Parecería que si hay algo que merece ser llamado ‘sabiduría popular’ ese algo son los pensamientos generales y las recomendaciones que se plasman en dichos y proverbios, muchos de los cuales tienen versiones ligeramente distintas en diferentes idiomas. Sin embargo, es claro que algunos de esos célebres proverbios son no sólo vagos, inexactos o ambiguos sino declaradamente falsos, lo cual nos hace poner en duda la idea de que efectivamente podemos hablar de sabiduría popular en lo absoluto. El que puedan citarse proverbios un tanto paradójicos (como Quien bien te quiere te hará llorar) o señalar proverbios que se contradicen hace pensar que la sabiduría popular se compone más bien de recomendaciones prácticas que le corresponde a cada quien determinar cuándo se aplican y cuándo no. Independientemente de ello, a mí me interesa en particular uno cuya formulación, por así decirlo “canónica”, está en francés, lo cual en todo caso pone en entredicho con mayor énfasis la sabiduría popular francesa. El dicho corre como sigue: tout comprendre c’est tout pardonner, es decir, comprenderlo todo es perdonarlo todo. A mí este dicho me parece no sólo cuestionable de entrada sino altamente dañino, entre otras razones porque entra abiertamente en conflicto con intuiciones básicas concernientes a nuestra idea normal de justicia. Intentemos aclarar por qué es ello así.
Lo primero que tenemos que hacer es distinguir lo que son dos familias relacionadas pero diferentes de conceptos. Por una parte tenemos nociones como las de explicación, comprensión, verdad, conocimiento, duda, ciencia, etc., y, por la otra, tenemos nociones como justificación, evaluación, valores, bien, maldad, repudio y demás. Claramente se trata de dos universos conceptuales radicalmente diferentes, si bien de hecho los seres humanos manejan ambos grupos de categorías simultáneamente. Para expresar la idea plásticamente: la gente no nada más piensa, sino que también siente. Y esta distinción entre conceptos que podemos llamar ‘cognitivos’ y conceptos que podemos denominar ‘evaluativos’ a su vez se asocia con la distinción entre causas y razones. Así, hay una forma de explicar algo que consiste en buscar y proporcionar sus causas, es decir, aquello que si lo detectamos nos permite manipularlo, y hay otra forma de explicar algo que consiste en ofrecer razones con base en las cuales lo volvemos inteligible. Podemos presentar la idea general como sigue: lo que se explica por causas son ante todo los fenómenos naturales, en tanto que lo que se explica por razones son básicamente las acciones humanas. En relación con los seres humanos tenemos, pues, dos planos explicativos: la explicación de lo que pasa con los cuerpos, los organismos, las presiones sociales, las características psicológicas, etc., y, por otra parte, la de un plano lógicamente independiente del anterior que es el de las razones de la acción, la buena o mala voluntad, las intenciones y demás. Es muy importante entender que es conceptual y lógicamente imposible reducir un plano al otro. En otras palabras: ni las causas hacen redundantes a las razones ni las razones a las causas. Es absurdo intentar una reducción así, sólo que eso es precisamente lo que está implícito en el proverbio mencionado más arriba: se nos está diciendo que el conocimiento de las causas anula el conocimiento de las razones. Es difícil encontrar una confusión mayor!
Lo anterior tiene aplicaciones concretas útiles y que podemos utilizar para conformarnos un cuadro no sólo inteligible sino persuasivo de muchos acontecimientos y decisiones que nos afectan en todos los niveles de nuestra vida social y hasta personal. Si no estoy un error, con base en lo dicho y en ciertos mecanismos elementales del lenguaje, como los son la negación y la conjunción, podemos construir el siguiente esquema de posibilidades de combinación. Así, se puede:
a) explicar algo & justificarlo
b) explicar algo & no justificarlo
c) no explicar algo & justificarlo
d) no explicar algo & no justificarlo
No hay más posibilidades. Como es obvio, el proverbio que nos incumbe está recogido en (a): comprenderlo exhaustivamente algo ya es de alguna manera justificarlo. La idea es que en la comprensión misma ya va contenida la justificación. Ahora bien, a mí me parece dicha idea claramente inaceptable. Por ejemplo, podríamos en principio conocer y comprender todas las causas (psicológicas, sociales, etc.) que llevaron a un sicario a torturar y a asesinar a un estudiante, pero obviamente eso no podría equivaler a una justificación de su acción. Nótese que esta posibilidad es a la que en múltiples ocasiones se recurre en el mundo de los abogados: a menudo se nos narra de manera conmovedora el trasfondo de la vida de un criminal insinuando con ello que se le perdone, se le condone la pena o se le reduzca, etc. Nada más absurdo! En general, a mí me parece que la actitud realmente racional y sensata es (b): una cosa es enterarse de cómo son o fueron los hechos y otra es su apreciación y su evaluación final. Podemos entender el juego, las artimañas, los artilugios de importantes actores políticos, los intereses involucrados, las presiones a que están sometidos, etc., pero eso no basta para justificar sus decisiones y sus acciones. Por ejemplo, podemos en principio entender la maraña política en la que está metido el Procurador de la República, pero no podemos justificar que al día de hoy, a más de un mes de que se hayan producido los indignantes eventos de Iguala, el Sr. Procurador no haya tenido a bien ofrecerle a la sociedad mexicana una explicación completa y congruente de lo que sucedió. En otras palabras, comprendemos la complejidad de su juego político, pero es imposible justificar su ofensivo silencio. Tenemos ciertamente derecho a preguntar: ¿dónde están las declaraciones de los arrestados?¿Por qué no se han hecho del dominio público?¿Por qué no se les ha presentado ante la opinión pública?¿No tiene derecho el pueblo de México a saber quiénes son esos delincuentes ni a una explicación detallada de lo que hicieron con no pocos estudiantes? En todo esto está involucrado un caso de explicación o comprensión aunado a no justificación. Nuestro proverbio, por lo tanto, no sólo parece poco convincente sino que da la impresión de ser sencillamente falso.
Examinemos rápidamente e ilustremos los dos casos restantes. El caso (c) es un típico caso de irracionalidad desbordada, muy común también en nuestros compatriotas. Lo que llama la atención es que mucha gente se ufane de hacer suya esta perspectiva. Es muy común, por ejemplo, oír decir a madres de delincuentes que públicamente se pronuncian sobre las acciones de sus hijos, acciones que no entienden (es decir, ellas no se explican por qué sus hijos hicieron lo que hicieron) que como son sus progenitoras entonces de todos modos los avalan, los respaldan, los justifican. Confieso que sólo en contadísimas ocasiones me he encontrado con un padre o una madre (los míos, por ejemplo) que por lo menos le digan a sus hijos que si delinquen ellos mismos los meten a la cárcel. Un nivel tan alto de moralidad no es muy común en nuestros lares. El caso paradigmático, desde luego, lo tenemos en el Eutifrón de Platón, pero esos son ya niveles excepcionales de rectitud moral, por lo que no tiene mayor sentido traerlo a colación.
El caso que puede ser teóricamente menos interesante es (d), puesto que podría responder a una situación de indiferencia total: ni se sabe del asunto ni se interesa uno en él. Pero como veremos en un momento no tiene por qué ser siempre así. También esta posibilidad tiene sus aplicaciones prácticas. Estaba yo leyendo hace poco el reglamento de tránsito para el Distrito Federal y me encuentro con una serie de prescripciones que comprendo (están en español), es decir, tanto entiendo lo que significan como imagino los procesos de razonamiento que llevaron a ellas. El problema es que por más que me esfuerzo ni me las puedo explicar ni encuentro una justificación para ellas. Considérese el tema de la velocidad en la ciudad. De acuerdo con el reglamento la velocidad máxima en vías rápidas es de 70 kms por hora y en avenidas y calles de 40. Hay por lo menos dos preguntas que de inmediato me asaltan: los diputados o los representantes ciudadanos que elaboraron este reglamento ¿viven en la ciudad de México? y si viven aquí: ¿respetan ellos mismos las prescripciones que les imponen a los demás? Respecto a la primera pregunta la repuesta es dudosa si bien no tiene mayor importancia, pero apuesto lo que sea a que a la segunda pregunta la respuesta acertada es un rotundo ‘no’. Regulaciones como esas son contrarias al interés público, pues entre otras cosas tienen como efecto aumentar los niveles de contaminación. Puedo entender que más de una persona o algunas compañías se beneficien con reglas así, pero por más que me esfuerzo no lo encuentro justificable. Si todos los conductores nos ajustáramos a semejantes reglas tendríamos que manejar en segunda y haríamos de la ciudad un pantano automovilístico. Instintivamente nos rebelamos en contra de ellas. Se trata obviamente de reglas ridículas, contrarias al bien común y, por consiguiente, promovedoras de ilegalidad y de corrupción. Aquí tenemos un ejemplo de algo que ni se comprende ni se justifica, a saber, un reglamento.
El caso más representativo del caos mental que prevalece en el país y al mismo tiempo el más afrentoso para el ciudadano normal es obviamente el caso (a) de comprensión y justificación cuando lo que tenemos en mente son, por una parte, crímenes mayores y, por la otra, nuestro código penal. Estaba viendo por televisión hace unos días al reconocido empresario y promotor del deporte, Nelson Vargas, y nos enteramos por boca de él que los asesinos de su hija ni siquiera han sido sentenciados, después de 7 años de haberse aclarado policialmente el asunto. Como muchos ciudadanos de a pie, yo entiendo la situación pero sin titubeos al igual que todos la repudio, es decir, no la justifico. Esta combinación de hechos aberrantes con pasividad estatal que pragmáticamente equivale a una justificación es de los peores elementos de nuestra atmósfera social y política, pues es por excelencia la actitud promotora de corrupción, de entreguismo, de abdicación.
Como puede verse, un poquito de análisis filosófico puede ayudar no a resolver los problemas, pero sí a aclarar el panorama contribuyendo de esa manera a que nos posicionemos mejor frente a los hechos y, por consiguiente, a que tomemos mejores decisiones. Mi conclusión de este breve ejercicio intelectual es muy simple, pero muy saludable: no hay que dejarse llevar por el primer proverbio que se nos ocurra o que se le ocurra a nuestro interlocutor intercalar en la conversación. Los proverbios pretenden darnos a través de una fórmula simple e impactante una síntesis de sabiduría inapelable, pero esta pretensión no siempre es satisfecha. El caso del que me serví es uno entre muchos. Un ejemplo de proverbios que se contraponen es el de “A quien madruga Dios lo ayuda” y “No por mucho madrugar amanece más temprano”. Claro que hay lecturas, interpretaciones, juegos lingüísticos que pueden hacerlos parecer como compatibles, pero por lo menos prima facie ciertamente no lo son. De manera que mi moraleja en el caso del proverbio que era mi objeto de interés es contraria a lo que la sabiduría popular indica: yo diría que en múltiples ocasiones es precisamente el caso de que mientras más se conoce algo o a alguien más se nos vuelve detestable o despreciable u odioso. Habría que decir entonces que para una multitud de casos lo correcto es más bien afirmar que comprenderlo todo es justamente no perdonar nada. Y esta lección me parece que es útil tanto en un plano social como en el contexto de lo más privado posible.
En el texto se muestra contundentemente que la pretensión de que los proverbios proporcionan máximas universales no es sostenible. Sin embargo, creo que hay forma de reivindicarlos si consideramos que los proverbios son parte del lenguaje común, y entendemos a este último como el uso expresiones en conexión con prácticas significadas y contextualizadas en la vida social. Pues de ello se sigue que las sentencias proverbiales están conectadas con prácticas y situaciones acotadas y, por decirlo de algún modo, desempeñan un papel en la gran obra de la vida interindividual, colectiva. En esta línea de pensamiento, un par de preguntas que se me antojan relevantes son ¿para qué sí nos sirven las frases proverbiales?, ¿con qué esfera de la vida humana están conectadas?, o ¿es que su existencia es simplemente una perversión lingüística?