No es nada inusual en nuestro medio que importantes decisiones políticas se tomen en función no de los requerimientos y necesidades reales de la población y del país en general, sino en función de proyectos y caprichos personales vinculados a ambiciones políticas a menudo hasta difíciles de ocultar. Dicho de manera coloquial, con tal de obtener lo que consideran útil para la promoción de sus objetivos personales, los políticos están dispuestos a actuar en forma egoísta sin percatarse de que muy pronto sus acciones pueden resultar negativas y hasta contraproducentes, quizá no para sus propias causas pero sin duda sí para la población en su conjunto. Por ejemplo, me parece que ese es precisamente el caso que quedó muy bien ejemplificado en la incesante presión que el actual Gobernador de la Ciudad de México ejerció sobre los miembros de la comisión encargada de redactar la nueva constitución de la capital del país. Todo mundo pudo apreciar que el Sr. Mancera estaba obsesionado con la idea de que dicho documento tenía que quedar “listo” para el 5 de febrero, esto es, tenía a fuerzas que coincidir con el centésimo aniversario de la promulgación de la Constitución de 1917. Esta insistencia tenía obviamente que ver con su proyecto presidencial, pues como él mismo lo confesó públicamente hace algunos meses, “claro que quiero ser presidente de México”. Es, pues, evidente que si alguien está interesado en interpretar debidamente su desempeño político, lo que tiene que hacer es determinar cómo se vincula el discurso que pronuncie (frente a quien lo hace, por ejemplo), su participación en tal o cual evento (de quién está acompañado o a quién acompaña), las medidas que tome (si son efectivas para recaudar fondos, por ejemplo) y así sucesivamente con el proyecto presidencial, que es la columna vertebral de su conducta política. El Sr. Mancera, por alguna razón que se me escapa, veía la promulgación de la nueva constitución como absolutamente crucial para seguir adelante con su plan. Yo pienso que todo ese proyecto está destinado al fracaso y no sólo porque hay otros candidatos, porque él es un ilustre desconocido en provincia y cosas por el estilo, sino sobre todo porque los habitantes de la Ciudad de México no le vamos a perdonar el daño que nos hizo con su letal (y probablemente de efectos irreversibles) reglamento de tránsito. Desde luego que al actual gobernador de la Ciudad de México lo deja completamente indiferente lo que los ciudadanos sientan y opinen sobre él hasta que llega el momento de las elecciones, naturalmente. El Sr. Mancera es, a no dudarlo, un hombre hábil. Para poderse manejar en forma autónoma, uno de sus primeros movimientos fue distanciarse muy oportunamente de su antiguo jefe, Marcelo Ebrard y, por consiguiente, del candidato natural a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador. Y ¿cómo no mencionar lo que podríamos llamar su ‘programa de asalto lícito al ciudadano’, encarnado en un reglamento de tránsito cuyos efectos devastadores no terminamos de ver? Todos somos testigos de cómo los conductores se sienten literalmente desvalijados por las multas legales pero ilegítimas que se nos imponen por tratar de agilizar el tráfico cuando ello es viable o cuando hay que pagar por haber circulado a 60 kms por hora en Insurgentes cuando ello era perfectamente factible. Todo eso es una práctica de la que Mancera y su grupo abiertamente se jactan. Hace no mucho leía en el periódico que comunicaban orgullosamente que llevaban acumulados más de 260 millones de pesos de fotomultas! Yo ya me he pronunciado sobre el tema en numerosas ocasiones, pero aprovecho la ocasión para expresar una vez más mi repudio de esas vulgares tácticas recaudatorias. La verdad es que con su administración de pronto todo se volvió una cuestión de multas, pagos, impuestos, resellos, verificaciones, actualizaciones de la ley, etc., etc. Yo estoy seguro de que la ciudadanía no se olvidará cuando de todas esas afrentas y en su momento lo harán sentir, pero también creo que ya es hora de que alguien (algún presidente, Trump, Dios) empiece a mandarle la cuenta por las nefastas consecuencias de sus mal pensadas decisiones. Los resultados están a la vista: peligrosos índices de contaminación, un cada vez más insoportable tráfico, incontables daños a autos ocasionados por esos infames “reductores de velocidad vial” (todo un negocio, como lo pone de manifiesto su carácter esencialmente superfluo o gratuito), por hoyos nunca tapados, por topes que proliferan por todos lados, la contaminación visual de miles de señalamientos completamente innecesarios (uno tras otro tras otro tras otro, sin ton ni son), la inseguridad en aumento galopante (se disparó, por ejemplo, el robo de motocicletas) y así indefinidamente. Habría que incluir todo lo que son “regularizaciones” en relación con prediales, agua, etc., el cambio de nombre de la ciudad y de la papelería con todo lo que ello entrañó (gastos fantásticos!). Es claro que toda esa “política” ha representado entradas masivas de dinero. Nosotros, naturalmente, no somos ni contadores ni trabajamos en la Secretaria de la Función Pública ni nos interesa estar rastreando fondos, pero lo que nos llama la atención es el contraste entre el flujo pecuniario y la inversión pública. Es cierto que se pusieron jardincitos verticales en las columnas del Periférico, pero ahora que la basura se está comiendo a la ciudad: ¿se empezó acaso a construir una gran procesadora de basura que viniera a remplazar a los pestilentes basureros al aire libre? Yo no recuerdo haber transitado en otros tiempos por calles y avenidas en el estado tan lamentable en el que está ahora la carpeta asfáltica de la ciudad. Y así como el Sr. Mancera aprovecha cualquier evento, cualquier situación (el gasolinazo, por ejemplo) para darle retoques a su imagen pública (él “se deslinda”, pero ¿y eso de qué sirve?): ¿no debería también aceptar abiertamente su responsabilidad (y su fracaso) en relación con el obvio deterioro de la ciudad y el desquiciamiento de la vida en ella? Pero eso es obviamente pedir demasiado, porque el plan de lucha por la presidencia está más vigente que nunca.
El panorama que presenciamos es en verdad espeluznante, pero no hemos mencionado todavía la cereza de este pastel podrido que es la política del actual gobernador de la Ciudad de México. ¿Cuál podrá ser esta? La respuesta es evidente de suyo: la constitución de la Ciudad de México, un texto elaborado a marchas forzadas para que el señor gobernador pudiera tener su juguete justo a tiempo, esto es, en el centésimo aniversario de la Constitución de 1917 y pudiera pasar con éxito a la siguiente etapa de su plan general de trabajo. Que el texto constitucional tenía que terminar siendo lo que ahora tenemos me parece que es el resultado natural de un capricho más del señor gobernador, un logro más en lo que a todas luces pretende ser su carrera hacia la Presidencia de la República. Independientemente ya de cuándo entre en vigor, la Constitución ya está redactada. El que ésta se haya cocinado al vapor no es algo que parezca importarle mayormente al Sr. Mancera, puesto que lo que a él le interesaba era básicamente disponer de dicho documento para dejar en claro en la arena política su eficiencia administrativa, su control de la cámara de representantes y cosas por el estilo. Yo en lo personal creo que logró sus objetivos, sólo que el precio es tremendamente alto. ¿Por qué? Porque el texto que se le entregó a la ciudadanía es como un cuento de hadas, un conjunto de pronunciamientos sin mayor relación con la realidad. Debe quedar claro que a nosotros el destino político del Sr. Mancera no es algo que nos interese, pero sí es de nuestra incumbencia el hecho de que por la premura en tener listo el texto constitucional de la ciudad de México (confieso que yo añoro hablar del Distrito Federal) lo que se logró fue confirmar que México es un país en donde por un lado están las leyes, los reglamentos, las edictos, los protocolos, los mandatos, etc., y por otro la vida canalizada por los requerimientos prácticos cotidianos y no por cuentos de hadas jurídicos. El resultado en el caso de la flamante constitución es que tenemos un texto desbordante de palabras pomposas, promesas, pronunciamientos, declaraciones y demás, todos ellos maravillosos, pero que no son otra cosa que palabras huecas. Veamos rápidamente por qué hacemos aseveraciones tan osadas.
La verdad es que a mí me encantaría poder pedirle al Sr. Mancera, siendo él además abogado, que me explicara qué entiende él por ‘derechos humanos’ y, dado el uso de la expresión en su constitución, le estaría muy agradecido (y no sólo yo) si pudiera, por ejemplo, darnos una lista, por mínima que fuera, de “nuestros derechos humanos”, una noción que permea el texto de arriba a abajo. Por ejemplo ¿es un derecho humano mío el respirar, el comerme unos tacos en la calle, el cruzar la avenida corriendo, el usar paraguas si llueve, oír música en mi auto? Yo sé que tengo los derechos que explícitamente emanan de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos y de los códigos que se deriven de ella, pero si ahora además se me dice que tengo “derechos humanos” lo menos que puedo hacer es preguntar cuáles son éstos! Yo en verdad quisiera saberlo, asumiendo (quizá erróneamente) que son los mismos que los de cualquier otro ciudadano. Para no extendernos, a mi modo de ver lo que hay que decir es simple: no hay tal cosa como “derechos humanos”. Me parece ya oír a más de un abogado o de algún honorable miembro de alguna organización no gubernamental elevar la voz y responder indignado: “pero es evidente que todos los seres humanos tenemos derechos humanos!”. Eso es una hermosa tautología, aparte de que la repuesta no podría reducirse a un “es obvio”. Aquí no hay nada obvio y lo que sí hay es una confusión conceptual. Esto no es muy difícil de entender. Los derechos que los ciudadanos tienen son, como dije, los derechos que están recogidos en la Constitución de México y en los diferentes códigos que se han ido elaborando y que cubren distintas facetas de la vida social. Pero debería quedar claro que no hay otra fuente de derechos que la Constitución. Si eso es así, entonces ‘derechos humanos’ significa lo mismo que ‘derechos positivos’ o ‘garantías individuales’ y si a su vez ese fuera el caso: ¿para qué querríamos una nueva expresión? Es obvio que ello no puede ser así. La expresión ‘derechos humanos’ es muy útil, pero tiene que ser empleada en conexión con por lo menos otra. Lo que los destacados leguleyos, intelectuales y demás que tomaron parte en la redacción de la nueva constitución parecen ignorar es el simple hecho de que el concepto fundamental no es “derechos humanos” a secas, sino “violación de derechos humanos”, queriendo eso decir ‘violación de los derechos positivos, de las garantías individuales de una persona por parte de las autoridades”. Eso sí que tiene sentido. Pero decir, como se dice en 4.A.1 del texto constitucional que “En la Ciudad de México las personas gozan de los derechos humanos y garantías reconocidos en la Constitución ….” es decir una reverenda tontería. Es como decir “En la Ciudad de México las personas gozan de las garantías y de las garantías reconocidas en la Constitución …”. En otras palabras, el texto está ajustado a la retórica política en circulación independientemente de si equivale a un engaño y, obviamente, a un auto-engaño. Ahora, no todo está mal: lo que se afirma en, por ejemplo, 4.A.5 (“Las autoridades deberán prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos.”) es perfectamente correcto. Pero 4.B vuelve a ser un conjunto de sinsentidos. El texto es una mezcolanza de afirmaciones sensatas y afirmaciones asignificativas.
El artículo 2 es alarmante. Independientemente de lo que se diga en otra parte del texto (y si no concuerdan es porque el documento es pura y llanamente incoherente), el punto 2 indica explícitamente que se tiene proyectado no planear la expansión poblacional de la ciudad. Cito: “La Ciudad de México se enriquece con el tránsito, destino y retorno de la migración nacional e internacional”(¡). A menos de que tenga un significado oculto, lo que se está diciendo es que aquí puede venir a instalarse quien quiera y cuando tenga ganas de hacerlo. No se prevén restricciones, ordenamientos, re-organización, nada. La bandera es: “libertad absoluta”, aunque sea en detrimento de los habitantes y de la vida en la ciudad. O sea, en una ciudad que ya no se da abasto con el agua (que se desperdicia a chorros todos los días, porque la mitad de la tubería es obsoleta y no se le ha dado el mantenimiento apropiado), cuyo aire está literalmente matando a miles de personas (aunque rehúsen dárnoslos y traten de mantener ocultos los datos concretos de habitantes de la ciudad con graves problemas respiratorios, cutáneos, oculares y demás), los legisladores se dan de todos modos el lujo de dictaminar que quien quiera puede venir a instalarse aquí. O sea, hasta que la Ciudad de México no se funda con Cuernavaca, Pachuca, Puebla o Toluca no se prevé que se impongan restricciones para vivir en la capital del país. Eso es, según ellos, cuidar su futuro!
El carácter fantasioso de la nueva Carta Magna se deja sentir desde el inicio. Por ejemplo, en I.6 se nos dice que “Para la construcción del futuro la Ciudad impulsa la sociedad del conocimiento, la educación integral e inclusiva, la investigación científica, la innovación tecnológica y la difusión del saber.”. Eso es demagogia en gran escala. ¿De cuándo a acá la investigación científica (digamos, sobre la formación de galaxias o de la reproducción de tarántulas) ha dependido de las autoridades de la Ciudad de México? La idea de una “sociedad del conocimiento” es simplemente irreal. ¿A qué sociedad se refieren quienes redactaron este documento? Dejando de lado a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, cuyos orígenes se remontan desde luego a Andrés Manuel López Obrador quien cuando la creó le había imprimido una orientación perfectamente clara y justificada, hablar de la “sociedad del conocimiento” en abstracto es simplemente generar expectativas, jugar con palabras, expresar deseos fantasiosos y dar los lineamientos de una ciudad de un mundo al que la Ciudad de México, para bien o para mal, sencillamente no pertenece. Aquí, en mi opinión, lo que necesitamos, y con urgencia, es la sociedad de la gente sin hambre, la sociedad de los niños de la calle, la sociedad de las personas asaltadas y violadas y así sucesivamente. Pero ¿necesita la Ciudad de México, dejando de lado desde luego sus grandes centros académicos, como la UNAM y el CINVESTAV (no son los únicos, desde luego), que se impulse desde el gobierno de la capital algo así como una “sociedad del conocimiento”, una expresión que además ni siquiera es definida, de manera que ni siquiera sabemos de qué se está hablando?¿Es eso serio? Mi diagnóstico es que tenía que ser así por la precipitación con que fue redactada. Y ¿por qué tal precipitación? La respuesta es automática: por los tiempos políticos del Sr. Mancera.
Se supone que el texto de la Constitución de la Ciudad de México debería constituir el marco normativo supremo de la vida en la ciudad y, por lo tanto, debería contener únicamente prescripciones, reglas, normas, recomendaciones. Curiosamente, sin embargo, contiene también enunciados que no tienen ningún carácter normativo, como 1.7, en donde se afirma que “La sustentabilidad de la Ciudad exige eficiencia en el uso del territorio, así como en la gestión de bienes públicos, infraestructura, servicios y equipamiento”. Suena bien, pero ¿es aquí que se va a cumplir todo eso?¿Y se va a cumplir simplemente porque está la idea recogida en un texto?¿Por decreto? Eso es ridículo. No hay ni siquiera atisbos de cómo se podrían generar u obtener los bellos resultados visualizados por quienes pasaron un buen rato elaborando el texto. Se nos debería decir algo, aunque fuera muy a grandes rasgos, sobre cómo se podría pasar de la vida en el desperdicio (pienso, por ejemplo, en las toneladas de productos del campo que diariamente se desperdician en la Central de Abastos) a una vida en la que privara la eficiencia en la administración de los recursos. Pero naturalmente sobre los temas difíciles, esto es, los que exigen tomas de decisiones valientes, no se nos dice una sola palabra.
Hay secciones que, por agramaticales, son simplemente vergonzosas. Considérese el Articulo 3.2.en donde se lee: “La función social de la Ciudad, a fin de garantizar el bienestar de sus habitantes, en armonía con la naturaleza”. Así como está es un sinsentido, pero no sería justo afirmar que el texto es asignificativo dado que hay una frase introductoria previamente enunciada y que dice: “La Ciudad de México asume como principios:” y a continuación viene, entre otras cosas, lo que cité más arriba. El problema es que esa aclaración no sirve de gran cosa, porque: ¿qué diablos significa eso de “la función social de la ciudad”? ¿Qué es eso? Un lector cándido no tiene ni idea. Hay, por otra parte, sentencias que no sólo son falsas o por lo menos altamente cuestionables, sino que son grotescas. Considérese por ejemplo la siguiente: “La vida digna contiene implícitamente el derecho a una muerte digna”. Aparte de ser de un sentimentalismo barato y fuera de lugar, eso es claramente falso y, peor aún, torpe. Es perfectamente imaginable que alguien haya vivido “dignamente” (sin saber realmente qué es lo que se está afirmando) y que hacia el final de su vida se hubiera convertido en un gran criminal. Alguien así: ¿tiene derecho a una “muerte digna”? Supongamos que sí, pero si tiene derecho a una muerte digna haga lo que haga, entonces ¿para qué hablar de vida con dignidad, si independientemente de cómo sea ésta de todos modos se tiene derecho a una muerte digna? El texto es, pues, ridículo, pero ¿por qué esa formulación? Porque, como todo en el texto, es una fórmula demagógica y falaz (ya que por medio de ella se apela descaradamente a los sentimientos de la gente para que se le dé el visto bueno), porque ¿quién querría cuestionar la idea de una vida en la dignidad? Nadie. Esa expresión no sirve más que para confundir.
Si he de ser franco, leer el texto de la nueva constitución se vuelve muy pronto una experiencia harto desagradable, porque resulta imposible no ver en ella un texto politiquero de la peor calaña: parecería que de lo que se trataba era de quedar bien con todo mundo y con todos los sectores poblacionales, identificados desde todos los puntos de vista posibles: se queda bien lo mismo con autoridades que con empleados, con niños que con comunidades lésbico-homosexuales, con policías que con pueblos originarios, con estudiantes que con el sector magisterial, y así indefinidamente. O sea, esta constitución no pretende dirigir la vida de la ciudad en ninguna dirección concreta y precisa. Para ser la primera, eso es un gran fracaso. Nosotros podríamos seguir analizando el texto e ir sacando a la luz sus incontables fallas, pero obviamente no es esa nuestra función. A mí lo que de entrada me llamó la atención y me chocó fue la ansiedad del Jefe de Gobierno de verla ya terminada, sin que importara mucho cómo iba a quedar redactada. Lo que importaba era la constitución como arma política, no como un marco regulatorio que permitiera aspirar a realidades benéficas pero asequibles. Lo que se elaboró fue una especie de cuento de hadas con muy poco valor práctico. Eso sí: se habla de la ciudad de los derechos humanos, de la ciudad democrática, de la ciudad educadora, etc., etc. Eso no es lo que se esperaba. Lo único que se hizo fue traspasar, en un champurrado inservible, trozos de constituciones de otros países copiadas y amalgamadas aquí para hacer de la constitución de la Ciudad de México “la más avanzada”, “la más progresista”, etc., del mundo, y de paso la más inútil. Una vez más, venció el engaño político, la ambición personal o de grupo y, una vez más, perdieron la ciudadanía y las generaciones que vienen. El recorrido del texto es como un viaje virtual a un lugar de recreo, digamos, Disneylandia, y en ese sentido es medio entretenido. Pero tiene un problema y es que cuando despertamos de toda esa excursión al país del wishful thinking, encarnado en artículos dignos de una legislación de novela fantástica, nos volvemos a topar con la realidad y volvemos a constatar que en México la vida habrá de seguir por el doble cauce de las inservibles fantasías políticas, por un lado, y de las amargas verdades cotidianas, por el otro.
Dr. Tomasini,
¡Gracias por su trabajo!
Sin duda pocos tenemos la oportunidad de dedicar tiempo y enterarnos de lo que pasa en nuestro entorno con el nivel de detalle que usted nos ofrece.