Categoría: 2017-II

La Pseudo-Democracia en Acción

A decir verdad, no son pocas las cosas que nos disgustan de “La Democracia” en general (y desde luego de nuestra democracia mexicana en particular, pero sobre esto último no me pronunciaré aquí dado que no es propiamente hablando mi tema en esta ocasión). Me bastará con señalar que la democracia es un sistema político plagado de contradicciones, que justifica y legitima la injusticia social prevaleciente y que, por si fuera poco, sale extraordinariamente caro. Y un rasgo no muy importante pero particularmente odioso del concepto de democracia es que muy fácilmente se convierte en un instrumento para la descalificación del oponente político así como para el chantaje ideológico y la imposición de ideas. La maniobra más fácil y expedita para denostar y convertir en objeto público de escarnio a alguien es colocarle en forma efectiva el sambenito de “enemigo de la democracia”, así como la forma más vil y corriente de presentarse frente a los demás como alguien merecedor de todos nuestro respeto es auto-etiquetándose como “defensor a ultranza de la democracia”. Nosotros, que ya conocemos (y hemos padecido) algunas tácticas denigratorias como la mencionada sabemos que, cuando en un debate alguien recurre al “argumento de la democracia” (esto es, se señala que alguien en particular no es un adepto de ella o se le indica a los demás que uno está decididamente en su favor), lo que sucede es que a nuestro interlocutor se le acabaron los argumentos y se le secó el ingenio. O sea, esgrimir “la democracia” como argumento es indicar que se llegó al límite en la discusión racional. Es importante estar consciente de este uso fácil del concepto de democracia porque ello ayuda a comprender mejor algunas de las usuales inconsistencias en las que incurren precisamente quienes se presentan a derecha e izquierda como sus grandes abogados. La verdad es que en ocasiones el espectáculo a que dan lugar los propugnadores oficiales de la democracia alcanza el terreno de lo grotesco y nos quedamos boquiabiertos tratando de comprender cómo se puede ser tan declaradamente incoherente. Aquí el tema interesante, que no me propongo considerar pero que no quiero dejar de mencionar, es si esas inconsistencias se derivan de la naturaleza de la democracia misma o si simplemente responden a la torpeza de individuos concretos. En todo caso, para muestras un botón. Tomemos entonces el caso de Cataluña, es decir, el tema, ya no tan nuevo, de su potencial emancipación de España y del referéndum que el pueblo catalán exige que se lleve a cabo el 1º de octubre. ¿Qué podemos decir respecto a dicho proceso en relación con la democracia?

Para generar mi propia explicación del fenómeno catalán necesito introducir un principio heurístico fundamental y también traer a la memoria algunos datos históricos elementales que, me parece, son relevantes. Debo de entrada advertir que, contrariamente a lo que opinan los detractores de la liberación de Cataluña vis à vis el gobierno central asentado en Madrid, yo hago mío un principio leibniziano (adoptado también por muchos otros pensadores), a saber, el principio de razón suficiente. Lo que este principio enuncia es algo muy simple, viz., que no hay fenómeno (natural o social) que no tenga una explicación racional. Si posteriormente queremos denominar las explicaciones que se den como “causales” o de otro modo, ello es para nosotros aquí y ahora irrelevante. Lo que importa es admitir que lo racional consiste en partir de la idea de que los fenómenos de la naturaleza y el mundo social no son ni gratuitos ni arbitrarios ni ininteligibles. Este principio es muy útil cuando encaramos el problema catalán, porque de inmediato nos hace ver que si millones de personas expresan una tendencia, manifiestan un deseo, aspiran a construir algo que es diferente de lo que existe, ello no se puede ni describir ni presentar como un mero capricho, como algo totalmente incomprensible y hasta absurdo, porque de hacerlo estaríamos automáticamente repudiando el principio mencionado: estaríamos diciendo que hay un proceso histórico que no se explica! Por mi parte, considero que más bien es quien va en contra de la voluntad popular quien da claras muestras de no haber entendido nada y de no ser otra cosa que un fanático que se aferra a sus intereses y objetivos o un vulgar portavoz (en general, pagado) del status quo, con lo cual se pone de manifiesto o su debilidad o su deshonestidad intelectual (o, como diría Bertrand Russell, ambas cosas).

Por otra parte, yo creo que la comprensión cabal del actual fenómeno catalán requiere que esté uno familiarizado con la historia europea y a este respecto lo primero que habría que entender es que junto con sus maravillosos castillos y catedrales, sus tesoros culturales (de literatura, música, pintura, filosofía y demás), su inmensa lista de grandes hombres (César, Sto. Tomás, Galileo, etc.) nos topamos con el incuestionable hecho de que Europa es el continente de la guerra y de la explotación del hombre por el hombre. En todo caso lo que es incuestionable es que desde la conquista de Europa por parte de los indoeuropeos sus poblaciones no han dejado de guerrear. Como todo mundo lo sabe, Europa es un inmenso y complicadísimo mosaico humano, un heterogéneo conglomerado de pueblos, cada uno con sus lenguajes, tradiciones, folklor, complexiones físicas, aspectos, dietas, prejuicios, enemigos jurados, etc. Si hay un concepto de semejanzas de familia ese concepto es “europeo”: no existe la esencia de la “europeidad”, sino que todos los europeos se vinculan entre sí como los miembros de una familia. Un irlandés es muy parecido a un escocés y éste a un inglés, el cual es cercano a los galos y a los sajones, pero la relación entre un irlandés y un sajón ya no es tan fácil de percibir. O podemos empezar con Portugal. De inmediato vemos la conexión con Galicia y de allí pasamos al resto de España y de ésta al Mediodía francés, el cual nos lleva a Italia del norte desde la cual pasamos a Eslovenia y de ahí a Serbia y Rumanía, pero la vinculación entre un portugués y un rumano ya no es nada clara. Y el punto es: todos ellos son europeos. Son como los eslabones de una cadena: unos se vinculan con otros, pero entre muchos de ellos no hay ninguna vinculación obvia. Un polaco es un europeo, pero es muy diferente a un griego y éste de un danés. Sin embargo, usamos uno y el mismo concepto, a saber, “europeo”, para referirnos a todos y a cualesquiera de ellos.

Siendo así Europa, es comprensible que su historia sea una historia de conquistas, expansiones, revanchas, guerras, etc., a través de la cual los pueblos se fueron poco a poco y después de inmensos sacrificios acomodando en el continente y encontrando más o menos “su” territorio (eso no pasa con todas las etnias europeas, porque hasta donde yo sé los gitanos, por ejemplo, no tienen su propio país). Pero eso no quiere decir que la situación actual sea perfecta y refleje y recoja los intereses genuinos de todos los pueblos involucrados. No hay más que preguntarle a los escoceses, galeses, bretones, corsos o vascos, por mencionar sólo a los más prominentes de todos, si están satisfechos y si se sienten realizados formando parte del Reino Unido, de Francia o de España. Y, obviamente, Cataluña pertenece al club de los descontentos con el reparto actual de identidades políticas: los catalanes están convencidos de que no por estar ubicados en la península ibérica tienen entonces que pertenecer a España. Hay que ver entonces si los argumentos que los catalanes ofrecen son no sólo dignos de ser ponderados sino si son válidos y habría que actuar en consecuencia. Esto nos lleva al núcleo del problema.

Históricamente y dejando de lado multitud de detalles, podemos empezar a hablar de España tal como nosotros empleamos el vocablo a partir de la fusión de dos reinos, esto es, el de Isabel I de Castilla y el de Fernando II de Aragón. Es con los Reyes Católicos que, propiamente hablando, nace España. Ahora bien, para cuando esta España originaria nació Cataluña ya existía y no era parte del nuevo reino. Es cierto que Cataluña había quedado ligada a Aragón desde el siglo XII, pero eso no pasó de ser una vinculación meramente formal, puesto que siguió manteniendo sus leyes, su lenguaje, sus costumbres, etc. La anexión de Cataluña se produjo mucho después. Sin embargo, de una u otra manera a lo largo de los siglos los catalanes dieron la batalla y lograron mantener su autonomía. Y, como siempre pasa, mientras los negocios marchan viento en popa (como con la conquista de América) y en general la vida florece, inclusive divisiones esenciales tienden a borrarse y se deja de concederles importancia, pero cuando las situaciones cambian automáticamente esas realidades vuelven a manifestarse, puesto que nunca se extinguieron sino que simplemente estaban desaparecidas. Con el franquismo, la represión y la castellanización de Cataluña llegaron a su cúspide y ni así se logró su asimilación. La anexión de Cataluña a la España franquista y post-franquista nunca fue, vale la pena señalarlo, como la anexión de Austria por Alemania: con todo y sus diferencias, estos dos últimos son un mismo pueblo, tienen el mismo lenguaje y han sido partes uno del otro a lo largo de cientos de años. Ese simplemente no es el caso de Cataluña y Castilla. Por si fuera poco, Cataluña se convirtió en la provincia realmente rica de España y su dinero sirve para sostener al país. Casi el 20 % del PIB español proviene de Cataluña, la cual en recompensa recibe más o menos la mitad. Hasta donde logro ver, hay razones para estar inconforme. Ahora bien, los hechos mencionados conforman un cierto trasfondo comprensible hasta para un tarado, pero los anti-independentistas centralistas recurren una y otra vez a un argumento que hay que discutir. De acuerdo con ellos, el referéndum que planea el gobierno autónomo de Cataluña no se puede realizar, “porque es anti-constitucional”. Intentemos calibrar este argumento.

El conflicto se da entre, por una parte, una constitución que sólo reconoce como entidad política total al país, tal como éste está constituido y, por la otra, un pueblo y su gobierno que quieren hacer valer su derecho de expresión libre y de autonomía, tal como está reconocida por esa misma constitución. Vale la pena señalar también que pretender bloquear, detener o anular un referéndum masivamente solicitado equivale pura y llanamente a ponerle un bozal a la población. Al hacer esto, la constitución en cuestión automáticamente se vuelve inconsistente: incorpora derechos cuyas aplicaciones prohíbe. Es exactamente como si un padre le dijera a su hijo: “Si estudias te llevo al cine”, pero luego el niño estudia y el padre no lo lleva al cine. Aquí es donde aflora la hipocresía de los “pro-democracia” a la que aludí al inicio: el referéndum es anti-democrático, exclaman, cuando lo realmente anti-democrático es impedir que un pueblo exprese libremente su posición y sus más legítimas aspiraciones. Ahora resulta que lo realmente democrático es suprimir la libre expresión de ideas, tener un proyecto político propio y todo en aras de una constitución que avala una situación de sojuzgamiento que el pueblo en cuestión ya no tolera. Esa es precisamente la posición de Mariano Rajoy, el jerarca madrileño quien, no estará de más recordarlo, logró formar un gobierno después de dos intentos fallidos, lo cual da una idea de su popularidad, y que ahora está abocado a reprimir una vez más a la comunidad autónoma de Cataluña. Dado que en el fondo no tiene argumentos válidos para cancelar el referéndum programado para el 1º de octubre, su política no puede ser otra que la de la represión del pueblo catalán. En otras palabras, lo que el gran defensor de la democracia, Mariano Rajoy, hace es simplemente usar los instrumentos de los que dispone para callar a un pueblo que a gritos pide que se le permita expresarse sobre su identidad política y sobre el status de su gobierno. Es así como proceden, en España y en muchos otros lugares, los auto-proclamados defensores de la democracia.

Desde mi perspectiva, no sólo el “argumento de la legalidad” es claramente inválido, sino que pone de relieve la incapacidad política del gran “defensor de la democracia” (dan ganas de decir, “de la democracia madrileña” o también “de la democracia castellana”) que es el Sr. Rajoy para negociar y manejar políticamente una situación conflictiva que obviamente ya se le fue de las manos y que él ya no controla. Con la típica actitud de intolerancia que sistemáticamente adoptan los auto-proclamados “defensores de la democracia”, Rajoy (apoyado por lo que es la suprema corte española, el Tribunal Constitucional) ha iniciado su labor de presión sobre el gobierno autónomo de Cataluña restringiendo partidas (muchos miles de millones de euros) para evitar la organización de casillas, la papelería, la propaganda política usual (spots de radio, televisión, etc.), etc., que se requieren para un referéndum y, obviamente, la participación ciudadana. Pero es evidente que frente a una sociedad de un nivel cultural muy alto, tremendamente politizada (por lo menos a este respecto), con muchos mecanismos a la mano para sortear los escollos que el gobierno central pueda irle poniendo, lo único que el gobierno de Rajoy va a lograr será exacerbar los ánimos y radicalizar la posición independentista de la gran mayoría de los catalanes (muy probablemente no de todos). Lo que está claro en todo caso es que si las presiones económicas fallan, lógicamente el paso siguiente es la represión militar. Aquí hay que preguntarse: a la larga ¿qué prevalecerá: una decidida voluntad popular o una feroz intervención militar? Confieso en voz alta y por escrito mi propio punto de vista: Señor Rajoy: tiene usted perdida la partida!

Lo que llamé el ‘argumento de la constitución’ es claramente falaz y ello no es tan difícil de hacer ver. Para empezar, recordemos (como la idea me gusta la repito cada vez que se me presenta la oportunidad) que las constituciones son productos humanos. No es Dios, el ser perfecto, quien las elabora. Por lo tanto, son susceptibles tanto de ser justas como de ser injustas. Sólo un necio que no entiende nada podría empecinarse y considerar que sí hay constituciones que podrían resultar absolutamente inmodificables. ¿Cuál es entonces la situación? En condiciones de relativa estabilidad, de crecimiento sostenido, de ausencia de crisis humana y de valores, etc., etc., las constituciones efectivamente son los marcos dentro de los cuales fluye la vida social. Ellas la regulan. Pero es igualmente obvio que se pueden generar situaciones en las que es el marco constitucional mismo lo que estaría puesto en entredicho y cuando eso llega a suceder lo más torpe que puede hacerse es apelar al marco cuestionado para contener el reto que significa el haber sido puesto en crisis. Eso es una evidente petición de principio y es precisamente la falacia en la que incurren los cegatones legalistas que saben derivar teoremas pero no cuestionar axiomas. Son francamente ridículos y políticamente muy dañinos. Sólo alguien muy obcecado no percibe que lo que podríamos llamar la ‘revuelta catalana’ es un proceso  social que no lo para nadie y menos un político tan mediocre y tan falto de imaginación como Mariano Rajoy. Las negociaciones casi siempre son viables y cuando se está en una situación que uno en su fuero interno sabe que es tanto justa como imposible de detener, lo que hay que hacer es negociar, conceder, intercambiar una cosa por otra, etc., y no empeñarse en una batalla perdida de antemano. No es Rajoy quien le va a quitar al pueblo catalán lo que ya se volvió una obsesión nacionalista, un objetivo colectivo compartido y un gran deseo de conformar una entidad política con sus propios cuerpos diplomáticos, su presencia con voz y voto en múltiples foros y organismos internacionales, su aspiración a manejar su propio presupuesto, esto es, el que ese pueblo genera con su trabajo cotidiano, sus impuestos, etc. La política “a la Rajoy” lo único que logra es contraponer pueblos, violentar principios y perder importantes posiciones políticas. No cabe duda: esos auto-proclamados “defensores de la democracia” son de lo más contraproducente que pueda haber para la democracia misma.

Rajoy, dicho sea de paso, es un títere que sin poder resolver los problemas que tiene en casa pretende participar en otros tableros políticos internacionales, es decir, inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, como si tuviera autoridad política y moral para ello! Sólo así entendemos sus comentarios, porque no son otra cosa, sobre el proceso que tiene lugar en Venezuela, un proceso genuinamente democrático del que él no tiene ni idea y ciertamente no permitiría (si de él dependiera) que ocurriera en España, así como su acerba pero superficial crítica del gobierno boliviariano de Venezuela. El problema para él es que se fue a enfrentar con un auténtico hombre de estado, como lo es el presidente Nicolás Maduro. Éste, ni tardo ni perezoso, le hizo ver que no pasa de ser un parlanchín contradictorio, alguien que va en contra de la libre expresión de los venezolanos para precisamente elaborar una nueva constitución, una constitución que refleje y recoja los avances realizados en el proceso socialista y nacionalista del Estado bolivariano. La verdad es que vale la pena citar al presidente Maduro. Dice: “Para Mariano Rajoy sí es legal una consulta paralela al Estado; pero no es legal el referendo que quiere el pueblo de Cataluña para decidir su estatus ante el Estado español. ¿Sobre qué referencia sacas tú, Rajoy, que el intento del pueblo de Cataluña es ilegal?”. Más transparente ni el agua cristalina de un manantial. Nos queda claro ahora el mensaje del auto-proclamado defensor de la democracia, uno más de esos pseudo-demócratas con quienes la discusión se vuelve un intercambio inservible de etiquetas y slogans: que haya referenda en todas partes del mundo, menos en Cataluña, que se criminalice la oposición política en España pero no en los países en donde se viven procesos emancipatorios permanentemente afectados por la acción ilegal de grupúsculos casi terroristas; que se mantenga y se respete el descarado elitismo español y que se exporte a países que pretenden madurar políticamente. Ese es el mensaje de los auto-proclamados defensores de la democracia, sus verdaderos enemigos, los que usan el bello ideal de la democracia para afianzarse en sus lujos y privilegios y para frenar todo impulso socialmente renovador. Y uno de sus mejores prototipos es el mediocre presidente de España, Mariano Rajoy. Santé!

¿Furia de la Naturaleza o Iniquidad Humana?

¡Pobre México! A la manera de una maldición bíblica, como una de esas plagas que nos cuentan que azotaron a Egipto, de pronto México se vio afectado por una serie de calamidades, a primera vista “naturales” y que, tanto por sus consecuencias como por las expectativas que suscitan, han hundido a sectores considerables de la población en el enojo, en la desesperación y en el miedo. Siguiendo con la interpretación bíblica de los sucesos, casi podríamos decir que así como la ciudad de Sodoma fue destruida por haberse convertido en una ciudad de vicio y de perversión, así también se podrían tener ganas de afirmar que la Ciudad de México habría sido castigada por todas las iniquidades que día a día en ella se cometen. El punto de partida de esta serie de calamidades, es cierto, no habría tenido mucho que ver directamente con la Ciudad de México aunque, en la medida en que una Secretaría de Estado está involucrada, también la capital del país lo habría estado. Me refiero, claro está, al tristemente célebre “socavón del Paso Exprés” de Cuernavaca. Concomitantemente, las lluvias arreciaron y entonces empezaron a sucederse, como año tras año, las cada vez más terribles inundaciones en la Ciudad de México. Y esta serie de catástrofes habría culminado el jueves a medianoche con un mini-terremoto que le puso los cabellos de punta a todos los habitantes de la ciudad. El parangón con Sodoma, inclusive si no lo tomamos demasiado en serio, es de todos modos sugerente.

Me parece que son dos las cosas que de inmediato se nos ocurre decir cuando pensamos en el asunto. Una es que las fuerzas naturales no operan como Dios y por lo tanto no tienen carácter moral y la otra es que tampoco es la Ciudad de México una ciudad de perdición, de depravación, de criminalidad, etc. Yo quisiera intentar cuestionar ambas tesis. Veamos hasta dónde podemos llegar en esta dirección.

Consideremos primero los fenómenos naturales. Obviamente, sería infantil pretender achacarles a los sucesos naturales (movimientos telúricos, lluvias torrenciales, etc.), considerados en sí mismos, un cariz moral. Los fenómenos naturales, hablando de ellos en abstracto, no son ni buenos ni malos. El problema es que nosotros nunca entramos en contacto con fenómenos naturales en, por así decirlo, estado puro: si llueve, llueve en sembradíos o en avenidas, si nieva, nieva en carreteras o en pistas de esquí, si se abre la tierra se hunde una banqueta o una carretera, y así sucesivamente. Es totalmente falseador imaginar el ser humano por un lado, la naturaleza por el otro y luego algo así como un encuentro casual entre ambos. Eso es a todas luces un pésimo cuadro de la realidad y el primer argumento que podríamos ofrecer para mostrar que en efecto lo es consiste simplemente en señalar que nosotros mismos ya somos parte del mundo natural. Por lo tanto, no hay tal distanciamiento, tal corte entre los fenómenos naturales, que serían, por así decirlo, neutros moralmente, y nosotros que, además de miembros del mundo natural, sí somos agentes morales. Con y por nosotros, la lluvia es benéfica o perjudicial, la sequía es útil o dañina, los vientos huracanados son aprovechables o destructivos y así sucesivamente. Esto lo podemos llevar al extremo y confirmar así lo que estoy tratando de afirmar. Por ejemplo,  gracias a que la NASA toma fotos de explosiones de Supernovas o de galaxias siendo tragadas por un hoyo negro o cosas por el estilo, lo que era mera naturaleza muerta se vuelve entonces de interés humano y entonces la naturaleza nos brinda la oportunidad de, verbigracia, disfrutar de colores que de otro modo serían inimaginables. O sea, hasta las más distantes de las estrellas adquieren súbitamente valor porque se convierten en objetos de contemplación estética. Esa es una forma de “aprovecharlas”, de disfrutarlas, de interactuar con ellas. Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con los fenómenos naturales que ocurren en nuestro planeta: en la medida en que entramos en contacto con ellos, los fenómenos se vuelven, por así decirlo, buenos o malos, mejores o peores. Imaginemos, por ejemplo, que cae una terrible lluvia pero que, contrariamente a los hechos, la Ciudad de México contara con una red de desagüe renovada, con un sistema de tuberías de la mejor calidad y de las dimensiones apropiadas, con un sistema hidráulico sin fugas, con un cableado bien tendido, con alcantarillas limpias, bien desazolvadas, etc., etc. En ese caso, el aguacero daría lugar quizá a un magnífico espectáculo. Hasta puedo imaginar que hay lugares en donde eso es precisamente lo que pasa. En cambio, si ese mismo aguacero cae en una ciudad descuidada durante lustros, con la mitad de su tubería rota, plagada de parches y arreglos primitivos, con las cañerías repletas de basura, con mezclas de agua de lluvia con aguas negras y así indefinidamente, entonces ese aguacero es una catástrofe. Me parece entonces que se tendría que admitir que tan pronto entramos en contacto con algún proceso de la naturaleza, automáticamente lo humanizamos, lo transformamos y lo cargamos de valor. Nosotros no lidiamos con fenómenos naturales en estado de pureza. Intentemos entonces extraer consecuencias de dicho resultado.

Consideremos fenómenos como temblores o, más impactantes todavía, terremotos, como el de 1985. Alguien puede exclamar con indignación: “¡Bueno, es claro que se haga lo que se haga, objetivamente el terremoto tiene la fuerza que tiene, es incontrolable y sus efectos serán los mismos bajo cualquier circunstancia!”. El problema es que eso último es justamente lo que es demostrablemente falso. Es obvio que para evaluar qué tan dañino resultó un determinado terremoto es importante saber a qué a clase pertenece, donde está el epicentro, etc., pero de todos modos la intensidad cuenta. Ahora bien, es cierto que a diferencia del de 1985, el terremoto del jueves fue ondulatorio y no tan largo, pero también lo es que la diferencia en efectos fue descomunal: en el de 1985 se cayeron 10,000 edificios y murieron más de 30,000 personas. ¡Comparado con él, el temblor de hace unos días fue casi de risa, a pesar de haber sido inclusive de mayor intensidad! ¿Cómo nos explicamos la diferencia? Desde mi perspectiva, lo que pasó fue que el terremoto de 1985 tuvo un costo humano y material tan alto que los humanos de aquella porción del espacio-tiempo tuvieron que aprender una amarga lección: costó 30,000 muertos y gran parte de la ciudad en escombros para que los ingenieros dejaran de hacer construcciones endebles, para que dejaran de hacer trampas, de engañar a sus clientes (particulares o gubernamentales). En vista del costo material y humano tan elevado, se tuvieron que establecer nuevas reglas de construcción, imponer nuevas exigencias, usar nuevos materiales, etc. Es obvio que mucho de eso no se habría realizado si el desastre no hubiera sido tan grande. Ciertamente se logró vencer la indolencia de ingenieros y arquitectos, las malas costumbres de todos los que participaban en la industria de la construcción, así como la corrupción desenfrenada de quienes otorgan los permisos, etc., etc., pero sólo sobre la base de 30,000 muertos. Y es aquí que el contraste se vuelve interesante: habiéndose establecido por la fuerza de la naturaleza una nueva cultura de la construcción, un temblor de la misma intensidad que el de hace 32 años no generó todo el desastre que causó aquel del 19 de septiembre. ¿Cuál es la moraleja de todo esto? Yo pienso que salta a la vista: dentro de ciertos márgenes establecidos por la acción humana, bastante amplios y elásticos dicho sea de paso, es decir, en la medida en que no nos las estamos viendo con cataclismos de magnitudes absolutamente incontrolables (el huracán Irene, por ejemplo, o el tsunami de Japón), la destrucción que genera un fenómeno natural se incrementa o disminuye dependiendo de si los humanos se desprotegieron a sí mismos, de si emplearon correctamente o mal emplearon sus propias técnicas, etc., o no. Podemos, por consiguiente, razonablemente inferir que si el mundo de la construcción no hubiera estado tan corrompido en el 85 y la catástrofe no hubiera sido tan grande, los efectos de este último temblor habrían sido devastadores.

Es evidente que la naturaleza puede causar grandes daños, pero la magnitud de éstos depende en alguna medida de cuán preparados estemos para enfrentarlos y esto último a su vez depende de cuán corrupta sea una determinada sociedad. La sociedad mexicana en los 80 era terriblemente corrupta en lo que a construcción de edificios concernía, por lo que cuando se produjo un determinado fenómeno natural, un brutal temblor, la sociedad pagó el precio de su corrupción. Huelga decir que en estos ajustes de cuentas no necesariamente pagan los verdaderos culpables o no sólo ellos, pero ese no es el punto porque aquí estamos hablando de manera global. Tal vez al ingeniero tal y tal no se le cayó su casa (porque esa sí la hizo bien), pero quizá se cayó el hospital en cuya construcción él participó y en donde estaba algún pariente o algún amigo suyo. Esas ya son contingencias anecdóticas que sirven sólo o para darle lustre o brillo al relato y no tienen carácter demostrativo. Lo que es importante es que vinieron mejoras y muchos años después frente a un evento similar la sociedad mexicana estaba mejor preparada y ya no tuvo que pagar tanto como en otros tiempos, porque se vio obligada a hacer correcciones a los modos de construir casas y edificios. Y cualquier ingeniero nos podría dar una cátedra al respecto, pero de hecho estaría con ello avalando nuestra explicación. Así, pues, la naturaleza reviste tintes morales precisamente porque en nuestra interacción con ella somos nosotros quienes la vestimos, por así decirlo. Lo que hay que entender es que hay sociedades, como la danesa para dar un ejemplo, que la visten de un modo diferente de como la viste la sociedad mexicana. Allá en Dinamarca los ingenieros y los administradores públicos son menos corruptos y frente a las potencialmente terribles inundaciones que podría provocar el Mar del Norte optaron por construir diques que efectivamente evitan que se produzcan catástrofes “a la mexicana”. En México se requiere siempre pagar un costo social muy alto. Nosotros, por razones de orden lingüístico, ya no diremos que un dios enojado nos castiga, pero sí podemos afirmar que la naturaleza nos hace ver cuán indefensos estamos cuando enfurece.

Consideremos ahora el segundo punto, a saber, el de si hay algún parecido en lo absoluto entre la Ciudad de México y Sodoma para seguir con el paralelismo del castigo por los modos de vida de los habitantes de ambas ciudades. Es poco probable que los vicios y las perversiones sean los mismos. Yo no sé qué otras desviaciones se padecería en aquella ciudad bíblica aparte de lo que desde entonces se conoce como ‘sodomía’, pero lo que sí sé es que en México aparte de esa hay muchísimas otras perversiones y de las más variadas clases. Aquí, aparte de desviaciones de tipo sexual hay desviaciones de corte financiero, político, legal, deportivo, artístico, etc., etc. Todo mundo sabe que en la Ciudad de México a cualquier persona le puede pasar absolutamente cualquier cosa. Eso quiere decir que el habitante de la capital no tiene un mínimo de seguridad: lo mismo lo asaltan que lo estafan que lo matan. Todo se puede, sobre todo porque se puede actuar impunemente. La gente ya se acostumbró a eso. Pero es precisamente ese el elemento que nos permite equiparar a la ciudad de México con la mítica Sodoma.

Consideremos rápidamente las inundaciones y los socavones. Por lo visto, tienen que producirse situaciones tremendas para que se puedan desarrollar políticas que sean efectivamente progresistas. El problema es que socavones e inundaciones, si bien pueden dar lugar a decesos, de todos modos no generan miles de muertos. Por ellos a miles de personas se les destroza la existencia, pero ellas de todos modos siguen viviendo y entonces los responsables no consideran que haya suficientes elementos para introducir modificaciones en sus ámbitos de “trabajo”. Tomemos por caso el socavón del Paso Exprés en Cuernavaca. Allí murieron dos personas, padre e hijo, y “nada más” (¡a cuyos parientes, dicho sea de paso, se les indemnizó con un millón y medio por cada uno de ellos, en tanto que a las dos hijas de la señora suegra del Secretario Gerardo Ruiz Esparza se les indemnizó con 15 millones de pesos a cada una cuando murió al ser atropellada!). Entonces los responsables y culpables no sienten que haya mucho que modificar. No hay suficiente presión social para ello. El problema es que además del socavón de la carretera de Cuernavaca este año proliferaron los socavones en la Ciudad de México, además de las cada vez más terribles inundaciones que tuvieron lugar durante este periodo de lluvias. Pero, de nuevo, no son únicamente las lluvias, los deslaves o los hundimientos los causantes de la desgracia de cientos de familias: son todo eso en un marco formado por burócratas irresponsables, políticos corruptos, técnicos tramposos y empresarios fraudulentos. Toda esa maldad hace que fenómenos naturales se conviertan en terribles desastres. Así, la naturaleza golpea a la sociedad mexicana porque en ésta quienes toman las decisiones, quienes hacen los grandes negocios con las instituciones gubernamentales, los técnicos contratados para realizar las obras, etc., todos ellos hacen mal su trabajo: sólo piensan en aumentar ganancias, de por sí cuantiosas, bajando la calidad de los materiales usados, inventando nuevas necesidades para justificar mayores gastos y en general recurriendo a toda clase de triquiñuelas que tienen como resultado que la infraestructura de la capital sea francamente deplorable. No creo que tengamos que pensar mucho para dar ejemplos: se inundan (algo a primera vista inimaginable) los segundos pisos, cuando uno pasa en ellos de tramo a tramo inevitablemente se pasa por una especie de tope o de hoyo (porque los ingenieros no saben unir dos tramos), la carpeta asfáltica está en el peor estado de su historia y colonias enteras son víctimas de las al parecer inevitables inundaciones. A diferencia de las inundaciones en otros países, por si fuera poco, aquí son de aguas negras, de manera que una vez que una casa quedó inundada prácticamente todo lo afectado tiene que ser tirado a la basura. O sea, todo el trabajo de las personas acumulado en refrigeradores, estufas, salas, etc., se pierde en un santiamén. Las casas mismas quedan dañadas, impregnadas de una pestilencia horrorosa, generando infecciones, etc. El punto es: nada de eso es un desastre “natural”. Casi podríamos presentar la situación como sigue: los seres humanos aprovechan fenómenos naturales para auto-generarse desastres y posteriormente acusan a la naturaleza de los males ocasionados. Pero es una presentación deliberadamente tergiversadora la que le achaca los males a la naturaleza. Los culpables son los humanos y la naturaleza los castiga.

En resumen: es porque en México la corrupción reina en todas las actividades que día a día se realizan que la naturaleza, a través de sus procesos, castiga a los habitantes de la Ciudad de México. Como no se trata de un asunto de impartición de justicia, los mal llamados ‘desastres naturales’ recaen en general sobre los menos preparados, sobre la gente más humilde, en los sectores más pobres de la ciudad, etc. Se puede desde luego seguir echándole la culpa de todo lo que sucede a la Naturaleza, pero eso es en el mejor de los casos un auto-engaño, una forma de evitar de asumir responsabilidades y eso es precisamente lo que se debe a toda costa evitar.

¿Cómo avanzar en un marco de corrupción generalizada? No es fácil responder de manera directa a preguntas globales como esa, pero podemos remplazar la pregunta por otras y así, poco a poco, la vamos respondiendo. La primera que se me ocurre es: ¿cómo pueden producirse inundaciones y socavones sin que haya castigados penalmente? No tiene caso engañarse tratando de buscar culpables directos, porque no los vamos a encontrar, pero sí podemos encontrar culpables políticos, gente que disfrutó de sueldos, que dio órdenes, que hizo jugosos negocios, etc., estando al frente de instituciones y organizaciones, públicas o privadas. Si no hay multas fuertes, encarcelamientos, juicios políticos, etc., entonces seguirá reinando la corrupción, se seguirá actuando en forma anti-social y se seguirán produciendo “desastres naturales”. En otros países y en otras épocas (probablemente más sanas desde diversos puntos de vista) más de uno ya habría sido fusilado. El razonamiento habría sido algo como lo siguiente: “Tú estabas al frente de la institución, el ministerio, la empresa, etc., que se ocupaba de estos asuntos y como cayendo bajo tu jurisdicción se produjeron tales y cuales eventos negativos de magnitud social imposible de minimizar o ignorar. Por lo tanto, tienes que pagar y el pago por el millonario daño ocasionado a cientos de familias, por los muertos, etc., es la horca o el fusilamiento o la silla eléctrica. ¡Elije!”. Yo estoy seguro de que con castigos ejemplares las cosas se irían componiendo muy rápidamente. Y ¿cuál sería el efecto casi inmediato de ello? Que la naturaleza ya no estaría tan enojada y dejaría casi automáticamente de castigar al pueblo de México.

Agonía Imperial

¿Cuál te parece, amable lector, más absurda: la idea de vivir eternamente o la idea de que puede haber un imperio que se mantenga como el Estado protagónico, el Estado Imperial por los siglos de los siglos? Por razones en las que, desafortunadamente, no puedo entrar aquí y ahora, lo cierto es que la obsesión con la idea de una vida sin fin poco a poco se ha ido diluyendo para finalmente casi desaparecer por completo de la conciencia colectiva. Vale la pena señalar que el que semejante pretensión haya ido poco a poco perdiendo vigencia en la mente de la gente no se explica por la formulación de potentes y ultra-claros argumentos, científicos o filosóficos, sino más bien por grandes cambios culturales, alteraciones profundas en los modos de vida que poco a poco fueron desviando la atención y los intereses de las personas en otras direcciones, como por ejemplo el deseo de vivir intensamente esta vida, sin preocuparse mayormente por lo que se supone que podría suceder en la siguiente. La idea de una vida de ultra-tumba quedó reservada para la fabulosa ilogicidad hollywoodense, pero ya no le quita el sueño al ciudadano común, como ciertamente lo hacía hace 10 siglos. A esa persona que piensa en pasarla bien, tener una familia, tener el nivel de vida (i.e., de consumo) más alto posible, tomar mucho alcohol, tener muchas relaciones sexuales y comer muchos tacos al pastor, la idea de una vida futura no le sirve de gran cosa, en el sentido de que no lo orienta en su vida cotidiana. Sencillamente, no la toma en cuenta. Así, pues, de puro obsoleto un deseo como el de querer vivir eternamente, sin saber ni siquiera bien a bien qué se quiere decir, ya no forma parte de nuestra galaxia de ideas y valores y, por lo tanto, no entra ya en nuestras prácticas, en nuestra existencia de todos los días. La idea de vida (individual) eterna pasó de ser una idea rectora a una idea casi incomprensible y enteramente inútil.

Por increíble que parezca, lo cierto es que si bien la idea de eternidad a nivel individual ya no entra en nuestros pensamientos más íntimos, la idea de un Estado imperial eterno en cambio parece resultarle a muchos más viable y, sobre todo, más aceptable. No obstante, en mi opinión una idea así es tan absurda como la idea de vida eterna o más, además de ser en mi opinión relativamente más fácil de desechar. Bien visto el asunto, pocas cosas hay tan ridículas como concepciones políticas que brotan en momentos de exaltación derivados de grandes triunfos concretos pero que son presentadas como si su validez rebasara con mucho sus limitadas coordenadas históricas. Un ejemplo de sandez “teórica” de esa estirpe fue la ridícula tesis del “fin de la historia”, elaborada a raíz del derrumbe del socialismo real y de la extinción de la Unión Soviética. Tan pronto el enemigo jurado del capitalismo monopolisto-financiero-imperialista (o sea, la URSS) finalmente se apagó, los ideólogos y demagogos a sueldo del sistema triunfador (los “Harvard professors” del momento) ni tardos ni perezosos dieron rienda suelta a su euforia ideológica y empezaron a pulular los cuentos de ficción acerca de un país que nunca más volvería a tener un rival digno de ser temido, que a partir de ese momento hasta la destrucción natural del planeta dicho país reinaría en forma indiscutible sobre la faz de la Tierra y cosas por el estilo. Huelga decir que ese país, en el que supuestamente estarían encarnadas todas las virtudes humanas y los valores supremos de los seres humanos, son los Estados Unidos. Aparentemente, la civilización americana era el punto culminante en la historia humana (por no decir del universo!).

Dejando de lado los escalofríos que genera una distopía tan horrenda como esa, lo cierto es que 20 años bastaron para hacer ver que la tesis en cuestión no pasaba de ser un insulso fraude ideológico, que las cosas no son tan sencillas y que la humanidad no evoluciona de manera tan simplista. Ahora bien, dado que “hacer ver” no es lo mismo que “refutar”, para nosotros la cuestión es: dado que los data con los que uno cuenta son congruentes con múltiples teorías: ¿cómo se refuta una “teoría” así? Más aún: dejando de lado lo que de hecho sabemos ¿es en principio factible refutar formalmente una “teoría” como la de que el imperio norteamericano es eterno, construida cuando éste estaba en su apogeo, cuando había alcanzado su clímax?

Yo creo que en este contexto en particular así como no hay demostraciones de nada tampoco hay refutaciones formales de tesis, hipótesis o teorías. Pero eso no significa que no podamos argumentar en un sentido o en otro. Si bien no hay ni demostraciones ni refutaciones sí hay argumentaciones con diferentes grados de plausibilidad; después de todo, algunas propuestas tiene que ser más convincentes o atractivas que otras. Y, como era de esperarse, yo sí creo que hay formas de razonar que llevan a pensar que lo que algunos se imaginaron que era un imperio que habría de durar más de mil años (asumo que sus partidarios querían algo superior al Tercer Reich, que estaba pensado nada más para mil) en realidad está por desmoronarse. Aquí hay dos puntos que quisiera enfatizar. Primero y paradójicamente, el argumento para mostrar que el supuesto imperio eterno no es tal gira en torno a la idea de poderío militar y, por ende, en torno a la idea de violencia bestial como único mecanismo para la resolución de conflictos; y, segundo, que lo que en efecto es imposible prever son las consecuencias derivadas de su derrota final. Veamos esto más en detalle.

Supongamos que pudiéramos tomarle una radiografía política al planeta: ¿qué veríamos? Yo creo que la respuesta es obvia: veríamos algo así como un planeta enfermo. En verdad, se siente la tentación de decir ‘desahuciado’ y desde luego agotado (humanamente, en su flora, en su fauna, en sus océanos, sus subsuelos, su atmósfera, etc.). Pero si quisiéramos explicarnos su estado: ¿a qué le atribuiríamos su situación? Una respuesta a primera vista inobjetable sería que el planeta está así precisamente porque el Estado hegemónico, el Estado imperial, desde un punto de vista histórico probablemente el peor de todos, es decir, el Estado que más que ningún otro le imprime su impronta al planeta, que lo marca y en más de un sentido orienta o dirige, está entrando en una fase ya perceptible de descomposición. Esta fase es inevitablemente de, por así decirlo, sacudidas políticas severas, espasmos sociales violentos, convulsiones económicas cada vez más graves. Pero ¿cómo determinar si efectivamente el imperio americano inició ya su proceso de descomposición, cómo saber (como se dice) “a ciencia cierta” si lo que estamos viendo no es más que una crisis pasajera y que todo lo que se quiera añadir no pasa de ser mero wishful thinking?

En mi opinión, disponemos con suficientes elementos como para sostener que el zenit americano definitivamente ya quedó atrás. Los signos que tengo en mente son tanto internos a dicho país como externos a él. Los más notorios son, sin duda alguna, los factores externos, los cuales muestran de manera objetiva que la expansión del imperio alcanzó sus límites, pero en mi opinión los simbólicamente más relevantes son los internos. Echémosle un rápido vistazo a estas dos clases de realidades políticas.

El dato fundamental en política mundial es que, a diferencia de lo que, quisiérase o no, tenía que admitirse hace todavía un par de décadas, los norteamericanos ya no son los amos del planeta. Es cierto que sus tropas están desperdigadas por todo el mundo en cientos de bases militares, pero lo que ahora todo mundo entiende es que no están allí para imponer y hacer valer la ley, porque ¿cómo podrían ellos ser los abanderados de la legalidad si desde hace mucho tiempo ya dejaron de ser los representantes de las leyes internacionales, si son los primeros en romperlas? Las sanciones impuestas a Rusia, por ejemplo, entran en ostensiblemente en conflicto con las leyes internacionales de comercio, además de ser ridículamente ineficaces. El soldado norteamericano, que otrora se presentara (y se auto-representara a sí mismo) como un soldado de libertad y como defensor de la democracia, se fue convirtiendo poco a poco en un soldado pirata que lo único que lleva a donde hace su aparición es terror, destrucción y muerte. No hay población en el mundo que espontáneamente le dé la bienvenida al soldado norteamericano, que lo reciba como héroe liberador (con la posible excepción de Polonia, y eso de sólo un sector de la población de ese país). A estas alturas, todo mundo entiende ya que el soldado yanqui trabaja básicamente para defender y salvaguardar los intereses de los dueños de su país, esto es, las grandes corporaciones y los bancos. En este sentido, el ejército norteamericano es casi un ejército privado y en ese sentido es, contrariamente a las apariencias, simplemente un ejército de mercenarios, de condottiere. Si no queremos caer en juegos demagógicos burdos: ¿tendría algún sentido siquiera afirmar que el soldado norteamericano está en Afganistán para defender la democracia, la justicia, la libertad del pueblo afgano, para promover la liberación de las mujeres, para luchar en contra de la producción de amapola, para construir escuelas y hospitales?¿O podría decirse que está allá para defender los intereses del ciudadano medio de, digamos, Iowa o de Pennsylvania, porque las familias de esos estados de la unión americana estarían gravemente amenazadas por los talibanes o por el Estado Islámico? Preguntas como esas son hasta chistosas, por lo que no creo que haya una persona en el mundo con dos dedos de sesos y un mínimo de información que estuviera dispuesta a tomarlas en serio y responder afirmativamente a cualquiera de ellas. De hecho, más en general y contemplando las cosas retrospectivamente, ahora podemos decir del militar norteamericano que éste nunca fue un militar liberador, ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial (¿qué clase de “liberador” es alguien que lanza una bomba atómica en contra de una ciudad prácticamente indefensa?). Es verdad que los norteamericanos siguen teniendo primacía militar sobre Rusia y sobre China, pero eso en cierto sentido es ya irrelevante por una sencilla razón: aunque todavía sean superiores militarmente, por lo menos en el caso de Rusia (y de China dentro de una década a más tardar) su superioridad no basta para ganar el enfrentamiento mediante un inicial ataque sorpresa. Entonces aunque sean superiores no lo son ya suficientemente. De hecho, podríamos decir que (afortunadamente y también gracias a la astucia de algunos de sus interlocutores y adversarios) dejaron pasar su oportunidad. Tienen, desde luego, la opción de lanzar un ataque sorpresa y totalmente destructor, pero ellos lo harían a sabiendas de que serían inmediatamente destruidos, por lo que sería tanto criminal como suicida intentar algo así y por lo tanto no es esa una línea político-militar que tenga mucho sentido adoptar. Los nuevos equilibrios militares en cambio sí explican los cambios en las correlaciones de fuerzas y en las actuaciones políticas: hace 20 años al gobierno chino ni siquiera se le habría ocurrido generar islas artificiales en el Mar de China, como lo ha hecho ahora, islas a las que ha convertido en muy útiles bastiones militares. Ya no hay forma de sacarla de allí, independientemente de las amenazas del gobierno imperial. El punto es simple: el gigante guerrero invencible de Norteamérica dejó de serlo. Sus caprichos geoestratégicos ya no son acatados al pie de la letra por todo mundo. Y China no es el único caso. En pocas palabras: el mundo ya no está a disposición del amo norteamericano. Esa fase de la historia ya terminó.

Si ahora examinamos los signos internos para tratar de apreciar el grado de salud del Estado norteamericano, a mí me parece que la situación es inclusive mucho más clara. Para comprender lo que está pasando tenemos que hacer un esfuerzo por entender los cambios que se han venido produciendo. Muy rara vez en otros tiempos, salvo por ejemplo durante las convenciones de los dos grandes partidos, se había visto que la policía norteamericana reprimiera a ciudadanos norteamericanos blancos. Negros, chicanos, habitantes originarios y demás siempre fueron objeto de represión en los Estados Unidos, pero no los ciudadanos de origen anglo-sajón, escandinavo, los “wasps”. Cualquier percibe ahora que el papel de las fuerzas del orden en los Estados Unidos pasó de ser un instrumento de legalidad a ser un instrumento de represión política. Los Estados Unidos poco a poco (y, no obstante, muy rápidamente) se fueron transformando en una cada vez más visible plutocracia, lo cual genera tensiones cada vez más graves entre las clases pudientes y las clases trabajadoras de ese país. Lo que ocultó siempre las contradicciones internas al sistema fue el alto nivel de vida de los ciudadanos, el “full employment” del que gozaron en diversos momentos de su historia, pero eso es ya parte de su pasado. La verdad importante es la siguiente: por primera vez se siente en los Estados Unidos lo que es la lucha de clases. Esta lucha interna ha impedido, por ejemplo, que se construya y eche a andar un genuino sistema público de seguridad social. Si ello no se logra no es porque sean tontos, sino porque hay intereses contrapuestos operantes, los de las compañías aseguradoras, por una parte, y los de los asegurados, la gente en general, por la otra y el gobierno ya no sabe qué hacer. Rara vez son los intereses de las clases populares los que prevalecen. El repudio del “Obamacare”, que era una forma incipiente de seguro social, una componenda que implicaba un inmenso subsidio gubernamental, es un buen ejemplo de ello. En todo caso, lo que hay que entender es que es la sociedad americana en su conjunto lo que está en crisis. La estrategia retórica de D. Trump, consistente en echarle la culpa al resto del mundo por los conflictos internos de su país, es sólo un expediente de demagogia barata, no el resultado de ningún análisis serio. ¿Cómo es posible decir en público que el TLC sólo ha servido a los intereses de México cuando ellos desde el arranque fijaron los principios y las reglas del tratado? Más bien, lo que pasa es que los verdaderos gobernantes en los Estados Unidos se niegan a aceptar que su sistema de reparto de la riqueza está viciado, que su sistema de impartición de justicia está corrompido y que la superación de sus contradicciones sólo puede emanar de una profunda transformación interna. ¿De qué clase de transformación estamos hablando? De un cambio en el que los intereses genuinamente populares triunfen frente a las ambiciones sin límite de las grandes compañías trasnacionales y de la banca mundial (no me atrevo, pero estoy tentado de decir que lo único que pude salvar a los Estados Unidos es lo que sus élites más temen, a saber, el socialismo). El problema es que nada de eso se logra por decreto o por pasajeros movimientos sociales, por virulentos que resulten ser. La transformación social que se requiere para superar las contradicciones de la sociedad norteamericana presupone lo que podríamos llamar ‘incubación política’ (politización, maduración ideológica, etc.) y el pueblo norteamericano apenas está empezando a entrar en ese proceso. Para dar una idea de la clase de proceso preparatorio que tengo en mente daré un ejemplo: la Revolución Rusa requirió de un proceso de incubación de no menos de 100 años. Fue al cabo de un siglo de protestas, luchas clandestinas, proliferación de grupos revolucionarios, manifestaciones violentas y represión (piénsese en, por ejemplo, la Ochrana (ojrana, seguridad, protección), que era algo así como la CIA del zar), surgimiento de grandes figuras, etc., etc., que pudo darse el movimiento político que culminó con el aniquilamiento del zarismo. Yo ni mucho menos pretendo afirmar que tengo alguna idea de cuánto tiempo se requerirá para que la sociedad norteamericana logre despertarse de su “sueño dogmático”. De que no es para mañana podemos estar seguros, pero de que un proceso así ya está iniciado también.

Hablé más arriba de abuso de la violencia y de la fuerza. El Estado que hace 50 años quitaba y ponía gobernantes como más le convenía sin mayores problemas o con problemas pero con mucho éxito, el que organizaba golpes de Estado a derecha e izquierda, tanto en Irán como en Chile, el que llevaba e institucionalizaba la tortura en los países en los que se gestaban los así llamados ‘movimientos de liberación nacional’, ese Estado ya no puede imponerse como antaño. Sus horripilantes planes de dominación son fallidos. Puede ciertamente llevar el horror y la destrucción, pero eso precisamente es el núcleo del argumento: eso es todo lo que pueden hacer. El ejercicio de su poderío no tiene más que una faceta negativa, real, incuestionable, pero meramente negativa. La parte constructiva de su participación en el mundo, parte integral de todo imperio que se respeta, se ha ido opacando hasta volverse casi invisible: la gran superpotencia mundial no ayuda ni a Haití (que es de hecho, desde 1915, un país ocupado por los norteamericanos); sus “negociaciones” se reducen a puras amenazas (esto lo pueden corroborar los actuales negociadores mexicanos del tristemente célebre Tratado de Libre Comercio. El saludo amenaza inicial fue “Si no aceptan nuestras condiciones nos salimos del tratado!”); los Estados Unidos no juegan ya ningún papel civilizatorio positivo o constructivo, están marcados por el racismo y la xenofobia y por increíbles y cada vez más notorias e indignantes diferencias sociales. En los Estados Unidos hay en realidad dos gobiernos (como lo pone de relieve el hecho de que Trump esté en la vía de la destitución), lo cual es un signo innegable de descomposición institucional. En verdad, en lugar del “sueño americano” de ahora en adelante se debería hablar más bien de la “pesadilla americana”. La fase constructiva del imperio norteamericano, si la hubo, quedó rebasada. La bandera norteamericana es ahora la figura siniestra del soldado de lentes oscuros y armado hasta los dientes, una especie de robocop, el policía idealizado por el odioso Verhoeven. ¿Cuál es en estas condiciones el único mecanismo para lidiar con ellos?

Yo creo que la mejor lección que nos da la política contemporánea proviene de un pequeño país asiático, sometido a toda clase de brutales presiones comerciales, diplomáticas y militares (ejercicios permanentes, espiados, amenazados, etc.), pero que optó sin titubeos por la auto-defensa total. Me refiero a Nor-Corea, un país injustamente vilipendiado, deformado a través de una prensa que no es otra cosa que un arma política más y cuya función es la distorsión mental sistemática de los habitantes del planeta. Pero Nor-Corea se aferró a su armamento nuclear (disponiendo ahora ni más ni menos que de bombas de hidrógeno!) y con eso garantizó su existencia. Podemos estar seguros de que los norcoreanos no van a salir a conquistar a nadie, pero no se van a dejar intimidar por la gigantesca maquinaria guerrera norteamericana. Al parecer esa es la fórmula para defenderse de una metrópoli que sólo sabe sobrevivir por la fuerza. Es claro que no todos los países pueden desarrollar armamento atómico, pero todos los países pueden intentar al menos hacer valer sus derechos, en foros internacionales y aprendiendo, como Venezuela, a generar la base social que les permita independizarse del verdadero imperio del mal. Ya es más que tiempo de que el famoso edificio newyorkino del Estado Imperial sea remplazado por un magnífico edificio consagrado a la paz y a la amistad entre los pueblos de la Tierra.

La Política al Revés

Es evidente que en México prevalece una concepción enteramente diluida y distorsionada, una noción primitiva y poco interesante de la política y, por ende, del político. Grosso modo, para el hombre común, para el hablante normal, los bandoleros se dividen básicamente entre los que no tienen el respaldo de la ley y del poder público y lo que sí gozan de ambas cosas. La política es vista en nuestro país, no injustificadamente, como una profesión más sólo que en lugar de que el objetivo de dicha profesión sea la adquisición de conocimientos y de que su motivación sea contribuir en algo al bienestar de la humanidad, la carrera de política (no confundir, desde luego, con la carrera de ciencias políticas) tiene como objetivo, primero, entrar y mantenerse hasta donde resulte factible en las esferas del poder y de la toma de decisiones y, segundo, enriquecerse todo lo que se pueda (lo cual, para que valga la pena, tiene que ser una meta alcanzable sólo en forma ilegítima, obviamente). Quiero informarle al amable lector que eso no es la política y que no es en eso que consiste ser un político, en el sentido genuino de palabra. Un verdadero político es un individuo que, como si tuviera tentáculos o antenas, se nutre simultáneamente en por lo menos cuatro importantes áreas o dimensiones de la vida social. Tiene, desde luego, que ser un hombre hábil, osado, que sepa moverse en el mundo de las traiciones arteras y de las intrigas palaciegas, un hombre que aprenda, con base en la experiencia, a medir situaciones y a calibrar a los seres humanos a fin de lidiar con ellos de manera más exitosa cada día. Pero ni mucho menos se agotan con estas habilidades las cualidades del verdadero político. El verdadero político es un hombre moralmente correcto, lo cual significa en primer lugar que es una persona que, sin esperar a que vengan a hacerlo por él, se auto-impone límites, alguien que asume de entrada que no todo le está permitido y que está consciente de que no tiene derecho a tratar a los demás simplemente como medios para la obtención de sus propios fines, que en su fatuo egotismo él considera superiores. En tercer lugar, un político en serio es también un hombre con objetivos impersonales, imbuido de motivaciones y deseos concernientes al bienestar de la población, lo cual naturalmente quiere decir que tiene preocupaciones sinceras respecto al bienestar y la seguridad de las grandes masas y de los grupos sociales más desprotegidos y vulnerables. Esto, yo creo, es perfectamente comprensible, porque realmente ¿cuál sería el mérito de preocuparse por el bienestar de los que ya viven bien y mucho mejor que los demás? El interés por quedar bien con los poderosos y los super-ricos sólo se explica por el anhelo de congraciarse con ellos para aproximarse, aunque sea a distancia, a su mundo y tratar de llegar a ser parte de él, sin que importe cuán irresponsable y perruna deba ser su conducta para alcanzar el fruto deseado. Ambiciones como esas ciertamente no son parte constitutiva de la personalidad del político en sentido estricto, quien de entrada es un hombre independiente y a quien sería hasta ridículo intentar sobornar con unas cuantas monedas (o casas o lo que sea). Por último, quiero señalar que un político paradigmático es un hombre que no es indiferente a la vida artística, por lo menos en el sentido de que es una persona que sabe hablar, que habla (por así decirlo) “bonito”, un orador que sabe tanto persuadir a su interlocutor como a hacer vibrar un estadio repleto de personas. Un político es, al menos, todo eso. Preguntémonos ahora: ¿es México un país en el que florecen políticos que se ajusten, aunque sea en alguna medida, al perfil que hemos someramente delineado?¿Hay políticos exitosos en México que hayan leído cinco libros, que no sean depravados sexuales, que vivan no de lo que obtienen gracias a los negocios que hacen por ocupar los puestos que ocupan sino de lo que legítimamente tienen, que luchen por ideales que rebasan a sus intereses privados, que tengan personalidades atractivas y un valor per se y no por los aditamentos que los adornan? Le dejo al lector la respuesta sin desde luego olvidar recomendarle que adapte su contestación a todos los niveles de la jerarquía y de la estructura política de nuestro país.

Dando, pues, por supuesto que en México carecemos de políticos en un sentido un poco más noble que en el imperante, hasta un niño de primaria sobre esa base inferiría que la ausencia de auténticos políticos en el panorama nacional (una ausencia que, con las honrosas excepciones de siempre, data ya de muchos decenios) tenía que tener consecuencias nefastas para la sociedad mexicana en su conjunto. Aunque ciertamente deberíamos hablar de una relación dialéctica, de una mutua interacción, entre la población y sus gobernantes, yo pienso que es una falacia muy dañina sostener que es la sociedad lo que corrompió a la clase política y no más bien a la inversa. El peso de la responsabilidad por la omnipresente corrupción que reina en México recae no sobre el miserable chofer que le da su “mordida” al policía de tránsito para poder seguir su camino ni sobre el angustiado comerciante que tiene que ofrecer prebendas en una Delegación para que sus trámites no se detengan o que sus papeles no se extravíen. Definitivamente no! Esa inmensa responsabilidad recae sobre todo en el desfachatado político que llegó a gobernador y que se robó la mitad del presupuesto destinado a hospitales, carreteras o escuelas, por decir algo; recae sobre el escurridizo titular de alguna Secretaría a la que desfalcó o sobre algún grotesco presidente municipal que sirve simultáneamente al Estado y a fuerzas anti-sociales de manera que ni él mismo sabe después con quién ser leal y qué decisiones tomar. Y lo importante en todo esto es entender que la ausencia de verdaderos políticos en el escenario nacional está íntimamente vinculada a la corrupción que está carcomiendo al país. Así, pues, la mera no presencia del Bien está internamente vinculada con la presencia del Mal.

Es interesante e importante notar que el que las riendas del país estén en manos de bandoleros respaldados por la ley y por el poder que confiere el manejo de las instituciones tiene un efecto sumamente perturbador en otra área, a saber, en el área del pensamiento. Lo que deseo sostener es que la corrupción social implementada de manera sistemática termina por corromper a la razón y en esa medida a la misma lógica. Para decirlo sin dar lugar a ambigüedades: la corrupción pudre el pensamiento.  Los esquemas de razonamiento de diputados, gobernadores, embajadores, etc., de un país devorado por la corrupción, como lo es México, casi inevitablemente son falaces, defectuosos, inválidos y por lo tanto, en la medida en que hay una conexión esencial entre lo que pensamos y lo que hacemos, las acciones a que dan lugar las decisiones de gobernantes corrompidos tienen que ser socialmente negativas y desde luego incomprensibles para los ciudadanos en general. Yo creo que es importante ilustrar esta faceta de la podredumbre política en que nos tienen inmersos nuestros dirigentes, las personas a quienes podríamos denominar los “líderes del país”!

Partamos de hechos cotidianos. Apelando a los datos a los que podemos tener acceso, sabemos que por lo menos en lo que va de 2017 prácticamente en todas las formas delictivas (extorsión, secuestro, homicidio, violación, asalto a casa habitación, etc.) los números subieron, por lo menos con respecto a 2016 (lo cual no es poco decir). Eso quiere decir que en su lucha con las organizaciones criminales las corporaciones policiacas van perdiendo la batalla (aprovechando para de paso señalar  que quien está perdiendo la guerra es la población en su conjunto). Es mínimo el número de delitos que quedan satisfactoriamente resueltos. Eso a su vez significa que en esta sociedad la prevención del delito es mínima y que, hablando en general, la policía sólo puede, de manera muy poco exitosa, perseguir a los criminales, pero no adelantárseles para impedir que cometan sus desmanes y atrocidades. El ciudadano, por lo tanto, está desprotegido y es así como se tiene que desplazar, caminar por las calles, manejar su auto (si tiene), etc., etc., y también usar el servicio de transporte público. Pero ¿qué sucede? Que muy a menudo las personas que usan el transporte colectivo son objeto de brutales atracos a mano armada. ¿Qué sucedió durante lustros? Que a la gente impunemente dos, tres o cuatro malandrines le arrebataban sus pertenencias, sus relojes, sus celulares, sus modestos anillos o pulseras, etc., y, desde luego, su dinero en efectivo. Todo esto envuelto en gritos y amenazas, con pistolas apuntando a las cabezas o, lo cual sucedió en muchas ocasiones y sigue sucediendo, causando heridas con armas punzocortantes o simplemente hiriendo o matando a balazos a personas que se resistían a ser robadas, culminando todo en la huida exitosa de los maleantes. Pero ¿qué empezó a suceder?¿Qué fenómeno social empezó a darse? Yo creo que era previsible a priori, pero en todo caso mencionémoslo abiertamente: la gente empezó a prepararse para situaciones como la descrita, la gente empezó a portar armas y en algún momento algunas personas las usaron durante uno de esos ataques en el autobús o en la “combi”. Representémonos entonces la situación: la gente va al trabajo, suben unos malvivientes al camión, amagan y aterrorizan a las personas, a las que van humillando, golpeando y despojando de sus pertenencias hasta que, súbita e inesperadamente, un pasajero saca un arma y dispara. Los asaltantes caen muertos o gravemente heridos, el pasajero se baja y desparece. A pasajeros así se les llama en México ‘justicieros’.

Es a partir de este momento en que se plantea un problema que es a la vez de lógica, de moralidad y de sentido común. Cuando la policía llega y encuentra los cadáveres de los asaltantes interroga a los pasajeros. La reacción generalizada (por no decir ‘unánime’) de la gente es: “Yo no vi nada. No pude ver a la persona que disparó. Todo fue muy rápido y la persona en cuestión desapareció de inmediato”. Primera pregunta: ¿es esa reacción normal?¿Es incomprensible realmente que los pasajeros no quieran entregarle a la policía al hombre que los defendió de un brutal asalto? Con todo respeto, yo lo encuentro perfectamente comprensible: si alguien me va a hacer daño, otra persona interviene y me defiende y luego quieren que yo diga quién fue: ¿sería moralmente correcto que yo, el beneficiado por la acción del interfecto, entregara a quien me protegió? A mí de entrada me parece muy implausible responder diciendo que sí. Segunda cuestión: los fiscales de homicidio, los agentes del Ministerio Público, gente que quizá no tenga ni idea de cómo se desarrolla un asalto y de todo lo que puede suceder en casos así, de inmediato recurren al famoso slogannadie puede hacerse justicia por mano propia! Y esto es presentado como el punto de vista final, definitivo, incuestionable. Por mi parte, quiero intentar poner a prueba dicha “verdad”, porque intuitivamente considero que la frase en sí misma es bella e inatacable, como cuando alguien en algún estado de éxtasis exclama “Todo ser humano tiene un valor intrínseco invaluable!”. Esta segunda frase es prima facie imposible de rechazar, pero ¿la emplearía alguno de sus proclamadores para hablar de un despiadado asesino de dimensiones históricas, como Pedro de Alvarado por ejemplo, o pretendería hacerla valer para el hombre que mandó lanzar una bomba atómica contra una ciudad japonesa?¿Acaso también torturadores de la CIA o miembros de escuadrones salvadoreños de la muerte tienen un “valor intrínseco”? El peor de los asesinos de toda la historia de la humanidad, sea quien sea: ¿también tiene un valor intrínseco incuestionable? Pero regresando a nuestra frase, en mi opinión ésta es aceptable pero sólocuando es empleada en determinados contextos, no en todos. ¿En qué contexto tendría una aplicación imposible de rechazar la frase nadie puede hacerse justicia por cuenta propia o por sus propias manos? Yo pienso que la respuesta es simple: en toda sociedad en la que efectivamente se hiciera justicia a los ciudadanos de manera sistemática. Si se vive en un país en el que cuando se comete un crimen el criminal es juzgado y efectivamente castigado, hacerse justicia por mano propia es incuestionablemente un delito, una conducta definitivamente inaceptable, puesto que para ello precisamente están los órganos de persecución del delito e impartición de justicia. Pero el punto importante aquí es que esa premisa es justamente la que está faltando en el razonamiento del político y del policía que tratan de atrapar al justiciero y de aplicarle la ley como se le debería aplicar a homicidas delincuenciales, es decir, a individuos que asesinaron a personas al pretender despojarlas de sus pertenencias, por venganzas personales, etc. Mi pregunta es: ¿es sensato condenar, aunque sea in absentia, a alguien que mató a un peligroso ser anti-social por defender a un grupo indefenso de personas?¿Es lógicamente coherente sostener algo así? Mi propio punto de vista es el siguiente: desde luego que puede uno aferrarse ciegamente al slogan mencionado, pero quien sostenga que el así llamado ‘justiciero’ debe ser perseguido y condenado nos tiene que decir también cómo, en su opinión, tendrían que actuar o haber actuado los involucrados, englobando con ello tanto a los pasajeros inermes como al así llamado ‘justiciero’. Entonces podremos apreciar que hay a la vez algo de profundamente absurdo e injusto en la respuesta legaloide, porque lo único que van a poder afirmar los defensores del slogan es que la única conducta viable para los pasajeros sería dejarse tranquilamente asaltar! Quiero pensar que los fanáticos de las frases hechas no querrían sugerir que la reacción correcta por parte de los pasajeros consistiría en tratar de convencer a los bandoleros de que lo que estarían a punto de cometer sería una acción condenable desde todos puntos de vista o algo por el estilo, puesto que eso no pasaría de ser una vulgar burla.

Tomé el caso de los justicieros en parte porque es actual y en parte porque es un tópico interesante en sí mismo. Tiene que ver, por ejemplo, con la defensa propia. Se supone que si alguien mata a un asaltante en defensa propia su acción está legitimada, pero si en la misma situación el sujeto mata al delincuente que estaba asaltando o violando a la persona que estaba al lado, entonces su acción ya no tiene el status de legítima, porque no habría sido en defensa propia aunque el crimen cometido sea el mismo. Me parece que el asunto es muy resbaladizo, porque suena plausible decir tal cosa si uno no conoce a la persona asaltada, pero si la persona en cuestión era la madre o la esposa o la hija del sujeto ¿tampoco tenía derecho a defenderla? Aquí hay algo importante que no está claro y es un vértice, por así llamarlo, en el que convergen muchas líneas de pensamiento que terminan por generar un caos conceptual y descriptivo. Pero dejando de lado casos como los mencionados, lo que yo quisiera plantear es algo un poco más abstracto. Yo creo que cuando el derecho y las prácticas de gestión en una sociedad desembocan en situaciones de conflicto teórico que son en el fondo irresolubles, ello se debe a que el espíritu de la sociedad de que se trate está enfermo. No es con consideraciones de derecho como se resuelven los grandes dilemas de la vida social, porque el derecho es regulativo sólo a posteriori. El derecho se ajusta a los requerimientos sociales y es porque la sociedad en su conjunto está regida por instrumentos y mecanismos putrefactos que sistemáticamente se suscitan situaciones que son esencialmente conflictivas y que no tienen una resolución racional. Es, pues, por culpa de la política, lo cual quiere decir ‘por culpa de los políticos que tenemos’, por los dirigentes que en todos los contextos de la vida social se han desentendido de sus verdaderas funciones para no pensar en otra cosa que en sus beneficios personales, pecuniarios u otros, que  se gestan situaciones y conflictos irresolubles. Es porque no tenemos verdaderos políticos que la vida en México se convirtió en un riesgo cotidiano, en una lucha permanente en contra de la injusticia y del despotismo no ilustrado (el gobierno de la Ciudad de México es un paradigma en este sentido). La gran incógnita es: ¿hasta dónde se llegará en el rumbo que se le ha imprimido a México?

Yo estoy convencido de que el primer gran paso en lo que podríamos llamar el ‘proceso de des-corruptibilidad’ de la nación consiste en inculcarle a la gente que se decida finalmente a defender sus derechos. Para neutralizar a autoridades corruptas lo que se requiere es formar organismos de vigilancia, de control de aplicación de reglamentos, de supervisión de quienes, momentáneamente, ocupan puestos en los que se toman decisiones. Hay que enseñarle a los políticos que las distinciones entre las personas no se justifican en términos de poder económico o de belleza física. Se le tiene que hacer entender a los políticos que la verdadera división entre los seres humanos se da entre, por una parte, aquellos que no supieron hacer otra cosa durante su efímera existencia y su veloz paso por el planeta que velar por intereses particulares, peleando todo el tiempo por hacer triunfar su mezquindad y su estrechez espiritual y, por la otra, aquellos que vivieron guiados por la idea de que la única forma de dotar a la vida de un sentido tranquilizante consiste en disfrutarla trabajando siempre para los demás.

Presencia de Moloch

Difícilmente, me parece, podríamos encontrar una palabra más apropiada para calificar el actual panorama mundial que ‘escalofriante’. Dejando de lado a ciertos estratos ultra-privilegiados de personas que están blindadas frente a cualquier crisis imaginable (puesto que son ellos quienes las generan y de las que se benefician) y concentrándonos en las “poblaciones normales”, de seguro que hay algunas regiones en el planeta en donde se vive tranquilamente y en donde la gente tiene la oportunidad de actualizar sus potencialidades, de aplicar sus habilidades, de disfrutar plácidamente su vida familiar y en general de desarrollarse de manera sana y productiva. Paraísos así, creo, los contamos con los dedos de la mano. Quizá en lugares como Finlandia, Islandia, Suiza o Alaska se pueda vivir sin padecer, en forma directa al menos, los efectos de las guerras, las oleadas de inmigrantes, las burbujas especulativas, el paro forzado, la criminalidad rampante y demás. A nosotros, desde luego, nos llena de gusto, aunque se trate de unos cuantos oasis humanos, que haya personas que puedan cumplir exitosamente con los objetivos de la vida. Debo no obstante confesar que, antes que con los privilegiados, mi vinculación sentimental es con el grueso de la población mundial, es decir, con ese inmenso sector de la humanidad para el cual cada día es un nuevo reto, una nueva aventura y cuyo desenlace inevitablemente escapa a su control. Por ejemplo, la gente no puede saber si el día de mañana se producirá una tremenda devaluación o una crisis en la Bolsa de modo que súbitamente todos sus ahorros se podrían ver reducidos a corcholatas y si tendrá entonces algo para llevarse a la boca o algo que llevar a su casa. Dejando de lado a los felices, para el resto de la humanidad el paisaje vital cotidiano, en un espectro muy matizado de situaciones obviamente, dista mucho de ser halagüeño. Piénsese tan sólo en esa zona del mundo sobre la cual parece haber caído una maldición infernal, a saber, el Medio Oriente. ¿Qué es lo que allí tiene lugar día con día? Tomemos como ejemplo a Irak, un país devastado por una guerra completamente injustificada, puesto que el pretexto de la invasión norteamericana era la existencia de armas de destrucción masiva, armas que no existieron más que en las enfermas mentes de los diseñadores de la invasión. Y está Siria, un país que, si los controladores del mundo no hubieran sido tan fanáticos y sus envidias y odios tan bestiales, con un poquito de tiempo habríamos podido incluirla en lista de países privilegiados como los mencionados más arriba. El problema es que eso precisamente era lo que no se podía permitir. Nada más entre Irak y Siria, más de un millón de personas han sido brutalmente arrancadas de su hábitat y obligadas a errar de un lugar a otro, buscando desesperadamente un sitio en donde poder vivir y trabajar, permanentemente estigmatizadas y hacinadas (cuando no mueren en sus travesías) en nuevos campos de concentración. Siria es otro ejemplo de hecatombe injustificada, un hermoso país bombardeado por la potencia más destructora de todos los tiempos, el ejército norteamericano, la maquinaria militar más grande del mundo al servicio ciego de fuerzas oscuras y a final de cuentas manipulada por éstas como ellas quieren. Yo estoy seguro de que si le preguntamos a cualquier ciudadano normal de cualquier país del mundo por qué los norteamericanos bombardean Siria no sabrían qué decir. Y es que no hay ninguna razón objetiva, más allá de las “razones” que emanan de intereses sectarios particulares. Dado que no se ha dado ninguna declaración de guerra entre Siria y los Estados Unidos, no puede haber objetivos militares que destruir. Los bombardeos, por lo tanto, son bombardeos sobre todo de infraestructura y de seres humanos, es decir, están pensados para arrasar con las ciudades sirias y para aniquilar a su población civil. El ejército norteamericano tiene, desde luego, objetivos “militares”, pero no son los que la gente cándidamente podría imaginar. Lo que los soldados norteamericanos hacen en el Medio Oriente es proteger al máximo en su ya inevitable retirada y disolución al Estado Islámico y a todos los grupos de mercenarios y terroristas que ellos mismos organizaron, entrenaron, pagaron y han venido apoyando desde hace años. Dado que los militares norteamericanos están ya muy fogueados en el arte de invadir, torturar y aterrorizar gente (¿habrá algo más siniestro que las cárceles clandestinas norteamericanas?), el espantoso cuadro que presenta hoy una Siria gratuitamente destruida es para ellos más bien causa de regocijo. Pero a la pregunta de por qué hacen eso no se encontrará una respuesta razonable, clara y directa. Sí la hay, pero es inverosímil, tenebrosa y enredada. Sin embargo, no es mi objetivo ofrecer aquí explicaciones, sino simplemente confirmar que la horrorosa situación en la que fue sumergida Siria es la misma que, desde la invasión de 2003, vemos en Irak, en Libia, en Afganistán y en otros países hacia los cuales poco a poco se recorre. El espectro de la guerra y sus eternos acompañantes, la destrucción y la muerte, recorre el grueso del Medio Oriente y va más allá.

Sería, por otra parte, un error de primaria pensar que el horrendo cuadro que presenta el Medio Oriente es privativo de éste. Nada más alejado de la realidad que una idea así. Si nos trasladamos a la África negra de lo que somos testigos es de un desastre humano total y quizá peor: hambruna, desnutrición, enfermedades importadas deliberadamente (SIDA), matanzas atroces, guerras interminables, desertificación acelerada, miseria en todo su esplendor y todo ello para garantizarle a los civilizados países occidentales y a sus castas privilegiadas el acceso a su riqueza (diamantes, petróleo, carbón, marfil, etc.), a su mano de obra regalada, a su agua, etc. En ese continente, por lo menos desde que los civilizados y muy cristianos europeos inventaron el comercio de esclavos, por ahí del siglo XVI, no han dejado de sufrir por igual niños, mujeres y hombres por, una vez más (inter alia), guerras interminables como las de Nigeria, el Congo, Somalia, Sudán, etc., todas ellas debidamente orquestadas, monitoreadas y aprovechadas por las potencias democráticas occidentales.

En Europa Oriental también se están calentando las cosas de una manera altamente peligrosa y que apunta a una situación de potencial desastre humano completo. Uno de los dos gobiernos de los Estados Unidos, el no oficial (congreso y cámara de representantes), parece estar empeñado en llegar a una confrontación con Rusia restringida, suponen ellos, a las fronteras de esta última. Yo creo que eso es una ilusión absurda: por lo menos en mi modesta opinión, ningún choque militar con Rusia podría no tener terribles repercusiones en el territorio norteamericano. Si ello es así, entonces toda esa política consistente en cercar a Rusia con misiles Patriots a lo largo de su frontera con los países de Europa Oriental y Bálticos es una locura que simplemente no puede dar el resultado que quieren. Uno de los objetivos, obviamente, es mantener tranquila a Rusia debidamente amenazada mientras la aviación norteamericana destruye Irán. Hasta un niño entiende que esa política es fatua y no va dar resultado. Lo que en cambio sí es susceptible de generar es un cataclismo de magnitudes planetarias. Sin embargo y por increíble que suene, este panorama digno de las más ridículas películas de Hollywood, se aproxima a nosotros a pasos agigantados.

Alguien podría objetar: “Está América Latina! Ésta ciertamente no es África. No todo está perdido!” Pero ¿quién podría negar que América Latina ofrece un aspecto deplorable y en el fondo, dadas las perspectivas, sin esperanzas? En México el aplastamiento de la población, la contra-revolución, se impuso con fuerza y en todos los planos hace más o menos tres décadas, pero en el resto del continente es un fenómeno más reciente. Con la nunca suficientemente explicada muerte del comandante Hugo Chávez (sólo con su muerte pudieron detenerlo), el proyecto progresista y unificatorio (perdóneseme el barbarismo. Yo sé que la Real Academia no reconoce este término, pero yo encuentro que responde a mis intuiciones lingüísticas, que resulta sumamente útil, que todo mundo entiende lo que quiero decir con él y que no se multa a nadie por emplearlo. Por lo tanto, me permito usarlo) de Latinoamérica y liderado por gente como Néstor Kirschner, Lulla da Silva, Pepe Mojica, Rafael Correa y otros dirigentes igualmente comprometidos con sus respectivos pueblos (obviamente y para vergüenza de todos nosotros, hay que excluir de dicho grupo al abominable Vicente Fox y a sus secuelas) quedó desarticulado. En Colombia la paz no acaba de llegar, en Argentina como nunca en la historia reciente se puso de rodillas económicamente a la población (entre muchos otros “logros” del macrismo); Venezuela está sometida a una guerra de baja intensidad financiada y organizada desde el extranjero, en Brasil se dio lo que técnicamente fue un golpe de Estado con la destitución de Vilma Russet con lo cual se desataron los conflictos sociales de un modo inusitado. América Latina claramente se mueve en la dirección de la entrega de la riqueza nacional a unas cuantas manos, de la pauperización constante de su población, de su embrutecimiento sistemático, de la destrucción de sus tradiciones culturales, alimenticias, etc., de sus diversos pueblos, de su colosal e impagable endeudamiento y así indefinidamente. América Latina, por lo tanto, ocupa un lugar muy distinguido en el mapamundi de los desastres políticos e históricos que culminan de una u otra manera en la confrontación social, por no hablar crudamente de guerras intestinas. Después de todo, no es factible esclavizar a los pueblos indefinidamente.

Queda claro entonces que no se requiere efectuar un análisis particularmente profundo y pormenorizado para apreciar el carácter tétrico de la situación global en la casi totalidad del globo terráqueo, pero si este espectáculo nos preocupa y enardece cuando hablamos de países distantes, cuando pasamos al capítulo “México” lo que nos invade es un sentimiento de desesperación. ¿Estaré equivocado?

Que nuestro país entró en un proceso acelerado de decadencia es algo que de inmediato percibimos tan pronto examinamos su posición frente al mundo. Es obvio que México se transformó y pasó de ser un país líder que, por razones elementales de auto-protección, promovía en todos los foros la auto-determinación y la no intervención, un país receptor de grupos humanos perseguidos, a ser un país lacayuno, defendiendo siempre las peores causas o manteniendo, como en el caso de la población a la vez heroica y mártir de Palestina, el más ignominioso y despreciable de los silencios, dejándose manipular de manera cada vez más descarada por otros gobiernos, en especial naturalmente (mas no únicamente) por el gobierno norteamericano. Con el inexperto pero ambiciosísimo Videgaray a la cabeza, la política exterior de México se convirtió en simplemente un instrumento para el juego político interno! O sea, aquí se toman decisiones de política exterior en función de lo que éstas puedan redituar o significar para el circo político del año entrante (la elección presidencial), es decir, por razones externas a la diplomacia misma y al rol de México en el escenario mundial. Haciendo gala de una torpeza y de una miopía políticas extraordinarias, los dizque representantes de México frente al mundo no sólo no defienden el desarrollo político propio, libre, autónomo, sino tampoco el de países hermanos como Venezuela. Al contrario: de manera zafia pretenden intervenir en procesos en relación con los cuales (en caso de que todavía no lo sepan) sus esfuerzos son de entrada fallidos (les guste o no, este domingo se llevarán a cabo en toda Venezuela, con el apoyo popular y militar desde luego, las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente). Los irresponsables de la política exterior mexicana parecen incapaces de entender que están sentando peligrosos precedentes y que el día de mañana nos aplicarán a nosotros las mismas presiones y las mismas políticas que ahora con México por delante (junto con otros gobiernos latinoamericanos corrompidos) pretenden incautamente aplicarle a un país independiente. México no tiene el menor derecho de inmiscuirse en conflictos sociales que sólo los directamente involucrados pueden dirimir y superar. Si los venezolanos no inciden en los problemas nacionales de México (que son muchos): ¿por qué la inversa no es válida?¿Acaso Venezuela promueve en nuestro país el descontento social por el caso de los jóvenes de Ayotzinapa, por los cientos de miles de desaparecidos, por los asesinatos en serie de periodistas y por múltiples otras hazañas como esas? Igualmente ridícula es la conducta pública de los funcionarios que de uno u otro modo tienen que ver con la renegociación del tratado de libre comercio. Desde hace 30 años el Ing. C. Cárdenas denunció aspectos desventajosos (y hasta anti-nacionales) que para México tenía dicho “tratado” e insistía en que éste tenía que re-negociarse, pero la cobardía de los gobernantes mexicanos es tan grande que nunca se atrevieron a protestar. El colmo: tuvo que hacer su aparición un presidente norteamericano para que se pudiera modificar el tratado en cuestión. Los Estados Unidos, desde luego, entran en la negociación teniendo objetivos muy claros y tratando de sacar el mayor provecho posible (lo cual, obviamente, son malas noticias para el México debilucho de nuestros días), en tanto que en marcado contraste con ellos los funcionarios mexicanos hablan todos con tonos y poses de sumisión, lo cual es un mal augurio para el país. Sin duda que desde un punto de vista técnico sería factible renegociar el tratado de modo que México saliera beneficiado sólo que el problema no está en los tecnicismos, sino en el entreguismo político, el cual se ha convertido en una especie de segunda naturaleza de los políticos mexicanos en el poder. Fox, Calderón y Peña son los mejores ejemplos de ello. Se suponía, por ejemplo, que Pemex era un lastre porque ya se había agotado el petróleo en México. Con la famosa reforma energética y la posibilidad de “marchandear” el petróleo nacional, como por arte de magia empezaron a aparecer unos tras otros nuevos yacimientos. Qué interesante, sólo que ahora habrá que compartir el petróleo mexicano con las trasnacionales especialistas en extraerlo. Dicho sea de paso, que nadie tenga dudas de que las subastas de la riqueza nacional (yo no las llamaría ‘licitaciones’) le dejarán buenos dividendos a más de uno. Pero regresando a la cuestión del debilitamiento de México frente al mundo: por lo menos desde que tildaron al Estado mexicano de “Estado fallido”, México quedó expuesto como un país sin autoridad moral, una entidad política que no representa ante nadie ya ni principios ni valores dignos de ser defendidos, que limita toda su actuación a congraciarse con el amo, el cual naturalmente lo ve con desprecio y se permite cualquier cosa en relación con él. Yo estoy convencido de que si México hubiera mantenido incólume su dignidad y la posición que había alcanzado en el concierto de las naciones, ningún presidente norteamericano se habría atrevido a proponer, y menos de la manera tan ofensiva como lo hizo D. Trump, la creación de un muro entre nuestros países ni se habría tratado a nuestros connacionales en los Estados Unidos con la saña y el desprecio con que se les ha venido tratando en los últimos tiempos (con Obama, uno de los más peligrosos presidentes norteamericanos, llegando a la cúspide en esto último). Los norteamericanos no paran de presumir a diestra y siniestra que no tienen amigos sino socios, pero la abyecta respuesta de los gobernantes mexicanos es que quieren ser amigos de quienes explícitamente los repelen. Lo único que podemos concluir es que lo que los políticos mexicanos han logrado es dejar a México frente al extranjero desprotegido en grado sumo.

El panorama de México ante el mundo es, pues, sin duda patético y decepcionante, pero si le echamos un vistazo a lo que está pasando al interior de nuestro país el sentimiento que nos gana es uno más bien de horror. ¿Por qué?

Para empezar, México ocupa el nada honorable lugar de país más violento del mundo. Por malas políticas internas (sociales, comerciales, pedagógicas, etc.), amplios sectores de la población literalmente fueron llevados a transitar por los senderos de la delincuencia, en toda su amplitud y extensión. La inmoralidad de los gobernantes contagió a la población y ahora no hay ámbito de vida en el que no prevalezca, de una u otra forma, la corrupción. Esto es muy importante: quiere decir que el ciudadano mexicano sencillamente no visualiza su vida, no entiende que ésta pueda fluir por los cauces de la legalidad. Para el ciudadano normal vivir así sería simplemente tonto. Lo que él no percibe, sin embargo, es que con esa actitud se trastoca el todo de la vida en el país y que él es el primero en salir perjudicado. Lo único que saben hacer las personas (una vez más, con las excepciones de siempre: las mujeres que ayudan a los indocumentados a su paso, los estudiantes esforzados que ganan concursos, etc.) es buscar su beneficio personal directo. Eso ha llevado a la desmoralización total de la sociedad. Aquí ya no hay escrúpulos, reticencias, auto-limitaciones. El poder y las instituciones son usados de manera descarada para la obtención de beneficios personales y eso es visto con admiración y envidia por los demás. Esta realidad tiene al país a las puertas del desastre total irreversible y cuyos efectos con fuerza se dejan sentir. Considérese tan sólo el tema de la “delincuencia organizada”, abarque esto lo que abarque. Todos los días hay enfrentamientos entre las “fuerzas del orden” y grupos de delincuentes armados. Todos los días hay muertos de ambos bandos. Así presentado el asunto parecería que las instituciones están funcionando para defender a la población en contra de criminales, etc., etc. De hecho, se podría elaborar un mapa coloreado del país en el que pudiéramos ver qué zonas son las más afectadas, las más peligrosas, etc. Pero imaginemos por un momento que en todos esos focos rojos en lugar de delincuentes armados lo que hubiera en el país fueran auto-defensas, guerrilleros, luchadores sociales. ¿Qué tendríamos que inferir? Que la mitad del país está en guerra civil. ¿Por qué eso no ha pasado? Básicamente, por el bajísimo nivel educativo del pueblo mexicano. La baja educación acarrea consigo la despolitización. Estos niveles bajísimos de educación y de politización son lo que ha permitido la putrefacción del sindicalismo, el triunfo abierto del bandolerismo institucional, etc., junto con la parálisis política de un pueblo al que poco a poco le fueron bajando su nivel de vida hasta llevarlo a los límites de la desnutrición (acompañada, naturalmente, de obesidad, diabetes y multitud de otros padecimientos metabólicos, físicos, etc.). La inconformidad, sin embargo, se tiene que manifestar y se manifiesta espontáneamente por la vía del delito. Contra éste se puede lanzar a las policías y al ejército, pero ¿se podría hacer lo mismo si es la población civil la que se insubordina? Y ¿estamos acaso muy lejos de que algo así se produzca?

En síntesis: lo que vemos, lo que palpamos en el mundo es lo que yo llamaría la ‘voluntad de la guerra’. Parecería que en todos los contextos y en todos los niveles hay gente decidida a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de mantener sus privilegios y de evitar cualquier reforma genuina, cualquier re-distribución de la riqueza. Los Estados Unidos no quieren por ningún motivo dejar de ser la hiper-potencia, algo que tarde o temprano tendrá que suceder. Muchos dirigentes europeos, irresponsablemente poniendo en peligro a sus propias poblaciones, aceptan entrar en un juego que obviamente no les conviene de provocación a la otra super-potencia. Eso no puede dar buenos resultados. Lo mismo pasa con China: hay que detenerla porque en 10 años eso será ya imposible. Y, a nivel local, vemos que la política no sirve más que como profesión para mantenerse en un cierto nivel de vida y no como una labor de trabajo para las grandes masas. Todo esto es como un embudo: conduce a la confrontación, al choque, a la represión y a la guerra. Y dada nuestra inevitablemente visión parcial de lo que sucede en el mundo, la verdad es que no sabríamos decir si lo que se está viviendo y sobre todo lo que inconteniblemente se aproxima es el resultado de una jugarreta diabólica o de un castigo divino.

Historia, Cultura y Política

Cualquiera entiende, quisiera pensar, que el así llamado ‘punto de vista de Dios’ es, inclusive en principio, inasequible para los seres humanos. Los humanos nunca llegarán a tener el punto de vista privilegiado desde el cual se ve todo. ¿Qué se quiere decir con eso? Que a diferencia de lo que pasaría con Dios, nosotros no podríamos nunca conocer la realidad en su totalidad, es decir, las cosas, los fenómenos y los sucesos en sí mismos y en todas las conexiones que mantienen entre sí. Nuestro mecanismo para conocer la realidad es la ciencia y ésta es ciertamente maravillosa y efectiva, pero incompleta e imperfecta. De hecho, nuestra realidad es tan compleja que necesitamos dos clases de ciencias para poder dar cuenta de ella. Nosotros pertenecemos simultáneamente a un mundo natural, del cual se ocupan las ciencias naturales (física, química, biología) y a un mundo social, del cual se ocupan las ciencias sociales y humanas (historia, psicología, sociología, antropología, etc.) y no hay forma de reducir unas a otras. Somos a la vez seres naturales y sociales (por lo menos). Ambos mundos de los que formamos parte son difíciles de conocer y comprender, si bien yo me inclinaría a pensar que el mundo natural es más complicado en tanto que el mundo social es más complejo. Esto, no obstante, bien puede ser un prejuicio, por lo que me contentaré con meramente enunciar la idea. En todo caso, parecería que podemos explicar fenómenos naturales quedando éstos delineados con relativa nitidez, pero eso no es tan fácil de lograr con los fenómenos sociales. Por ejemplo, se puede estudiar el nacimiento de una estrella o de un niño y dar cuenta del fenómeno de una manera que podríamos llamar ‘completa’ sin tener que extenderse indefinidamente. Se pueden conocer todos los factores relevantes, es decir, los que entran en juego (gravitación, luz, partículas, velocidad, densidad, calor, etc., en un caso y cuerpo, sangre, placenta, cordón umbilical, respiración, etc., en el otro). Podemos asumir que el fenómeno natural de que se trate puede en principio ser conocido y explicado, por así decirlo, en su totalidad. Pero, dejando de lado estipulaciones y decisiones arbitrarias ¿cómo lograr eso en el caso de los fenómenos sociales?¿Cómo o sobre qué bases determinar o decidir que tales o cuales factores ya no son indispensables para la explicación del fenómeno? Un ejemplo nos será aquí de gran ayuda.

Tomemos por caso la Revolución Mexicana. Dejando de lado a Zapata, la lucha armada se inicia realmente a raíz del asesinato del presidente Madero y de su vicepresidente a manos de un militar en quien el presidente tenía plena confianza, es decir, el Gral. Victoriano Huerta, a quien la gente después identificaría como “la cucaracha” (y a quien va dirigida la canción). Ahora ¿qué factores hay que tomar en cuenta para explicar el fenómeno de la insurrección, del levantamiento armado? Está, desde luego, en primer lugar la situación general en el campo y el hecho innegable de que con Madero toda reforma agraria real estaba bloqueada por lo que puede suponerse que tarde o temprano la rebelión estallaría. Pero obviamente ese elemento por sí solo no basta. Están los personajes también. Si Huerta no hubiera sido lo codicioso y desmedido que era las cosas hubieran podido pasar de otra manera. De seguro que si el embajador norteamericano no se hubiera entrometido y no hubiera orquestado, como lo hizo, la traición de Huerta, las cosas también habrían podido ser muy diferentes. Aunque una traición es evidentemente algo que un amigo, no un enemigo, hace, podríamos acusar a Madero de falta de perspicacia y de no habérselas ni siquiera olido de que tenía al coyote metido en el gallinero. Si hubiera sido más perceptivo no hubiera caído en la trampa y el movimiento armado no se habría producido, por lo menos como se produjo. Lo menos que podemos decir es que se habría retrasado algunos meses y quizá hasta más tiempo. Es claro, por otra parte, que faltan muchos factores. Supongamos que Villa no hubiera sido lo arrojado que era: hubiera podido ser el caso de que Huerta hubiera asesinado al presidente pero que, no obstante, Villa no se hubiera levantado en el Norte. Y así ad inifnitum, porque contemplando los eventos retrospectivamente no es nada fácil determinar qué factores no eran indispensables para que se dieran los hechos que se dieron. Desde luego que hay unos más importantes que otros, pero ¿en dónde trazamos la línea que separa los factores esenciales o decisivos de los no esenciales o secundarios? Casi podríamos afirmar que si Madero hubiera tenido otra esposa y no se hubiera interesado por el espiritismo, no se habría dejado asesinar del modo casi infantil en que lo fue. Así, llegar a la comprensión total del fenómeno de la Revolución Mexicana, en el sentido de tener un conocimiento exhaustivo de todos los factores que intervinieron es de hecho imposible, porque todos están concatenados, engarzados, conectados unos con otros. Tal vez habría que decir lo mismo de los fenómenos naturales, pero en principio al menos es menos comprometedor teóricamente acotar un fenómeno natural que uno social. Para comprender de manera completa el fenómeno social se requeriría visualizar, por así decirlo, la infinita red de conexiones que se da entre los actores históricos, las situaciones, los trasfondos, etc., y es claro que a una visión así sólo se tiene cuando se accede al punto de vista de Dios, una “ubicación” privilegiada vedada, por así decirlo, a los humanos. El más sabio de los hombres está todavía infinitamente lejos del punto de vista de Dios.

Este preámbulo era indispensable para poder plantear una inquietud que constantemente me acosa, a saber: dejando de lado datos concretos ¿qué tenemos que conocer para comprender, si es que es comprensible, la política (exterior e interior) norteamericana? Porque vista a distancia y dejándonos guiar exclusivamente por la (des)información sistemática dada por la prensa, la televisión, etc., dicha política es simplemente ininteligible. Por ejemplo ¿es comprensible la saña con que los estadounidenses bombardean a civiles sirios cuando Siria es un país que nunca ha hecho nada en contra de los Estados Unidos y sobre todo después de haber llegado a un arreglo con Rusia de cese al fuego hace no más de 10 días?¿Tiene esa política algún sentido? Para los militares y los policy-makers norteamericanos de seguro que sí, pero para el resto de la humanidad es realmente incomprensible. Y es aquí que inevitablemente nos asalta la duda: ¿es realmente contradictoria la política norteamericana o no más bien hay algo que no se percibe a simple vista o que si se percibe no se comprende y que es la clave para entenderla? Hagamos el intento, de profundidad correspondiente al espacio del que gozamos para ello, o sea, de unas cuantas páginas, de responder a esta pregunta.

Quiero públicamente reconocer, antes que cualquier otra cosa, que no hay nada más alejado de mí que la idea de presentarme como un especialista en historia y menos aún en historia de los Estados Unidos, pero lo que sí tengo es un cuadro general del país y de la sociedad norteamericanos que reivindico y que, lo admito, es discutible, y desde luego que no coincide del todo con el que está, por así decirlo, en el aire. Lo importante, sin embargo, es lo siguiente: el “cuadro” que uno se forme de algo demuestra ser útil y por lo tanto fiel a los hechos si posteriormente permite generar explicaciones en forma sistemática. Reivindico algo de eso para el mío, por lo que de entrada me ubico en un plano que no es propiamente hablando el de los historiadores, puesto que no estoy interesado en fechas y nombres, para decirlo de manera un tanto brusca. Ni mucho menos se sigue, obviamente, que el cuadro en cuestión esté fundado en falsedades.

Preguntémonos entonces, en primer lugar, qué factores o clases de factores intervienen de manera decisiva en la estructuración y orientación de la política norteamericana. Hay una respuesta inmediata. Hay desde luego motivaciones económicas involucradas. Después de todo, mantener el bienestar material, el nivel de vida de los habitantes de los Estados Unidos es algo por lo que todo gobierno norteamericano luchará, independientemente de que dicho bienestar sea hecho posible sólo gracias al “malestar” de decenas de países y de millones de personas. Pero no es esto lo que por el momento nos incumbe, así que no tenemos por qué ni para qué entrar en dicho tema. En segundo lugar, encontramos los requerimientos militares. Más que de cualquier otra cosa, quizá, los Estados Unidos viven de la venta de armas. Son un país que, con un breve interludio, prácticamente no ha dejado de guerrear desde la Primera Guerra Mundial. O sea, los Estados Unidos tienen ya un siglo haciéndole la guerra al mundo (Alemania, Corea, Vietnam, Cuba, Irak, Afganistán, Laos, Camboya, etc., etc.). Las justificaciones de sus guerras son de lo más variado, pero el hecho es ese. Así, pues, economía y militarismo explican hasta cierto punto la política americana, pero intuitivamente resulta claro que no bastan como factores explicativos. Por lo menos habría que incluir también factores políticos: exportación de principios, valores e ideales, postulación y defensa de modos concretos de organización política, exaltación fanática de su “way of life”, etc. Eso también es importante, pero a mí me parece que con esos factores todavía no lograríamos construirnos un cuadro inteligible de la política norteamericana. Y es aquí que quisiera yo contribuir con una idea. A mi modo de ver, es también un factor decisivo lo que podríamos llamar el ‘factor cultural’, una cierta idiosincrasia, una determinada mentalidad, una determinada auto-imagen, etc. Intentaré transmitir lo que pienso en forma clara.

Para ello es inevitable decir unas cuantas palabras acerca del país mismo, esto es, de los Estados Unidos de América. El nombre, cuyo origen es asunto de debate y nadie sabe quién lo acuñó, no es importante. Apareció por allá de 1776 y fue adoptado por todos, pero es obvio que ese nombre no cubría ni mucho menos lo que ahora denota. Lo que se independizó de Gran Bretaña a finales del siglo XVIII fueron 13 colonias que ocupaban lo que hoy es más o menos el noreste del país. Con la compra de Luisiana a Francia el país creció, pero estaba todavía lejos de ser lo que es hoy. Tuvo que venir, primero, la guerra con México y el robo (no sé realmente qué otra palabra se podría emplear) de lo que era la mitad del territorio mexicano y que entre texanos y yanquis se apropiaron y, segundo, la guerra de Secesión, la guerra civil, la cual terminó en 1865. Esta, me parece, es la fecha de nacimiento de los Estados Unidos de Norteamérica. Pasa como con México: éste realmente nace con Don Benito Juárez. Lo que hay entre la Independencia y la República juarista son los estados embrionarios, las etapas previas a la constitución del país. Esto es comprensible. Los países no nacen hechos sino que se van haciendo y esto vale por igual para los Estados Unidos.

Y aquí empieza lo interesante para nosotros. Una vez conformados, los Estados Unidos automáticamente se convirtieron en “El Dorado”, en la tierra prometida, en particular para amplios sectores de la población europea. Los Estados Unidos eran un inmenso país sólo que despoblado, tierra virgen realmente, con todo por descubrir y hacer y con unos cuantos pueblos autóctonos fácilmente desplazables, con una población negra recientemente “liberada” (es discutible si al día de hoy la población afro-americana está realmente liberada. Ya no hay esclavos negros trabajando en campos de tabaco o de caña de azúcar, pero el racismo sigue siendo una realidad tan odiosa como innegable. Respecto a la esclavitud, habría mucho que decir, sobre todo en relación con la mano de obra mexicana y la trata de blancas, pero no intentaré profundizar en el tema), lo cual garantizaba una muy barata mano de obra y por lo tanto abría un horizonte inmenso de posibilidades de trabajo, inversión, industrialización, etc., y todo ello lejos de un continente siempre en guerra. Empezaron entonces a llegar oleadas de inmigrantes: suecos, alemanes, irlandeses, etc., y judíos, sobre todo de Europa Oriental, es decir, de zonas que estaban bajo jurisdicción zarista, regiones en donde probablemente las comunidades judías habían recibido el peor trato de su historia. Para finales del siglo XIX cerca de 2,000,000 de judíos se habían instalado ya en los Estados Unidos, en particular en Nueva York y zonas aledañas.

Se produjo entonces en los Estados Unidos un auténtico choque cultural entre la población de un país recién nacido y una población que llegaba con 3,000 años de historia. La verdad es que culturalmente fue un choque tremendamente desproporcionado. Lo que los judíos ashkenazi encontraron en el país que les abría sus puertas era una población de entrepreneurs, de cow-boys y de coristas, una alta burguesía industrial (magnates del acero, el carbón, etc.) de inmensas aspiraciones imperialistas, gente trabajadora y esforzada pero culturalmente ingenua (o, casi podríamos decirlo, sin cultura, aparte de la cultura del trabajo) y un gobierno consciente de su potencial y con aspiraciones abiertamente expansionista (por lo menos en lo que concierne a América Latina, como lo pone de manifiesto la guerra por Cuba con España, a finales del siglo XIX y de la cual prácticamente se apropiaron hasta la llegada de Fidel Castro). Desde mi perspectiva amateur, es decir, para mí nadie mejor que Sinclair Lewis ha descrito la atmósfera que prevalecía en, por ejemplo, el así llamado ‘Midwest’ a principios del siglo pasado, una sección del país habitada por gente simple, llena de sectas protestantes muy activas, en donde reinaba un puritanismo estricto, etc. Lo que en todo caso es claro es que se trataba de una sociedad pujante, de un país que ya para finales del siglo XX sería el más industrializado del mundo, una potencia que muy pronto habría de probarse en los campos de batalla y con una población fuerte, trabajadora pero increíblemente ingenua.

Frente a esa sociedad norteamericana, ambiciosa pero joven todavía, apareció una población con tradiciones sólidas, con una muy bien asimilada experiencia de vida en condiciones hostiles, maestra en el arte del comercio y en general en los servicios. Esa población llegó a los Estados Unidos y naturalmente trajo consigo sus tradiciones, su comida (la comida judeo-polaca, por ejemplo, es poco conocida, pero es sencillamente espléndida), su cultura, sus juegos, etc. Como parte de éste se importó a los Estados Unidos lo que por ejemplo en Polonia se llamaba ‘kabaret’ (que no significa lo mismo que ‘cabaret’ en México. Es más bien como teatro de revista). Los recién desembarcados en Nueva York muy pronto se extendieron en el mundo del comercio y en el de lo que ahora llamaríamos el ‘entretenimiento’. Fue tal el éxito que tuvieron los inmigrantes judíos en Nueva York que ya para principios de siglo, esto es, a los 30 años de su llegada, ésta les resultaba ya demasiado chica. ¿Qué pasó entonces? Que los dueños del incipiente mundo del espectáculo se trasladaron a California y en 1905 crearon en Hollywood los primeros 5 grandes estudios (Metro Goldwin Mayer, 20th Century Fox, Universal Studios, etc.). Pero ¿qué quiere decir eso? Que los judíos norteamericanos crearon la industria del cine.

Lo anterior es tremendamente importante, porque si algo moldeó al mundo americano ese algo fue precisamente el cine y, por si fuera poco, con el cine vinieron la prensa, el radio y todo lo que después se inventó. ¿Podría decirse que son los norteamericanos un pueblo de lectores? Sólo en broma! Lo que el americano medio sabe sobre D’Artagnan o inclusive sobre Cleopatra lo sabe no porque haya leído novelas o biografías, sino porque Hollywood se lo dio ya digerido. Y estoy hablando exclusivamente de la conformación de una mentalidad, porque hay otros elementos de primerísima importancia que ni siquiera he mencionado, como la tristemente célebre y mal llamada ‘Reserva Federal Nacional’, que no es ni “Reserva” ni tiene nada de “Nacional”. Ese es evidentemente otro tema crucial, pero no es en el que quisiera concentrarme. Lo que me importa de todo este relato es la conclusión que podemos extraer de él y que, se supone, nos debería ayudar a entender la política norteamericana actual. Yo creo que es importante y es que es sencillamente un error garrafal hablar de la “cultura americana”, a secas. No hay tal cosa. Lo que hay, lo que sí es real, es la cultura judeo-americana. Si le quitamos al mundo americano la aportación de la cultura judía nos quedamos con el base-ball, la country-music y alguna que otra cosa más y punto. En cambio la inversa no es válida y eso también es digno de ser tomado en cuenta. El blues, por ejemplo, es ciertamente música negra pero, al igual que con el rock and roll y la pop music en general, su comercialización pasó por Hollywood y todo lo que de ella se deriva, o sea, todo (en este ámbito): las compañías de discos, los shows de televisión, los conciertos, etc. Así, pues, no existe la “cultura americana pura”. Siendo un país de inmigrantes, todos los grupos étnicos que llegaron de alguna manera contribuyeron al desarrollo cultural de un país ya unificado, pero ninguno de ellos se integró como lo hicieron los judíos. Éstos supieron moldear mejor que nadie el material humano con el que se encontraron.

Ahora sí tenemos, me parece, un elemento más, una clave para comprender la política norteamericana. Si lo que he dicho se acerca aunque sea un poco a la verdad, sencillamente no hay tal cosa como “política norteamericana”. Lo que hay es política judeo-americana, esto es, una política híbrida dado que en realidad lo que se produjo en los Estados Unidos fue una auténtica fusión entre dos pueblos, un poco como pasó en México con la conquista: se creó una raza mestiza a partir de españoles e indígenas. En los Estados Unidos la fusión no fue en lo esencial de carácter étnico, sino cultural. No hay, pues, forma no digamos ya de separar al americano del judío: ni siquiera son distinguibles; se implican mutuamente.

Lo que hemos descrito tiene obvias repercusiones en política y explica por qué los Estados Unidos no pueden más que tener una política contradictoria. Es obvio que, como cualquier otro estado, los Estados Unidos van a defender sus intereses, van a proclamar sus principios, etc. El problema es que al mismo tiempo van a promover los intereses de un grupo especial de norteamericanos, que son los judíos norteamericanos, los cuales desempeñan en las finanzas, en la cultura y en la política un rol único y preponderante. Entonces por un lado los Estados Unidos entran en guerra por razones de interés nacional, independientemente de que la causa sea justa o no, pero por la otra entran también en conflictos por intereses que son sólo de una minoría norteamericana. Al hacer eso se ganan el odio de media humanidad, pero a la poderosísima minoría con la que vive en un estado de simbiosis eso no le importa. Entonces hay muchas decisiones políticas, militares y financieras importantes que van en contra de los intereses de la mayoría de los norteamericanos, pero que beneficia a la minoría norteamericana que realmente gobierna en los Estados Unidos. Un ejemplo notable de conflicto absurdo e innecesario lo constituye Ucrania, así como lo es el capricho de tener rodeada por un escudo de misiles a Rusia. Eso ciertamente no es benéfico para el país llamado ‘Estados Unidos’, pero responde a los intereses de una minoría de norteamericanos. Lo mismo pasa con los precios del petróleo (se maniobra para que bajen los precios y así se afecta severamente a Rusia, Venezuela, Irán, etc., pero también a las compañías americanas) y con el apoyo incondicional a la feroz política israelí en contra del pueblo palestino. ¿Es esa política algo que el americano medio apruebe? Claro que no, pero lo aprueban los norteamericanos que mandan en los Estados Unidos. Ellos no son extranjeros, son norteamericanos, pero tienen además sus propios intereses. Una vez que entendemos esto, entendemos en qué sentido la política norteamericana es congruente y en qué sentido no lo es.

Es muy importante entender la confluencia de la historia con la cultura y la política. Lo interesante en este caso es el resultado final de la mezcla, la creación de Rambos y “supermanes” y la identificación de la gente con esos íconos, la idea de mujer que se inventó, tan distinta de lo que era la mujer norteamericana hasta la segunda mitad del siglo XX, la auto-imagen de una sociedad plenamente convencida de que en ella encarna la familia perfecta, el matrimonio perfecto, la idea correcta de honor, de dignidad, de amistad, etc., etc. Todo eso es un producto cultural fantástico y de una fuerza que modela el pensamiento del hombre común; y es además de fácil exportación. Aquí la pregunta es: ¿qué pasaría si las contradicciones (culturales, económicas, políticas, etc.) se agudizaran y esas fuerzas que un día se unieron y crearon algo nuevo sobre la faz de la Tierra como el agua y el aceite se disociaran? Eso es algo sobre lo cual sólo quien ocupe el punto de vista de Dios podría pronunciarse.

¿Predestinación Social?

No cabe duda de que sólo a alguien de mente muy superficial se le ocurriría pensar que el impetuoso avance del conocimiento científico y el imparable desarrollo tecnológico que conlleva, así como la expansión económica con la que ambos están entremezclados, podrían constituir y representar el progreso de la humanidad. El asunto es más complejo que eso. Sería ridículo negar los múltiples beneficios que la ciencia, en toda su extensión, aporta, pero sería igualmente de una lamentable ceguera intelectual y espiritual ser incapaz de percibir lo que la ciencia y sus derivados van destruyendo a su paso. Es muy interesante (e importante) poder palpar, verbigracia, la influencia que el conocimiento científico ejerce en las formas comunes de pensar y hablar. Considérese, por ejemplo, la idea de destino y las múltiples expresiones ligadas a ella (‘ese es mi destino’, ‘estoy destinado a sufrir’, ‘su destino era triunfar y morir’, ‘no puedes modificar tu destino’, ‘tu destino es estar ligado a ella pase lo que pase’ y así ad libitum). En relación con esta idea son obvias dos cosas: primero, que hubo un periodo en la historia humana en el que la gente se la tomaba en serio y, segundo, que en la actualidad prácticamente no tiene aplicación. No estará de más preguntar: ¿para qué se empleaba esa expresión?¿Cuál era su función? Podemos delinear un esbozo de respuesta. Para empezar, es obvio que esta idea estaba asociada con otras, como las idea de castigo o de premio divinos. Así, por ejemplo, si alguien sufría alguna desgracia para la cual no tenía la menor explicación (el ser pobre y el estar consciente de que iba a estar ligado a su porción de tierra toda su vida), entonces expresaba su desasosiego diciendo que “ese era su destino” (“Dios así lo quiso”); pero se apelaba por igual a la misma idea de predestinación cuando a alguien la suerte le sonreía: “ya estaba escrito” que las cosas sucederían de tal o cual manera (“Así lo dispuso el Señor”). Naturalmente, formas como esas de expresarse no son meras manifestaciones de nuestra capacidad de hablar, de decir algo. Tenían un efecto consolador o aterrador, según las circunstancias. De alguna extraña e incomprensible manera, el sujeto que creía que tenía su destino fijado de antemano de uno u otro modo se sentía vinculado sentimentalmente con el mundo. Él era parte de esa gran maquinaria que Dios manejaba. La idea de destino entonces cumplía una función importante.

Con el fulgurante desarrollo científico y tras años de ideología cientificoide, es decir, con la (válgaseme el barbarismo) la “superficialización” del pensamiento, la idea de vinculación personal con el mundo se perdió; la ilusión de una totalidad manejada por su creador, quien habría de llevarla por el mejor de los caminos posibles, se desmoronó. Ahora todo es asunto de (por decirlo de algún modo) sumas y restas, de predicciones, demostraciones, manipulaciones, experimentaciones y demás, todo muy empírico, todo muy crudo. Y sin embargo, curiosamente, la idea de predestinación sigue más o menos vigente, sólo que esta vez avalada no por la voluntad de Dios sino por cosas como estadísticas, estudios económicos, políticas públicas y demás. Pero ya no se trata, evidentemente, de una idea religiosa de predestinación, sino de una prosaica idea de carácter político-económico que proporciona cuasi-certeza en relación con los complejos procesos de manipulación social. En efecto, ahora se puede con relativa seguridad sostener que tal o cual sector de la sociedad está destinado a no crecer, a ir bajando su nivel de consumo, a ir perdiendo posibilidades de desarrollo, de obtención de satisfactores, a desaparecer. Por ejemplo, a menos de que se produzca un milagro, la población palestina está destinada a ser aniquilada por el gobierno de Israel, país que obviamente no tiene nada que ver con Dios. Y a la inversa: se puede también sostener, por ejemplo  que hay sectores sociales que están, por así decirlo, predestinados a enriquecerse cada vez más  (aunque ya no sepan ni qué hacer con todo el dinero que acaparan). Quizá pronto se pueda afirmar de un recién nacido, por ejemplo, que está destinado a ser el rey del mundo pero, una vez más, eso tiene que ver con cuestiones de férrea estratificación social, no con sentimientos religiosos de ninguna índole. Asumo que el lector habrá de inmediato notado que si bien ahora como en la Edad Media se tenía la idea de “estar destinado a algo o para algo”, la atmósfera semántica cambió radicalmente. Antes la idea de predestinación era básicamente de aplicación individual y cada quien podía usarla en su propio caso para hablar de sí mismo para indicar que no sabía qué iba a ser de su vida. Ahora al contrario: es una noción que unos le aplican a otros y que sirve, entre otras cosas, para expresar relaciones más o menos fijas de poder y de sumisión. El fenómeno actual de la predestinación, como veremos, atañe además no sólo a los seres humanos. Intentemos explicar esto.

Pienso que es perfectamente factible defender la idea de que los tres grandes sectores de los seres vivos (separando un tanto arbitrariamente a animales de humanos) están sentenciados en el sistema capitalista. Lo que quiero decir es lo siguiente: si vemos cómo opera y cómo y por qué se sostiene, tendremos que concluir que en el sistema capitalista sabemos a priori que plantas, animales y seres humanos están destinados a sufrir y a extinguirse. Considerémoslos rápidamente en ese orden para luego preguntarnos si hay alguna forma de escapar a nuestro “destino”.

Que la vida vegetal en el planeta está siendo aniquilada es algo tan evidente que hasta el más terco de los seguidores de Donald Trump tendría dificultades para negarlo. La desertificación a nivel planetario es un hecho, no una mera hipótesis. En todas partes del mundo (no incluyo a Rusia en esto), los requerimientos de la agricultura, la tala de árboles, la deforestación acelerada, etc., han transformado los paisajes naturales en auténticos paraísos de cemento y acero. Se cuentan por miles de hectáreas las que diariamente se pierden en aras de la expansión de las ciudades, de las industrias, etc. Ahora hasta pistas de aviones y hoteles hay en medio de las selvas, por no hablar ya de las catástrofes (naturales o causadas por el hombre), como los incendios y la quema de pastizales, lo cual se sigue practicando en muchos lugares del mundo (como México, por ejemplo). Todas las plantas, los árboles, las raíces, etc., se industrializan y se convierten en productos de uso cotidiano (papel, perfumes, medicamentos, etc.), lo cual quiere decir otra cosa que ‘en objetos de compra y venta’. Que el reino vegetal ha sufrido el impacto directo del sistema de vida en el que todo es mercancía, actual o potencialmente, es incuestionable. De ahí que el reino vegetal está destinado a sobrevivir sólo en la medida en que deje de ser natural y se convierta en un reino de mercancías. Un parque, por ejemplo, no es un objeto natural. Es la reproducción humana de un objeto natural y que cumple, entre otras, funciones comerciales. Lo único que al respecto podemos señalar es que no siempre fue así y que no tendría por qué ser así. Cómo tendría que vivir la especie humana para que la destrucción del reino vegetal no tuviera lugar es un tema tremendamente complejo sobre el cual no me pronunciaré a la ligera.

Consideremos ahora a los animales. Todo mundo sabe que día con día desaparecen especies y la lista de especies amenazadas de extinción es enorme. El hombre le ha robado a los animales todos sus espacios. De esto hay pruebas que llegan a lo grotesco. Lo que hace algunos años eran excitantes programas de animales salvajes, digamos de África, se ha convertido en la actualidad en una especie de circo más bien siniestro. Hasta en donde los animales comen o se reproducen hay carreteras, camiones, turistas tomando fotos a derecha e izquierda, interrumpiendo los procesos naturales, etc. Los únicos animales que han resistido el ataque y la depredación humanos son los que se hunden en la tierra (como las ratas) y los insectos. Añádase a esto los desastres ocasionados por la cacería (¿no fue vergonzosa y detestable la foto del rey de España junto a su presa, un hermoso elefante? Pero ¿qué se puede esperar de la gente del jet set si no es precisamente el consumo voraz de todo lo que hay? En este sistema eso es una manifestación de éxito), los experimentos, los laboratorios, la crueldad humana en todo su esplendor bajo la forma de peleas de animales, corridas de toros, mascotas enjauladas, etc. No voy a hablar ya de los animales destinados ( es decir, que no tienen opción, puesto que sabemos qué es lo que va a pasar con ellos) a la alimentación de los humanos y que viven en auténticos campos de exterminio (pollos, cerdos, reses y demás). De hecho, a eso parece reducirse el futuro de los animales: sobrevivirán en las condiciones que los humanos (i.e., los comerciantes de la carne, del cuero, del marfil, etc.) les impongan y sólo aquellos que sirvan para satisfacer requerimientos humanos (circos, zoológicos, etc.). Para entender el destino de los animales lo único que se necesita es simplemente entender la lógica del sistema. Su destino no podría ser diferente. Considérese, por ejemplo, el mercado de marfil. Se necesitan tantas y cuantas toneladas de ese material para hacer adornos, piezas de instrumentos, muebles, etc., para lo cual entonces se hacen los cálculos de cuántos elefantes hay que matar anualmente y eventualmente se generarán criaderos y con eso basta. En otras palabras: en un sistema de vida en el que todo se compra y se vende, los animales están sentenciados; están predestinados a ser convertidos en mercancías. Como todo en el capitalismo, ello es cosa de tiempo.

No sé si sea lo más horroroso de todo, pero ciertamente el panorama de la vida humana en el actual sistema es para llorar. Millones de personas tienen desde su nacimiento su destino fijado y no para llevarlas a las alturas, sino para hundirlas en la decadencia, en la miseria y en la destrucción. Considérese nada más lo que es ahora la dieta y la forma de vida de millones de personas. La industria requiere, por una parte, que los productos para procesar (frutas, vegetales, granos, etc.) sean cada vez más baratos, para lo cual hay que modificarlos genéticamente. Así, lo que antes se obtenía en, digamos, 10 hectáreas y 6 meses ahora se obtiene en 1 hectárea y dos meses. Sí, pero ¿a cambio de qué? De alterar artificialmente los productos naturales con graves consecuencias para la salud humana, aparte de que se van perdiendo las especies naturales. Dado que la gente tiene que trabajar todos los días y desplazarse de un lugar a otro, no queda más que consumir toneladas y toneladas de comida chatarra. La consecuencia natural de esta situación es que la silueta humana quedó transformada, quizá para siempre. Dada la cantidad de saborizantes, colorantes, hormonas, etc., con que vienen los alimentos es altamente probable que de ninguna se pueda volver a tener un cuerpo no adiposo, proporcionado, etc. Salvo gente que se dedica a cuidar su línea (quizá porque no tienen otra cosa en la cabeza), lo que vemos ahora en todas partes del mundo es gente obesa y plagada de problemas cardiovasculares, metabólicos, etc., todo lo cual hace de su vida un infierno y les asegura una muerte prematura. Aquí lo que importa es entender lo siguiente: la gente está condenada de antemano, porque nace, crece, se reproduce y muere en un sistema de vida anti-natural, volcado hacia el consumo y que necesita para perpetuarse la producción permanente y creciente de objetos de toda índole al alcance de la mano y de consumo inmediato. Dadas las condiciones reales de vida, esto es, las que conocemos, el ser humano no tiene escapatoria, es decir, tiene su futuro pre-establecido. Hay, desde luego, excepciones. Lo que digo no vale, naturalmente, para gente como el así llamado ‘rey de la comida chatarra’, Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo y que se hizo rico (y, por lo tanto, respetable) enfermando gente a base de chocolates que son pura grasa y refrescos que representan cucharadas y cucharadas de azúcar (de hecho, él es el mayor accionista individual ni más ni menos que de la Coca-cola, un sabrosísimo veneno embotellado). Gente así no consume lo que produce, pero hay un sentido en el que tampoco son parte de la humanidad y por lo tanto no son ellos quienes nos preocupan ni ellos a quienes tenemos en mente.

Yo creo que el problema para quien reflexiona un poquito sobre lo que pasa en el planeta no consiste en detectar las nefastas consecuencias del modo de vida imperante (están a la vista) ni en entender que vivimos hundidos en contradicciones (las padecemos a diario), sino en qué hacer para escapar a lo que parece un destino ineluctable. Todo indica que estamos predestinados o programados a vivir de una cierta manera y la verdad es que no parece haber una forma de liberarnos de dicha maldición. ¿Qué habría que hacer para dejar atrás este modo de vida que, peor que el de los aztecas, sacrifica día a día a millones de personas en aras del bienestar de otras? El intento más atrevido de la historia por remplazar este sistema, es decir, el socialismo real, falló. Dios ya no es una solución y la guerra atómica tampoco. ¿Tendremos entonces que vivir presenciando toda esta destrucción?¿Tendremos que conformarnos con no ser de los más afectados?

En gran medida el problema consiste en que no podemos ni siquiera visualizar qué habría que hacer para vivir de otro modo. Tomemos el caso de las enfermedades. Muchas de ellas son claramente productos de la civilización actual. No imagino, por ejemplo, al hombre de la Edad de Piedra sintiéndose “estresado” o padeciendo enfisemas pulmonares. El problema es que nuestro modo de vida crea los problemas pero no nos los resuelve realmente. Por ejemplo, para una enfermedad moderna, como la diabetes (estoy seguro de que no faltará un papanatas que salga con la peregrina información de que “se han detectado casos de diabetes en la antigua China” o algo por el estilo), la ciencia encuentra un medicamento apropiado, sólo que ese medicamento apropiado para la diabetes bloquea el funcionamiento normal de diversos órganos o inclusive los daña; para contrarrestar los efectos negativos del medicamento en cuestión, se inventa otro que será de alguna ayuda pero que a su vez tendrá otras consecuencias negativas; y así indefinidamente. Pero en lo único en lo que no se piensa es en cómo vivir de modo que la enfermedad, que como todo también tiene un carácter histórico y social, no surja! Esa sería la medicina ideal, sólo que para ello habría que modificar las dietas y hábitos alimentarios de todos, para lo cual habría que controlar a las grandes compañías trasnacionales de alimentos y eso sería entrar en conflicto con los detentadores del capital y, por ende, del poder. Ergo, tendremos que seguir por la senda de la creación de males y descubrimientos de remedios. El problema es que en esta lucha entre el bien y el mal es claramente el mal quien lleva la delantera.

Lo que quizá deberíamos preguntarnos es si la idea misma de un mundo diferente, de un modo de vida radicalmente distinto al actual, es siquiera congruente. Podría pensarse que si es difícil hasta imaginarlo es porque sería imposible imponerlo. Pensamos que es posible porque sabemos que hubo otras edades en las que la gente no vivió así, pero que en el pasado todo haya sido diferente no significa ni implica que en el futuro pueda serlo. Las personas comunes y corrientes ni siquiera visualizan cómo podrían vivir sin agua caliente, sin electricidad, sin autos, etc., así como tampoco los habitantes de Grecia y Roma hubieran podido imaginar (y desear) vivir en mundos radicalmente diferentes de los suyos, en el nuestro por ejemplo. El problema, claro está, no es nada más el agua caliente. Después de todo, hubo reyes y reinas que vivieron sin luz y que para bañarse calentaban su agua de otra manera (o no la calentaban), así como hay millones de personas en la actualidad que, quiéranlo o no, tienen que bañarse con agua fría (no podemos olvidar que el sistema capitalista es esencialmente injusto). El problema, por lo tanto, es el agua caliente más nuestros medios de transporte, más la cocina, más la computadora, etc., es decir, todo! Es visualizar un todo diferente lo que es colosalmente difícil. Y, sin embargo, es algo que nos urge ser capaces de lograr. Es obvio que el mundo necesita un nuevo visionario, alguien que nos indique un nuevo camino, porque si no aparece tendremos que seguir caminando en las tinieblas.

Preguntarse si el capitalismo es superable es a final de cuentas preguntarse si se puede construir un mundo más justo y más en armonía con la naturaleza. La pregunta entonces se va complicando: ¿es imaginable un mundo con menos asimetrías sociales y más en armonía con la naturaleza?

Mi punto de vista es que lógicamente sí es posible, en el sentido de que imaginarlo podría no resultar auto-contradictorio, pero creo también que la evolución del mundo humano, y por ende de todo lo que pasa en el planeta, no puede saltarse fases. Creo, por ello, que el sistema capitalista no es derrotable más que por la fuerza (lo cual quiere decir, sólo mediante la destrucción total del planeta), pero pienso también que es agotable y que es sólo cuando haya llegado a su etapa de agotamiento que podrá ser modificado drásticamente. El problema no es de fechas, sino de procesos. ¿Cuándo se habrá agotado el sistema capitalista? Me parece que la respuesta, a grandes rasgos, está implícita en lo que dijimos: cuando el mundo natural se haya convertido en una mera fábrica, cuando las selvas, los bosques y hasta los parques hayan sido sustituidos por malls y por shopping centers, cuando los animales estén todos encarcelados, cuando la tierra se haya vuelto árida por tantos fertilizantes, herbicidas, cuando la contaminación haya formado una especie de nueva atmósfera alrededor del planeta, etc., pero sobre todo cuando los humanos vuelvan a dividirse de manera nítida en amos y esclavos, en dueños y trabajadores.

Yo pienso que lo que puede y debería hacer uno cuando no está uno a las puertas de alguna gran transformación es modificar su vida, no vivir de acuerdo con los patrones, los esquemas, los prototipos impuestos por un sistema de vida anti-natural y anti-humano. No podemos acabar con el capitalismo, pero tal vez podamos liberarnos de él desde dentro del sistema, por lo menos en alguna medida. Hay que optar por la libertad de expresión, porque ésta es lo que el sistema más teme. No hay que someterse a la burda racionalidad de la mercantilización de la vida. Hay que aprender a despreciar los valores supremos del sistema: la codicia, la búsqueda loca de ganancias, las pretensiones de consumo sin ton ni son (más camisas, más zapatos, más jabones, más autos, más viajes, más sexo, más películas, etc., etc., es decir, más de todo), todo ello hasta donde sea posible. Hay que rechazar las reglas y las jerarquizaciones de clase para tratar a los demás por lo que son, no por lo que tienen. Qué fácil es decir esto y qué difícil lograrlo! El problema es que si ni siquiera lo intentamos, entonces estaremos siendo como actores de una tragedia griega en la que, hagamos lo que hagamos, no podremos evitar que nuestro destino se cumpla.

Máscaras Democráticas

Amable lector: confieso que por primera vez en mucho tiempo puedo empezar un artículo con un pensamiento alegre (aunque no sé qué tan esperanzador): muy pronto, Miguel Ángel Mancera dejará por fin el gobierno de la Ciudad de México. Por qué es esa una noticia para regocijarse es algo tan obvio que lo que a continuación expongo me parece hasta redundante!

Para poder abordar de manera fructífera nuestro tema, necesitamos primero sentar las bases de la argumentación y, por razones que irán aflorando, a mí me parece que para ello lo mejor es enunciar un par de reflexiones sueltas sobre el concepto de democracia. Todos sabemos que una de las nociones más manoseadas y que más fácilmente se prestan al chanchullo ideológico es el concepto de democracia. Si, por los procedimientos que sean, se logra endosarle a alguien el epíteto de “anti-demócrata”, el sujeto en cuestión queda automáticamente descalificado. Qué signifique ser un “demócrata” o un “defensor de la democracia” es algo que a final de cuentas no importa. Lo que cuenta es aparecer ante los ojos de los demás como un “verdadero representante de la democracia”, como su defensor a ultranza, y cómo se comporte uno en la vida es ya algo secundario o irrelevante. En la actualidad, en el debate político lo que importa es ante todo determinar quién es quien administra la etiqueta “demócrata” o “democrático”. Si teóricamente la discusión es vacua, estéril o aburrida no importa. Lo único que importa es proclamar hasta el hartazgo que uno es un ferviente “partidario de la democracia” y que el malo de la película, i.e., el opositor, es un enemigo de la misma. Una vez establecido eso, el debate queda sellado.

Aquí trataré de zafarme de los cauces convencionales de discusión y tomaré en serio el concepto de democracia. Ciertamente no forma parte de mis planes hundirme en un análisis técnico y detallado del contenido del concepto en cuestión, un contenido de larga y muy variada historia. No es ni el lugar ni el momento para ello. Unas cuantas palabras serán suficientes. El genio de Estagira, por ejemplo, en su Políticatraza unas muy interesantes clasificaciones de formas de gobierno y reconoce básicamente tres, las cuales pueden en principio tener tanto una expresión más o menos positiva como una negativa: la aristocracia, la oligarquía y la democracia. A esta última la describe Aristóteles como el “gobierno de los pobres”, por lo menos debido a que en todos los sistemas de vida de todos los tiempos los pobres (aunque sea en un sentido relativo) han constituido siempre la mayoría y se supone que la democracia es el gobierno de la mayoría. Si esa intuición de Aristóteles fuera acertada y tuviéramos que ubicarla en el núcleo de la definición de ‘democracia’, tendríamos que admitir que no ha habido, no hay y muy probablemente no habrá nunca un sistema realmente democrático, puesto que es hasta risible pensar que algún día los pobres del mundo tomarán y ejercerán el poder político. Hasta donde yo logro ver, al menos, siempre han sido los poderosos y los ricos quienes han gobernado en el mundo y ahora más que nunca. Lo que sí podría argumentarse es que el concepto de democracia evolucionó y que la concepción aristotélica quedó rebasada. Así, por ejemplo, con el tiempo fueron surgiendo, en otros contextos históricos, concepciones de la democracia muy diferentes de la de Aristóteles, como las de los pensadores ingleses y franceses de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, etc.). En la actualidad tenemos un concepto de democracia complejo y ligado de manera esencial a cierta clase de procesos políticos como lo son las elecciones de diversos grupos de gobernantes (diputados, gobernadores, presidentes, senadores, delegados, etc.), es decir, de nuestros supuestos representantes. No obstante, por lo menos en el imaginario colectivo un gobierno democrático tendría que tener además ciertos rasgos o características tales que, si efectivamente los tuviera y pudiéramos identificarlos, estaríamos entonces en posición de examinar cualquier gobierno que de hecho exista y podríamos entonces tildarlo con certeza y justificadamente de “democrático”, de “no democrático” o inclusive como “anti-democrático”. Echémosle un vistazo a esta cuestión.

Preguntémonos, pues, para empezar y sin abandonar el plano de la conversación informal: ¿de qué hablamos cuando hablamos de un gobierno democrático? Yo creo que tendríamos en mente a un gobierno con por lo menos las siguientes características:
a) se trataría de un gobierno que recoge, encarna y representa los intereses de las mayorías. Esto no quiere decir que entonces se tendría un régimen en el que las minorías fueran abusadas o sojuzgadas, pero lo que claramente no podría suceder sería que los intereses de una minoría, caracterizada como se quiera (desde una perspectiva étnica, sexual, religiosa, etc.), estuvieran por encima de los intereses (valores, principios, objetivos, etc.) de la mayoría. Esto es verdad por definición.
b) De seguro que hablar de un gobierno democrático sería, asimismo, aludir a un gobierno que consulta regularmente a su pueblo para la toma de por lo menos las decisiones que de manera directa más lo van a afectar en su vida cotidiana; estaríamos entonces hablando de un gobierno que no practica una fácil política de actos consumados, esto es, de un gobierno que no se limitaría a anunciarle a la población qué decisiones que la afectan directamente fueron ya aprobadas o entraron ya en vigor sin tomar en cuenta cuán drásticamente alteren la vida de los ciudadanos.
c) Sin duda alguna, un gobierno democrático no podría tener como uno de sus objetivos, pero tampoco como uno de sus resultados, la pauperización de la gente. Independientemente de cómo se auto-presente o se auto-describa, si un gobierno de hecho explota al pueblo, por ejemplo agobiándolo con impuestos e imposiciones económicas de diversa índole, ese gobierno no podría ser calificado como “democrático”.
d) Definitivamente, un gobierno arbitraria e injustificadamente represor, un gobierno que tiraniza a la población, por ninguna razón podría ser considerado como democrático. No sé quién podría sensatamente poner en cuestión esta característica.
e) Tampoco podría considerarse como democrático a un gobierno conformado por gente que antepone sus intereses personales a los intereses reales de los habitantes, un gobierno conformado por personas autoritarias y dogmáticas (independientemente de cuán sonrientes aparezcan en los periódicos) y en el que todo lo que se hace se hace con miras a alcanzar objetivos personales, gente que, aunque sea oscura o indirectamente, manifiesta un gran desprecio por sus “súbditos”, por más que (aunque sea de manera nada convincente) se presente ante los demás como liberal, comprensiva, inclusive adoptando abiertamente grotescas actitudes paternalistas o, como más bien deberíamos decir en este caso, maternalistas.
f) Por último, creo que no podríamos concebir como democrático a un gobierno que, como cuestión de hecho, es intolerante, en el sentido de que no permite, tolera o asimila la crítica objetiva externa.

Es claro que las características que hemos enunciado son simplemente parte de una lista mucho más larga de cualidades que habría que completar para tener un perfil adecuado de lo que es un estado democrático, pero para efectos de estas divagaciones con las que hemos enunciado nos basta. Yo creo que ahora sí estamos en posición de plantear la pregunta que nos motiva y que es la siguiente: con base en los criterios enunciados ¿podría sensatamente alguien afirmar que el gobierno de Miguel Ángel Mancera Espinosa podría ser considerado como un gobierno democrático? Mi propio punto de vista es que una respuesta positiva sí es factible, pero sólo a condición de que estuviéramos bromeando o en estados cerebrales alterados. Si tomamos como base lo enunciado más arriba, podemos sostener que se puede demostrar que el gobierno de Mancera será lo que se quiera, menos democrático. Procedamos entonces a la demostración.
1) Que el gobierno de Mancera subordinó sistemáticamente los intereses de las mayorías a los de sus minorías privilegiadas es sencillamente innegable. En su afán de “reorganizar” la vida y el tráfico de la ciudad, con Mancera se impusieron los intereses de unos cuantos miles de ciclistas y motociclistas sobre los de más de 5 millones de conductores; se beneficiaron abiertamente los miembros del movimiento lésbico-homosexual sobre las tendencias de millones de padres de familia y de ciudadanos heterosexuales. Si eso no es imponer intereses de minorías, entonces yo ya no sé qué pueda ser.
2) Ni sobre ampliaciones del metrobús ni sobre reglamentos de tránsito ni sobre medidas de contingencia ambiental ni sobre la reducción irracional de calles en colonias populosas de la ciudad de México para crear carriles para ciclistas y patinadores se hizo la más mínima consulta a los vecinos y más en general a los habitantes de la ciudad. Es una infamia que haya un carril para circular en auto y a un costado otro para las bicicletas cuando por la calle pasan 10,000 carros al día y por el otro pasan 20 bicicletas cuando mucho. Algo más contrario a la razón será difícil encontrar. En otras palabras, Mancera es el gran especialista en manejar una metrópoli como la ciudad de México sin el consentimiento de sus habitantes al tiempo que les  trastorna brutalmente su vida cotidiana.
3) En silencio pero sin titubeos nos subieron los costos de multitud de trámites, pagos en la Tesorería, expedición de documentos, alzas en los prediales, verificación vehicular, catastro, agua, etc. Todo eso representa un grave atentado al nivel económico de por sí ya bajo de multitud de familias de la Ciudad de México. ¿Quién se atrevería a denominar esas prácticas como ‘democráticas’?
4) Con su eternamente repudiado y odiado reglamento vehicular para la Ciudad de México, un instrumento esencial en su política descaradamente recaudatoria, el gobierno de Mancera extrajo de los bolsillos del ciudadano (y se jacta de ello, por si fuera poco) cientos de millones de pesos a través de una auténtica cacería citadina de conductores que se ven acosados 24 horas al día en sus trayectos a sus trabajos, en los altos, al estacionarse, al dar la vuelta, etc. En lugar de concebir la ley para proteger al ciudadano, con el gobierno de Mancera (siempre en el lenguaje de las “políticas públicas” y babosadas por el estilo) se pervirtió el espíritu de la ley y se ha estado haciendo un uso perverso de la misma convirtiéndola en un instrumento para la persecución del ciudadano. A los conductores de autos se les convirtió en delincuentes potenciales todos los días!
5) Imposible no resentir y repudiar la actitud abiertamente condescendiente y desdeñosa que adoptan diversos miembros del gabinete de Mancera cuando tienen que dar alguna explicación al público. Nunca falta alguna de las brillantes sub-secretarias del gobierno de la Ciudad de México que, como si fuéramos retrasados mentales, nos explica con lujo de detalles que tenemos en la Ciudad de México graves problemas de contaminación, de movilidad, de seguridad, etc. Lo que no se nos dice es que muchas de las medidas que se toman no son más que el resultado de una fácil  pero torpe importación de decisiones tomadas en otros países, en donde obviamente se vive (se respira, se transita, se gana, se come, etc.) en circunstancias muy diferentes. Si en Inglaterra (por dar un ejemplo) se determinó que la velocidad ideal para no tener accidentes es de 35 kms por hora, ese es un resultado para un país con las brumas, las lluvias, el pavimento, los autos, los conductores, etc., de Inglaterra, pero no para México. Sin embargo, los colonizados culturales, como no saben hacer sus propios estudios, lo único que hacen es efectuar una simple adopción de resultados (aparte de sentirse muy sabios o sabias). Eso es una prueba palpable de tercermundismo. El resultado neto de esas geniales políticas es que la ciudad de México fue convertida en un estacionamiento permanente, que va a ser muy difícil volver a echar a andar y que nos mantiene semanas de nuestras vidas en el auto. Pero eso sí: se parlotea todo el tiempo acerca del “transporte colectivo” apropiado, el cual dicho sea de paso nunca llega y del que hoy todos los usuarios se quejan amargamente.
6) Hace casi exactamente un año se dio la noticia en la Ciudad de México de que un joven estudiante de nombre ‘Emiliano Morales Hernández’ había sido asesinado. La razón que se aducía para explicar su muerte era que el susodicho se había atrevido a criticar en público, durante un evento oficial y delante de él, al gobernador de la ciudad, acusándolo de “fascista”. Posteriormente, hay que decirlo, la noticia fue desmentida y es probable que en efecto el estudiante en cuestión no haya sido ejecutado, pero lo que sí se sabe es que precisamente a raíz de su al parecer insolente participación, el estudiante en cuestión fue amedrentado a través de multitud de mensajes telefónicos y de correos electrónicos. Lo que esto pone de manifiesto es que el Sr. Mancera no es particularmente afecto a la crítica y un gobernante que cierra los conductos de la crítica ciudadana, que no es capaz de enfrentarla y que se esconde tras la represión desde el anonimato, es todo lo que se quiera menos un “demócrata”.

La verdad es que el gobierno de Mancera ha sido fatal para la capital de la República, una ciudad a la que por motivaciones políticas en el peor sentido de la palabra hasta el nombre le cambió. Pero lo que es importante entender es lo que está detrás de decisiones así, decisiones naturalmente nunca consultadas o consultadas sólo con sus allegados, en petit comité. Nada más el costo del cambio de papelería en toda la documentación oficial significó millones y millones de pesos del erario público, fondos que hubiera sido mejor utilizar (por consideraciones de “políticas públicas”) en infraestructura para evitar las terribles inundaciones que afectan a cientos de familias. Las inundaciones en cuestión, dicho sea de paso, no son como las que uno ve en Alemania o en Bélgica: son inundaciones no de ríos potables (que no tenemos), sino de ríos de aguas negras, por lo cual mucho del patrimonio familiar inevitablemente se pierde. Pero el cambio de nombre (injustificado, en mi opinión, puesto que el gobierno federal sigue teniendo su sede en esta ciudad, lo cual la hace especial, y entonces ¿por qué modificar el nombre que la distinguía? Si ahora la Ciudad de México es un “estado” más, ¿por qué sigue siendo la capital de la República y si es la capital por qué ya no es el Distrito Federal?) era una presea que el señor gobernador del Distrito Federal tenía que auto-regalarse. Lo mismo con la famosa “constitución” de la ciudad de México, sobre la cual en otro momento me pronuncié, por lo que no regresaré sobre el tema. Lamentable documento! Desde luego que el gobernador Mancera se puede presentar como candidato de la “izquierda” pero, como argumenté en otro lugar también, dado que la categoría “izquierda” es ya prácticamente inservible, resulta que a quien realmente él representa es a sí mismo.

El proyecto político del Lic. Mancera Espinosa es algo que tenemos ante los ojos. En un par de meses estará iniciando su campaña para darse a conocer a lo largo y ancho del país. Es claro que como candidato del PRD o como candidato independiente, Mancera se va a lanzar cueste lo que cueste a la carrera por la presidencia de la República. El problema es que hasta él mismo sabe que no va a ganar y, no obstante, se lanza. ¿Por qué? Porque su función política es pura y llanamente quitarle votos a Andrés Manuel López Obrador. Esa es la misión política que le fue asignada a Mancera. Por eso nadie se mete con él, no le exigen ninguna rendición de cuentas, él puede hacer y deshacer en su feudo, que es la Ciudad de México, siempre y cuando cumpla con el pacto. Pero lo que queda claro es que hasta el último momento de su mandato, Mancera se habrá ensañado con los capitalinos. Ya recibimos su último presente: las nuevas reglas para tirar la basura. Sobre esto hay que decir al menos unas cuantas palabras, porque da la impresión de ser big business!

Se supone que a partir del 8 de julio los ciudadanos de la capital del país tendremos que dividir la basura en al menos 3 clases de bolsas (la cuarta ni la considero, por lo absurdo que es. No tengo ni la menor idea de cómo alguien que quiera deshacerse de una computadora vieja o de una bicicleta mohosa podría meter dichos artefactos en bolsas para debidamente entregárselas a los caballeros que recogen la basura. De risa!). ¿Por qué esta decisión? La respuesta, en concordancia con los lineamientos del régimen, tiene que venir en términos de lo que se hace en otros países. Se me ocurre Dinamarca, por mencionar alguno. Por lo pronto, nos ponen a hacer una clasificación de basura que va más allá de lo que estaríamos en principio obligados a hacer dado el sistema de recolección de basura que tenemos. Si ni siquiera dividiendo la basura en orgánica e inorgánica la división ha sido particularmente exitosa, entre otras razones porque (como todos sabemos) los ciudadanos se toman la molestia de dividir la basura en bolsas separadas y lo primero que hacen los recolectores de basura es mezclar todo de nuevo. Si eso es porque son idiotas o porque así se les ordena que lo hagan es algo que una persona común y corriente no puede saber. Por lo tanto, tenemos que hacer asunciones y yo asumo que no es por casualidad ni porque sean tontos que los recolectores de basura hacen lo que hacen. Lo hacen porque hay gente empleada para realizar la faena de separar posteriormente los residuos. Pero entonces en las condiciones mexicanas, tal como las conocemos: ¿cuál es el sentido de una medida como la que se ha venido anunciando? La panorámica incluye lo siguiente: en primer lugar, deben tener ya preparado un fabuloso sistema de extracción de dinero (perdón, quise decir ‘de multas’) para quienes no acaten la nueva reglamentación ecológica; sin duda alguna, se pretende hacerle más fácil el trabajo a las compañías particulares involucradas en la recolección y el procesamiento de la basura. Casi podemos adivinar lo que piensan: que lo hagan los ciudadanos, que son quienes la generan! Así deben pensar los cretinos que quieren a toda costa quebrarle la columna vertebral de la voluntad al ciudadano del antiguo (y añorado) Distrito Federal. Como si se pudiera comprar carne o verduras o cuadernos o lo que sea y no llevarse el producto en algún envoltorio! Pero eso no significa que seamos nosotros quienes “generamos” la basura. Por otra parte, si se pone a la población a hacer un trabajo que no le corresponde, se ahorran fondos, salarios, prestaciones, etc., en otros contextos. Esto se llama ‘esclavización de la ciudadanía’, puesto que alguien se beneficiará con el trabajo no remunerado de otros. Con todo respeto, Gobernador Mancera et aliaestoy en contra, como lo estará todo ciudadano  víctima en esta ciudad. Lo que usted nos quiere imponer es una arbitrariedad y sinceramente no creo que vaya a funcionar. De lo que sí podemos estar seguros es de que la basura va a florecer, pero en la vía pública. Proliferarán las ratas, las enfermedades infecciosas, etc., y todo por un caprichito de unas cuantas mentes ensoberbecidas que creen que pueden “meternos en cintura” a como dé lugar, aunque sea para ponernos al servicio de la irracionalidad.

En resumen: ¿deja el gobierno de la ciudad de México alguien que nos tiranizó durante varios años? Sí! ¿Fue el gobierno de M. A. Mancera un gobierno democrático? NO! ¿Podemos tener esperanzas de que nuevas políticas orienten al nuevo gobierno? Tengo serias dudas al respecto. Las cosas deben estar muy bien amarradas, de modo que lo más probable es que seguirá cayendo sobre nosotros la maldición de un gobernante de sonrisa fácil, pero cargado de propósitos políticos que no podemos denominar de otro modo que como ‘declaradamente anti-democráticos’.

Caos Categorial y Parálisis Política

Para describir el carácter de esta contribución necesito una palabra especial y como no quiero usarla sin un mínimo de justificación empezaré con un breve recuento de datos. Como todo mundo sabe, la maravillosa obra de Platón se compone básicamente de unos 28 diálogos (incluidos algunos “apócrifos”) y de algunas cartas. Los diálogos a su vez se dividen en diálogos de juventud, del periodo intermedio, de madurez y, como formando un grupo aparte, su último (espléndido) texto, Las Leyes. Concentrándonos ahora en los primeros diálogos, éstos son conocidos como “diálogos socráticos”, no sólo porque en ellos, como en casi todos, Sócrates lleva la voz cantante, sino porque son textos en los que se plantea un problema, se le discute, se examinan y descartan diversas respuestas, pero el diálogo no termina con ningún resultado concreto. El tema es o demasiado difícil o Platón no tenía todavía la suficiente experiencia filosófica y entonces la temática queda abierta. Diálogos así son caracterizados como “aporéticos”. Ahora sí puedo prevenir al lector y decirle que lo que va a encontrar en estas líneas es un texto “aporético”, en el sentido en que puede haber exposición de ideas, desarrollo de argumentos, información empírica, etc., pero no creo llegar a ningún resultado definitivo, porque el tema más que difícil es complejo y escurridizo. Veamos de qué se trata.

El conjunto de los enemigos del género humano (porque los hay) está constituido por todos aquellos que quieren ver a la humanidad hundida físicamente en la desintegración social y en la decadencia y mentalmente en el caos y la incomprensión. De lo primero no me ocuparé en estas páginas, pero no sería muy difícil rastrear la fuente de la que emanan los poderosamente apoyados objetivos “anti-humanos”. Habría que incluir en los promotores del mal humano, por ejemplo, a todos aquellos que generan grandes crisis económicas pero que, si bien destruyen el patrimonio de la gente, ellos mismos se ven altamente beneficiados por ellas; o podríamos incluir a todos aquellos interesados en destruir todo lo que al día de hoy a todos los seres humanos de todos los tiempos y lugares les ha parecido como lo más normal, como la familia, o que quieren hacer pasar por virtuoso lo que siempre ha sido considerado como anti-natural y aborrecible. Todos esos hijos de Satanás han encontrado el modo, a fuerza de falacias, mentiras, patrañas, calumnias y toneladas de dinero, no tanto de convencer como de forzar a la gente a aceptar lo que en principio nadie pensaría en aceptar. Por ejemplo, ahora se habla del “uso lúdico” de la marihuana, queriendo con eso decir simplemente usar marihuana para inducir los estados semi-anestésicos que a muchos gustan. En la medida en que con ello se alteran las funciones normales del cerebro, eso es drogarse. Así, pues, eso que durante siglos todo mundo entendió que no podía ser la mejor práctica posible para las personas ahora es de buena gana aceptado por muchos hasta como algo saludable! Yo quisiera ser claro en este punto: yo no tengo problemas en entender que, por tales y cuales razones de orden factual (dinero, ociosidad, desempleo, miseria, inclinación al placer, etc.) fuera imposible acabar con la producción, el tráfico y el consumo de marihuana y que tuviéramos que aceptar que millones de personas (incluyendo nuestros seres queridos) sistemáticamente la consumieran. Se trataría de una nueva mercancía, que estaría en el mercado, generando puestos de trabajo, mano de obra, circulación de dinero, etc. Eso es inteligible, pero que la gente conscientemente admita como inofensivo o inocuo o hasta benéfico el uso de la marihuana es lo que ya no resulta tan comprensible: ahora resulta que una adicción que tiene efectos dañinos bien conocidos, efectos tanto corporales como mentales con los que se paga el placer que genera el producto en cuestión, no es perjudicial para el consumidor ni para la gente del entorno. Exagerando un poco, parecería que de lo que se trata ahora es de forzar a los no consumidores a que feliciten y premien a los consumidores! Desde mi humilde perspectiva, quienes desde las sombras promueven “teóricamente” el consumo de marihuana sin duda alguna pertenecen al conjunto de lo que llamé ‘enemigos del género humano’. Yo al menos, lo confieso, no pienso dejarme convencer de que lo blanco es negro y lo negro blanco.

Al igual que con la marihuana, hay muchos otros vicios y desviaciones de diversa índole que a toda costa se pretende hacer pasar por virtudes. Lo más alarmante del caso, sin embargo, es que los defensores de la decadencia humana han acaparado tanto poder que han llegado al grado de lograr que cualquier protesta, cualquier expresión de repudio o de asco inclusive, automáticamente queda descalificada. Los adjetivos con que sepultan a sus opositores sobran, por lo que no los traeré a colación. Yo pienso que estamos apenas empezando a resentir los efectos de un movimiento que ciertamente está adquiriendo momentum y es por eso que sus nefastas consecuencias son por ahora difíciles de vislumbrar. Todo ello se debe tanto a la perseverancia de los enemigos de la humanidad como a la candidez de la gente y a la hipocresía, la cobardía o el oportunismo de muchos que, plenamente conscientes de lo que está en juego para nuestros congéneres de ahora y los del futuro inmediato, optan por callar y por adaptarse a las nuevas circunstancias, tratando claro está de sacarle a la situación todo el provecho que sea posible (por ejemplo, auto-erigiéndose en defensores de derechos humanos). La moraleja es muy simple: los adversarios ocultos de la humanidad tienen el camino prácticamente libre para poder reforzar sus actividades de debilitamiento y corrupción de la sociedad en su conjunto.

Di sólo un ejemplo para ilustrar lo que sería la labor de zapa en relación con vicios de consecuencias físicas negativas para las personas, porque no es mi propósito polemizar aquí con abogados de los incontables (y más bien obvios) casos de deterioro físico, psicológico y social que afectan masivamente a la población del mundo. Quizá en otro momento estemos en el estado de ánimo apropiado para ello. De lo que quiero ocuparme ahora es más bien de algunas confusiones intelectuales que, de no ser corregidas, seguirán impidiendo que se tenga una visión justa del pasado más o menos reciente y clara del presente. Me refiero en este caso exclusivamente a categorías políticas. De éstas hay un número considerable, pero aquí me ocuparé de las más básicas. Pienso en categorías como “izquierda”, “derecha”, “nacionalismo”, “comunismo”, “democracia”, “totalitarismo” y “radicalismo”, por no mencionar más que las primeras que me vienen a las mientes. Nuestra pregunta es: ¿a qué confusiones dan lugar categorías como estas?¿Acaso no son esas nociones suficientemente claras?

Antes de entrar en el análisis categorial propiamente hablando sería conveniente decir unas cuantas palabras acerca del status de las categorías en general. Al respecto, quisiera rápidamente explicar dos cosas: qué son y qué rasgos tienen. Respecto a lo primero, un sencillo contraste puede ser útil y suficiente. Diremos entonces que así como un arado es un instrumento para sembrar, una “categoría” es un instrumento del pensar. En otras palabras, es por medio de y gracias a nuestras categorías que podemos comprender el sector de realidad del que nos ocupemos. En este caso, nos interesa la dimensión política de la vida humana y se supone que por medio de los “instrumentos” en cuestión podemos trazar una especie de mapa de ella, puesto que la dividimos, por así decirlo, en partes suficientemente discernibles. Nuestras categorías, naturalmente, siendo instrumentos pueden ser mejorados, es decir, podemos ir refinando nuestro aparato categorial y entonces nuestra comprensión de la realidad (política, en este caso) será cada vez más exacta y sofisticada. Pero, y este es el segundo punto que quiero mencionar, nuestras categorías son, por así decirlo, “movedizas”. Lo que quiero decir es que sus aplicaciones cambian notoriamente en el espacio y en el tiempo. De hecho, eso pasa con todos nuestros conceptos y no nada más con los políticos. Tomemos el caso del concepto “horrendo”. Si alguien ha vivido toda su vida en un lugar apacible, con un nivel de vida elevado, en donde nunca han aparecido ni indigentes malolientes ni inmigrantes andrajosos ni asesinos seriales, el que un perro o un gato, digamos que por un desafortunado accidente, sean atropellados les resultará “horroroso” a los habitantes de ese idílico pueblo imaginario. Supongo que es claro, sin embargo, que para un ciudadano, digamos, iraquí, es decir, para un sobreviviente de bombardeos de aviones y de atentados terroristas, alguien que vio morir a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, etc., el accidente de un perro sin duda podrá parecerle un evento triste pero podemos asegurar que su idea de algo horroroso no se aplica en este caso: si se le preguntara, la persona en cuestión diría que prefiere reservar la palabra ‘horroroso’ para situaciones espantosas como las que todos los días se producen en su país y que afectan a cientos de personas. La palabra ‘horroroso’, por lo tanto, no tiene un significado fijo sino que sirve ante todo para marcar un contraste y éste depende de las circunstancias. Ahora bien, si queremos insistir en que la palabra debe tener un mismo significado siempre, entonces confieso que no tengo ni idea de qué adjetivo utilizaría el habitante del pueblo de ensueño imaginado si lo pusieran súbitamente frente a las situaciones de masacre padecidas por el ciudadano iraquí. Mucho me temo que el afortunado ciudadano del pueblito de los felices tendría que reconocer que tiene un vocabulario más bien limitado.

Con las categorías políticas pasa lo mismo y algo más. Ellas también están sometidas a las presiones del cambio y del tiempo, pero además son fácilmente tergiversables. Consideremos, por ejemplo, la categoría “comunismo” o “comunista”. La palabra ‘comunismo’ probablemente fue usada por primera vez en tiempos de la Revolución Francesa por personajes como Babeuf, el célebre líder posteriormente guillotinado de la así llamada ‘conspiración de los iguales’. No obstante, es innegable que fue con el marxismo que el concepto de comunismo se volvió, por así decirlo, moneda corriente en el mundo de la política. Ahora bien, cuando Marx habla de “comunismo”, cosa que hace en raras ocasiones, lo que realmente hace es postular o intentar visualizar una sociedad perfecta y justa, es decir, una sociedad que surgiría cuando la división del trabajo hubiera sido superada, cuando el periodo de la dictadura del proletariado hubiera terminado, cuando la propiedad hubiera quedado totalmente socializada, etc. O sea, Marx no habla del comunismo como de algo real, sino que siempre deja en claro que lo considera ante todo como un ideal, algo que más que alcanzable es como un faro que serviría para orientar la acción política. Dicho de otro modo: comunismo (y por lo tanto, comunistas) no ha habido, no hay y probablemente nunca lo(s) habrá. Pero contrastemos este uso con lo que podríamos llamar el ‘uso norteamericano’ (o macarthista) de la palabra (los ‘commies’). ‘Comunistas’, ‘comunismo’, etc., en la jerga americana no significaba otra cosa que ‘soviético’ y por lo tanto, por razones elementales, ‘ruso’. Ahora bien, identificar un ideal político con una nacionalidad es simplemente destruir el concepto original. La tergiversación conceptual, por otra parte, aunque claramente inducida no era ni gratuita ni tonta: se peleaba con un modo de vida alternativo pero para tener a población de su lado se exacerbaba su fanatismo nacionalista haciéndole pensar que ‘ruso’ y ‘comunista’ significaban lo mismo, lo cual era obviamente falso. Una vez engatusada la población, resultaba prácticamente imposible disentir en los Estados Unidos de la política del gobierno en funciones, puesto que era entonces fácil acusar a quien lo hiciera de “anti-patriota”, “anti- americano”, etc., etc. El problema con esta clase de manipulaciones es que quienes están interesados en estudiar temas políticos se quedan sin una noción útil, porque la que todo mundo maneja quedó desfigurada. Es evidente que lo mismo sucede, mutatis mutandis, con nociones como las de libertad o democracia.

Las circunstancias concernientes al modo como hicieron su aparición las nociones políticas son a veces importantes, a veces totalmente irrelevantes y en ocasiones dañinas. Por ejemplo, durante la Revolución Francesa, en la Asamblea Nacional los más radicales ocupaban la parte superior del recinto del parlamento y entonces se hablaba de ellos como los de la Montaña. Esa palabra (y sus derivados, como ‘montagnard’, o sea, ‘montañés’) cayó en desuso, pero otras de la época siguen vigentes. Fue por el hecho casual de que defensores de ciertas ideas de cambio social, progresistas y demás estaban a la izquierda de un recinto y que quienes defendían la monarquía, las jerarquías sociales, el orden establecido, etc., estaban a la derecha que entraron en circulación las categorías políticas “izquierda” y “derecha” y que quedaron como etiquetas obligadas para el ulterior pensamiento político. Y la verdad es que durante mucho tiempo, dada la simplicidad y la nitidez de las oposiciones políticas, categorías así, simplistas y de fácil aplicación, pudieron seguir siendo usadas. Pero esa simplicidad, como en muchos otros casos, se logra a costa de la exactitud. Si a lo largo del siglo XIX la población se dividía básicamente entre proletarios y burgueses, categorías como “izquierda” y “derecha” resultaban útiles, pero si la vida política se complicaba un poco, que fue lo que pasó en el siglo XX, entonces no sólo no sirven sino que son contraproducentes: ocultan diferencias e inducen a pensar en términos de etiquetas y a que nos desentendamos de los contenidos de los programas políticos de los agentes involucrados, ya sean individuos, partidos o grupos de otra índole. Veamos rápidamente algunos casos.

Preguntémonos: ¿ha habido en México movimientos de izquierda? Claro que sí, pero hay que entender que el asunto es tanto contextual como una cuestión de grados, exactamente como pasa con el espectro de los colores. El juarismo es un magnífico espécimen de movimiento exitoso de izquierda. Pero ¿era Juárez de izquierda porque estaba ubicado a la izquierda de algo, una estatua, un monumento, una sala o porque era miembro de algún partido comunista? Claro que no. Era de izquierda porque era radicalmente anti-clerical en una época en la que el clero representaba la reacción, el empobrecimiento de la población, el estancamiento educativo, en tanto que Juárez era el portavoz del recién nacido nacionalismo mexicano y, por consiguiente, valientemente anti-extranjerizante, el mayor representante de la integración nacional, o sea, de la incorporación de todas las etnias en un solo pueblo, el pueblo de México, tenía ideas progresistas, una visión nueva y positiva del país, etc., etc. El zapatismo con su demanda de reparto efectivo de la tierra también era un movimiento agrario de izquierda, pero ¿lo era también el maderismo? Ya no está tan claro, porque si bien es cierto que en el Plan de San Luis se alude vagamente a víctimas de abusos realizados con base en la Ley de Predios y de restitución de tierras, realmente el objetivo principal del plan de Madero era derrocar a Porfirio Díaz, o sea, la lucha anti-re-eleccionista. Y eso, por lo menos en el caso del dictador Díaz representaba un progreso y entonces podría ser visto como de izquierda. Sin embargo, sería falsificar la historia si se le adscribieran a Madero objetivos revolucionarios. Sus objetivos tenían que ver ante todo con procedimientos gubernamentales, con tomas de decisiones, pero él mismo no estaba interesado (como tampoco V. Carranza lo estaba) en una transformación radical de la sociedad mexicana. Podríamos decir entonces que había pálidos elementos de izquierda en su programa, pero hasta ahí. Y ahora, en nuestros días, ¿sirve de algo la categoría “izquierda” para de alguna manera caracterizar el panorama político de México? Sería una buena broma afirmar algo así. En México hubo en algún momento una izquierda tercermundista, plagada de merolicos que terminaron por hacer de la terminología marxista una jerga inservible y con la que Octavio Paz barrió sin mayores problemas. Paz y sus seguidores, en efecto, acabaron con el endeble pensamiento izquierdista que había en México. Hay que decirlo con todas las palabras: de la izquierda mexicana no quedó nada. A Paz le resultó fácil acabar con la izquierda mexicana entre otras razones porque no había en México pensamiento autóctono de izquierda, teóricos mexicanos de izquierda, vocabulario de izquierda y cuando los hay se les reprime sin misericordia (véase el caso Ayotzinapa). Obviamente, si se pretende usar la categoría “izquierda” para hablar del PRD y demás organismos políticos mediocres, pues entonces es mejor renunciar a esa categoría. Dicho sea de paso: ¿es el gobierno actual de la ciudad, el gobierno de M. A. Mancera, un gobierno de izquierda? Hasta un niño entiende que no! Es un gobierno claramente anti-popular, tiránico, déspota, extractor de dinero de la población a base de impuestos, multas, permisos y demás mecanismos de extorsión estatal y cuyas decisiones vienen envueltas en el fácil lenguaje a-teórico de “servimos a la gente”, “trabajamos para la gente” y demás frasecitas insulsas como esas. El gobierno de la Ciudad de México es un oscuro gobierno de derecha disfrazado con el lenguaje del liberalismo estándar. Asimismo, podemos afirmar que confrontado con los programas priista y panista de venta de lo que queda del país (le llaman ‘inversiones’) y la cada vez más obvia pérdida de soberanía (se habla de convenios internacionales), el programa de Andrés Manuel López Obrador es claramente un programa de izquierda.

Si pasamos al plano internacional nos volvemos a encontrar con multitud de falacias, distorsiones históricas y manipulaciones ideológicas. Pregunto: ¿por qué el nacional-socialismo y el fascismo son sistemáticamente presentados como movimientos de derecha? No lo eran. La principal razón de que sean así presentados es que el Tercer Reich entró en guerra con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, siendo este país el emblema oficial de la izquierda. Pero la diferencia entre el nacional-socialismo alemán y el socialismo staliniano o socialismo real era ante todo (aunque no únicamente) ideológica. Los alemanes de la época del nacional-socialismo tenían los mismos enemigos que los soviéticos, pero tenían ideologías radicalmente opuestas. Estas ideologías, sin embargo, no eran otra cosa que banderas para presentarse ante el mundo, pero en el fondo los sistemas alemán y soviético coincidían en múltiples puntos esenciales (aunque obviamente también había importantes diferencias entre ellos). Naturalmente, el que haya dos regímenes o movimientos de izquierda enemigos entre sí no vuelve a ninguno de los dos de derecha! Es perfectamente imaginable que estallara una guerra entre Inglaterra y Francia (una más) y no por ello uno de los dos países dejaría de ser un país capitalista, promotor del bienestar social, etc. En general, es más fácil encontrar gobiernos paradigmáticos de derecha que gobiernos de izquierda igualmente representativos. El gobierno de M. Macri, por ejemplo, es desde el punto de vista que se quiera adoptar (relaciones obrero-patronales, sumisión a la banca y a los grandes propietarios agrícolas o industriales, recortes presupuestales, alzas brutales en precios y estancamiento o retroceso en los niveles de consumo de la población, etc.) un gobierno radical de derecha, y como el de él hay muchos (creo que no tenemos que ir muy lejos para encontrar uno), pero un gobierno de izquierda radical ni el del comandante Chávez, aunque sí el del comandante Fidel Castro.

Dado que, sea como sea, las aspiraciones legítimas de la gente recibirán de uno u otro modo una expresión política, en países como México la “izquierda”, completamente acéfala desde un punto de vista teórico y muy sometida y acorralada desde un punto de vista práctico, no puede tener otra expresión que el así llamado ‘populismo’. El populismo es, por así decirlo, la izquierda en estado bruto o embrionario, la izquierda espontánea, casi dan ganas de decir la izquierda animal. Representa intereses elementales de las clases trabajadoras y más en desventaja. ¿Sirve de algo decir que es un movimiento de izquierda? Me inclino a pensar que por el momento la dicotomía <izquierda/derecha> no es particularmente útil. En los USA, por ejemplo, también se habla en ocasiones de “radicales” y de “izquierdistas” para hablar de miembros del Senado o de la Cámara de Representantes. Esa es la mejor prueba de que esas categorías ya no tienen prácticamente ningún sentido. Tenemos que aprender a examinar las propuestas, los movimientos, los programas, los pronunciamientos en sí mismos y en contraste con otros. Tenemos que aprender a defendernos ideológicamente y a no permitir que se nos obligue a pensar en paquetes (izquierda, anti-establishment, orgullo gay, democracia y libre comercio), porque si pensamos en paquete no podremos actuar dado que los paquetes nunca son del todo coherentes. Hay que tomarse la molestia de examinar caso por caso. Sólo entonces podremos discernir los movimientos ocultos de los enemigos del género humano y hacer con ellos lo que más temen, a saber, sacarlos a la luz del sol de la verdad.

Reacciones Sociales

Hace un poco más de 10 días, Valeria, una niña de 11 años, se paseaba con su papá en bicicleta cuando empezó a llover. Al padre se le hizo fácil, para evitar que se mojara, hacerle la parada a un vehículo de transporte colectivo que iba vacío y subió a su hija, para que la adelantara alrededor de 6 cuadras. El padre siguió en bicicleta al vehículo, pero en cierto momento el chofer aceleró y desapareció. Naturalmente, cuando el papá llegó al lugar donde la niña tenía que haber bajado no la encontró. Empezó entonces una búsqueda afanosa hasta que, al otro día, fue hallado el cuerpo sin vida de Valeria. Había sido violada. Esta es, llamémosla así, nuestra primera “premisa”. Unos cuantos días más tarde, el chofer, un tal José Octavio “N”, fue atrapado y confesó su crimen. Fue enviado al penal de Neza-Bordo y, al tercer día de haber sido ingresado, amaneció colgado de una ventana de su celda. La hipótesis del suicidio es tan ridícula que la menciono sólo para de inmediato olvidarme de ella. Esta es nuestra segunda “premisa”. El tercer dato importante tiene que ver con las reacciones de la gente en torno a este odioso episodio. Para empezar y siguiendo con la tradición, de entrada el agente del ministerio público se negó a admitir que pudiera haberse cometido un delito. La “hipótesis” original era que la niña “se había ido con su novio”. Una vez descubierto el cadáver, la reacción de la gente fue exigir que se hiciera justicia. Finalmente, después de enterarse de que el asesino (confeso) había sido “ajusticiado” y aunque con ello a Valeria misma no se le beneficiaba en nada, de todos modos se dio una explosión popular de satisfacción.

El suceso relatado se inscribe en el marco de una cada vez más frecuente aparición espontánea de “justicieros”, esto es, personas que en presencia de un asalto, en defensa personal o colectiva, ejecutan a los malhechores. La reacción general de la gente es sistemáticamente la misma: no vieron nada, no cooperan con la policía, hacen retratos hablados engañosos, dan datos contradictorios, etc. Y ¿cuál es la repuesta mecánica de las autoridades? Ya tienen la frase hecha lista: “No se puede hacer justicia por su propia mano”. Mi intuición me dice que algo tiene que estar mal con esta respuesta. Lo difícil es exhibir con claridad qué. Intentemos esclarecer, hasta donde sea posible, el tema.

Lo primero que tenemos que señalar es que un cliché, por acertado que sea, no basta para diagnosticar una situación, para superar un dilema o para resolver un conflicto. La frase (Nadie debe hacerse justicia por propia mano) sin duda es buena sólo que a condición de que venga acompañada de un contexto apropiado, porque de lo contrario sólo sirve para engañar a los interlocutores. ¿Cuál es el contexto que aquí falta? Está constituido por dos verdades: primero, que la ciudadanía carece de genuina protección por parte de las autoridades y, segundo, que los asaltantes, violadores, ladrones, plagiarios y demás no reciben prácticamente nunca el castigo que merecen. Por deficiencias legaloides, corrupción judicial, ineptitud de los fiscales, bestialidad de los agentes policiacos, etc., lo cierto es que los delincuentes a menudo salen más rápido de lo que tardan en entrar a los reclusorios. En esas condiciones ¿sigue resultando tan convincente el slogan mencionado? Tengo mis dudas.

Una de las tácticas de quienes se rehúsan a examinar y enfrentar seriamente el problema que plantea la delincuencia, organizada o espontánea (como la ejemplificada en el caso de Valeria), consiste en hacer siempre planteamientos grotescos, en proponer medidas descabelladas y en exigir de los demás LA solución a los problemas, asumiendo obviamente que ésta tiene que venir codificada en una fórmula simple y de aplicación inmediata. Eso realmente equivale a una burla y no es más que una forma de eludir la verdadera controversia. La existencia de la delincuencia tiene muchas causas, operando todas simultáneamente, y lo que eso implica es que la solución tiene que ser compleja. Hay desde luego causas de orden económico, pero cualquiera entiende que la existencia de la criminalidad no se agota en su dimensión económica. Es no sólo imaginable sino un hecho verificado en múltiples ocasiones que hasta en las familias más pobres en las cuales pululan los delincuentes hay también personas que encaminan sus vidas por la senda del trabajo, de la vida comunitaria sana, etc., así como en multitud de familias acomodadas proliferan villanos de las más variadas clases. Por lo tanto, la explicación economicista de la delincuencia es totalmente insuficiente. Lo mismo pasa con la perspectiva educativa. Es obvio que hay una relación fuerte entre la tasa de actos delictivos y la educación de la población pero, una vez más, limitarse a considerar nada más los niveles de educación no basta. De nuevo, así como hay criminales entre gente rica así también los hay entre gente educada (y mucho más de lo que uno podría imaginar) y a la inversa: entre la gente ignorante, que en nuestro país congrega a sectores muy amplios de la población, hay gente buena y que, habiendo inclusive tenido la oportunidad de hacerlo, no está dispuesta a hacerle daño a los demás. Por lo tanto, pretender explicar la delincuencia exclusivamente en términos educativos es, una vez más, perder el tiempo. La educación (o la falta de educación) es ciertamente un factor más en la gestación y expansión de las actividades delictivas, pero ni es el fundamental ni es el decisivo. Por último, una tercera perspectiva que se puede adoptar para explicar y tratar de controlar la vida criminal es, obviamente, la perspectiva policiaco-judicial. Esta tercera perspectiva pretendería explicar el fenómeno del surgimiento y la expansión de la vida criminal apuntando a las deficiencias de las instituciones dedicadas a la persecución del delito, a lo tremendamente defectuoso de los códigos penales vigentes y al estado de putrefacción del sector judicial. A mí en lo personal me parece que este factor es mucho más (por así decirlo) “operativo” que los otros dos, es decir, está ligado de manera mucho más inmediata a la criminalidad que los factores económico y educativo.

Es evidente que la lucha contra la delincuencia tiene que contemplar estos y otros factores y atacar los problemas en sus respectivas áreas. Una sociedad de gente bien comida pero imbuida de valores despreciables seguirá produciendo criminales, al igual que una sociedad de gente bien educada pero viviendo en la inopia. Un régimen dictatorial, en cambio, inclusive con una población viviendo en niveles de subsistencia y con niveles de educación muy bajos de todos modos podría, con una legislación adecuada y cuerpos policiacos y judiciales suficientemente confiables, mantener bajo control a la casta de criminales. De hecho algo ligeramente parecido a eso era lo que pasaba en los antiguos países socialistas de Europa Oriental. En Varsovia, en los años 70, se podía uno pasear a las 3 de la mañana por toda la ciudad y no le pasaba absolutamente nada. Claro que siempre hubo pequeños ladrones, alguno que otro estafador, etc., pero es innegable que los niveles de criminalidad en aquellos países eran increíblemente bajos, sobre todo comparados con los de América Latina, de África o inclusive con los de los Estados Unidos. De ahí que podamos inferir que el principal frente, el ámbito en el que de manera más decisiva se juega el éxito o el fracaso de la criminalidad, es ante todo el de lo policial y de lo jurídico. México, hay que decirlo, está a nivel mundial a la vanguardia en lo que concierne a las tasas de criminalidad (secuestros, asesinatos, violaciones, etc.). Por ejemplo, en lo que a asesinatos de periodistas concierne nos llevamos la presea de oro.

Confieso que las consideraciones de carácter social, las predicciones o proyecciones más o menos probables, las estadísticas y en general toda clase de correlaciones empíricas no son particularmente de mi interés, por lo que no me ocuparé ni de las relaciones entre el crimen y la economía ni de las que se dan entre el crimen y la educación. En cambio las relaciones entre el crimen y las leyes me interesan más por lo que me propongo examinar, de manera muy general, el tema de modo que podamos responder a preguntas como las siguientes: ¿quién tiene razón: quien aboga por el slogan de que nadie puede hacerse justicia por cuenta propia o quien sostiene que ese principio vale sólo si se vive en una sociedad en la que la gente está de hecho protegida? O planteado de otra manera: ¿es justificado el enojo de quienes ven en la ejecución del asesino de Valeria un vulgar homicidio más o está justificado el pueblo en sentir júbilo por su ejecución?¿Quién está en lo correcto: los legisladores o el pueblo?¿Por qué habría que optar: por una justicia que, por las razones que sean, nunca llega, nunca se materializa, o por el justiciero que elimina a bandoleros para proteger a personas que iban a ser de una u otra manera violentadas?¿Quién tiene razón: el abogado o el sentido común?

Independientemente de si se le acepta o no en su totalidad, hay un texto sagrado, a saber, El Antiguo Testamento, el cual sin duda alguna contiene algunas consideraciones esenciales sobre la justicia. Así, en Éxodo 21, precisamente cuando se enuncia lo que podríamos considerar como la legislación básica del pueblo hebreo, claramente se dice “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (24). Esto es la universalmente conocida “Ley del Talión”. ¿Por qué es tan importante este principio?
Yo pienso que la Ley del Talión nos da la esencia de la justicia. Por lo pronto, tiene dos implicaciones de primera importancia:

a) rechaza la impunidad
b) equilibra el castigo

Lo primero que la Ley del Talión nos enseña es que no puede haber una sociedad justa en la que se cometan arbitrariedades, actos delincuenciales, crímenes de la clase que sean si no se tiene previsto un castigo para ellos. En otras palabras, lo que no puede suceder, en aras de la justicia tanto divina como humana, es que se cometa algún acto ilegítimo en contra de alguien y que no se haga nada al respecto, que no pase nada. Aprendemos la lección cuando entendemos que el principio en cuestión se encuentra en los fundamentos no sólo de la sociedad hebrea de aquellos tiempos, sino en los de cualquier sociedad humana posible. Sólo en una sociedad en la que las personas no tienen el mismo valor, en donde hay jerarquías entre humanos, en una sociedad racista o de algún modo segregacionista, en una sociedad en la que pueden cometerse actos de agresión en contra de una persona sin que se busque en serio castigar al culpable, la Ley del Talión no vale. En otras palabras: hay que optar: ¿qué se prefiere ser: segregacionista o partidario de la Ley del Talión? Me parece que la respuesta podría ser: “Hasta la duda ofende!”.

Por otra parte, desde luego que es correcto castigar a quien cometió un ilícito sólo que el sentido común, incorporado en la Lex Tallionis, deja en claro que el castigo del culpable tiene que caer dentro de cierto marco, es decir, no puede ser ni excesivamente blando ni demasiado duro. En verdad, esto es una idea con la que hasta el mismísimo Aristóteles habría estado de acuerdo. En su formulación clásica no se nos dice ojo por ojo y diente, ni ojo y diente por ojo, sino simplemente ojo por ojo. O sea, la sanción tiene que ser más o menos equivalente al daño ocasionado; de lo contrario se vuelve a caer en la injusticia. Ahora bien, se ha objetado que es imposible aplicar literalmente la Ley del Talión: es obvio que no se le va a cortar la oreja a quien cortó la oreja de alguna persona, que no se le va a sacar los ojos a quien le sacó los ojos a otra persona y así sucesivamente. Pero esto no es una objeción propiamente hablando. Tal como la conocemos, la Ley del Talión es simplemente una fórmula expresada en un lenguaje no literal, dado que esa es la única clase de formulación a la que se puede recurrir cuando no se tiene una constitución, un código (penal, por ejemplo) bien elaborado, con artículos precisos, etc. El pensamiento quedó enunciado de manera tan brillante que se puede recurrir a él en prácticamente cualquier situación imaginable.

Un problema para los legisladores en general era encontrar algún o algunos castigos que siempre pudieran infligirse, puesto que era demasiado complicado tener tantos castigos como delitos, pues entre otras cosas ello haría inviable la impartición de justicia. Los castigos a los que se redujeron todos los demás fueron finalmente dos: multas y privación de la libertad. A partir de ese momento lo que se requiere son convenciones: para tal delito, tal multa o tantos días de cárcel. Debe quedar claro que para la elaboración de las listas de castigos no hay ciencia alguna: todo depende de las intuiciones de quienes elaboran las leyes, de sus prejuicios, de su sentido común, de las tradiciones prevalecientes en su marco cultural, etc. Dicho de otro modo, estrictamente hablando en los códigos penales no hay nada objetivo. El Derecho no es una ciencia natural más. Para un mismo delito, las leyes de Noruega, las de Bolivia y las de Tailandia pueden reservar castigos diferentes. No obstante, detrás de todos ellos, implícitamente, sigue vigente la Ley del Talión. Pero ahora ¿en qué consiste el problema? En que dada la hipocresía de nuestros tiempos, se pretende ponerle un límite al rango de aplicación de tan útil ley: lo que se pretende es, por un sinnúmero de vericuetos y túneles argumentativos, limitar por principio el alcance de la Ley del Talión de manera que ésta no se aplique a quienes asesinan a otras personas. En los casos más terribles no se quiere aplicar lo de ojo por ojo. ¿Por qué hablo de hipocresía en este contexto? Me refiero a un rasgo de la cultura actual. Como resultado de sus actuaciones en sus respectivos ámbitos, los políticos y los juristas de hecho condenan diariamente a muerte a miles de personas, pero se sublevan indignados ante la idea de juzgar y condenar a muerte a un detestable criminal del fuero común. O sea, los políticos de todo el mundo, los portavoces de la democracia, los defensores de derechos humanos, toda esa ralea de administradores públicos y de legisladores y juzgadores convive tranquilamente con la realidad de niños calcinados por bombas de fósforo o ahogados a la mitad de su travesía en el Mar Mediterráneo, con la de cientos de miles de mujeres convertidas en esclavas sexuales, con la de multitud de asesinatos de personas cuyos cadáveres van a dar a fosas clandestinas, etc. Todo eso ellos lo aceptan y conviven apaciblemente con ello, pero en cambio no toleran la idea de condenar legalmente a muerte al asesino de una niña. Por paradójico que parezca, es precisamente para los casos graves para los cuales la Ley del Talión es rechazada. Naturalmente, si uno rechaza lo que constituye el núcleo de la justicia, cualquier situación, por absurda que sea, se puede dar. Supongamos, por ejemplo, que una persona mata a otra y que, por razones “humanitarias” no se le condena a muerte sino a un cierto número de años de cárcel. Digamos que se tasa la vida de la persona asesinada en, por decir algo, 25 años de reclusión. Pero supongamos ahora que el delincuente en cuestión asesinó a 2 personas: ¿cuál es entonces el castigo justo? Uno diría, haciendo aritmética elemental, 50 años. Pero ¿y qué tal si el sujeto en cuestión asesinó a, digamos, 15 personas? Hay muchos asesinos así. Uno se pregunta: ¿qué caso tendría dictarle una pena de 375 años? Eso sería más bien como mofarse de la sociedad en su conjunto. Por otra parte, una cosa es matar por algún agravio terrible y otra violar y matar a sangre fría a una persona indefensa, inocente, con un futuro por delante, miembro de una familia que queda destrozada hasta el fin de sus días. En este segundo caso: ¿también 25 años de prisión sería un castigo justo? Me parece a mí que forma parte de la discusión la sugerencia a quienes pretenden mutilar nuestro concepto de justicia que por un momento imaginen que la persona despiadadamente asesinada es su hija o su hermana. ¿Seguirían manteniendo su ecuanimidad y actitud “humanista”? A todos nos encantaría conocer el resultado de ese “experimento de pensamiento”. Pero regresando al punto importante: es un hecho que la justicia mexicana no aplica ni respeta la Ley del Talión para los casos realmente graves, ostentosamente ofensivos para la sociedad. El Estado mexicano es, pues, esencialmente injusto.

La sociedad mexicana, sin embargo, no siempre lo es y de cuando en cuando se inconforma con las decisiones que le imponen. Es por eso que nos encontramos con ese contraste brutal de reacciones, esto es, las reacciones de académicos, políticos y leguleyos que repiten como pericos “Nadie debe hacerse justicia por su cuenta” y la de las personas que sienten que “por fin se hizo justicia”. Yo pregunto: si efectivamente “se hizo justicia: ¿importa mucho quién la hizo? El ideal, evidentemente, no es que cada quien “se haga justicia” por cuenta propia. El problema con esto es que quien dice que se hace justicia por cuenta propia las más de las veces comete una injusticia, delinque para hacer algo que no tiene justificación. Eso no es hacerse justicia por cuenta propia. Eso es ser un delincuente descarado. El verdadero dilema es: ¿qué es mejor, psicológica y socialmente: que se cometa una injusticia por negarse a imponer el castigo merecido o que se haga justicia al margen de la ley? Es a esa pregunta que los legisladores y políticos nacionales tienen que responder ofreciendo razones. ¿Por qué es mejor la primera opción?¿Por qué es mejor no violar la ley y dejar intacta una situación de injustica que corregir una situación injusta violando la ley? Lo que aquí se necesita son argumentos, no meros pronunciamientos.

Difícilmente podría negarse que en gran medida la lamentable situación que prevalece en México tiene entre sus causas la corrupción jurídica (no nada más la judicial). Desde luego que el espectáculo de un linchamiento es espantoso, pero no lo es menos el de la situación en la que el pueblo se queda con hambre y sed de justicia. Yo me pregunto una y otra vez: ¿realmente sería peor el mundo (o México al menos) si se implantara en el país la pena capital para crímenes como el de Valeria, si se eliminara a través de un juicio a asesinos seriales, a grandes criminales del fuero común, a gente que sin derecho alguno privó de la vida a otras personas causándole con ello un tremendo daño a sus seres queridos?¿No oyen los constructores de nuestro marco legal lo que a gritos les dicen las reacciones espontáneas de la gente? Y respondiendo a las preguntas que planteamos más arriba: ¿no está justificada la reacción de júbilo de la población ante la noticias de la ejecución del violador y asesino de Valeria?¿No era ese un derecho que tenían los padres de la niña, un derecho del cual la legislación vigente los había privado pero que, casualmente, otros delincuentes, por las razones que sean, les restituyeron?¿No está la figura del justiciero (del Robin Hood local) reivindicada y sancionada por el pueblo, quien por fin encuentra a un defensor real? Y, por otra parte, ¿no se supone que en los sistemas democráticos es del pueblo de donde emana la soberanía?¿No es en la democracia el pueblo el que manda y no se supone que nosotros vivimos en una democracia?¿Por qué entonces tienen primacía los prejuicios y las preferencias de los legisladores sobre el sentir popular? Si las reacciones de la gente sirven de alguna manera como termómetro para medir el grado de auténtica representación de los intereses populares en las esferas del poder, lo menos que podemos afirmar es que el pueblo y sus dizque representantes en los poderes de la Unión viven en dos universos que, como las galaxias en el cosmos, cada día se alejan más uno del otro.

Miedos Mundanos y Miedos Trascendentales

Los fenómenos sociales tienen una forma particular de explicación. Yo me inclinaría por pensar que dicha forma de explicación es más compleja que la de las ciencias naturales, las así llamadas ‘ciencias duras’, si bien (aunque ello es desde luego debatible) quizá menos complicada. Esto que afirmo no es una contradicción, como tal vez estaría tentado de inferir más de uno, puesto que complejidad y complicación son, obviamente, cosas diferentes. Por ejemplo, explicar por qué Julio César fue asesinado en los Idus de marzo requiere de datos simples quizá, pero muy numerosos concernientes a sus planes de guerra, sus dolencias, su creencia en los adivinos y las profecías, su relación con Cleopatra, sus vínculos con los conspiradores, etc., etc.; en cambio, explicar la trayectoria de un cometa requiere de unas cuantas variables pero de cálculos matemáticos complicados. Es en este sentido que digo que las explicaciones históricas son complejas en tanto que las físicas son más bien complicadas. En las ciencias naturales se busca en general proporcionar explicaciones causales, las cuales tienen una estructura harto conocida; en cambio, en las ciencias sociales no es tanto causación lo que interesa, sino que más bien se aspira a cierta clase de “comprensión” que tiene que ver con deseos, motivaciones, tendencias, pensamientos y demás, todo lo cual es enteramente irrelevante en las ciencias naturales. Esto yo creo que es suficientemente claro: no es lo mismo estudiar y manipular cromosomas o procesos como los de oxidación y combustión que entender las motivaciones de un individuo para tomar tal o cual decisión y que lo llevaron a la victoria o a la derrota. Uno controla y por ende predice fenómenos naturales, pero uno “comprende” los eventos humanos, no los manipula ni los reproduce. Batalla de Austerlitz sólo hubo y habrá una a lo largo de la historia de la humanidad. Es cierto que en algunas ciencias sociales se puede también hacer proyecciones (de precios,  de elecciones, etc.), pero los resultados son en general pobres y pueden llegar a ser patéticos. Pero disciplinas como la historia, por ejemplo, no tienen como objetivo “reproducir” casos una y otra vez, sino comprenderlos en toda su complejidad y unicidad. Los fenómenos sociales (las guerras de Napoleón, la conquista de México, la Primera Guerra Mundial, el asesinato de J. F. Kennedy y así indefinidamente) se comprenden sólo si se les contextualiza debidamente, es decir, sobreponiendo planos explicativos unos sobre otros o, si se prefiere otra metáfora, encuadrando las explicaciones dentro de marcos que se van estrechando y que llevan desde lo más general hasta lo más particular del caso, es decir, hasta que llegamos al evento en el que lo que entran en juego son los pensamientos, los deseos, las motivaciones, etc., de los agentes involucrados. Por ejemplo, si queremos comprender el fenómeno de la conquista de América por parte de los españoles tenemos que tener una plataforma básica, la cual muy probablemente sería de índole económico. Eso constituiría el marco más general dentro del cual se irían acomodando poco a poco los complementos explicativos. Así, sobre la base del sistema de producción imperante en la época y de la situación económica prevaleciente podríamos insertar el conocimiento científico y los avances tecnológicos de la época: la geografía de los mares, las técnicas de navegación, el retraso armamentista de los pobladores del Nuevo Mundo, etc. Esto constituiría otro marco que contribuye a la explicación global o total del fenómeno que nos interesa. Posteriormente podríamos incluir las intrigas palaciegas y diplomáticas, el poder de la Iglesia Católica, la derrota de los moros, etc. Por último, podríamos incorporar cosas como las ambiciones personales de los Reyes Católicos, los sueños de los navegantes y comerciantes, etc. Lo que quiero sostener es que es sólo si se nos ofrece una descripción de corte piramidal como la delineada que el fenómeno histórico conocido como ‘conquista de América’ resulta comprensible. Dicho de otro modo: si lo que queremos es explicar y comprender el crucial suceso histórico que fue la conquista de América, lo único que no se debería hacer es tratar de ofrecer simplistas explicaciones de la forma (p causó q), aunque vengan acompañadas de leyes, precisamente porque lo que no se estaría ofreciendo sería una explicación de tipo causal estándar, de corte puramente mecanicista. Desde luego que se requiere de datos y de conjuntos de leyes naturales para explicar fenómenos naturales, pero se requiere de todo un entramado de datos, acomodados jerárquicamente, para dar cuenta de situaciones humanas (de orden histórico, social, político, etc.), las cuales requieren o presuponen un trasfondo, puesto que son significativas de un modo en el que los fenómenos naturales (el surgimiento de una estrella, la estructura de las esmeraldas, las propiedades del tejido nervioso, etc.) no lo son.

Lo anterior viene a cuento por lo siguiente: me interesa llamar la atención del lector sobre el hecho de que hay, por ejemplo, fenómenos culturales que quisiéramos explicarnos y que no se sabe bien a bien cómo hacerlo. Deseo sugerir que eso sucede muy a menudo precisamente porque lo que se intenta hacer es tratar de generar una explicación que para los fenómenos sociales de que se trate que no es de la clase apropiada. La noción de causa, ya sea en el sentido aristotélico-tomista de causa eficiente (“a es la causa de b”) ya sea en el sentido de explicación causal tal como se ejemplifica a través del modelo nomológico-deductivo (Leyes + datos referentes al caso particular), es prácticamente inservible en las disciplinas que se ocupan de “lo humano” y como es a esa noción de causa precisamente que una y otra vez se apela para dizque dar cuenta del fenómeno que nos interesa, a lo que se termina es a un fracaso. Un fracaso en las ciencias de lo humano, en la historia por ejemplo, equivale a no comprender por qué sucedió lo que sucedió. Con esto en mente, podemos ahora examinar el tema en torno al cual quisiera permitirme divagar un poco.

Es obvio que los seres humanos responden conductualmente de un sinfín de maneras a las múltiples estimulaciones que todo el tiempo los están afectando. Así, por ejemplo, si le tocan el claxon con insistencia a alguien, la persona en cuestión puede responder bostezando, otra podría empezar a conducir más lentamente aún, otra podría bajar el vidrio y gritarle algo al conductor impaciente, otra persona podría bajarse furiosa de su auto e increpar al osado conductor, etc. ¿Hay alguna ley que permita predecir qué pasa cuando le tocan el claxon a uno en forma impertinente? La respuesta es simple: no! No hay tal ley. Inclusive la misma persona en dos ocasiones diferentes puede actuar de dos modos completamente distintos. Este ejemplo es de una situación muy simple. Las hay más complejas, pero antes de abordar una que en particular me interesa considerar, necesito hacer un par de veloces recordatorios.

El primero tiene que ver con la verdad casi trivial de que los seres humanos actúan a menudo en función de los miedos que sienten. Sin duda que el miedo es, por así decirlo, un motor muy efectivo para la acción. Nadie podría seriamente cuestionar el hecho de que las personas hacen o dejan de hacer muchas cosas por miedo de que algo en particular suceda o les suceda. Así, pues, el miedo, usando el término en forma muy general de modo que queden incluidas bajo dicho rubro todas las sub-clases o variedades de miedo (miedo al castigo, miedo a la difamación, miedo físico, miedo a sentirse abandonado, etc., etc.) fija límites a las potenciales acciones de la gente. Llamaré a los miedos de que algo nos suceda aquí y hora ‘miedos mundanos’. Eso por una parte.

Por la otra, y este es mi segundo recordatorio, quisiera traer a la memoria el hecho de que la ciencia ha contribuido de manera contundente y definitiva a cancelar ciertos miedos que en otros tiempos los seres humanos tenían. Esto ha sido evaluado como una saludable consecuencia liberadora de la investigación científica, pero a mí me parece que esa loa se puede poner en entredicho y en un momento diré por qué. Por lo pronto, lo que es innegable es que, paulatina pero inexorablemente, la ciencia (la física, la biología, la química, etc.) fue destruyendo todo o casi todo el sistema de creencias que mantuvo unificado al mundo occidental por lo menos durante 10 siglos. Me refiero, claro está, a las creencias religiosas como la creencia en la creación a partir de la nada, la creencia en la encarnación de Dios en su Hijo, etc., etc., y, desde luego, a la creencia en un Juicio Final o supremo, así como las ideas de premio o castigo eternos que dicha creencia trae aparejadas. Lo que me interesa destacar de esto es simplemente el hecho de que durante siglos la gente vivió con esas creencias, es decir, se las tomaba en serio. Dicho de otro modo: movida o limitada, según quiera verse, por un terrible miedo, por el gran temor que inspiraban el infierno y el sufrimiento eterno por los pecados cometidos en la Tierra, lo cierto es que de hecho la gente hacía o dejaba de hacer multitud de cosas en función de dichos miedos. Era porque la gente se tomaba en serio la creencia de la vida después de la muerte y de un potencial y terrible castigo si no se había conducido en esta vida en concordancia con determinados cánones, es decir, porque estaba inspirada en el miedo, que mucha gente al menos no estaba dispuesta a arriesgar tanto y por consiguiente a realizar determinadas acciones. Llamemos a estos miedos ‘miedos trascendentales’.

El desarrollo científico acabó con ese sistema de creencias y lo hizo, por así decirlo, de manera imparcial: acabó tanto con su faceta cognoscitiva como con su faceta edificante. Ahora gozamos de una visión científica del universo y de la vida; en otras palabras, ya no tenemos ni, en un sentido importante, volveremos a tener una concepción religiosa del mundo. En el mundo no hay retrocesos. Qué acabe con la visión científica del mundo es imposible de prever, pero que la ciencia acabó con la religión es tan innegable como ‘2 + 2 = 4’. Lo que no se puede negar, sin embargo, es que ese cambio de paradigma resultó muy costoso. El mundo ya no es un milagro, sino algo que se explica causalmente. Lo mismo con la vida: dejó de ser una maravilla para convertirse en un fenómeno natural más, subjetivo cuando mucho. Obviamente, la gran ventaja que la ciencia acarrea consigo es que permite manipular los fenómenos naturales, cosa que ciertamente la religión nunca pudo hacer. Cuando faltaba el conocimiento, la gente se confiaba a asociaciones más o menos aceptables, inducciones fáciles, correlaciones obvias (presentadas en ocasiones como milagros). etc., y sobre todo a una fe ciega en que las cosas no iban a ir tan mal porque había un Ser Supremo que estaba cuidando del mundo. Ahora nos atenemos a lo que nos dicen los eruditos médicos, los calculadores astrofísicos, los controladores de la vida, es decir, los biólogos, etc. Antes era más simple: la gente confiaba en Dios y así vivía y moría.

Huelga decir que con el triunfo arrollador de la ciencia no se acabaron los miedos. Sería grotescamente ridículo pensar algo así. Yo supongo que después de ver un video del estallido de una bomba de hidrógeno hasta el más valiente de los inconscientes sentiría pavor si el personal apropiado le dijera de manera convincente que le van a dejar caer en la cabeza una bomba así allí donde está. Por lo tanto, el miedo sigue llenando la vida de la gente, pero lo que el triunfo de la ciencia significa es, si nos referimos a los miedos, simplemente el triunfo total de los miedos mundanos sobre los miedos trascendentales. Ahora la gente sólo tiene miedos mundanos: miedo de que la asalten, miedo a enfermarse, miedo a que su hijo no nazca sano, miedo a que la esposa lo traicione con su mejor amigo, miedo a que le nieguen el ascenso, etc., etc. Los miedos son de este mundo y no hay más. Pero, y este es el punto que estaba interesado en establecer como parte de una explicación que sin duda tendría que incorporar muchos más factores para ser completa, esta sustitución de una clase de miedos por otra no es en lo absoluto inocua sino que es más bien tremendamente dañina, de consecuencias nefastas, y eso es algo que, si aceptamos las premisas aquí introducidas, será difícil rechazar.

Consideremos brevemente el repulsivo juego de la vida política contemporánea. Si no estoy en un error y en concordancia con lo que he venido sosteniendo, la primera condición para ser un político exitoso es haber aprendido a tener sólo miedos mundanos. ¿A qué le temen los políticos en general (y muy en especial los nuestros, con las honrosas excepciones de siempre)?¿A tener cargos de conciencia? Sería hasta chistoso pensar algo así! ¿A sentirse mal por haber defraudado al pueblo que depositó en él su confianza y sus esperanzas? No pensemos como niños! Eso es lo que menos les importa. Temores típicos de los políticos de nuestros días, tanto en México como en cualquier otra parte del mundo puesto que la ciencia impera en todo el planeta, son, verbigracia, el temor de que se les descubran desfalcos al presupuesto nacional, negocios turbios con voraces compañías trasnacionales, que no puedan ocultar su enriquecimiento ilícito y éste salga a la luz pública, que los atrapen pactando y haciendo negocios con traficantes de la índole que sea, que si mandaron matar a personas porque estorbaban en sus planes se les asocie con los crímenes de que se trate, que si vendieron a su país y comprometieron a las generaciones venideras con un futuro peligroso y sin mayores perspectivas de crecimiento y felicidad para millones de personas sus hijos no tengan ni idea de quiénes fueron sus padres o madres (aquí ciertamente sí se da la igualdad de género) y así ad infinitum. Pero ¿le teme el político actual al juicio de la historia?¿Lo mueven sentimientos de solidaridad y de obligación hacia la gente pequeña, hacia la gente modesta y sencilla, que de uno u otro modo depende de él?¿Lo guía para su toma de decisiones alguna consideración sobre el bien y el mal, sobre el sentido de la vida humana, sobre su oportunidad desperdiciada de hacer algo por los demás en esto que es su única vida? Yo creo que se tendría que ser, en el sentido de la novela del gran F. Dostoievsky, un “idiota”, para razonar de esa manera. Dostoievsky sí sabía de lo que hablaba, puesto que mejor que nadie él expresó la idea que aquí nos mueve: si Dios no existe, todo está permitido. Y lo que sucede en el terreno de la vida política no es más que una de las múltiples consecuencias negativas operadas por medio de la ciencia. A mi modo de ver es evidente que la ciencia y lo trascendental, bueno o malo, son simplemente incompatibles. Si esto es acertado, entonces estamos en posición de elaborar un diagnóstico del político de nuestros tiempos: un rasgo fundamental del político actual, del nivel que sea, es que es esencialmente irreligioso; sus ambiciones son inmanentes y los límites de su acción sólo los fijan las correlaciones de fuerza. No hay mucho más detrás de un político actual común.

Si bien el caso de la política en el sentido de ‘manejo del Estado día con día’ es probablemente el más conspicuo ciertamente no es el único ámbito del que fueron expulsados los miedos trascendentales. Eso que se llama ‘terrorismo’, sobre todo (aunque no únicamente) el estatal, esto es, el que es totalmente impersonal, burocrático, a distancia, masivo y que es tan representativo de nuestra cultura científica (una cultura en la que una persona no es más que un expediente, un número), muy probablemente habría horrorizado hasta al más cruel de los emperadores chinos. Todo en la vida, esperanzas y temores, objetivos y peligros, sentimientos y relaciones personales, éxito y fracaso, todo eso y más quedó violentamente circunscrito a lo inmanente, a lo terrenal, a lo inmediato. Todo se evalúa en función de lo que se gana y se pierde ahora. Y eso, obviamente, tiene el efecto de desligar a las personas de todo lo que es profundo, realmente valioso, importante. Ese es el mundo que con un ímpetu imparable la ciencia contribuyó a crear. Con la ciencia todo se convirtió en objeto y todo objeto en (por lo menos en principio) adquirible y manipulable. El problema es que al mismo tiempo con ello se extinguió el sentido natural de la vida y si bien nos dejó dueños del mundo también nos dejó cada día más perdidos en él.

 Regreso en dos semanas, Deo volente!