Yo creo que podemos afirmar con seguridad dogmática que no hay persona (por cercana o querida que sea y, naturalmente, caigo yo también bajo el alcance de mi aseveración) ni hay institución (por venerable o respetable que sea) con las cuales podamos estar total y permanentemente satisfechos. Nuestros mejores amigos, quienes en algún momento fueron nuestras prometidas, vecinos agradables, todos son susceptibles de hacernos pasar de un entusiasmo embriagante a la más completa y desgarradora de las desilusiones. Lo mismo nos sucede con las instituciones, por magníficas que sean. Hasta en la más excelsa de las universidades se incrustan mediocres, arribistas y farsantes, quienes a final de cuentas no sirven más que para quitarle lustre a la institución de que se trate. Confieso que, tratando siempre de ser un crítico objetivo, a mí la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en ocasiones me ha decepcionado profundamente. Por ejemplo, hace muchos años tuve que iniciar una acción legal, asunto del cual di cuenta en su momento en mi página de internet (si a alguien le interesa el asunto puede enterarse de mi versión del caso, la cual está plasmada en los artículos “Justicia I” y “Justicia II”, Volumen 2000, Puntos de Vista, Perspectivas y Opiniones de mi página web). Cuando (sigo pensando) teniendo yo toda la razón de mi lado, frente a una sentencia infame en segunda instancia solicité un amparo la SCJN me lo negó, dejándome en relación con el asunto en cuestión enteramente desprotegido. Podrá decirse que este era un caso personal y que es porque no me fue favorable una cierta determinación judicial que estoy “decepcionado”, por lo que una opinión así realmente no tiene mayor valor. Yo creo que me sería factible rebatir exitosamente un pronunciamiento como ese tan pronto pasáramos a los detalles, pero la verdad es que no me interesa debatir una vez más ese caso particular. Más bien, quisiera señalar que la SCJN también me ha hecho sentir mal en otras ocasiones pero en relación con temas que no son en lo absoluto personales. Por ejemplo, un caso aberrante de decisión con tintes meramente propagandísticos fue el visto bueno que la SCJN le dio a los matrimonios homosexuales y a la posibilidad de que éstos adopten niños. Me parece una decisión aberrante. ¿En qué se funda mi descontento en este caso?¿Por qué la decisión de la SCJN me parece injustificada? Dejando de lado multitud de argumentos precisos (tema más bien de otro artículo) concernientes a consideraciones puntuales propias del caso, por lo que yo creo que el juicio de la SCJN es equivocado es porque ésta se erige en un tribunal que presta oídos sordos a lo que la gente en este país quiere. Desde luego que con esa decisión los miembros de la SCJN dejaron contentos a quienes más alharaca hacen, esto es, a quienes controlan los aparatos públicos de difusión de ideas (radio, prensa, televisión, básica pero no únicamente), aparatos a los que sólo en muy raras ocasiones tienen acceso los opositores de esa política. No es mi propósito debatir aquí y ahora si la decisión de la SCJN es en este caso correcta o incorrecta. Lo que sí sé es que es radicalmente contraria a lo que siente, quiere y piensa el pueblo mexicano. Tenemos así un caso típico de conflicto entre la voluntad popular y una institución que emana de ella pero que opera independientemente de ella y en ocasiones, como en este caso, en contra de ella! Si recordamos, aunque sea vagamente, lo que sostenía Juan Jacobo Rousseau sobre el “contrato social”, entenderemos ipso facto por qué la SCJN puede decepcionar no a una, sino a millones de personas.
Ahora bien, así como podemos ser objetivamente críticos de la SCJN también hay que aplaudirle cuando toma decisiones que a las claras son socialmente sanas. Y eso precisamente fue lo que sucedió la semana pasada cuando, de manera hasta un tanto sorpresiva, los miembros de la Suprema Corte determinaron conferirle a la pornografía el status delincuencial que realmente tiene. A partir de ese momento la pornografía está prohibida en México y quien tome parte en esa práctica social puede recibir una sanción de hasta 15 años de cárcel. A nosotros, por todo el daño humano asociado con la pornografía, nos puede parecer poco, pero no está mal. En todo caso, no podemos más que vitorear con alegría la decisión, gritar a todo pulmón que fue una decisión correcta. Pero ¿no será que nos estamos precipitando? Necesitamos hacer un esfuerzo y reflexionar para siquiera tener claro para nosotros mismos por qué, sin caer en la mojigatería, respaldamos la decisión de la SCJN.
Básicamente, me parece que el tema (muy complejo) de la pornografía puede ser examinado desde dos perspectivas distintas, de hecho vinculadas entre sí pero de todos modos lógicamente independientes una de la otra. Uno es el estudio abstracto de la naturaleza de la pornografía, esto es, de su rol en tanto que práctica social, de los resortes de acción humana a los que apela, de los requerimientos humanos con los que juega, de las necesidades que manipula y de las debilidades de las que se aprovecha; y otra es el estudio empírico de la pornografía, esto es, su examen desde el punto de vista de sus consecuencias y de sus implicaciones prácticas. En relación con lo primero habría que admitir de entrada y explícitamente que no sería nada fácil elaborar argumentos contundentes y definitivos en contra de la pornografía, de manera que para evitar hundirnos en enredos tan interminables como redundantes opino que lo sensato será efectuar un veloz análisis de la cuestión meramente factual de los efectos reales y de los vicios palpables con los que la pornografía está obviamente vinculada. Propongo entonces iniciar un examen, inevitablemente un tanto superficial por razones más bien obvias, de la faceta “práctica” de la pornografía a través de un parangón con otra práctica socialmente aceptada, de fácil comprensión para cualquier lector y a partir de esa comparación tratar de echar luz sobre el escabroso tema que aquí nos ocupa.
Consideremos entonces el caso de las salchichas. ¿Qué son las salchichas? Todo mundo sabe que se trata de productos comestibles hechos, no siempre pero sí en muchísimos casos, con el detritus de partes de animales a los que los carniceros les quitaron todo lo que resulta socialmente comible. Una salchicha es entonces un embutido resultado de una mezcolanza procesada de restos de vísceras, ojos y toda clase de tejidos que nadie en condiciones normales pensaría en llevarse a la boca. Naturalmente, siendo un producto comercial las salchichas están “debidamente” preparados para el consumo humano incorporando para ello todos los ingredientes químicos necesarios de modo que tengan una consistencia apropiada, un sabor aceptable, etc. O sea, una salchicha es una mercancía que refleja a la perfección dos características de nuestro sistema de vida: por una parte, está uno de los preceptos fundamentales del sistema capitalista, a saber, todo es objeto de compra y venta, todo se comercializa, hasta las partes menos apetecibles de los animales (en este caso, cerdo, res y pavo); y, por otra parte, está el hecho de que el planeta contiene a millones de seres humanos a los que hay que darles de comer y ciertamente no todos tienen acceso a las clases de exquisiteces de las que las salchichas están excluidas. Nos guste o no, una salchicha ciertamente no es comparable a un lomo de res Kobe pero, podría argumentarse en su defensa, de todos modos es comida, contiene proteínas y es en principio nutritiva. Así, pues, para millones de personas en un estado de búsqueda cotidiana de comida la salchicha es una solución. Dejando de lado las salchichas de alta calidad (que también las hay), todos sabemos que las salchichas baratas son casi una porquería, por lo que si alguien alguna vez vio cómo se procesaban no vuelve a poner en su boca una cosa así nunca más. Así vistas las cosas, podríamos decir que la salchicha es una cosa esencialmente contradictoria: es un producto que en condiciones normales a una inmensa mayoría de personas le daría asco deglutir pero que, curiosamente, en condiciones de necesidades permanentemente insatisfechas puede significar hasta la salvación de millones de personas. Por el momento, lo único que hay que tener presente es la conexión con la pornografía.
Desarrollemos entonces un poquito más nuestro ejemplo. Imaginemos ahora la siguiente situación: a esa porquería de la que no quisiéramos ni saber que existe de pronto le ponemos mostaza, salsa catsup, mayonesa, la acompañamos con unos sabrosos pepinillos y la envolvemos con un pan caliente preparado precisamente para comérnosla. Lo que obtenemos es un estupendo platillo, de hecho una aportación de la cocina norteamericana al arte culinario mundial, conocido como ‘hot dog’. Y echando a volar la imaginación, veámonos ahora sentados en un parque de beisbol, con medio litro de veneno (i.e., de coca-cola) en una mano y entonces esa cosa de la que en otras condiciones no querríamos saber nada además de que nos va a alegrar el partido de beisbol nos va también a resultar exquisita! La situación es, una vez más, paradójica: la persona sabe cómo se elabora una salchicha, si presenciara cómo se hace pudiera ser que hasta se vomitara, pero en las condiciones apropiadas esa porquería puede ser si no lo único sí lo mejor que se podría consumir. A mí me parece que este ejemplo algo nos enseña sobre la pornografía. El problema es explicar las similitudes.
Yo creo que en efecto la salchicha del ejemplo es un caso parecido al de la pornografía, pero como era de esperarse los casos no coinciden totalmente. Hay paralelismos entre ellos, pero nada más. Podríamos decir que, si se topa con productos pornográficos, la gente sana y satisfecha sexualmente simplemente los hace a un lado. La pornografía sencillamente no le sirve. Y, por otra parte, en épocas de abstinencia sexual forzada la pornografía es como la salchicha para el muerto de hambre, a saber, algo así como un manjar. Pero si no podemos prohibir las salchichas ¿por qué si podemos hacerlo con la pornografía? La respuesta tiene que ver con las peculiaridades de esta última, algunas de las cuales pasaremos a considerar.
La verdad es que no es muy difícil imaginar condiciones un tanto especiales en las que la pornografía podría desempeñar un papel relativamente positivo. Por ejemplo en una sociedad extremadamente mojigata e hipócrita, en una sociedad de corte victoriano, un poco de pornografía podría ser útil socialmente para desprejuiciar un poquito a la sociedad y evitar así aunque fuera la proliferación de los casos de histeria. Este punto, sin embargo, resulta particularmente útil para el debate en torno a la pornografía en México, porque precisamente a estas alturas de su desarrollo nuestro país ya no está en una etapa en la que la pornografía pudiera desempeñar ese rol supuestamente positivo. Desde ese punto de vista en México la pornografía es redundante y por consiguiente no cumple ni en principio con el rol potencialmente positivo que se supone que podría desempeñar. El ciudadano medio (más aún: los púberes y hasta los niños) está bombardeado desde que nace con toda clase de imágenes “permisibles” de hombres y mujeres sin o con poca ropa, en las más diversas situaciones, etc., de manera que a los 15 años los muchachos de nuestros tiempos no necesitan ya productos pornográficos ni para abrir los ojos ante la realidad del sexo ni para instruirse. Ellos ya saben todo eso y más! Por lo tanto, en ese sentido la pornografía no cumple la función supuestamente benéfica a la que pudiéramos apelar para justificarla como solución para alguno que otro problema social. De ahí que pueda afirmarse que, en el contexto nacional, ciertamente la pornografía no surte los efectos positivos que se le podrían adscribir y es por ende dispensable. Pero ¿son entonces sus efectos forzosamente negativos? Formalmente, lo segundo ciertamente no se sigue de lo primero. Por lo tanto, la argumentación en contra de la pornografía tiene que ser a la vez independiente del hecho de que no es útil y factualmente convincente. Sólo así se le puede desterrar, puesto que es obvio que no se le puede condenar sólo porque no es útil.
Si mi comparación con la salchicha sirve de algo, lo primero que podemos decir es que así como la salchicha es comida chatarra, la pornografía es sexo chatarra. ¿Qué quiero decir con esto? Primero que, estrictamente hablando, es un modo de inducir a una práctica sexual, pero ella mismo no es práctica de nada. En ese sentido es sexo aparente y en ese sentido es una estafa, como cualquier bolsa de papas. Así como el que compra comida chatarra paga por algo que no es nutritivo, así también el consumidor que paga por una revista o una película pornográfica busca sexo pero paga por algo que no es estrictamente hablando lo que él quisiera. Sin embargo, al revés de lo que pasa con la comida chatarra que sirve para quitar el hambre aunque en realidad no nutre, el sexo chatarra no baja la tensión sexual sino que la incrementa dejando al consumidor con su líbido insatisfecha. Y es precisamente por eso que la pornografía se vuelve peligrosa: deja a lo que podríamos llamar un ‘muerto de hambre sexual’ con más hambre todavía, listo para otra clase de correrías. Por eso no se puede rechazar la acusación de que de hecho la pornografía está internamente conectada con la prostitución. Obviamente, habrá personas (como países) para los que la prostitución es una actividad perfectamente legítima, un oficio más (no menciono países así porque no quiero avergonzar a nadie). Nosotros, evidentemente, no concordamos con semejante punto de vista, pero no nos desviaremos hacia dicho tema. Basta con reconocer que es un hecho que hay un vínculo muy fuerte entre pornografía y prostitución y, por transitividad, dadas las conexiones de la prostitución con el tráfico de personas (básicamente de mujeres y niños) y por ende con la delincuencia organizada, entre pornografía y crimen. Ya esto por sí solo da lugar a un argumento sólido para declararla ilegal. La verdad es que los miembros de la SCJN en esta ocasión se lucieron!
Como en o con todo, hasta en la pornografía hay, por así decirlo, niveles. Quizá en algún sentido muy especial pudiera haber productos pornográficos más o menos “finos” y hasta podríamos imaginar, con un poquito de buena voluntad, que revistas o películas pornográficas podrían fungir como textos gráficos de iniciación a ciertas prácticas sexuales, pero habría entonces que contrastar esas excepciones con la infinidad de productos pornográficos que son sencillamente repugnantes, tanto física como moralmente. Por ejemplo, todos los productos de pornografía escatológica son simplemente asquerosos y ciertamente no tienen absolutamente nada de artístico o de atractivo. En ese sentido, en relación con el sexo la pornografía no es más exaltación del morbo, como lo sería para la gastronomía ver a alguien que se come vivo a pollo. A alguien completamente anormal le podría quizá despertar un cierto deseo el ver cómo alguien devora a un pollo vivo, pero nadie podría sostener seriamente que se trataría de una práctica edificante. Piénsese, por otra parte, en fotografías o videos de relaciones sexuales entre “humanos” y animales. También eso es una variante de pornografía, una modalidad que exhibe mejor que otras lo que es la animalización de la vida sexual humana. Y piénsese también en la inmensa cantidad de videos o fotos que circulan por todos lados de adultos teniendo relaciones sexuales con niños. Eso es no sólo inmoral, sino criminal. Por lo tanto, dado que la pornografía se acepta o se rechaza in toto, parecería que más allá de la ética y de la estética hay bases jurídicas claras para declararla contraria a la salud pública y, por lo tanto, ilegal.
Yo creo que es tan importante combatir el negocio infame de la pornografía como tratar de rastrear a los amos del negocio para exhibirlos ante la humanidad como lo que son: explotadores de personas, inductores profesionales al vicio y vulgares comerciantes de pasiones y debilidades humanas. Hasta donde se sabe y como por casualidad, ellos son siempre los mismos, ya se trate de México, de Argentina, de Ucrania, de Canadá, de Suecia o de los Estados Unidos. Es evidente que gracias a la pornografía sus dueños, promotores y orquestadores se han vuelto multimillonarios. La pornografía es un producto relativamente reciente, es decir, es un producto típicamente capitalista. Cabe preguntar: ¿qué clase de mente se tiene que tener para saber aprovechar sin escrúpulo alguno todos los mecanismos y resquicios del sistema y hacerse rico objetivizando a la mujer y animalizando al hombre? Tiene que tratarse de seres que, por las razones que sean, no están realmente ligados a quienes parecerían ser sus semejantes, es decir, a la humanidad en su conjunto, a quienes a final de cuentas no ven más que como animales y como consumidores. En realidad, la pornografía es tan dañina para el hombre como para la mujer normales porque, si bien en sentidos distintos, al entrar en esa forma de vida a ambos se les bestializa. La pornografía es una tentadora (porque juega con requerimientos y con deseos humanos) invitación al vicio y en esa medida una vía para hacer que, en ese contexto determinado que es el de la vida sexual, las personas alejen de sí mismas las posibilidades que en un principio tienen de alcanzar sus mejores formas de realización.
Gracias por el estupendo análisis.