No creo que haya alguien tan desorientado que estuviera dispuesto a cuestionar o rechazar la tesis leninista de que no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria. Sin duda, la justificación racional del apotegma leninista no es un asunto sencillo, pero en todo caso su ilustración sí lo es. No hay duda alguna de que el asesinato de Lee Harvey Oswald fue un crimen político, pero si por un accidente la madre de Oswald sin querer lo hubiera matado su acción sería catalogada como un homicidio involuntario, no como un asesinato político. En ambos casos el resultado neto habría sido el mismo, a saber, que el individuo Lee Harvey Oswald habría perdido la vida. No obstante, hay diferencias obvias entre las dos situaciones. En un caso la muerte de Oswald habría sido el resultado de una acción planeada con miras a alcanzar ciertos objetivos de naturaleza política, y en el otro no, puesto que no le podríamos adjudicar a la mamá de Oswald el deseo de matar a su propio hijo. Así las cosas, no hay duda de que en ambos casos los causantes de la muerte del señor Lee Harvey Oswald habrían tenido que ser juzgados y condenados (y de hecho eso pasó con Jack Rubinstein, el asesino de Oswald en Dallas, Texas), pero es obvio que sus respectivos castigos forzosamente habrían tenido que ser distintos, inclusive si hubieran tenido las mismas consecuencias y repercusiones, porque las acciones realizadas habrían sido esencialmente distintas.
La tesis de Lenin es, pues, demasiado obvia como para ser cuestionada, pero su justificación racional no es tan simple de proporcionar. En realidad es un caso particular de un punto de vista mucho más general de acuerdo con el cual la acción humana es lo que es dependiendo de cómo sea concebida y cómo sea concebida es una función de cómo sea descrita. Alguien podría objetar que el tema de la “concepción de la acción” es un tema si no baladí sí secundario, pues en última instancia lo que importa es el resultado, no las palabras. Obviamente, eso no es así y el no entenderlo tiene consecuencias negativas graves. La clasificación correcta es esencial para, por ejemplo, impartir un castigo justo. Ciertamente no merecen el mismo castigo quien deliberada y fríamente mata a una persona para mediante ello alcanzar ciertos objetivos previamente establecidos que quien accidentalmente le quita la vida a un ser querido. De nuevo, no es lo mismo lanzar a propósito un auto contra otro que chocar por un descuido, por no ver bien, por inepcia. Si esto es acertado, se sigue que la tesis de Lenin es simplemente un caso particular de una idea general concerniente a las relaciones entre acciones, pensamientos y lenguaje que sería insensato cuestionar.
Como era de esperarse, la idea recién expuesta se desarrolla y se aplica en prácticamente todos los sectores de la vida humana. Cuando queremos servirnos de la idea general mencionada en un ámbito más o menos circunscrito de existencia, como el de la creación artística o el de la vida religiosa, el principio se vuelve a aplicar pero para ello naturalmente se requerirán las categorías propias de cada uno de los contextos en donde se le intenta hacer valer. Consideremos, por ejemplo, el contexto de la creación artística. Disponemos de categorías como “original” y “copia”. Sabemos, desde luego, que hay copias de obras de arte tan perfectas que inclusive a los especialistas les cuesta trabajo distinguirlas de las originales, al grado de que a menudo se equivocan. Sin embargo, es evidente que por espléndida que sea una copia de, digamos, La Gioconda, ésta nunca tendrá el valor que tiene el cuadro firmado por Leonardo. Categorías para juzgar obras de arte son, por ejemplo, “originalidad”, “simbolismo”, “dificultad”, “armonía”, “simetría”, “intensidad”, etc. En todo caso, es sólo cuando se tiene a la mano el conjunto básico de categorías que se puede pasar a emitir juicios, los cuales tendrán un valor mucho muy superior al de las meras exclamaciones de admiración o de satisfacción sensorial de la forma “Ay, qué bonito!”, “Qué tierno!”, etc. En todo caso, constatamos que la idea abstracta concerniente a las relaciones entre acciones, concepciones y descripciones, uno de cuyos casos particulares era el pensamiento de Lenin, se ejemplifica también en el contexto de la creación artística y, en verdad, en todos los contextos imaginables de acción humana.
La idea de una relación necesaria entre lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice obviamente se aplica en el ámbito de la acción política. Lo que Lenin sostuvo es un caso especial de dicha relación y él aplicó la idea general al caso de la acción revolucionaria. Claramente, sin embargo, la idea en cuestión puede fácilmente extenderse a otras clases de acción política. De seguro que no hay acción reaccionaria sin pensamiento reaccionario (de mala calidad en general, hay que decirlo, pero lo hay), acción progresista sin pensamiento progresista, acción democrática sin pensamiento democrático y así indefinidamente. Desafortunadamente, no todo es miel sobre hojuelas, porque aquí nos topamos con un problema. Parecería, en efecto, que el repertorio de categorías que hasta hace poco nos servía al hablar de política se ha vuelto obsoleto, démodé, confuso, vacuo y esto a su vez tiene consecuencias nada desdeñables en relación con la acción política. Cuando lo que usamos es un aparato conceptual inapropiado, la identificación de las acciones se vuelve prácticamente imposible de efectuar y los diagnósticos que se emitan de múltiples situaciones inevitablemente serán superficiales, contradictorios y teórica pero sobre todo prácticamente inservibles. Y parecería que eso es justamente lo que sucede con categorías como las de “izquierda” y “derecha”, “progresista” y “reaccionario”, “populista” y “conservador” y muchas otras como ellas. La respuesta a esta dificultad es que no es que esos conceptos tengan que desecharse, sino que lo que necesitan es, por así decirlo, renovarse y esto se logra describiendo con minuciosidad las situaciones conflictivas, es decir, contextualizando su aplicación. Una vez hechas estas descripciones podremos volver a aplicar las categorías tradicionales, las cuales vendrán entonces cargadas con un sentido renovado y prístino. Pero si ello no se hace, entonces lo que sucederá será que, por ejemplo, decir de una decisión o de una persona que es “de izquierda” o que es “de derecha” no será decir nada inteligible, nada con un sentido valioso, nada que valga la pena enunciar. Cabe preguntar: ¿cómo es posible que categorías que otrora resultaran sumamente útiles hoy parezcan ser vacuas e inservibles? Es sobre esta cuestión que querría yo decir unas cuantas palabras.
Desde mi perspectiva, la primera lección que habría que extraer de la historia de las categorías políticas es que los conceptos políticos generales, que son los que nos permiten construir pensamientos congruentes sobre situaciones políticas, son de carácter histórico y esto a su vez quiere decir que significan cosas diferentes en épocas diferentes y en contextos diferentes. Precisamente por su carácter histórico, los conceptos políticos son como ligas que se estiran o pueden estirarse de muy variado modo. Esto, sin embargo, no quiere decir que sean inservibles sino que su aplicación depende de si se describen detalladamente o no las circunstancias en las cuales se les pretende utilizar. Trataré de ilustrar lo que digo considerando un tanto superficialmente casos concretos de situaciones políticas.
Consideremos brevemente el concepto de democracia. Cualquiera con dos dedos de instrucción sabe que la palabra ‘democracia’ no significa lo mismo ahora que lo que significaba para los aqueos. En Grecia significaba que quienes estaban autorizados a asistir a las asambleas de la polis, es decir, los propietarios, que las más de las veces eran también los individuos que en su momento estarían capacitados físicamente para tomar las armas y defender la ciudad y sus habitantes, tomaban de manera conjunta y por mayoría lo que se consideraba que eran las mejores decisiones para la población en su conjunto. En aquellas circunstancias, es relativamente claro por qué ni por asomo se les habría ocurrido a los miembros de las asambleas pensar que todo habitante, por el mero hecho de ser miembro de la comunidad, automáticamente tenía el derecho de participar en los procesos de toma de decisiones. Por lo pronto ni esclavos ni metecos ni mujeres ni jóvenes (i.e., seres sin propiedad y no productivos) tenían derecho a votar en las asambleas, es decir, a tomar decisiones que concernían a todos los habitantes, porque ¿sobre qué bases, avalados por qué méritos, participarían? La democracia griega era un sistema de organización política de hombres libres, lo cual quería decir de ciudadanos productivos y potencialmente defensores de la polis (i.e., soldados), pero no era un régimen político abierto a todo mundo. Ahora bien, independientemente de las diferencias que podamos encontrar entre el concepto griego de democracia y el actual y aunque sea altamente debatible afirmar que la democracia en nuestros días es un sistema político de izquierda, lo que sí podemos sostener es que la democracia de aquellos tiempos sí era un auténtico régimen de izquierda. La explicación brota del contraste del sistema democrático de ciudades como Atenas con los regímenes en los que las decisiones las tomaba una persona, esto es, el autócrata. Por otra parte, si la democracia se convierte en un sistema político que propicia y refuerza un modo de vida fundado en la explotación, la discriminación, la segregación, etc., y que de uno u otro modo se opone a una distribución más justa de la riqueza, entonces la democracia deja de operar como una propuesta política de izquierda y se convierte en una de derecha. Así, pues, que la democracia sea o no sea un régimen “de izquierda” depende de con qué se le contrasta, a qué se contrapone y eso no se puede determinar a priori. Ello no indica ninguna inconsistencia, sino que más bien hace resaltar su carácter histórico, contextual y mutante.
Quizá no esté de más hacer un veloz recordatorio referente al origen de las nociones de “izquierda” y “derecha”. ¿De dónde y cómo surgieron? Por increíble que parezca, dichas nociones provienen de la ubicación física de los grupos en la Asamblea Nacional, en tiempos de la Revolución Francesa. De manera enteramente casual, los radicales del movimiento anti-realista ocupaban el lado izquierdo del presídium en tanto que los grupos de representantes más conservadores se ubicaban a la derecha. Posteriormente, una vez ejecutado el rey Luis XVI y habiendo acabado con el “Antiguo Régimen”, es decir, con el Estado feudal, los siguientes grupos de representantes también se dividieron, ocupando la parte alta de la sala los de “la Montaña”, que eran los más radicales y que quedaron identificados como los de izquierda, y los conocidos como “girondinos” (por razones en las que no tenemos para qué entrar. Me limitaré a señalar que la “Gironde” es una región del suroeste de Francia) ocupando “la planicie” y convirtiéndose en aquel contexto en los representantes de “la derecha”. Los primeros eran quienes querían que el cambio político se desarrollara y se intensificara, en tanto que los segundos se inclinaban más bien por la institucionalización del poder para aprovechar las ventajas económicas que el gran cambio social efectuado había acarreado consigo. Como es bien sabido, la oposición entre los izquierdistas y los derechistas revolucionarios terminó abruptamente cuando entró en escena Napoleón Bonaparte, un individuo que tenía e impuso su propia agenda política.
El problema con categorías como “izquierda” y “derecha” es que son totalmente abstractas y están en espera de ser completadas con lineamientos políticos concretos. Cuando ello no se hace el resultado es la vacuidad del discurso y a lo que conducen es a descripciones simplemente ridículas. Tomemos el caso de los Estados Unidos. Decir del Partido Republicano y del Democrático que son, respectivamente, “de derecha” y “de izquierda” no es decir absolutamente nada y en el peor de los casos es ridiculizar las nociones en cuestión, reducirlas al absurdo. El disgusto ante un uso de nociones importantes pero ya vaciadas de contenido no es de carácter emocional, sino estrictamente político: emplear dichas nociones en un contexto en el que no son aplicables es bloquearlas y de paso contribuir a la inacción política transformadora. Si, por ejemplo, se dice de Nancy Pelosi que es “de izquierda”, de inmediato entendemos que la pareja de conceptos “izquierda” y “derecha” perdió todo sentido. Por no venir acompañada de las descripciones complementarias que se requieren, la dicotomía “derecha/izquierda” simplemente deja de tener aplicación. Desde luego que podemos preguntar: ¿realmente no tienen ninguna validez dichas nociones en el contexto de la política norteamericana? La respuesta es, en mi modesta opinión, que empiezan a darse las condiciones para un uso sensato de dichas categorías. En verdad, fue con el gobierno de Donald Trump que se empezó a gestar una situación en la que ya tenía algún sentido hablar de izquierda y de derecha: el presidente Trump era genuinamente nacionalista, populista y anti-militarista y eso en los Estados Unidos ahora es ser “de izquierda”. Naturalmente, ser de izquierda en China tiene que significar otra cosa. ¿Qué cosa? Necesitamos describir el contexto, examinar las fuerzas en pugna, etc., y de esa descripción obtendremos nuestra respuesta. Sólo así se puede determinar si algo o alguien es “de izquierda” o “de derecha”.
Con la revolución bolchevique los significados políticos de “derecha” e “izquierda” cambiaron: la izquierda quedó identificada, por un sinnúmero de razones comprensibles de suyo, con el gobierno y la política de lo que a la sazón era el país nuevo, o sea, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Consiguientemente, todo lo que fuera contrario a la URSS y sus intereses automáticamente quedaba etiquetado como “de derecha”. Por ser enteramente superficial, esa forma de dar cuenta del universo de las fuerzas políticas de aquellos tiempos tenía forzosamente que dar resultados absurdos. Por ejemplo, el enemigo fundamental real, profundo, irreconciliable de la URSS era el Imperio Británico. La verdad es que los ingleses siempre han odiado a Rusia y, como lo podemos constatar día con día, lo siguen haciendo (como lo pone de manifiesto el incidente del destructor entrando hace unos días en aguas territoriales de Rusia, en un acto de franca provocación), pero no es eso lo que me interesaba consignar. Sobre lo que quería llamar la atención es sobre el hecho de que, por ejemplo, la Italia fascista, tan diferente de la monarquía británica, por ser enemiga de la Unión Soviética automáticamente queda catalogada como un régimen “de derecha”, cuando en el fondo no lo era. El fascismo italiano era en sus orígenes un régimen pro-obrero (Mussolini había sido un desempleado, un obrero en Suiza, etc.), un Estado que pretendía favorecer a las clases medias, a los tenderos, a los pequeños comerciantes, a los oficinistas y demás. En ese sentido y teniendo en mente a Inglaterra es claro que el gobierno fascismo era un gobierno de izquierda, sólo que su ideología no era marxista. La pregunta es entonces: ¿se puede ser de izquierda sin ser marxista? En principio sí, aunque muy probablemente, consciente o inconscientemente, muchos postulados, principios, explicaciones, etc., de corte marxista quedarán incorporados en cualquier concepción que se presente como “de izquierda”.
Pasemos ahora a nuestro país. ¿Podemos hablar con sentido, en el México de hoy, de tendencias, ópticas, perspectivas, políticos, programas de gobierno, etc., de izquierda? Yo estoy convencido de que sí pero, una vez más, hay que adaptar las expresiones al contexto real. Lo que la inmensa mayoría de agoreros, locutores y editorialistas a sueldo representan es precisamente la oposición a la izquierda mexicana, encarnada naturalmente en el presidente de la República, el Lic. Andrés Manuel López Obrador. Es muy importante entender que el gobierno mexicano actual es de izquierda, pero no es de corte marxista. El gobierno actual es básicamente un gobierno de sanitización institucional, de protección a los inmensos grupos de gente desvalida y prácticamente abandonada a su suerte por los gobernantes anteriores y de defensa del patrimonio nacional, pero no es un gobierno de clase, es decir, no es un gobierno revolucionario. Por eso llama tanto la atención el grado de histeria de la oposición de derecha. Queda claro que la putrefacción intelectual, mediática y cultural que permea al país es la que encaja o corresponde a los niveles de la corrupción que carcomió el tejido social mexicano, sometido ahora a un proceso de cirugía política. Los dizque ideólogos actuales han armado un escándalo casi mundial, llenando todos los días el mundo con mentiras y sandeces, pero no porque se esté transformando radicalmente la sociedad mexicana, sino simplemente porque se le está limpiando! Es obvio que el gobierno del Lic. López Obrador no está poniendo en riesgo el capital ni está tratando de acabar con el modo de producción y de reparto capitalistas. No! Lo único que está haciendo es higienizar la esfera política de la sociedad capitalista mexicana y es por eso que lo quieren linchar. En nuestras circunstancias: ¿podemos hablar de “ser de derecha” o de “ser de izquierda”? Claro que sí, pero lo que eso significa no es estar en favor o en contra de la Unión Soviética, un país que ya ni existe, sino si se aspira a curar y reconstituir la sociedad mexicana, y sobre todo los aparatos de Estado, o si se prefiere perpetuar la putrefacción pre-existente, una situación cuya lógica es claramente discernible y su desenlace previsible. No nos engañemos: si México hubiera seguido siendo un país con un gobierno de derecha como los que reinaron en él, si hubiera seguido por la vía por la que lo encaminaron los presidentes de Salinas a Peña Nieto, el inevitable desenlace hubiera sido la trasnacionalización de los bienes de la nación, la promoción del separatismo (disfrazado de “federalismo”), la estratificación social en una nueva versión de feudalismo y finalmente la descomposición y el desmantelamiento definitivo de México como país. ¿Qué representa entonces la izquierda en México? La lucha por la salvación del país en contra de los bien conocidos cosmopolitas y vende patrias.
¿Cuál es la estrategia de los “ideólogos” de la derecha mexicana? La verdad es que no tienen ni ideales ni programas, sino objetivos meramente destructivos. Por lo menos una de sus tácticas es enturbiar las aguas de la información para impedir la comprensión de lo que está pasando. Esto es importante porque, como ya vimos, sin comprensión no hay acción política correcta. Cuando ya se llega al nivel en el que hasta un despreciable payacete como Víctor Trujillo se convierte en analista político y se permite calificar al presidente de México de “autócrata” es porque la falta de respeto por el pueblo de México ya no tiene límites. El “asqueBrozo” en cuestión o no sabe lo que significa ‘autócrata’ o es un mentiroso redomado y descarado, o ambas cosas. Hasta donde logro ver, no ha habido en México, por lo menos desde el presidente Juárez, ningún presidente que de manera voluntaria y pública se haya auto-sometido a las leyes como lo ha hecho el presidente López Obrador. Eso es ser exactamente lo contrario del autócrata. Acusarlo entonces de autócrata es realmente una vileza, pero ¿qué se puede esperar de los lacayos de la derecha, y más en general de la derecha?
En realidad, el futuro de México se jugará en las próximas elecciones y no parece haber muchas opciones. O bien la derecha deja que el gobierno reorganice, oxigenice la sociedad, fortalezca la infraestructura nacional, le garantice al pueblo un mínimo de bienestar para que éste pueda vivir con relativa tranquilidad y desarrollar su amplia y potencialmente espléndida cultura o el gobierno tendrá que radicalizarse y entonces la confrontación ya no se dará con los anémicos “intelectuales” del momento, sino que se dará entre “fuerzas vivas”. Y la tercera posibilidad, que no podemos desdeñar, es un aplastante triunfo, tramposo y amañado de entrada o inclusive violento, de la derecha. Yo creo que sin que siquiera se den cuenta, mucho de la labor propagandística que ahora despliegan los “conservadores” tiene como objetivo paralizar al pueblo en caso de un golpe de Estado. Del pueblo y sólo de él dependerá que la derecha no vuelva a imponerse y a implantar en México su detestable sistema de castas y de aborrecibles privilegios por medio del cual puso de rodillas a la población durante ya más de medio siglo. Por todo ello yo estoy persuadido de que si la gente entiende lo que es ahora en México “ser de izquierda” y “ser de derecha” con toda seguridad sabrá cómo reaccionar cuando la historia se lo requiera.
estimado Sr Tomasini, he estado leyendo sus artículos y me resultan muy interesantes además de que el relato de lo que usted cuenta se asemeja mucho a los que sucede en Argentina y muy seguramente en toda Latinoamérica, me gustaría poder contactarlo para poder escribirle para solicitar permiso para utilizar sus escritos en un medio de información popular de Argentina.
Saludos cordiales