Pensamientos Lúgubres

A Doña Aurelia Bassols Batalla

In Memoriam

Como sin duda alguna el amable lector de estas páginas sabe, la redacción de un artículo exige que se cumplan algunas condiciones. Por lo pronto, puedo mencionar dos: primero, se tiene que recabar información, dado que tiene que haber algún material objetivo sobre el cual trabajar y, segundo, se requiere que quien procesa la información tenga algo que decir al respecto, independientemente de cuán convincente sea su punto de vista. La primera condición, por otra parte, se cumple leyendo periódicos, visitando páginas de internet de orientación política variada (yo, por ejemplo, leo sistemáticamente el New York Times, el Jerusalem Post y presstv.ir, el portal iraní, el cual siempre proporciona información interesante y útil) para poder conformarse un punto de vista mínimamente equilibrado. A mí, debo decirlo, no me interesa formar parte de ningún club de fanáticos. El ideal que persigo es más bien el de la imparcialidad, aunque obviamente ser imparcial no quiere decir que no se pueda criticar nada. Lo que es importante es que la crítica sea lo más impersonal posible, lo más objetiva y balanceada que se pueda. Y es desde esta primera etapa que empiezan a plantearse problemas, porque el material que encontramos en los mass media es básicamente el mismo siempre. Y no me refiero nada más a las presentaciones tendenciosas a las que nos tienen acostumbrados, sino al hecho más general de que las noticias que todos los días nos regalan son básicamente las mismas: nos enteramos a diario de bombardeos, de asesinatos, de masacres, de violaciones, de estafas, etc., etc., de manera que termina uno por preguntarse si vale la pena seguir haciendo ejercicios de reflexión sobre lo que no es sino más de lo mismo todos los días. Es muy difícil al cabo del tiempo que no le vengan a uno pensamientos pesimistas y que nuestra perspectiva personal no se vaya tornando cada vez menos alegre, cada vez más lúgubre. Poco a poco, en efecto, vamos cayendo en la cuenta de que los humanos sencillamente no saben vivir, es decir, no saben aprovechar debidamente el maravilloso don de la vida. Inevitablemente se nos impone la idea de que para la inmensa mayoría de nuestros congéneres la vida que vale la pena vivir es la que está puesta al servicio de las pasiones más bajas, de los intereses más vergonzosos, de los ideales más odiosos. Lo que todos los días los periódicos anuncian es precisamente que es eso lo que los humanos han mostrado que saben hacer. Estamos aquí frente a una especie de paradoja: los humanos generan vida, pero muy activa y efectivamente promueven la muerte. Como dije, para millones de personas aprovechar la vida no significa otra cosa que arruinar la de otros seres humanos y mientras más exitosos sean en ello más realizados se sienten y más felices son. Aquí, como se nos enseñó hace dos mil años, no queda más que el perdón incondicional, puesto que es obvio que no saben lo que hacen.
Por lo menos desde la obra de Karl Marx, los humanos nos hemos visto en una cierta encrucijada, esto es, se nos plantea el dilema de ver la vida humana o como el resultado del desarrollo ineluctable de las fuerzas productivas o como el resultado de la acción voluntaria, tanto individual como colectiva. A mi modo de ver, ambas perspectivas son esenciales para la comprensión del desarrollo social e histórico. Por un lado, es obvio que las personas actúan siempre en el contexto en el que les tocó vivir, algo que no pueden ni evitar ni modificar, pero una vez ubicados en un contexto social determinado las personas actúan libremente e influyen de diverso en la vida colectiva. Ciertamente, los seres humanos son libres, pero su libertad se ejerce en contextos que ellos no eligen. Así, por ejemplo, nosotros en el mundo occidental somos libres para hacer con nuestras respectivas individualidades lo que queramos (podamos o sepamos), pero hay estructuras que no vamos a poder alterar. Por ejemplo, es obvio que vivimos en sociedades orientadas hacia el consumo, hacia la satisfacción permanente de necesidades y hacia la creación constante de nuevas necesidades y de nuevos satisfactores. El éxito se mide (en gran medida al menos) en función de los grados o niveles de consumo: dicho de manera brutal, la opinión generalizada parece ser la de que fue más feliz el individuo que comió más chocolates que el sujeto que consumió moderadamente ese producto y, obviamente, lo que pasa con el chocolate pasa con cualquier otra “mercancía” (sexo, autos, viajes, ropa, tequila, carne y así ad infinitum). Desde niños se nos enseña a consumir cada vez más, a buscar más bienes, más ganancias, más beneficios, más placer, más de todo. En la perspectiva occidental para eso se vive. Todo eso suena excelente sólo que hay un problema: si bien el mundo social lo crearon los humanos, el mundo en cuanto tal no es su creación. Casi dan ganas de decir, de gritar que más bien el mundo padece su existencia. Hay cosas, por lo tanto, que ni el hombre más poderoso del mundo puede hacer. Por ejemplo, por muy exitoso y longevo que sea un autócrata o un criminal político afortunado, lo más probable es que no rebase los 90 años. En teoría le concedemos los 100, pero difícilmente más. Así, aunque haya sido un vencedor inmisericorde durante toda su vida de todos modos también a él le llegará su momento supremo, un momento en el que quizá se pregunte si todo su éxito valió la pena, si no desperdició su vida, si no en el fondo nada más vivió para hacer el mal y que no es imposible que haya una relación proporcional entre lo exitoso de su vida y la maldad de su existencia: mientras más exitoso, mientras más consumidor fue, más mala fue su vida; mientras más enemigos tuvo y aniquiló, peor vivió. Ahora bien, esto que afirmo me permite llegar al punto que realmente quiero establecer y que es simplemente el siguiente: nuestra cultura nos lleva por la senda del consumo y el éxito, nos hace ver lo valioso y lo bueno de todo lo que podemos tener, de cuán triunfante se puede sentir alguien que está en posición de derrochar lo que otros produjeron, pero no nos enseña que hay límites que ni el más poderoso de los hombres puede alterar. En otras palabras, lo que la cultura contemporánea, cultura de consumo, competitividad, guerra y destrucción no enseña es a bien morir. Aunque intuitivamente todo mundo sabe que tiene que morir, de hecho la gente vive sin ver o sin tener presente el dato importante de que su vida tiene límites y que por consiguiente debería tratar de vivirla bien, porque no tendrá una segunda oportunidad. De ahí que en general el tema de la muerte queda oculto tras los fuegos artificiales de la vida socialmente exitosa. El dato está, pero como si no estuviera y ello es un error. ¿Por qué? Porque obviamente no es lo mismo vivir con la mente fijada en el consumo que vivir con la mente fijada en la esencial finitud de nuestra existencia. Cada uno de estos dos modos de vida acarrea consigo sus propios valores y sus propios ideales. Sugiero entonces que no nos ajustemos a la tónica cultural prevaleciente y que reflexionemos, aunque sea un poquito, sobre el importante tema de la muerte.
Para empezar, habría que decir que nuestro tema es demasiado serio como para permitirnos decir banalidades o trivialidades al respecto. Es desde luego un tema plagado de inquietudes y de confusiones. Todos los seres que manejamos conceptos quisiéramos saber qué es morir, pero cuando empezamos a pensar sobre el tema nos percatamos de que si pensamos en lo que es morir tomando como modelo lo que es, e.g., ver, no vamos a llegar muy lejos: tiene sentido decir ‘ayer vi un partido de fútbol’, pero no tiene sentido decir ‘ayer me morí en mi casa’. ‘Ver’ es un verbo de experiencia, ‘morir’ no. No hay tal cosa como la experiencia de la muerte. Ya lo dijo, mejor que nadie, Wittgenstein en su Tractatus: “la muerte no es una experiencia. La muerte no se vive”. Para el hablante hablar de su muerte es aludir no un estado particular, sino a un límite. La muerte es para el sujeto el límite de sus experiencias. Obviamente, más allá del límite no hay nada.
Es interesante notar que, al igual que los verbos psicológicos, el verbo ‘morir’ está regido por una asimetría: en primera persona, como acabamos de ver, no se puede conjugar (nadie puede decir ‘estoy muerto’, hablando literalmente), pero en tercera persona sí. Ahora bien ¿qué es lo que se quiere decir cuando decimos de alguien que ‘está muerto(a)’? Empleamos la noción de muerte en relación con otras personas cuando queremos dar a entender que cesó toda interacción posible con ella. Con la persona fallecida ya no hay intercambios de ninguna índole, ni siquiera si uno se acerca y abraza el cadáver de un ser querido. La muerte anula toda reciprocidad. Podría objetarse que entonces estar muerto y estar inconsciente son lo mismo, pero eso sería un error. La diferencia radica en que si bien conductualmente el cadáver y el individuo inconsciente son similares, de todos modos no son idénticos. La persona que está en estado de coma de todos modos respira, le late el corazón y en principio puede volver a interactuar con los demás si recobra la conciencia. La persona fallecida, en cambio, ya está ubicada más allá de toda posibilidad de volver a interactuar con los demás, con el mundo. La muerte es la cancelación de toda posibilidad. Estar muerto es, pues, radicalmente diferente inclusive de quien está en un coma profundo. Metafóricamente podemos afirmar que estar muerto es haber sido expulsado del mundo, sólo que literalmente no hay nada más allá del mundo. Esto también lo recoge el Tractatus en donde Wittgenstein de la manera más contundente (y estremecedora) posible asevera que “Con la muerte el mundo no cambia, sino que termina”. No tiene el menor sentido hablar de una transformación operada por la muerte. No hay tal cosa.
El concepto de muerte es único, por cuanto su aplicación altera drásticamente el todo de nuestro aparato conceptual. Considérese el tiempo. Para los vivos, no es lo mismo haber pasado 10 años en China que no haberlos pasado, pero para un muerto da exactamente lo mismo estar muerto un día que estar muerto 100 años. No hay grados o niveles de defunción. El tiempo, por lo tanto, deja de correr para quien fallece. Con la muerte todo queda aniquilado, tanto el espacio como el tiempo, la conciencia y el inconsciente. Nosotros nos engañamos pensando que podemos imaginar nuestra muerte si tomamos como ejemplo la muerte del otro. Eso es engañarse, porque el concepto de muerte aplicado al otro es conductual, cosa que no puede ser en nuestro caso. En el caso de cada quien, el concepto de muerte es vivencial y sirve exclusivamente para indicar un límite. Sirve simplemente para recordarnos que no somos inmortales.
Hay conexiones interesantes por dilucidar entre los conceptos de saber y morir. ¿Sabemos en forma innata que tenemos que morir o eso es más bien algo que aprendemos en la experiencia? Lo primero no puede ser, por la sencilla razón de que el lenguaje no es innato. Por lo tanto, el que sepamos que nos tenemos que morir es algo que aprendemos en la vida. Como no hay tal cosa como la experiencia de la muerte, nosotros normalmente aprendemos a usar el concepto de muerte en circunstancias especiales, cuando la gente habla y se conduce de manera especial: llora, se lamenta, presenta todos los síntomas de lo que llamamos ‘tristeza’, etc. Morir, por lo tanto, queda asociado desde el inicio a la congoja, a la desesperación, a la angustia. El concepto de muerte queda por consiguiente en primera instancia vinculado a lo que hay que evitar, a lo malo, al mal. “Morir”, ya lo dijimos, no es un concepto de experiencia, pero sí es en cambio un concepto moral y, por razones en las que no puedo entrar aquí, es también un concepto religioso. Y este es el punto que me interesaba establecer.
Aparte de las connotaciones que ya hemos señalado, la idea de muerte acarrea consigo nociones como las de irreversibilidad, la de que es imposible modificar algo que se hizo, la de arrepentimiento y el deseo de pedir perdón. La vida orientada por la idea de que somos finitos no nos hace abandonar nuestros proyectos de vida, pero sí nos lleva a moldearlos de determinada manera. De manera natural, quien vive su vida pensando en su muerte (en que algún día dejará de tener experiencias) está mejor preparado para despojarse poco a poco de ambiciones mundanas inmediatas y estrechas, ama más la vida y aspira a dar más de sí; en otras palabras, la vida guiada por la idea de que no es eterna (sino que es más bien corta) es más susceptible de generar actitudes y conductas solidarias, de comprensión, de conmiseración que la vida guiada por los ideales (tan actuales!) de codicia, consumo y exclusión. No es por casualidad que la idea de muerte están siempre vinculados a lo que podríamos llamar la ‘conciencia moral de la humanidad’.
En resumen: la muerte es, vista en primera persona  (“mi muerte”), el límite último de mi existencia, un límite imposible para mí de fijar, en tanto que vista en tercera persona (“su muerte”) es la supresión total y definitiva de toda interacción con el otro. En la vida cotidiana, en condiciones de vida usual, la conciencia de lo primero sirve para darle un giro radical a nuestras vidas: para morir de cierto modo (tranquilo, etc.) se tiene que vivir de cierto modo. La clave de ese “cierto modo” es, para mí, el dar. Pienso que en realidad el ser humano no le teme a la muerte, puesto que no tenemos la experiencia de la muerte; lo que sí es razonable temer es el cómo va uno a morir (en el dolor, en un accidente, etc.), pero eso es un asunto meramente empírico. Por lo tanto, el dolor asociado con la muerte es siempre el dolor de la muerte del otro, del ser querido, la conciencia de su supresión, la imposibilidad de ya no volver a compartir nada con él o con ella. Ahí sí muerte y dolor van de la mano.

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