La verdad es que algo no muy fácil de hacer, salvo quizá para especialistas en las diversas áreas de investigación científica, es acuñar una nueva expresión y (sobre todo) ponerla en circulación. Como insinué, eso es algo relativamente fácil de lograr cuando se trabaja en ciencias como la química, en donde se van construyendo términos yuxtaponiendo las raíces de las diferentes palabras relevantes y se acuña así un nuevo “término teórico”. Los temas mismos en ciencia hacen que sea relativamente obvio qué términos nuevos se requieren; las temáticas mismas los van sugiriendo en función de los requerimientos de experimentación y teorización. Es obvio que es así como se trabaja en ciencias como la biología o la física, pero es igualmente claro que en las humanidades no es tan fácil proceder de esa manera. Casi me atrevería a sostener que en filosofía, por ejemplo, hay gente que pasa a la historia por haber acuñado una expresión atinada. Podría sugerirse que eso fue justamente lo que sucedió con el filósofo norteamericano Saul Kripke, quien pasó a la historia por haber inventado su término técnico ‘designador rígido’. Lo que en todo caso es indiscutible es que en las ciencias sociales no abundan las innovaciones. Por ejemplo, aunque la sociedad contemporánea está estructurada básicamente del mismo modo de como lo estaba a mediados del siglo XIX, de todos modos es obvio que se han producido en ella importantes transformaciones y, sin embargo, no hay una terminología alternativa a la aportada por el marxismo. Seguimos (con razón) pensando en términos de clases sociales, fuerzas productivas, plusvalía, mercancías, etc. Desde luego que el que ello sea así no se debe a que entre los científicos sociales sólo hay gente inepta, ignorante, etc., sino simplemente a que esa terminología es la terminología ad hoc para la descripción general del modus operandi de la sociedad capitalista. Podemos estar seguros de que no ha sido por falta de ganas que el léxico marxista no ha sido remplazado. La verdad es que sus opositores no han tenido con qué sustituirlo. Es obvio que se le puede enriquecer, pues los cambios de la sociedad capitalista lo ameritan, pero ni siquiera eso han logrado hacer sus acérrimos enemigos. En el nivel de la ideología, parecería que lo más que han logrado aportar los ideólogos del capitalismo es la terminología de los derechos humanos y, sobre todo, la del feminismo y sus derivados, como todo lo que tiene que ver con el uso y abuso de la sexualidad humana. En ese ámbito sí han florecido los innovadores, sí ha habido “progreso”. Por lo anterior es motivo de festejo el que alguien, al intentar explicar fenómenos sociales, se atreva a acuñar una nueva expresión o poner a circular un término que quizá ya “estaba ahí” pero en el que de hecho nadie había reparado todavía y menos aún aprovechado. Y ese es, en mi opinión, el caso de una expresión que yo nunca antes había visto empleada y que me parece potencialmente muy rica en aplicaciones. La vi en un artículo del Prof. Fernando Buen Abad. Él habla en su artículo (y es el título del mismo) de “El Sinsentido Común”. ¿A qué se refiere el Prof. Buen Abad?
La verdad es que si nuestro objetivo fuera simplemente responder de manera escueta a esa pregunta podríamos muy rápidamente sintetizar el contenido de su artículo y con eso ya habríamos contestado, pero a mí me parece que tenemos que aprovechar la oportunidad para investigar un poco sobre el contenido de dicha noción, independientemente ya de la utilización que hace de ella quien la construyó. Posteriormente diré algo sobre el uso que hace Buen Abad de su noción, pero por ahora lo mejor que podemos hacer es, antes de examinar el sinsentido común, preguntarnos qué es el sentido común. El asunto, naturalmente, no es tan simple.
Como todo mundo sabe, el gran filósofo francés del siglo XVII, René Descartes, afirmó que el sentido común era la cosa mejor repartida del mundo. ¿Por qué habría dicho él eso? Su respuesta es simple y es que todo mundo está contento con la dosis que le tocó, esto es, con su dosis de sentido común. Y eso es un hecho: nadie dice: “Lamento no haber nacido con un poco más de sentido común”. Quien dijera eso se estaría contradiciendo, porque al hacer semejante afirmación estaría dando muestras de sentido común. Es como si alguien dijera: “Me habría gustado ser más inteligente”. Al decir eso, la persona estaría dando muestras de que se percata de algo pero precisamente al percatarse da muestras de que no es como ella misma se describe. Un tonto nunca se reconoce como tal! Bien, pero podemos ir un poco más allá y preguntar: ¿qué concretamente era el sentido común para Descartes? La verdad es que él no es del todo claro (Descartes, dicho sea de paso, es un típico caso de pensador de prosa ágil y elegante y de pensamiento turbio y enredado), pero en todo caso él parece identificar el sentido común con la razón y la razón era para él la facultad que tenemos los humanos de distinguir lo verdadero de lo falso. Desde ese punto de vista, el sentido común es una facultad de la mente humana.
Como siempre sucede en filosofía, ninguna propuesta queda sin réplica, por lo que encontramos en la su historia otra forma de caracterizar el sentido común. Sin entrar en detalles, podemos afirmar que ha habido pensadores para los cuales el sentido común es más que otra cosa un sistema de creencias. ¿Qué creencias podrían ser “del” sentido común y qué características tendrían? Creencias así son creencias como las de que las cosas no desaparecen cuando dejo de verlas, que al igual que yo los demás tienen sentimientos y pensamientos (que no estoy solo en el mundo), que el mundo existía antes de que yo naciera y que seguirá existiendo después de que muera (aunque no tenga manera de probar tal cosa, sobre todo en lo que concierne al futuro), que yo no tuve un nacimiento ovíparo sino que (como todo mundo) tuve progenitores, que en las cabezas de las personas hay cerebros y en sus cajas torácicas corazones, que si se le hace un favor a alguien la persona responderá positivamente, etc., etc. Y, por otra parte, habría que decir que las creencias del sentido común tienen por lo menos dos características decisivas: son verdaderas, pero también son obvias. Lo que con esto se quiere enfatizar es que rechazar una creencia de sentido común es no ser normal. Yo añadiría una tercera característica de las creencias del sentido común: se trataría de creencias que son aceptadas o adoptadas (acríticamente, si se quiere) por la inmensa mayoría de las personas. En otras palabras, hay que ser muy raro para poner en cuestión creencias tan básicas. No es improbable que esta forma de entender el sentido común sea controvertible en grado sumo. Veamos rápidamente por qué.
Un problema con la propuesta de ver el sentido común como un sistema de creencias es que de inmediato nos damos cuenta de que, si no matizamos la situación, tendríamos que admitir que el sentido común es claramente inconsistente. Por ejemplo, desde la Edad de Piedra hasta los tiempos de Copérnico la gente pensaba que la Tierra era plana. Esa ciertamente era una creencia de sentido común. A nadie se le habría ocurrido rechazarla. Hasta se le podría haber juzgado por hereje o por bruja en más de un reino si alguien hubiera sostenido abiertamente lo contrario. Esa creencia era vista por todos como verdadera, era obvia y aceptada por todo mundo. Era, pues, parte del sentido común. En la actualidad, sin embargo, una creencia fundamental del sentido común, y a la que se llegó después de mucha investigación científica, es la creencia de que el planeta Tierra es redondo. Se sigue que el sentido común puede albergar creencias que parecen ser verdaderas, que son adoptadas por la inmensa mayoría de las personas, que son obvias y funcionales a la vida social, pero que a final de cuentas resultan ser falsas! Aquí hay un problema. Si así fuera, también la noción cartesiana de sentido común estaría siendo puesta en entredicho, porque tendríamos entonces que reconocer que esa facultad que se suponía que era la que nos permitía distinguir entre lo verdadero y lo falso, falla! Se podría entonces inferir que en realidad no hay tal facultad y que tenemos que encontrar otra explicación de cómo discernimos entre creencias y elegimos las verdaderas antes que las falsas. Pero entonces si el sentido común no es ni una facultad de la mente ni un sistema de creencias, entonces ¿qué es?
Por mi parte, pienso que el énfasis al usar la noción de sentido común debería recaer no tanto sobre las creencias ni en lo verdadero y lo falso, sino ante todo en la acción y en las consecuencias de las acciones. Más que hablar de “creencias del sentido común” habría que decir simplemente de algo (una decisión, por ejemplo) que “es (o no es) de sentido común”. ¿Qué se querría decir con esto? Algo como “sería ilógico hacer (o no hacer) eso”, “estarías actuando en contra de tus propios intereses” y cosas por el estilo. No es tanto que pensemos en contra del sentido común, sino más bien que vamos en contra del sentido común. Esto no quiere decir, desde luego, que el sentido común no tenga entonces absolutamente nada que ver con nuestras creencias, sino sólo que vincularlo a ellas es algo derivado. Como dije, es un asunto de énfasis.
Regresemos entonces a nuestro tema. El Prof. Buen Abad habla del “sinsentido común”. ¿A qué se refiere? Él usa la noción de sinsentido común en el terreno en el que él trabaja, que es el de la política y la ideología. Si su concepto de sinsentido común o las aplicaciones que hace de él son en última instancia coherentes o no es algo en lo que no entraré. Me interesa a mí usar dicha noción, independientemente ya de que coincida o no con lo enunciado por Buen Abad, a quien le reconocemos la paternidad de la misma. Él muy atinadamente vincula la noción de sinsentido común con la irracionalidad y con la profunda (y esencial) injusticia del sistema capitalista y parece sugerir que, para no ser víctimas de otra forma de sinsentido, ya es hora de dejar las explicaciones, acusaciones, análisis, justificaciones, etc., de este modo de vida y pasar a la acción para transformarlo. Pienso que es con razón que señala que la función de los medios de comunicación y de mucho de la “inteligencia” (i.e., la casta intelectual) consiste en gran medida en adormilar a la población mundial por medio de recetas de “sentido común” concernientes a todo lo que podemos lograr u obtener en forma inmediata o a corto plazo viviendo como lo hacemos, pero sin modificar estructuralmente nada. Lo que entonces se hace es convencer a las personas de las cosas más absurdas que puede haber: por ejemplo, que en América Latina la democracia funciona para el bienestar de las poblaciones, que lo que impera en Venezuela es una dictadura, que la banca sirve para alentar el desarrollo de los países, que los gobiernos están interesados en acabar con el negocio del narcotráfico, que Rusia es la culpable de todos los males del planeta, que el “American way of life” es el modo perfecto de entender lo que es la familia, la amistad, el desarrollo personal, la libertad, etc., e idioteces por el estilo. El triunfo del sinsentido radicaría en que se aceptan mansamente puntos de vista que son totalmente contrarios a los intereses de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, en que se les hace creer dogmas políticos absurdos y se obliga a las personas a vivir en limbos de pensamientos inefectivos, palpablemente falsos, contraproducentes, etc. En todo caso, el mensaje general de Buen Abad es interesante y, yo diría, importante: el reino del sinsentido sólo se acaba en o con la praxis política. Cuando pensamos en los millones de personas carentes casi por completo de conciencia política, hundidos en sus necesidades (objetivizadas) de consumismo, absorbidos por la lógica del sistema, sin imaginación para visualizar cambios y menos aún las consecuencias positivas de los cambios que podrían operarse, nos percatamos de que no va a ser fácil zafarse de las garras del sinsentido.
El artículo de Buen Abad me parece un tanto abigarrado, por no decir ‘confuso’, pero importante en por lo menos dos sentidos. El primero ya lo mencioné y es su mensaje general: al engatusamiento, al embrutecimiento al que se somete a la población mundial, impidiéndole ver quiénes son sus verdaderos verdugos, quienes en forma inmisericorde les extraen día a día hasta la última gota de su trabajo acumulado (i.e., de su dinero), etc., a todo eso se le pone un punto final sólo con la praxis política, con la labor de protesta, manifestando en la acción nuestro repudio por el proceso de esclavización sistemática al que estamos sometidos. Y aquí me refiero a todas las personas con la que uno tiene o podría tener alguna vinculación, porque es evidente que el mundo de los super-ricos no es el nuestro y no es entonces por ellos que hablamos; no son ellos los que nos interesan o nos impactan. En eso, repito, Buen Abad tiene razón. Pero hay otro sentido en el que su trabajo, incipiente, pionero o como se le quiera calificar, es importante y es que es un síntoma muy claro de la clase de insatisfacción que está empezando a apoderarse de la población mundial en su conjunto. Por el momento, el movimiento más representativo en este sentido es sin duda alguna el movimiento francés de los Chalecos Amarillos (Gilets Jaunes). Sin duda éste amerita unas palabras.
Si le preguntáramos al ciudadano mexicano medio (y tengo la impresión de que no sólo mexicano) qué sabe de los “Chalecos Amarillos” lo más probable es que nos diga que nada o, en el mejor de los casos, que se trata de unos revoltosos franceses que están dañando la economía y el turismo de Francia. Obviamente, ese es el resultado de la acción que Buen Abad denuncia: se mantiene a la población mundial ignorante y al margen de las más que sensatas demandas que la población francesa le hace a su gobierno, entre otras razones porque en el fondo todas las poblaciones de los diversos países exigen lo mismo, luchan por lo mismo. ¿Qué quieren los franceses inconformes? Piden para ellos lo que nosotros en México pedimos para nosotros, los mexicanos, por ejemplo, que los impuestos sean progresivos, esto es, que paguen más impuestos los multimillonarios intoxicados de dinero y que el peso del presupuesto no recaiga sobre el ciudadano medio; exigen que se fije un salario mínimo digno, es decir, que no sea como el que prevaleció durante décadas en México (el cual es todavía bajo, pero ha tenido una ligera recuperación gracias a nuestro nuevo presidente), esto es, un salario de peones de haciendas porfiristas. ¿Es acaso mucho pedir? Ellos luchan por que no se sigan adaptando las ciudades a los requerimientos y exigencias de los grandes centros comerciales, que la inversión no sirva para ponerles vías de comunicación, electricidad, etc., en detrimento siempre de los habitantes de la zona; que haya un mismo sistema de seguridad social para todos y que no se especule con dicha prerrogativa ciudadana; que se acaben lo que nosotros llamamos los ‘gasolinazos’, esto es, las alzas brutales en los precios de los combustibles, para beneficio de las multibillonarias compañías petroleras, a cuyos intereses los gobiernos se pliegan; que se indexen los salarios a la inflación: ¿por qué tienen que apretarse el cinturón los ciudadanos por las especulaciones y manipulaciones financieras de los grandes buitres económicos? Pocas cosas hay tan injustas, hablemos de franceses, de mexicanos, de españoles o de italianos! El problema es el mismo en todas partes. Los Chalecos Amarillos pelean también por que se acabe su deuda gubernamental, pero ¿no es esta una causa nuestra también? O mejor dicho: ¿no es esta una causa auténticamente universal? Este es un punto nodal: ¿no es literalmente criminal que porcentajes elevadísimos del Producto Interno Bruto, es decir, de toda la riqueza que produce una nación durante un año, no tengan otro fin que el del pago de deudas infinitas y desde luego totalmente injustificadas?¿No es acaso evidente que hay que modificar drásticamente un sistema de vida que requiere para su subsistencia que un alto porcentaje de la gente no tenga trabajo?¿Por qué en el socialismo real, tan vilipendiado por los medios como incomprendido por la gente, no había desempleo (oculto o no, qué nos importa)?¿Por qué tenemos que convivir todos los días con el espectáculo de cientos de harapientos, de niños demacrados, de seres con hambre que piden en las esquinas unas monedas para pasar el día? ¿Porque “el sentido común” así lo indica y requiere? Los Chalecos Amarillos luchan porque el patrimonio de Francia no se venda ni se enajene y eso concierne a cosas tan diversas como aeropuertos, puertos, ríos, minas, etc. ¿No peleamos nosotros por lo mismo? La diferencia con los genuinos luchadores sociales mexicanos es que unos hablan en francés y otros en español, pero las reivindicaciones populares son las mismas! Son las mismas en Francia que en México que en Argentina que en Colombia, etc., etc., etc. Eso es en lo que el artículo de Buen Abad y su intrigante noción de sinsentido común nos hacen de inmediato pensar. Pero entonces queda claro que es de falta de sentido común no entender que en la actualidad la lucha que une a la gran mayoría de la población mundial, independientemente de sus respectivos niveles de vida, es la lucha contra el capitalismo mundial.
Es evidente que la población mundial es concebida como una presa por los super-ricos, en primer lugar por los banqueros y por los dueños de los grandes monopolios trasnacionales (inversionistas, accionistas, etc.), con el beneplácito o por lo menos la anuencia de los diferentes gobiernos. No hay más que echarle un vistazo a la lista de palacios de la familia Rothschild (véase la página de internet “If Americans Knew” del 4 de julio de este año) para de inmediato sentir un terrible asco moral: todas esas maravillas están pagadas con sangre, con el dinero extraído a los gobiernos y a los particulares de todo el mundo. Hasta ahora, la globalización ha sido aprovechada por los dueños (ilegítimos) del dinero, pero es un proceso que empieza a extenderse a otros sectores y niveles poblacionales. Hay desde luego una diferencia terminológica entre ambos procesos: en relación con el primero hablamos de “globalización”, en tanto que en relación con el segundo hablamos más bien de “internacionalización”. Es difícil en relación con esto no traer a la memoria un pequeño texto clásico, más actual que cualquier manual de econometría, un texto que curiosamente conserva el mismo valor (si no es que éste se incrementó) que cuando fue emitido. Hablando de la Revolución Comunista, afirman Marx y Engels:
“Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar.
Proletarios de todos los países: uníos!”.
Si por ‘proletarios’ entendemos ahora ‘ciudadano medio cualquiera cuya vida quedó enmarcada por las imposiciones y las reglas de la sociedad de clases en la que vivimos’, ‘ciudadano cuyos intereses se contraponen a los de los grandes magnates y multibillonarios’, si con ‘Revolución Comunista’ aludimos a la emancipación ciudadana frente a la draculesca banca mundial, si el mundo que se tiene que perder es el de la inseguridad física y económica, el de la vida en los basureros, el de la destrucción sistemática de la naturaleza, el de las castas que se creen divinas y de millones de personas condenadas a sobrevivir, etc., etc., entonces es de sentido común promover y participar en la lucha que hermana a la inmensa mayoría de los seres humanos, ya que no hacerlo sería precisamente incurrir en el sinsentido común y en la más despreciable de las posturas morales.
Profesor Alejandro Tomasini:
Cordial saludo. Le agradezco por su artículo, leerlo es estimulante para mí porque me suscita preguntas, dudas y también un par de reflexiones que no mencionaré en esta oportunidad. Aunque no me corresponde evaluarlo, usando sus propias palabras, de usted puede decirse lo siguiente: que escribe ‘con prosa ágil’, aunque no necesariamente elegante, y su pensamiento es claro y ordenado. En tiempos como los que corren de ‘maldad conceptual’ -por usar otra expresión suya- aquello es de agradecer. El tema que eligió esta vez para su artículo lo considero de una importancia suprema, tanto porque logra usted captar en pocas líneas el sentir y el valor de las luchas sociales a nivel mundial, con las cuales me identifico, como porque pone su atención en un tema básico: ´el sentido común’; y ahora, gracias al señor Buen Abad, en el ‘sinsentido común’, donde enfatiza la importancia de la conciencia y la acción política en la trasformación del miserable, despreciable, irracional y demoniaco sistema que nos gobierna.
Dicho esto, me pregunto: ¿por qué no hizo usted una mención de George Edward Moore? Comprendo que su intención en este artículo no es discutir filosofía, entendiendo por ella “toda clase de sinsentidos que agobian el sano entendimiento”, pero si la defensa del sentido común fue la reacción de algunos filósofos ingleses, entre los cuales se cuenta a Moore como su mayor exponente, a los excesos especulativos del idealismo alemán, encarnado en Inglaterra en figuras como Martagart y Bradley, la filosofía que coincide con la formación del sistema económico y de organización social que Buen Abad y usted critican con justicia, entonces quizá una aproximación de esclarecimiento de dicha noción sí sea necesaria, tanto para apuntalar el objeto de su crítica, como para hacer justicia de una sana noción de sentido común. Otra pregunta que me dejó su artículo es: si es verdad que las justificaciones, los análisis y las reflexiones ya no interesan cuando se tiene como objetivo la transformación del sistema capitalista, sino que lo importante son las acciones en dicha dirección ¿qué piensa de los adverbios en la consideración de los modos de acción en la acción política? Sé que usted podrá percatarse que estoy pensando en la senda que abrió J.L Austin en esta línea de trabajo. Pienso que las dos preguntas que formulé recogen en términos generales las dudas que me quedan gracias a su texto.
Con admiración y respeto:
Carlos Eduardo Jiménez Rubiano, desde Bogotá, Colombia.