más fácil y expedita para denostar y convertir en objeto público de escarnio a alguien es colocarle en forma efectiva el sambenito de “enemigo de la democracia”, así como la forma más vil y corriente de presentarse frente a los demás como alguien merecedor de todos nuestro respeto es auto-etiquetándose como “defensor a ultranza de la democracia”. Nosotros, que ya conocemos (y hemos padecido) algunas tácticas denigratorias como la mencionada sabemos que, cuando en un debate alguien recurre al “argumento de la democracia” (esto es, se señala que alguien en particular no es un adepto de ella o se le indica a los demás que uno está decididamente en su favor), lo que sucede es que a nuestro interlocutor se le acabaron los argumentos y se le secó el ingenio. O sea, esgrimir “la democracia” como argumento es indicar que se llegó al límite en la discusión racional. Es importante estar consciente de este uso fácil del concepto de democracia porque ello ayuda a comprender mejor algunas de las usuales inconsistencias en las que incurren precisamente quienes se presentan a derecha e izquierda como sus grandes abogados. La verdad es que en ocasiones el espectáculo a que dan lugar los propugnadores oficiales de la democracia alcanza el terreno de lo grotesco y nos quedamos boquiabiertos tratando de comprender cómo se puede ser tan declaradamente incoherente. Aquí el tema interesante, que no me propongo considerar pero que no quiero dejar de mencionar, es si esas inconsistencias se derivan de la naturaleza de la democracia misma o si simplemente responden a la torpeza de individuos concretos. En todo caso, para muestras un botón. Tomemos entonces el caso de Cataluña, es decir, el tema, ya no tan nuevo, de su potencial emancipación de España y del referéndum que el pueblo catalán exige que se lleve a cabo el 1º de octubre. ¿Qué podemos decir respecto a dicho proceso en relación con la democracia?
Para generar mi propia explicación del fenómeno catalán necesito introducir un principio heurístico fundamental y también traer a la memoria algunos datos históricos elementales que, me parece, son relevantes. Debo de entrada advertir que, contrariamente a lo que opinan los detractores de la liberación de Cataluña vis à vis el gobierno central asentado en Madrid, yo hago mío un principio leibniziano (adoptado también por muchos otros pensadores), a saber, el principio de razón suficiente. Lo que este principio enuncia es algo muy simple, viz., que no hay fenómeno (natural o social) que no tenga una explicación racional. Si posteriormente queremos denominar las explicaciones que se den como “causales” o de otro modo, ello es para nosotros aquí y ahora irrelevante. Lo que importa es admitir que lo racional consiste en partir de la idea de que los fenómenos de la naturaleza y el mundo social no son ni gratuitos ni arbitrarios ni ininteligibles. Este principio es muy útil cuando encaramos el problema catalán, porque de inmediato nos hace ver que si millones de personas expresan una tendencia, manifiestan un deseo, aspiran a construir algo que es diferente de lo que existe, ello no se puede ni describir ni presentar como un mero capricho, como algo totalmente incomprensible y hasta absurdo, porque de hacerlo estaríamos automáticamente repudiando el principio mencionado: estaríamos diciendo que hay un proceso histórico que no se explica! Por mi parte, considero que más bien es quien va en contra de la voluntad popular quien da claras muestras de no haber entendido nada y de no ser otra cosa que un fanático que se aferra a sus intereses y objetivos o un vulgar portavoz (en general, pagado) del status quo, con lo cual se pone de manifiesto o su debilidad o su deshonestidad intelectual (o, como diría Bertrand Russell, ambas cosas).
Por otra parte, yo creo que la comprensión cabal del actual fenómeno catalán requiere que esté uno familiarizado con la historia europea y a este respecto lo primero que habría que entender es que junto con sus maravillosos castillos y catedrales, sus tesoros culturales (de literatura, música, pintura, filosofía y demás), su inmensa lista de grandes hombres (César, Sto. Tomás, Galileo, etc.) nos topamos con el incuestionable hecho de que Europa es el continente de la guerra y de la explotación del hombre por el hombre. En todo caso lo que es incuestionable es que desde la conquista de Europa por parte de los indoeuropeos sus poblaciones no han dejado de guerrear. Como todo mundo lo sabe, Europa es un inmenso y complicadísimo mosaico humano, un heterogéneo conglomerado de pueblos, cada uno con sus lenguajes, tradiciones, folklor, complexiones físicas, aspectos, dietas, prejuicios, enemigos jurados, etc. Si hay un concepto de semejanzas de familia ese concepto es “europeo”: no existe la esencia de la “europeidad”, sino que todos los europeos se vinculan entre sí como los miembros de una familia. Un irlandés es muy parecido a un escocés y éste a un inglés, el cual es cercano a los galos y a los sajones, pero la relación entre un irlandés y un sajón ya no es tan fácil de percibir. O podemos empezar con Portugal. De inmediato vemos la conexión con Galicia y de allí pasamos al resto de España y de ésta al Mediodía francés, el cual nos lleva a Italia del norte desde la cual pasamos a Eslovenia y de ahí a Serbia y Rumanía, pero la vinculación entre un portugués y un rumano ya no es nada clara. Y el punto es: todos ellos son europeos. Son como los eslabones de una cadena: unos se vinculan con otros, pero entre muchos de ellos no hay ninguna vinculación obvia. Un polaco es un europeo, pero es muy diferente a un griego y éste de un danés. Sin embargo, usamos uno y el mismo concepto, a saber, “europeo”, para referirnos a todos y a cualesquiera de ellos.
Siendo así Europa, es comprensible que su historia sea una historia de conquistas, expansiones, revanchas, guerras, etc., a través de la cual los pueblos se fueron poco a poco y después de inmensos sacrificios acomodando en el continente y encontrando más o menos “su” territorio (eso no pasa con todas las etnias europeas, porque hasta donde yo sé los gitanos, por ejemplo, no tienen su propio país). Pero eso no quiere decir que la situación actual sea perfecta y refleje y recoja los intereses genuinos de todos los pueblos involucrados. No hay más que preguntarle a los escoceses, galeses, bretones, corsos o vascos, por mencionar sólo a los más prominentes de todos, si están satisfechos y si se sienten realizados formando parte del Reino Unido, de Francia o de España. Y, obviamente, Cataluña pertenece al club de los descontentos con el reparto actual de identidades políticas: los catalanes están convencidos de que no por estar ubicados en la península ibérica tienen entonces que pertenecer a España. Hay que ver entonces si los argumentos que los catalanes ofrecen son no sólo dignos de ser ponderados sino si son válidos y habría que actuar en consecuencia. Esto nos lleva al núcleo del problema.
Históricamente y dejando de lado multitud de detalles, podemos empezar a hablar de España tal como nosotros empleamos el vocablo a partir de la fusión de dos reinos, esto es, el de Isabel I de Castilla y el de Fernando II de Aragón. Es con los Reyes Católicos que, propiamente hablando, nace España. Ahora bien, para cuando esta España originaria nació Cataluña ya existía y no era parte del nuevo reino. Es cierto que Cataluña había quedado ligada a Aragón desde el siglo XII, pero eso no pasó de ser una vinculación meramente formal, puesto que siguió manteniendo sus leyes, su lenguaje, sus costumbres, etc. La anexión de Cataluña se produjo mucho después. Sin embargo, de una u otra manera a lo largo de los siglos los catalanes dieron la batalla y lograron mantener su autonomía. Y, como siempre pasa, mientras los negocios marchan viento en popa (como con la conquista de América) y en general la vida florece, inclusive divisiones esenciales tienden a borrarse y se deja de concederles importancia, pero cuando las situaciones cambian automáticamente esas realidades vuelven a manifestarse, puesto que nunca se extinguieron sino que simplemente estaban desaparecidas. Con el franquismo, la represión y la castellanización de Cataluña llegaron a su cúspide y ni así se logró su asimilación. La anexión de Cataluña a la España franquista y post-franquista nunca fue, vale la pena señalarlo, como la anexión de Austria por Alemania: con todo y sus diferencias, estos dos últimos son un mismo pueblo, tienen el mismo lenguaje y han sido partes uno del otro a lo largo de cientos de años. Ese simplemente no es el caso de Cataluña y Castilla. Por si fuera poco, Cataluña se convirtió en la provincia realmente rica de España y su dinero sirve para sostener al país. Casi el 20 % del PIB español proviene de Cataluña, la cual en recompensa recibe más o menos la mitad. Hasta donde logro ver, hay razones para estar inconforme. Ahora bien, los hechos mencionados conforman un cierto trasfondo comprensible hasta para un tarado, pero los anti-independentistas centralistas recurren una y otra vez a un argumento que hay que discutir. De acuerdo con ellos, el referéndum que planea el gobierno autónomo de Cataluña no se puede realizar, “porque es anti-constitucional”. Intentemos calibrar este argumento.
El conflicto se da entre, por una parte, una constitución que sólo reconoce como entidad política total al país, tal como éste está constituido y, por la otra, un pueblo y su gobierno que quieren hacer valer su derecho de expresión libre y de autonomía, tal como está reconocida por esa misma constitución. Vale la pena señalar también que pretender bloquear, detener o anular un referéndum masivamente solicitado equivale pura y llanamente a ponerle un bozal a la población. Al hacer esto, la constitución en cuestión automáticamente se vuelve inconsistente: incorpora derechos cuyas aplicaciones prohíbe. Es exactamente como si un padre le dijera a su hijo: “Si estudias te llevo al cine”, pero luego el niño estudia y el padre no lo lleva al cine. Aquí es donde aflora la hipocresía de los “pro-democracia” a la que aludí al inicio: el referéndum es anti-democrático, exclaman, cuando lo realmente anti-democrático es impedir que un pueblo exprese libremente su posición y sus más legítimas aspiraciones. Ahora resulta que lo realmente democrático es suprimir la libre expresión de ideas, tener un proyecto político propio y todo en aras de una constitución que avala una situación de sojuzgamiento que el pueblo en cuestión ya no tolera. Esa es precisamente la posición de Mariano Rajoy, el jerarca madrileño quien, no estará de más recordarlo, logró formar un gobierno después de dos intentos fallidos, lo cual da una idea de su popularidad, y que ahora está abocado a reprimir una vez más a la comunidad autónoma de Cataluña. Dado que en el fondo no tiene argumentos válidos para cancelar el referéndum programado para el 1º de octubre, su política no puede ser otra que la de la represión del pueblo catalán. En otras palabras, lo que el gran defensor de la democracia, Mariano Rajoy, hace es simplemente usar los instrumentos de los que dispone para callar a un pueblo que a gritos pide que se le permita expresarse sobre su identidad política y sobre el status de su gobierno. Es así como proceden, en España y en muchos otros lugares, los auto-proclamados defensores de la democracia.
Desde mi perspectiva, no sólo el “argumento de la legalidad” es claramente inválido, sino que pone de relieve la incapacidad política del gran “defensor de la democracia” (dan ganas de decir, “de la democracia madrileña” o también “de la democracia castellana”) que es el Sr. Rajoy para negociar y manejar políticamente una situación conflictiva que obviamente ya se le fue de las manos y que él ya no controla. Con la típica actitud de intolerancia que sistemáticamente adoptan los auto-proclamados “defensores de la democracia”, Rajoy (apoyado por lo que es la suprema corte española, el Tribunal Constitucional) ha iniciado su labor de presión sobre el gobierno autónomo de Cataluña restringiendo partidas (muchos miles de millones de euros) para evitar la organización de casillas, la papelería, la propaganda política usual (spots de radio, televisión, etc.), etc., que se requieren para un referéndum y, obviamente, la participación ciudadana. Pero es evidente que frente a una sociedad de un nivel cultural muy alto, tremendamente politizada (por lo menos a este respecto), con muchos mecanismos a la mano para sortear los escollos que el gobierno central pueda irle poniendo, lo único que el gobierno de Rajoy va a lograr será exacerbar los ánimos y radicalizar la posición independentista de la gran mayoría de los catalanes (muy probablemente no de todos). Lo que está claro en todo caso es que si las presiones económicas fallan, lógicamente el paso siguiente es la represión militar. Aquí hay que preguntarse: a la larga ¿qué prevalecerá: una decidida voluntad popular o una feroz intervención militar? Confieso en voz alta y por escrito mi propio punto de vista: Señor Rajoy: tiene usted perdida la partida!
Lo que llamé el ‘argumento de la constitución’ es claramente falaz y ello no es tan difícil de hacer ver. Para empezar, recordemos (como la idea me gusta la repito cada vez que se me presenta la oportunidad) que las constituciones son productos humanos. No es Dios, el ser perfecto, quien las elabora. Por lo tanto, son susceptibles tanto de ser justas como de ser injustas. Sólo un necio que no entiende nada podría empecinarse y considerar que sí hay constituciones que podrían resultar absolutamente inmodificables. ¿Cuál es entonces la situación? En condiciones de relativa estabilidad, de crecimiento sostenido, de ausencia de crisis humana y de valores, etc., etc., las constituciones efectivamente son los marcos dentro de los cuales fluye la vida social. Ellas la regulan. Pero es igualmente obvio que se pueden generar situaciones en las que es el marco constitucional mismo lo que estaría puesto en entredicho y cuando eso llega a suceder lo más torpe que puede hacerse es apelar al marco cuestionado para contener el reto que significa el haber sido puesto en crisis. Eso es una evidente petición de principio y es precisamente la falacia en la que incurren los cegatones legalistas que saben derivar teoremas pero no cuestionar axiomas. Son francamente ridículos y políticamente muy dañinos. Sólo alguien muy obcecado no percibe que lo que podríamos llamar la ‘revuelta catalana’ es un proceso social que no lo para nadie y menos un político tan mediocre y tan falto de imaginación como Mariano Rajoy. Las negociaciones casi siempre son viables y cuando se está en una situación que uno en su fuero interno sabe que es tanto justa como imposible de detener, lo que hay que hacer es negociar, conceder, intercambiar una cosa por otra, etc., y no empeñarse en una batalla perdida de antemano. No es Rajoy quien le va a quitar al pueblo catalán lo que ya se volvió una obsesión nacionalista, un objetivo colectivo compartido y un gran deseo de conformar una entidad política con sus propios cuerpos diplomáticos, su presencia con voz y voto en múltiples foros y organismos internacionales, su aspiración a manejar su propio presupuesto, esto es, el que ese pueblo genera con su trabajo cotidiano, sus impuestos, etc. La política “a la Rajoy” lo único que logra es contraponer pueblos, violentar principios y perder importantes posiciones políticas. No cabe duda: esos auto-proclamados “defensores de la democracia” son de lo más contraproducente que pueda haber para la democracia misma.
Rajoy, dicho sea de paso, es un títere que sin poder resolver los problemas que tiene en casa pretende participar en otros tableros políticos internacionales, es decir, inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, como si tuviera autoridad política y moral para ello! Sólo así entendemos sus comentarios, porque no son otra cosa, sobre el proceso que tiene lugar en Venezuela, un proceso genuinamente democrático del que él no tiene ni idea y ciertamente no permitiría (si de él dependiera) que ocurriera en España, así como su acerba pero superficial crítica del gobierno boliviariano de Venezuela. El problema para él es que se fue a enfrentar con un auténtico hombre de estado, como lo es el presidente Nicolás Maduro. Éste, ni tardo ni perezoso, le hizo ver que no pasa de ser un parlanchín contradictorio, alguien que va en contra de la libre expresión de los venezolanos para precisamente elaborar una nueva constitución, una constitución que refleje y recoja los avances realizados en el proceso socialista y nacionalista del Estado bolivariano. La verdad es que vale la pena citar al presidente Maduro. Dice: “Para Mariano Rajoy sí es legal una consulta paralela al Estado; pero no es legal el referendo que quiere el pueblo de Cataluña para decidir su estatus ante el Estado español. ¿Sobre qué referencia sacas tú, Rajoy, que el intento del pueblo de Cataluña es ilegal?”. Más transparente ni el agua cristalina de un manantial. Nos queda claro ahora el mensaje del auto-proclamado defensor de la democracia, uno más de esos pseudo-demócratas con quienes la discusión se vuelve un intercambio inservible de etiquetas y slogans: que haya referenda en todas partes del mundo, menos en Cataluña, que se criminalice la oposición política en España pero no en los países en donde se viven procesos emancipatorios permanentemente afectados por la acción ilegal de grupúsculos casi terroristas; que se mantenga y se respete el descarado elitismo español y que se exporte a países que pretenden madurar políticamente. Ese es el mensaje de los auto-proclamados defensores de la democracia, sus verdaderos enemigos, los que usan el bello ideal de la democracia para afianzarse en sus lujos y privilegios y para frenar todo impulso socialmente renovador. Y uno de sus mejores prototipos es el mediocre presidente de España, Mariano Rajoy. Santé!