De entre los muchos sucesos importantes de esta semana (los vaivenes de la espantosa guerra en Siria, la estéril y completamente gratuita – aunque costosa en términos humanos y potencialmente muy peligrosa – confrontación en Ucrania, el viaje del Papa a América, el irreflexivo respaldo de la Suprema Corte de la Nación a la adopción de infantes por parte de parejas de un mismo sexo, etc.), desde el punto de vista del amarillismo periodístico sin duda alguna se llevan las palmas, primero, el potencial acuerdo nuclear entre Irán y el grupo de los 5 + 1 (Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia, China y Alemania) y, segundo, el referéndum y en general la situación financiera y política de Grecia. En esta ocasión quisiera verter algunas reflexiones sobre este segundo tópico, pero quisiera rápidamente señalar algo en relación con el primero. Es, claro está, un asunto endiabladamente complejo, tanto técnica como políticamente, pero tal vez no sea inapropiado señalar que se le puede enfocar desde dos grandes perspectivas básicas: desde el punto de vista de quien quiere promover la paz en la región y, en verdad, en el mundo, y desde el punto de vista de los beligerantes y supremacistas que intentan a toda costa bloquear el acuerdo y destruir militarmente (o, mejor dicho, en todos sentidos) a Irán. Por ello, inclusive a unas horas de que se venza el nuevo plazo que los participantes en esas discusiones se dieron, no podríamos todavía sensatamente predecir el desenlace final de las negociaciones, las cuales ya se extendieron demasiado en el tiempo, si bien no tenía ello por qué haber sido así. Parte de lo que enturbia las negociaciones es el hecho de que la diplomacia norteamericana, tramposa como siempre, juega con dos cartas simultáneamente. Por un lado, la presidencia negocia un tratado pero por la otra el Senado se reserva el derecho de bloquear todo acuerdo. El Senado, como no estará de más recordar, está completamente dominado por el super-poderoso lobby judío y como por casualidad el principal opositor de dicho acuerdo es ni más ni menos que el primer ministro israelí, B. Netanyahu. Hay quienes están persuadidos de que, pace los potenciales costos de una confrontación militar con Irán, ésta vale la pena porque a final de cuentas Irán sería aplastado. De manera que es factible que se llegue a un arreglo y se firme un pacto y que a la semana el congreso norteamericano lo eche por tierra con nuevas sanciones en contra de Irán. Como triquiñuelas y procedimientos lúgubres son la especialidad norteamericana, esa opción está siempre abierta. Los partidarios de la paz deseamos obviamente que sí se logre firmar el tratado nuclear entre Irán, un país que nunca ha desarrollado una política expansionista y que no tiene armas atómicas (a diferencia Israel, que nunca da información acerca de su arsenal pero del que se sabe que se compone de entre 300 y 400 ojivas nucleares, así como de submarinos para lanzarlas desde prácticamente cualquier punto del planeta, y que siempre se ha rehusado a firmar los tratados de no proliferación de armas nucleares) y las grandes potencias de modo que, por ejemplo, se liberen los billones de dólares iraníes que por ventas de petróleo están congelados en bancos norteamericanos y de otros países desde hace ya varios años. De cuál sea finalmente el resultado nos enteraremos o cuando estén públicamente firmando los acuerdos o cuando estén abandonando definitivamente la sala de reuniones.
El otro asunto importante, en cierto sentido de menor envergadura, es el problema financiero y político griego, el cual dicho sea de paso nos concierne de diversos modos. Por lo pronto, el dólar subió en dos días lo que tarda un año en subir. La situación griega, sin embargo, nos afecta también de otros modos. Para entender esto quizá lo primero que debamos hacer sea unos cuantos recordatorios básicos. El problema de la deuda de Grecia no es un problema de pagos de capital prestado por bancos y gobiernos extranjeros. Es un problema de pagos de intereses de capitales prestados. O sea, Grecia está pidiendo dinero para pagar intereses, no para reducir su deuda propiamente hablando. A lo que se opuso el gobierno griego no fue a pagar, sino a las brutales medidas que los banqueros, siempre bien representados (para eso los tienen) por sus grandes “líderes”, querían imponer. Esto es algo que hay que entender, porque el caso griego es interesante no tanto porque sea único, sino más bien porque es paradigmático. La situación es simple: los países se endeudan a través de instituciones internacionales que sirven como canales para la infusión de capitales que se supone que se van a invertir en los países que contraten los créditos. Dado que los países requieren de inversiones estatales, se ven forzados a aceptar créditos maquiavélicamente estructurados de manera que nunca terminan de pagar sus deudas. Como atinadamente lo argumentó el comandante Fidel Castro hace unos 20 años en diversos artículos que publicó, la deuda externa de los países es matemáticamente impagable. Así, año tras año se pagan intereses, pero nunca se liquida el capital. Algunos países, gracias a auténticos líderes que casi como hongos surgen, como Cristina Fernández de Kirchner, renegocian sus deudas y sacan a sus países de trampas financieras letales. Claro que hay represalias, como lo hace patente el caso de Argentina, pero es una solución política sensata, nacionalista, sabia. Desafortunadamente, estadistas así son la excepción porque, como sabemos, en general, los dirigentes de los países son siempre muy osados frente a sus poblaciones (piénsese en el delincuencial Zedillo, por ejemplo, y en su tristemente famoso Fobaproa, del cual por cierto ya nadie habla), pero lastimosamente lacayunos frente a los banqueros. Lo que en todo caso hay que tener permanentemente presente es lo que exigen las instituciones financieras mundiales para prestar fondos y posteriormente más fondos para pagar los intereses de los fondos originales. La verdad es que siempre es lo mismo, a saber, obligan a los gobiernos a que bajen el nivel de vida de sus poblaciones, a que reduzcan drásticamente todos los programas sociales (a eso creo que se le llama ‘populismo’ y es terriblemente mal visto, sobre todo entre los licenciados en economía) y, la clave del mecanismo, la famosa privatización. Esto último es un procedimiento de atraco social absolutamente fantástico. ¿En qué consiste? No en que se comparta algo con el ciudadano común y corriente, con el hombre de la calle, el individuo que no es más que un número, una estadística. Pensar eso ya no es ni wishful thinking! Es mero delirio. No: la privatización consiste en que las grandes corporaciones, a su vez estrechamente vinculadas con los bancos, toman el control de las riquezas de las naciones. O sea, se fuerza a los países a que se deshagan de sus recursos, naturales u otros. Por ejemplo, de Grecia les interesan sus puertos (el Pireo), como en México se interesan por el petróleo y en Chile por el cobre. El objetivo de todas estas complejísimas maniobras financieras y políticas es que por medio de ellas los propietarios de la banca mundial (después de todo, tiene que haber algo así como dueños de bancos, llámeseles como se les llame, aunque se les presente por ejemplo como meros “accionistas”), los super-millonarios, los illuminati se quedan con la infraestructura económica del mundo. Para la población mundial el proyecto es simplemente que viva al día, que la gente tenga su casita, salga de paseo de vez en cuando, se apriete constantemente el cinturón para que recuerde cuál es su ubicación en el mundo, etc., etc.
Regresemos entonces al caso griego: ¿se alzó Grecia en contra del yugo de los banqueros? Yo diría que más bien gimió, al modo como lo hace una res que llevan al matadero y que de alguna manera intuye que la van a degollar. Ciertamente se trata de una protesta, si bien muy débil, pero lo interesante de la reacción griega es lo que pone de manifiesto. ¿Qué es lo que la situación y la conducta del gobierno griego muestran? Para empezar, se pone de relieve el estado de esclavitud al que están sometidos más de una centena de países y, por consiguiente, el estado de permanente (para no decir ‘eternamente’) sumisión de sus respectivas poblaciones. Yo propongo como una nueva clase de verdad, como una especie de tautología política, la siguiente: nunca terminaremos de pagar nuestras “deudas”. La deuda mexicana, por ejemplo, es más o menos de unos 350,000 millones de dólares y está calculado que como para el 2020 México deberá lo que Grecia debe hoy. Si alguien pensó que porque no se habla de la deuda en los periódicos, en la televisión, etc., como se tuvo que hacer en época de Salinas, es porque ya no tenemos ningún problema de deuda, ese alguien tiene que ser un iluso que raya en la demencia. A pesar de ello, como bien lo implica toda esa sarta de comentaristas sin vergüenza que no paran de criticar al gobierno griego por no pagar sus deudas, los banqueros no tienen de qué alarmarse: en México no habrá nunca un gobierno que opte por la moratoria. No tenemos hombres de estado capaces de preferir el bienestar del pueblo mexicano al bienestar de los banqueros del mundo, los cuales por si fuera poco ya nadan en dinero. Esto me lleva a otro punto.
La débil protesta griega fue factible, además de por lo pesado y brutal de las exigencias (sobre todo de Alemania y Francia), porque el pueblo griego apoyó a su gobierno. Eso se dice fácil, pero hay que preguntarse sobre las condiciones que se tienen que satisfacer para que un apoyo así pueda darse. Para empezar, la población tiene que estar políticamente consciente. Si no hay conciencia política no puede haber apoyo político. Además, el gobierno tiene que haber informado debidamente a su población; tiene que tratarse por lo tanto de un sistema de gobierno en el que los dirigentes realmente entran en contacto con la gente, le exponen los problemas tal como éstos se presentan, no los engañan o los mantienen informados a base de comunicados de prensa o de twitts. Con una población consciente, un gobierno puede tomar medidas de defensa, de higiene y protección social, de (como dirían los revolucionarios franceses) “salud pública”. Cuando eso no se da, un gobierno queda solo frente a la banca mundial y entonces está perdido, a menos de que se radicalice, como pasó con Cuba, con Venezuela y con algunos otros países, pero esa posibilidad requiere también de condiciones muy especiales (se requieren verdaderos líderes y esos tampoco abundan). Pero ahora, morbosamente y quizá sólo por el ejercicio del intelecto, preguntémonos: ¿podría algo así suceder en México en caso de que la deuda nos llegara hasta el cuello? Lógicamente, sí; factualmente, es improbable en grado sumo. ¿Por qué? Las razones, desgraciadamente, saltan a la vista: nosotros no vivimos en una genuina democracia. Aquí se nos ha querido hacer creer que la democracia consiste esencialmente en un costoso juego electoral, pero eso es una inmensa patraña, una soberbia desfiguración conceptual. La democracia tiene que ver ante todo con la interacción entre gobernantes y súbditos, con las orientaciones generales de las políticas que se implementan en los diversos sectores (educativo, productivo, cultural, fiscal, etc.), las cuales tendrían siempre que estar dirigidas para favorecer los intereses de las mayorías; la democracia tiene que ver con la preparación del pueblo para que se proteja mejor en la difícil competencia de la vida y un sistema en el que al pueblo se le embrutece y paraliza mentalmente no es un sistema democrático, por mucha maniobra electoral que haya. ¿Tenemos algo de todo eso en México? Sólo algún payaso mediático se atrevería a responder afirmativamente. Pero entonces ¿qué nos inspira la crisis griega? Por una parte, una gran envidia y, por la otra, una gran pena, porque nos hace entender desde antes que se den los acontecimientos que no tenemos quien nos defienda, que estamos a merced de la banca mundial, de las grandes corporaciones y de los estados que las protegen. México es un eslabón seguro en la cadena que sistemáticamente se construye para edificar la gran oligarquía internacional, la nueva nobleza mundial.
No obstante, los griegos nos dan también una lección de optimismo. Es cierto que, por una parte, dejan perfectamente en claro que su destino es realmente el de todos nuestros países, esto es, el de todos los países endeudados, y nos colocan frente a la horrible verdad de que, en las condiciones prevalecientes, los estados sólo pueden salir de aprietos si aceptan endeudarse más para pagar las deudas que ya contrajeron (y que, por múltiples razones, nunca rindieron los frutos que se esperaba que rindieran), para lo cual (ya lo sabemos) tienen que rebajar permanentemente el nivel de vida de sus pueblos. A pesar de ello, la crisis griega puso de manifiesto que es de todos modos posible negarse a seguir haciéndole el juego a las potencias, es decir, es posible ponerlas a ellas en crisis, es factible liberarse mediante la rebelión, como se liberaron los gladiadores con Espartaco o México con Juárez. Evidentemente, siempre serán indispensables sacrificios dolorosos, procesos traumáticos, situaciones de alta tensión, pero en principio es viable escapar de la trampa mortal en la que se ha hecho caer a los pueblos del planeta. El sistema capitalista salvaje en el que vivimos no lo hizo Dios. Es, por lo tanto, modificable. Hay para ello que ir tomando las medidas necesarias para cuando se produzca el enfrentamiento con los grandes parásitos que viven de los ahorros y esfuerzos de la gente, a lo largo y ancho del mundo. Y es muy importante que los políticos de ahora abran los ojos porque, si Grecia es un guía infalible para la lectura de la realidad político-económica, lo más seguro es que dentro de no mucho tiempo nos encontraremos en su situación.