Soy de la opinión de que una de las tareas intelectuales más difíciles de realizar con éxito es la de establecer límites. Es difícil, por ejemplo, establecer límites respecto al significado de nuestras expresiones. Consideremos brevemente la palabra ‘perro’. ¿Hasta dónde llega su aplicación’. Supongamos que decimos que los perros son animales carnívoros que viven en casas de personas y acompañan a la gente. Bueno, alguien podría tener un su casa un coyote (que como sabemos es carnívoro) y que éste lo acompañara todo el tiempo. Tendríamos entonces que decir que ese coyote es un perro, lo cual obviamente no nos va a dejar satisfechos. O supongamos que alguien dice que una mesa es una plancha de madera sobre cuatro patas. De inmediato le mostramos artefactos de plástico, de acero, de tres patas, de una, de vidrio, etc., a los que también llamamos ‘mesas’. Entonces ¿hasta dónde llega el uso correcto de la palabra? Hay desde luego formas objetivas de indicar los límites de aplicación de las expresiones, pero si dificultades así se plantean con nociones tan simples como la de perro y mesa podemos de inmediato inferir que cuando lidiemos con entidades o fenómenos abstractos los problemas crecerán de manera exponencial. Eso es justamente lo que creo que pasa con nociones como la de “libertad de expresión”. ¿Hasta dónde tiene sentido hablar de “libertad de expresión” y a partir de dónde deberíamos hablar más bien de mal uso o de abuso de la libertad de expresión? Por otra parte, ¿qué o quién fija los límites de dicha libertad?¿Se pueden acaso establecer dichos límites sin caer en autoritarismos inaceptables? El tema es importante, por diversas razones. La libertad de expresión se conecta directamente, por una parte, con la libertad de acción, de la cual es una modalidad (hacemos lo que decimos), y por la otra con la libertad de pensamiento, que es como su presuposición más básica (decimos lo que pensamos). El tema que nos concierne, que es sumamente elusivo, es, pues, de interés permanentemente, pero su importancia resalta y se impone cuando surgen problemas como el del semanario francés atacado la semana pasada en París. A mí me parece que para poder pronunciarse de manera mínimamente racional sobre el tema en cuestión hay que haberse forjado previamente alguna idea de qué clase de privilegio es dicha libertad y de hasta dónde se puede aplicar legítimamente la noción sin distorsionarla. El asunto, como dije es esquivo, entre otras razones porque mucho de lo que hay que decir es un asunto de grados. Lo que esto significa es que no deberían esperarse respuestas contundentes, tajantes y definitivas, puesto que si lo que digo es acertado entonces es lógicamente imposible formular respuestas de nitidez matemática.
El tema del derecho a la libre expresión es un tema tan eterno como el Hombre, pero a nivel masivo es un tema más bien reciente. Lo primero es fácil de hacer ver: a Sócrates, hace unos dos mil cuatrocientos años, no lo mataron porque estuviera organizando conspiraciones o preparando golpes de estado, sino pura y llanamente por decir lo que pensaba, sólo que lo que pensaba le resultaba incómodo a ciertas élites y a diversos personajes y entonces (para expresarme en terminología que todo mundo conoce y entiende) le “armaron un operativo”, lo llevaron ante los jueces y lo condenaron a la ingestión de cicuta, esto es, a muerte. Pero el problema general de la libertad de expresión, no reducible al caso particular de un individuo genial y excepcionalmente honesto, es diferente. Se trata de un tema típico de la época de la cultura del flujo de información. Prima facie, no parece congruente por una parte desarrollar toda la tecnología de la información de la que ahora se goza y que presupone investigación, inversiones, contratos, mercados, etc., y por la otra pretender imponer límites a los beneficios que dicha industria genera. De manera natural, el horizonte de la libertad de expresión tiene hoy que ser mucho mayor que el de cualquier otra época del pasado y por ‘libertad de expresión’ en la actualidad debe entenderse el derecho no sólo a decir en voz alta sino a difundir literalmente lo que le venga a uno en gana. No obstante, también es conceptualmente incoherente pensar que entonces ese derecho no está o no debe estar sometido a restricciones de ninguna índole. El problema consiste más bien en proporcionar los criterios y los mecanismos para el establecimiento de límites racionalmente aceptables en relación con un derecho que hoy por hoy la cultura mundial le concede al individuo. El problema es: ¿dónde están esos criterios?¿Quién los formula?¿En qué se fundan?
Yo quisiera empezar por sugerir que pasa con la noción de derecho a la información y a la libre expresión algo parecido a lo que pasa con la noción de derecho humano. Son conceptos, por así decirlo, “negativos”. Sirven ante todo para indicar límites. La importancia del concepto de derecho humano no es que permita apuntara una serie de derechos positivos especiales que serían los derechos humanos. No hay tal cosa. “Derecho humano” sirve para indicar que los derechos positivos de los ciudadanos, los derechos reconocidos en constituciones y leyes, fueron violados por las autoridades encargadas de hacerlos valer. Así, si un ladrón le roba a una persona comete un delito, pero si a la persona le roba la Secretaría de Hacienda, entonces se violan sus derechos humanos. Si un doctor particular no quiere prestar un servicio, en última instancia está en su derecho (aunque en principio también su acción podría resultar criminal), pero si un doctor del ISSSTE le niega el servicio a un paciente que tiene derecho a él, entonces lo que hace es violar su derecho humano de derecho a los servicios de salud. Lo que es importante, por lo tanto, en relación con los derechos humanos no es una potencial lista de derechos, lista que es inexistente, sino el concepto de “violación de derechos humanos”. En el caso de la libertad de expresión pasa algo similar: lo que es importante son las restricciones ilegítimas a la libertad de expresión o las que se deberían imponer para que dicho derecho no sea mal empleado. Tenemos entonces dos interrogantes. Primero: ¿cómo se restringe de hecho la libertad de expresión? y, segundo, ¿qué clase de restricciones habría que imponer para evitar que, como a menudo sucede, se hace un ejercicio indebido de él?
Obviamente, en la sociedad en la que vivimos (capitalista, tecnológica, etc.), la forma más usual (y muy efectiva, dicho sea de paso) de limitar el derecho a la libertad de expresión es restringiendo el acceso a los medios de comunicación. Aquí empiezan a verse las asimetrías y las desigualdades que prevalecen en relación con este derecho. Por ejemplo, si un palestino se inmola en prácticamente todos los periódicos del mundo occidental se pondrá el grito en el cielo y en forma estridente se hablará de terrorismo, pero si se bombardean poblaciones inermes en Gaza entonces o no se da la noticia o se menciona un dato como cuando se da el precio de un producto. O sea, considerada en abstracto ciertamente hay algo así como ‘libertad de expresión’, pero en concreto es falso que todos podamos ejercerlo sistemáticamente. Peor aún: eso puede suceder inclusive si uno pretende justificadamente defenderse. El problema contemporáneo con la libertad de expresión, por lo tanto, tiene que ver en primer término con la posesión o el control de los canales de información. Antes eran los gobiernos los que los controlaban, pero poco a poco fueron cediendo sus derechos a particulares. El núcleo del problema está por consiguiente en cómo regular el manejo de la información por parte de particulares (compañías de televisión, periódicos, estaciones de radio, etc.). En este caso se entrevé una salida: se tiene que establecer una lista de principios por medio de los cuales se regule legalmente la función social de difusión de la información. Obviamente, le corresponde al estado fijar establecer dicho marco jurídico.
Hay, sin embargo, otra forma, mucho más insidiosa y no necesariamente legítima (aunque sí legal), de limitar o pretender limitar el derecho de expresión, la libertad de palabra. Esta tiene que ver con un fenómeno muy complejo que es el de la manipulación de la información. Que no se nos diga que estamos viendo conspiraciones donde no las hay, porque desafortunadamente el fenómeno de la manipulación de la información está a la orden del día y todo mundo lo padece. Manipular la información es importante para manejar la opinión pública y esto a su vez es crucial para controlar a las poblaciones. Hay multitud de técnicas para ello: no proporcionar todos los datos relevantes, ser deliberadamente inexactos, repetir un dato falso cientos de veces, dar la información entremezclada con evaluaciones subjetivas o de grupo, confundir a los receptores por medio de juegos de palabras, imágenes, modelos y así indefinidamente. La desorientación informativa es característica del México de nuestros días y a ello en gran medida se le debe que nuestro país sea uno de los peor informados de América Latina. El mexicano medio no sabe ni quién era Chávez ni qué son las FARC ni qué sucede en el Medio Oriente ni … La ignorancia del mexicano, evidentemente, no es innata ni genética: se debe simplemente a que no se le da la información que en principio tiene derecho a recibir. Esto pone de relieve otro dato importante: el derecho a la libertad de expresión trae aparejado el derecho a la recepción de la información. Si no se ejerce uno probablemente tampoco se ejercerá el otro.
El punto crucial en relación con el derecho a la información y a la libertad de palabra es que, de facto, por el efecto de fuerzas sociales operantes, invisibles o no, hay cosas que no se pueden decir, hay verdades que no se pueden publicar. Aquí sí tocamos los límites del derecho a la información y del derecho a la libre expresión. No importa si lo que se quiere decir es verdad, si urge que la gente esté enterada de ello, si es injusto que no lo esté, etc.: hay verdades que no se pueden decir. Aquí es donde se traba la lucha decisiva: ¿qué hacer cuando los límites a la libertad de expresión los fijan intereses particulares, de personas o grupos humanos relativamente fáciles de identificar pero que, por las razones que sean, de hecho son intocables?¿Qué hacer en esos casos? Aquí se conjugan todos los obstáculos: se restringen los canales de difusión de ideas, se ponen en marcha los mecanismos culturales para frenarlas y se recurre a la fuerza, en todas sus modalidades, para impedir que efectivamente se den a conocer? El mundo occidental se jacta de ser el mundo de la libertad de expresión, pero podríamos sin problemas hacer una lista de temas que de inmediato reconoceríamos como tabúes. Conclusión: sí hay libertad de expresión para lo estrictamente personal, lo banal, lo intrascendente, etc. Poco a poco se transita hacia temas en relación con los cuales hay que pelear para poder expresarse libremente y, finalmente, hay temas prohibidos y que acarrean sanciones si alguien se atreve a tocarlos. Dejo al amable lector la no muy difícil tarea de elaborar una lista así.
Abordemos el asunto desde esta otra perspectiva: ¿qué es hacer mal uso del derecho a la libertad de expresión? Es esta una pregunta inmensamente compleja y para la cual muy probablemente sea imposible encontrar una respuesta satisfactoria. Una razón de ello salta a la vista: al usar la palabra ‘mal’ nos introducimos en el mundo de las valoraciones, las evaluaciones, las jerarquizaciones, etc., y al hacerlo abandonamos el terreno de la objetividad y el conocimiento. Me parece a mí que ‘mal uso’ sirve para indicar que se emplea una técnica, se pone a funcionar una industria, se utiliza una empresa de la información de tal manera que sus actividades en principio entran en conflicto o chocan teóricamente con los valores encarnados en las leyes vigentes. Así, si un periódico se burla del modo de vestir de la gente de, digamos, Pakistán, ese periódico estará teóricamente violentando valores de toda sociedad en la que se supone que se respeta el modo como a la gente le gusta vestirse, por estrafalario que éste sea. Si se hacen caricaturas ofensivas de gente lisiada se está generando un corto-circuito con los valores de la sociedad la cual, a través de sus leyes y códigos, nos enseña a respetar a los demás y prohíbe que se humille o se convierta en objeto de escarnio a una persona y más aún si ello es por alguna deficiencia física. A fortiori, en las sociedades occidentales es claro que si un periódico se burla de una religión, sea la que sea, estará teóricamente entrando en conflicto con los valores de su propia sociedad, pues en general en las leyes de estas sociedades se condena la mofa de algo tan serio como los contenidos de una doctrina religiosa particular. Así entendidas las cosas, podemos preguntarnos: el ahora mundialmente conocido semanario francés “Charlie”: ¿estaba rebasando los límites del derecho de la libertad de expresión? Yo creo que esa pregunta se responde por sí sola, de manera que me la ahorro. Pero esto me lleva al punto crucial: ¿qué hacer con el famoso derecho de libertad de expresión cuando éste se ejerce para burlarse de un grupo humano, una religión, una persona, cuando se sabe que no va a haber castigo, multa, penalización alguna por ello y cuando la posibilidad de responder en forma equivalente de hecho está clausurada?¿Qué se supone que tienen que hacer los afectados? No quiero retomar el caso del semanario parisino porque, a pesar de la desinformación sistemática a la que se ha sometido a la población mundial, a estas alturas ya quedó claro que todo lo que allá pasó estuvo planeado y orquestado desde otras latitudes, con objetivos políticos muy concretos y que es realmente un cuento de hadas la historieta de que los jovenzuelos cazados por la policía francesa hayan sido realmente los autores del atentado. La pregunta es: ¿qué se puede y qué se debe hacer cuando se es víctima del mal uso del derecho a la libertad de expresión?
El tema tiene mil aristas y es de una gran complejidad y, por lo tanto, no es en unas cuantas líneas como estas que se puede ofrecer una respuesta satisfactoria a semejante inquietud. Sin embargo, me parece que tener conciencia de que se puede hacer mal uso del derecho a la libertad de expresión es algo positivo por cuanto genera en nosotros nuevas obligaciones. En efecto, así como están las cosas en la actualidad, en la que ciertos grupos manipulan la información en función de sus intereses y que no hay nada que hacer al respecto (no podemos ni siquiera soñar en la estatización de todos los medios de comunicación del mundo), lo que el individuo tiene que hacer es aprender a defenderse del mal uso de la libertad de expresión al que está permanentemente expuesto. Pero eso ¿cómo se logra? Por lo pronto, tenemos dos nuevas obligaciones tan pronto nos hundimos en el mundo de la información (noticias, editoriales, etc.). La primera es que, en esta época de caudales de información accesible en todo momento, las personas tienen que aprender a aprovechar la información disponible, la que está ya al alcance de su mano; en la red, en periódicos de otros países, etc.; y, en segundo lugar, la gente tiene que enseñarse a sí misma a leer o a escuchar críticamente la “información” que recibe, de manera que la distorsión informática pueda rectificarse, aunque sea en alguna medida. Eso es lo que, si no me equivoco, en México de manera instintiva se hace o se tiende a hacer. Por ejemplo, se nos dice que un individuo solo mató a Colosio: ¿cómo reaccionamos los mexicanos? De entrada no lo creemos, creemos más bien lo contrario y entonces buscamos la información genuina en la red, en libros, en hemerotecas, etc. Como dicen, no hay mal que por bien no venga!
NECESITAMOS MAS LIBRES PENSADORES DE ESTA CALIDAD. GRACIAS POR UBICARNOS Y PERMITIR ATERRIZAR NUESTRAS
INQUIETUDES