Fatalismo realista

La idea filosófica de fatalismo es la idea de que el futuro está ya configurado y que la única diferencia con el pasado es que en tanto que conocemos o podemos conocer los hechos del pasado no podemos conocer los hechos futuros. Esta idea de que aunque desconocido el futuro está ya determinado se funda en diversas nociones y tesis filosóficas y quizá la primera en la que habría que pensar sería la idea de que todo lo expresado por una oración gramaticalmente correcta es una genuina proposición y es por ello verdadera o falsa. Lo que puede suceder es que nosotros no podamos determinar aquí y ahora si lo que se afirma es verdadero o falso, pero esa incapacidad nuestra no altera la esencial naturaleza de la proposición, que es la de ser o verdadera o falsa. Por diversas razones, los hablantes se ven inducidos a pensar que aunque no puedan determinarlo, de todos modos una oración como ‘el 20 de abril de 2020 lloverá en la Ciudad de México’ es ya, ahora, verdadera o falsa, aunque para determinar su verdad o falsedad haya que esperar hasta esa fecha. En general, la gente expresaría coloquialmente la idea de esta manera: “Yo no sé si va a llover ese día o no, pero lo que sí sé es que o llueve ese día o no llueve ese día”. O sea, es cierto ahora que ese día o lloverá o no lloverá y eso ya está desde ahora determinado, sólo que nosotros no podemos saberlo sino hasta que pase. En otras palabras, los hechos futuros están tan configurados y determinados como los del pasado. Lo que cambia es nuestro acceso cognoscitivo a ellos: en unos casos podemos verificar lo que afirmamos, en otros no.
Intuitivamente sentimos que algo debe estar profundamente mal en esta concepción, pero ¿qué? Por razones comprensibles de suyo, no puedo extenderme en el tema todo lo que quisiera, pero me gustaría hacer unas cuantas observaciones que, si se desarrollaran, podrían quizá permitir elaborar algún argumento que echaría por tierra la visión determinista del futuro, la concepción fatalista de la realidad. La primera concierne a la noción filosófica de proposición, esto es, lo expresado por una oración, su sentido. En el marco de una concepción filosófica estándar del lenguaje el problema no tiene solución, pero si en lugar de proposiciones hablamos de movimientos en los juegos de lenguaje, entonces el panorama se aclara. Podemos entender entonces que decir que el sol estallará dentro de varios miles de millones de años no es todavía aseverar nada: es simplemente indicar que esa oración es significativa y que podría en principio emplearse en el momento y lugar apropiados. Pero eso es, por así decirlo, una promesa de proposición, no una proposición propiamente hablando. En segundo lugar, habría que señalar que cuando se habla normalmente se asume sin cuestionar que hay una relación “interna”, es decir, necesaria o esencial, entre lo que se dice, su verdad o falsedad y la verificación de la proposición por parte de los hablantes. Si quitamos el elemento de comprobación, el uso del lenguaje perdería su sentido. Nada más imagínese qué pasaría si siempre que dijéramos algo nunca nadie pudiera confirmar, checar, verificar, comprobar o refutar lo que se dice. Entonces ¿para qué decirlo? La práctica de la aseveración perdería su sentido. Eso es lo que pasaría con las oraciones en futuro si nada más sirvieran para emitir proposiciones. De hecho, nos estaríamos contradiciendo, puesto que estaríamos dando a entender que hay proposiciones (en este caso acerca del futuro) a las que no se puede ni en principio adscribirles un valor de verdad y que, por lo tanto, estrictamente hablando, no son proposiciones. En cambio, si nos fijamos en la utilidad que prestan las oraciones en futuro la cosa cambia. Aquí hay que preguntarse: ¿para qué diría alguien algo acerca del futuro cuando sabe que no puede ni verificarse ni refutarse lo que se dice? Desde luego que se pueden hacer predicciones, pero entonces entramos en el juego de las probabilidades. Y desde luego que hacer predicciones no es lo único para lo que sirven las oraciones en futuro. Imaginemos un diálogo entre dos personas en el que una de ellas le dice a la otra: “yo sé que usted me pagará mañana’. Eso puede ser una amenaza, una insinuación, una manera de ponerle fin a una conversación, una adivinanza, la expresión de un deseo y muchas cosas más. Para lo único para lo que una afirmación así no serviría sería para emitir una proposición. Pero si no es una proposición lo que está en juego entonces, en concordancia con lo dicho, ya no se está aludiendo a ningún hecho futuro y ya no se podrá afirmar que o será el caso o no será el caso eso que se afirma. Lo que pasa es que con muchas afirmaciones en futuro se hace un uso diferente del lenguaje que meramente enunciar hechos, pero si el lenguaje en futuro no sirve para enunciar hechos entonces el fatalismo se desmorona.
Yo creo que el problema filosófico del fatalismo y de la supuesta determinación del futuro es un típico pseudo-problema, pero no por ello quisiera deshacerme de la noción no filosófica de fatalismo. Yo soy de la opinión de que el futuro le plantea a la humanidad problemas mucho más serios que el de si sus hechos son contingentes o no. Y es precisamente en relación con uno de estos problemas, muy grave en mi humilde opinión, que quisiera por un momento dar expresión a algunas divagaciones. Me quiero preguntar entre otras cosas si la situación actual tenía que ser la que es o si bien el mundo habría podido evolucionar de un modo diferente.
Cuando uno logra despegarse de los hechos cotidianos relacionados con las exigencias de la vida práctica y logra conformarse una visión, por rudimentaria que sea, de alguna totalidad (de la existencia, esto es, de la totalidad de las experiencias, del mundo, es decir, de la totalidad de los hechos), siempre se sienten ganas (independientemente de cuán justificados podamos estar en ello) de hacer afirmaciones de la forma “Pero claro, tenía que ser así!” o “Visto a distancia resulta obvio que no habría podido ser de otra manera” o “Contemplado retrospectivamente, salta a la vista que no era posible otro desenlace” y así sucesivamente. “Visiones” así son visiones de corte fatalista en un sentido no filosófico de la expresión, pero no por ello igual de inútiles o menos significativas. Lo que yo quiero sostener es que una visión fatalista y pesimista de la situación actual del mundo lo hace a éste más comprensible, más inteligible y nos da elementos para esperar, con un grado aceptable de razonabilidad, un desenlace tenebroso en la secuencia de hechos que, a la manera de una tragedia griega, cotidianamente la humanidad teje. Son dos puntos de vista fatalistas, es decir, dos afirmaciones que nos llevan a aseverar que las cosas no habrían podido ser de otra manera, en favor de los cuales me quisiera rápidamente pronunciar. El primero tiene que ver con el sistema democrático y el segundo con la guerra.
Lo primero que quiero sostener (de manera vaga, lo admito, pero creo que como todo mundo me puedo permitir yo también cierto grado de vaguedad) es que eso que se llama ‘democracia’ en los regímenes presidencialistas y que es la forma de organización política propia del sistema bancario y financiero especulativo que rige al mundo, termina inevitablemente por generar un sistema político bicéfalo, esto es, termina por construir un estado con dos gobiernos. Por una complejísima evolución, lo cierto es que en la actualidad en los sistemas democráticos de modalidad presidencialista los poderes ejecutivos tienen que compartir su poder con los poderes legislativos: el presidente y las cámaras, el presidente y los representantes, los primeros ministros y las cortes, el presidente y el congreso, etc. La nomenclatura realmente no importa. El hecho es que la democracia se convierte por una evolución natural en el sistema en el que muchas de las decisiones que se toman a nivel gubernamental son sistemáticamente negociadas entre los dos grandes poderes. Naturalmente, estos poderes pueden chocar, por multitud de razones, y entonces boicotearse mutuamente. Por ejemplo, los congresos redactan leyes que no son las que los presidentes promueven y los presidentes vetan los acuerdos a los que los congresos llegan. El caso paradigmático de esta situación lo constituyen los Estados Unidos y un ejemplo contundente de la clase de conflictos al que da lugar lo proporciona el tema del tratado nuclear con Irán: la Casa Blanca aspira a manejar “diplomáticamente” a Irán (recurriendo claro está a toda clase de presiones, trampas, espionajes, provocaciones, mentiras, chantajes y demás), en tanto que el congreso norteamericano, abiertamente manejado por otras fuerzas y otros intereses, hace todo lo que puede para que dicho acuerdo no se firme. Pero no sólo eso. Digamos que, aunque sea a su manera, el presidente busca la paz con Irán, pero los congresistas buscan la guerra con ese país precisamente. Quién prevalezca frente a quién es algo de lo que nos enteraremos muy pronto, pero a mí por el momento lo que me interesa subrayar es simplemente que, contemplada a distancia esa pequeña totalidad, podemos decir algo como: claro! vistas así las cosas, entendiendo que operan permanentemente tales y cuales fuerzas políticas, financieras, propagandísticas, etc., eso que está pasando en los Estados Unidos es precisamente lo que tenía que pasar y muy probablemente lo que le pasará a todos los sistemas democráticos de corte presidencialista. Ahora bien, yo pienso que si aceptamos que eso tenía que pasar, dado que ese país es decisivo para el resto del mundo, tendremos que aceptar también que hay otra situación hacia la que el mundo al parecer también ineluctablemente se está aproximando. Me refiero a una situación de guerra total que, si bien se ha venido posponiendo, no se ve cómo se pueda evitar. Al parecer, tiene que ser así. Veamos de qué se trata.
Los Estados Unidos parecen estar dispuestos a enfrentar, y a llegar en ello hasta sus últimas consecuencias, el reto que representan el poder económico de la República Popular China y el poder militar de la Federación Rusa. Como los estados tienden (en general, porque hay excepciones de las que a veces resulta indigesto acordarse) a defender su autonomía, su patrimonio, su población, su pasado, el manejo y control de las colonias (lo que antes se llamaba el ‘tercer mundo’) se ha vuelto cada vez más complicado (salvo, repito, en relación con algunos países cobardes que, confieso, prefiero no mencionar y que optaron por el entreguismo y el derrotismo y por si fuera poco en forma alegre y triunfalista). Estos cambios explican en parte el brutal asalto del que es actualmente víctima el continente africano. Ello tiene una explicación relativamente simple: en África hay petróleo, diamantes, madera, oro, playas, etc., etc., todo lo que ahora cuesta más trabajo extraer de los países colonia. Por lo tanto, hay que conquistar África, cueste lo que cueste, y no serán ni las poblaciones locales ni los remanentes de leones, hienas y gacelas lo que detendrá el “progreso” y la “democratización” del continente. Es por eso que las masacres, los golpes de estado, las divisiones de países, el derrocamiento de regímenes establecidos no tienen fin. Añadamos a esto las interminables y espantosas guerras del Medio Oriente y de Asia, las cuales no son el resultado de improvisadas aventuras, sino de complejos cálculos económicos, políticos y militares. El problema es que esos cálculos han venido fallando pero las políticas de un imperio que, como el norteamericano, paulatinamente está entrando en una etapa crítica siguen sin modificarse. Se va generando entonces, y cada día con mayor intensidad, un escenario de confrontación global. El Medio Oriente está destruido y eso tarde o temprano va a afectar a todos los países de la zona (el agua va a faltar, las refinerías van a explotar, etc., etc.). Como las sublevaciones se multiplican y como por todos lados surgen guerrillas, milicias, ejércitos populares, los Estados Unidos incrementan vía sus aliados la represión militar. Obviamente, como los problemas no se van resolviendo de manera racional sino en concordancia con la lógica de la muerte y de la destrucción, los frentes van aumentando en número día con día. Ahora, por ejemplo, hizo su aparición en el teatro de guerra Arabia Saudita, y lo hizo bombardeando Yemen, el país vecino, sin ninguna clase de advertencia y menos aún de declaración de guerra. Sin embargo, a pesar de la sorpresa y la alevosía, lo que parecía una victoria fácil está empezando a complicarse y es evidente ahora que el conflicto no se va a solucionar en un futuro cercano. Por otras razones, conectadas de uno u otro modo con lo que pasa en el Medio Oriente y en Asia, porque todo está conectado con todo en el tablero de la política mundial, está el problema, completamente artificial de Ucrania, un problema literalmente inventado por la OTAN. Lo peligroso aquí es que las dos grandes potencias militares del mundo (¿cuál es la diferencia entre una super-potencia, como lo es Rusia, y una hiper-super potencia como los son los Estados Unidos? No hay victoria posible en un caso de ataque nuclear sorpresa y los mandos militares de ambos países lo saben) ya no se están enfrentando nada más a través de sus aliados, sin que ellos mismos están empezando a tener roces militares concretos. Ya se han producido varios incidentes aéreos entre aviones rusos y aviones norteamericanos e ingleses. Y eso va in crescendo. No estará de más recordar que los rusos no despliegan maniobras militares en el Golfo de México, pero los americanos sí lo hacen en el Báltico; que los rusos no tienen armamento táctico de alta tecnología en Cuba, pero los americanos sí quieren instalar nuevos equipos militares (“modernizarlos”) en Polonia, en la República Checa y en Ucrania. Desde la semana pasada los americanos tienen soldados en suelo ucraniano, esto es, en un país que ni siquiera es de la OTAN, supuestamente para entrenar al ejército del gobierno títere ucraniano porque simplemente éste no puede lidiar con los separatistas ucranianos pro-rusos. Como era de esperarse, los rusos respondieron levantando la prohibición de venta de los temibles misiles S-300 a Irán, lo cual enfureció al gobierno israelí. Las cosas, por lo tanto, se van complicando poco a poco pero inexorablemente y lo que es muy importante entender es que muy fácilmente se pueden configurar situaciones que los actores que contribuyeron a construirlas sencillamente no puedan ya mantener bajo su control. Es en condiciones así que puede producirse la catástrofe mayúscula. La pregunta es: ¿es lo que se está viviendo ahora una situación inevitable?¿Era verdad hace 50 años que el mundo de hoy estaría al borde de un cataclismo como no se ha visto otro? Me temo que en algún sentido la repuesta no puede ser más que positiva.
En gran medida, el punto de vista que adoptemos dependerá desde luego de la amplitud de la perspectiva que se maneje. En el plano de los hechos por así llamarlos ‘inmediatos’ ninguna previsión así era posible. Era inimaginable hace 50 años que estaríamos hoy en los límites de la convivencia y a punto de entrar en un escenario de confrontación entre las grandes potencias, una confrontación en la que, si se diera, inevitablemente tomarían parte todos los países con armas nucleares (9, si no me equivoco. Es demasiado para el planeta). Sin embargo, vistas hoy las cosas a distancia, ello ya no parece una hipótesis tan estrafalaria. Así como un búfalo al que los leones derriban pelea hasta el último momento, así los dirigentes de un imperio que se desintegra prefieren llevarse al mundo por delante antes que ver perdidos sus privilegios y sus ventajas. Y la situación es más frágil todavía cuando el estado crucial tiene de facto no uno sino dos gobiernos, que es lo que acontece con los Estados Unidos. La retórica militar de los congresistas es realmente o un gran blof y una práctica propagandística de lo más irresponsable que pueda haber o el resultado de un delirio colectivo que sólo puede tener como consecuencia una confrontación entre los grandes poderes del mundo.
La situación es sin duda alarmante, pero cuando vemos la miseria cotidiana de tantas familias, la injusticia en la que viven tantas personas, el hambre y el sometimiento por los que pasan millones de seres humanos, el horror en el que viven millones de niños en todo el mundo, cuando constatamos la esencial vacuidad y la superficialidad de la cultura imperante, cuando nos enteramos de los desastres ecológicos causados por todos en todos lados, desde el Polo Norte hasta la Antártida (eso también ahora parece que era inevitable en un mundo en el que reina la idea poco religiosa de que el lugar en donde vivimos es para explotarlo al máximo), cuando no podemos no ver la horrenda esclavitud a la que han sido sometidos los animales y las plantas del mundo, entonces nos preguntamos si ese temible potencial desenlace que parece inscrito en la naturaleza misma del sistema bancario-corporativista que nos tiene sometidos a todos y nos obliga a vivir como no queremos vivir no es en el fondo algo sumamente deseable, algo profundamente bueno, algo así como la expresión de un secreto designio corrector de un dios amoroso.

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