K. Marx enseñó que todo en el sistema capitalista es mercancía, todo es objeto de intercambio, de compra-venta. Podemos con confianza incluir ahora también los debates entre candidatos a la presidencia de la República. El problema es que está cosificación de la existencia, que algunos gozan sobremanera pero que (lo confieso) por más que lo intento no ha logrado seducirme, se vuelve casi insoportable cuando lo que entra en juego son las aspiraciones de unos cuantos ungidos por llegar a la silla presidencial. Seamos francos: el espectáculo del domingo fue grotesco. El show no fue otra cosa que una especie de pasarela por la que desfilaron en un orden casi semejante al del caos los aspirantes a presidentes, esforzándose casi todos ellos por contorsionarse lingüísticamente de la manera más exótica posible, exaltando impúdicamente sus auto-adscritas cualidades y bondades, intentando por todos los medios (mentira, difamación, descaro, invalidez argumentativa, etc.) hipnotizar a los cándidos tele-espectadores con no otro objetivo que el de hacerse con sus votos. La comedia, desde luego, es parte esencial del circo que constituyen los procesos de cooptación política propios de la democracia partidista. No podría ser de otra manera. Ahora bien, que todo el mecanismo equivale en realidad a una especie de burla cruel del electorado es algo que difícilmente podría negarse. Veamos rápidamente por qué es ello así y, en passant, aprovechemos para comentar el show político-televisivo del domingo por la noche.
Quizá sea útil empezar por señalar que se cuelan en la planeación de estos programas televisivos ciertos malentendidos que sería conveniente despejar. Preguntémonos: en principio ¿se puede en un programa en el que los participantes tienen unos cuantos minutos para expresarse presentar lo que sería un programa de gobierno, un programa sexenal? Pretender algo así es de entrada semi-absurdo, pero hay además otra razón por la que la idea misma de debate está en este caso viciada de entrada: carecemos de los métodos o procedimientos para de manera objetiva verificar o desmentir la inmensa cantidad de promesas con que nos sepultan. Automáticamente todo se vuelve un juego puramente verbal en el que los participantes venidos a actores ponen sus mejores caras para enunciar promesas fantásticas de la manera más convincente posible. Está muy bien que un candidato nos asegure que mandará al Congreso tal o cual iniciativa o que acabará con la corrupción o con la inseguridad, pero ¿cómo podríamos nosotros aquí y ahora checar la veracidad de sus palabras? Y si no podemos hacerlo: ¿cuál es el sentido de la historieta que nos cuentan, aparte de entretenernos un rato? Dado que no hay forma de corroborar si cumplirán con lo que se comprometen o no (y hay sólidas razones para pensar que no lo harán), los aspirantes a presidente pueden prometer eso y diez veces más. ¿Cuál es el problema? Como no hay forma de contrastar con la realidad lo que tal o cual candidato ofrezca, todo se vuelve un juego puramente verbal. En el momento de su comparecencia el candidato jura y perjura lo que sea, sólo que ese “lo que sea” no tiene ningún valor. De manera que lo que los candidatos dan durante esos intercambios sean en realidad algo así como cheques sin fondos.
¿Se sigue que no podría haber debates políticos interesantes? Claro que no, sólo que tendrían que fijarse otros objetivos, objetivos que podríamos llamar ‘explicativos’. ¿Qué deberían hacer los candidatos para que sus mensajes tuvieran realmente un sentido no sólo semántico sino también vital? A mi parecer, es su función explicarle a la gente ante las cámaras de televisión cómo se implementarían algunos de sus múltiples planes generales de gobierno y la mejor manera de hacerlo sería diciéndonos a todos los ciudadanos qué obstáculos tendrían que vencer para poder implementar sus planes de trabajo. Por ejemplo, si alguno de los candidatos quisiera proseguir con el desmantelamiento de la propiedad estatal porque cree a ciegas en la propiedad privada, lo menos que podría hacer sería decirnos cómo se articulan las licitaciones, quiénes en principio pueden participar, en qué situación quedaría el gobierno vis à vis compañías y gobiernos extranjeros, por qué es preferible económica y socialmente importar gasolina que construir refinarías en el país y así indefinidamente. Y a la inversa: si alguien está en contra de la ultra mentada “reforma energética” tendría la obligación de explicar por qué está en contra, qué medidas concretas tomaría para frenarla o revertirla, a qué fuerzas y a qué personajes políticos tendría que enfrentarse para ello y qué podría pasar si se topara con una oposición demasiado violenta. Así, pues, en general si no se llega a discusiones precisas sobre temas concretos, debidamente circunscritos, y si todo se reduce a preguntas abstractas y a pronunciamientos universales sin un contenido asequible a los ciudadanos, el debate es ficticio y no sirve para nada. Sí debería quedar claro que si así van a ser los debates, entonces éstos no son propiamente hablando debates políticos, sino sesiones de esgrima lingüística sin mayor interés (tampoco hay entre los actuales candidatos, digámoslo abiertamente, oradores de primer nivel). Definitivamente, los formatos del debate tienen que cambiar y se tienen que introducir ciertas regulaciones y restricciones. Sobre eso regreso rápidamente más abajo.
Debo decir que cómodamente asumo que mucha gente estará de acuerdo conmigo en que uno de los rasgos más vulgares y de mal gusto de esta clase de “debates” es la proliferación de argumentos ad hominem, la permanente alusión a cuestiones de orden personal, la intromisión en la vida privada de los participantes generando con ello una mezcolanza indigerible de temas políticos con cuestiones de índole privada. No tienen absolutamente nada que ver: el más corrupto de los políticos podría desarrollar una política nacionalista de éxito y ser aplaudido por todos, aunque él mismo en lo personal fuera un aprovechado, un nepotista, un acaparador, etc. Y al revés: el más honesto y bien intencionado de los políticos podría resultar un fiasco y llevar a la nación al abismo (o, para ser más preciso, llevarla del abismo al infierno, porque en el abismo ya estamos). Evidentemente, todos esperamos congruencia en los políticos, pero quizá ese sea un sueño irrealizable, por lo que debemos conformarnos y contentarnos con lo que nos une a ellos durante un par de horas, esto es, la función pública. Lo que queremos es conocerlos qua hombres de estado, no como maridos o como padres de familia. Las cuestiones personales son simplemente irrelevantes en este contexto y quien las introduce en el debate (Anaya y Meade sobresalieron en este sentido) tan sólo muestran mala fe y pobreza de pensamiento. Si hay ideas y programas políticos bien pensados no se necesita atacar al contrincante en lo personal.
“Debates” como los del domingo son en realidad un río revuelto y es imposible saber quiénes serán los pescadores afortunados; no es factible determinar con certeza qué efectos tendrán los dimes y diretes de los candidatos. Los resultados pueden ser de lo más variado. En efecto, los electores (muchos o pocos, eso no importa para el argumento) pueden reforzar su opinión, cambiarla o salir tan decepcionados que finalmente opten por desinteresarse del proceso y ello puede tener efectos inesperados el día de la elección. Es obvio que hay partidos a los que la abstención electoral es lo que más les convendría en tanto que hay otros para los que eso sería precisamente la fórmula para la derrota. Lo que es un tanto perturbador es que así como se presentan las cosas no es por consideraciones de orden político que se darían los cambios. Por ejemplo, es muy difícil no ver en este primer debate una alianza de todos contra Andrés Manuel López Obrador por lo que, por mucho que hayan intentado lucirse J. A. Meade y R. Anaya, su actuación de permanente acoso al candidato de MORENA les puede costar muy caro en términos de simpatía popular. El riesgo de ello sería, obviamente, que si ganara la elección el candidato de MORENA habría ganado con base en malas razones, es decir, razones extra-políticas. Afortunadamente, creo, él va a ganar y aunque habrá votos de simpatía y solidaridad por los ataques personales, también habrá votos razonados y justificados en el hartazgo por el sistema actual.
Si nos vamos al análisis concreto del debate del domingo, me parece que podemos decir que las cosas son relativamente claras. Es evidente que antes del debate se rompieron lanzas, se hicieron alianzas y se repartieron objetivos. Claramente, el papel de sabueso le tocó a Anaya, quien dicho sea de paso dio toda una cátedra de cinismo y maledicencia. Él sí que abusó de la mezcolanza (criticada más arriba) de discusión política con chismorreo de vecindario. Con él, todas las argumentaciones tienen la misma conclusión: López Obrador es culpable. De qué, no sabemos, pero es culpable a priori. Las técnicas de debate de Anaya son en el fondo bastante burdas. Una de ellas, por ejemplo, consiste en establecer fáciles asociaciones entre personajes y sucesos, jugando todo el tiempo con imágenes, estableciendo las correlaciones más superficiales que se puedan establecer y extrayendo siempre la misma conclusión. El recurso a cartoncitos en los que dibujó a placer sus mentirosos diagramas, con datos sacados de su imaginación e imposibles (una vez más) de corroborar (salvo por el hecho de que contradicen la memoria pública, como por ejemplo cuando dictaminó que durante el periodo del Lic. López Obrador como Jefe de Gobierno del Distrito Federal los niveles de inseguridad subieron. Yo eso no lo recuerdo) lo revela como alguien absolutamente sin escrúpulos y que ejemplifica a la perfección eso mismo de lo que acusa a López Obrador, a saber, de estar movido por una ambición sin límites. Eso es justamente su resorte para la acción, un inconsciente dato auto-biográfico. Él cree que con expresarse con fluidez y mantener permanentemente una sonrisa de cretino más falsa que una moneda de 3 pesos basta para dejar asentada la verdad de sus proclamaciones. En eso está completamente equivocado. Las falacias en su boca son recurrentes. Por ejemplo, para “demostrar” que no cometió ningún ilícito comprando una nave industrial en 10 millones de pesos para de inmediato venderla en 54 (por medio de triangulaciones tenebrosas, usando a su chofer como intermediario, rehusándose a hacer su declaración ante la PGR, sospechoso de lavado de dinero, etc., etc.) lo único que dice es que no hay ninguna averiguación en su contra!!! De acuerdo con eso, si alguien mata a una persona y no se le acusa de nada, entonces no es un asesino. Fantástico! De eso hubo mucho. Por otra parte, Anaya solito se auto-reviste de un aura de farsante cuando histriónicamente, en tonos cuasi-histéricos nos asegura que va a luchar contra la corrupción, que va a acabar con la delincuencia organizada por medio de la tecnología, etc., sólo que se le olvida como por casualidad decirnos cómo va a lograr eso. Sin ese “cómo” todo su discurso no pasa de ser una lista de promesas fantasiosas y poco serias.
El candidato del PRI, en cambio, me pareció a mí más real, esto es, se presentó como lo que ahora es: un auténtico priista. ¿Qué es un auténtico priista? Un político que promete lo que sea, inclusive si lo que dice es incoherente. Curiosamente, de lo que él no parece estar muy consciente es de su nivel de desprestigio. ¿Cómo puede alguien que ha orquestado los gasolinazos, que encubrió mientras pudo a media docena de gobernadores corruptos y delincuenciales, alguien que nunca ha tenido trato con el pueblo mexicano, que salió del ITAM para irse al estudiar al extranjero y posteriormente venir a ser parte de la nomenclatura mexicana, pretender ser un representante de la nación, alguien que va a defender al país de la rapiña del capital extranjero?¿Qué autoridad moral tiene una persona que sin mayores titubeos se presenta como honesto, preparado, sencillo, etc., y tenemos que creerle porque lo dice él? Nada más faltó que nos dijera que en su opinión es además simpático y hasta guapo. La dizque revelación de que López Obrador tiene tres departamentos en la Ciudad de México es una calumnia repugnante y él lo sabe perfectamente bien, pero no le tiembla la lengua para mentir. De hecho él no tiene propuestas, dado que todo se resume en promesas que casi no son otra cosa que meras conexiones conceptuales (“La delincuencia es algo que se combate” y cosas por el estilo). Y, una vez más, todas esas promesas están en boca de alguien que en el fondo nunca ha estado en contacto con el mexicano medio, con el mexicano común. Meade y el ciudadano mexicano pertenecen a mundos diferentes, aunque se vista de charro y coma tacos en un mercado. Nadie le cree, por lo que podemos augurar que no podrá superar ni un 15 % de preferencia electoral. Y me parece que podemos predecir que cuando ya esté políticamente desahuciado (en un mes a lo sumo), la mitad de sus seguidores se irán con Anaya y la otra mitad se irá a apoyar a López Obrador. De eso que no tenga dudas!
El Lic. López Obrador no estuvo, hay que admitirlo, en su mejor noche, pero me parece que eso es algo que podemos comprender si realmente nos lo proponemos. Yo diría que la gran diferencia entre él y los demás candidatos radica en su autenticidad. Con su lenguaje pueblerino y su acento campirano, él no entra en competencia con el verborreico Anaya ni con el dechado de perfecciones que es Meade, por lo menos tal como él se auto-concibe. López Obrador, por ser un hombre realmente honesto (diga lo que diga quien en serio propone cortar las manos de los corruptos, una propuesta que lo único que logra es trivializar el castigo a los criminales puesto que nadie aceptaría una ley así), no llegó con planes grandiosos sino con un planteamiento simple: él se presenta como el candidato que emana de las masas, el que sabe hablarle al campesino (me pregunto si Meade sabe siquiera lo que significa ‘gorgojo’), al estudiante modesto, al pequeño oficinista a la vendedora ambulante o al desempleado. No se presenta con vacua grandilocuencia, como Anaya (en realidad, lo de este último es una variedad de cantinflismo: habla, habla y habla para no decir nada, puesto que nunca dice cómo se podría lograr lo que él ofrece hacer) ni juega con datos como Meade. Lo que pasa es que López Obrador no se está presentando como si estuviera en un seminario de posgrado. Ese no es su papel. Él le está hablando al pueblo de México y lo hace en el lenguaje que el pueblo entiende y a ello parcialmente se debe su gran ventaja en las intenciones electorales de la sociedad. ¿Qué le faltó? Yo estoy seguro de que el Lic. López Obrador tiene información de primera mano muy importante con la que fácilmente podría poner en ridículo a Meade o a Anaya, pero (para desesperación de todos nosotros) no la usó. Él no atacó personalmente a nadie, aunque hubiera podido y hasta debido hacerlo porque tiene también derecho a defenderse de las calumnias y las trampitas retóricas de sus adversarios. Pero su indignación moral ante la vileza de un par de contrincantes fue más fuerte. Yo creo que él sabrá extraer las moralejas de este primer encuentro y que para el segundo irá no sólo con su sano mensaje populista por delante, sino también con las armas un poquito más afiladas para su auto-defensa.
En general se piensa que el poder de los mass-media es incontrolable. Yo creo que eso es un error. Ciertamente no sería un charlatán descarado como el conductor de la sesión cotidiana de instrucción política para retrasados mentales que día a día nos receta Televisa – conocida como ‘La Hora de Opinar’ – a quien a mí (un simple ciudadano) me haría cambiar de opinión. No tiene cómo. Y como él abundan otros en radio, prensa y televisión. Pero de lo que con toda su perspicacia no parecen percatarse es que ellos mismos son los mejores contra-ejemplos a la tesis de que los mass-media lo pueden todo, porque lo único que están generando con su discurso de odio hacia López Obrador es una cada vez mayor simpatía por él. Oscura pero acertadamente, el pueblo entiende que el ataque a López Obrador proveniente de personajes como los aludidos es un ataque de clase, una lucha sin tregua por acabar con alguien que por primera vez desde hace muchos lustros efectivamente representa los intereses de las mayorías desvalidas, Y a menos de que suceda una catástrofe incomprensible, esos sans-culottes mexicanos, hartos ya de la situación en la que se les ha mantenido durante sexenios, harán que sea el más vilipendiado de los candidatos quien se ponga la bandera nacional en el pecho.
El resultado neto es que, a los ojos de la gente (que a final de cuentas es lo que importa) Anaya perdió credibilidad y ganó en antipatía; Meade no logró modificar su estirpe priista y continuará en el desprestigio hasta que por inercia su movimiento se acabe. López Obrador se mantiene holgadamente a la vanguardia, pero quizá ahora más gente entienda que o revertimos lustros de entreguismo y saqueo o estaremos contribuyendo a hacer de México un país de bancos y corporaciones trasnacionales, con una población fácil de manejar e incapaz de defender hasta sus derechos más elementales.