La irracionalidad reviste las más variadas formas. De acuerdo con los aburridos filósofos estándar ser irracional es ir en contra de las leyes de la lógica, pero esa es la forma más pueril y menos interesante de ser irracional. La irracionalidad tiene más bien que ver con la naturaleza de nuestras creencias. Algunas creencias presentan ciertos rasgos que hacen que las califiquemos como “irracionales”. Por ejemplo, nadie las acepta, embonan con todo o no embonan con nada, son injustificables, siempre tienen efectos contraproducentes para quien las hace suyas, etc. Un ejemplo de irracionalidad, un fenómeno teóricamente interesante pero que resulta a la vez ridículo, detestable y a final de cuentas caro es el auto-engaño. Este fenómeno es detectable tanto en un nivel individual como en un plano colectivo. Considérese, por ejemplo, el auto-engaño personal. La persona que se forma una imagen de sí misma que es palpablemente equivocada termina por hacer el ridículo, puesto que los demás no pueden dejar de percatarse de que la concepción que el sujeto tiene de sí mismo sencillamente no corresponde a la realidad. Así, alguien se puede sentir inteligente, guapo, simpático, ocurrente y culto y ser objetivamente tonto, feo, antipático, aburrido e ignorante. Su creencia en sus cualidades es declaradamente irracional. Algo interesante en relación con esto es que difícilmente podría afirmarse que se trata de fenómeno poco recurrente. En realidad es de lo más común, por lo que no queda más que concluir que reina en el mundo más irracionalidad de la que en principio uno estaría dispuesto a pensar. Es evidente, por otra parte, que alguien que se auto-engaña las más de las veces se vuelve una persona repelente o hasta detestable, puesto que los demás tienen que padecer una conducta que no encaja con la personalidad imaginada que el sujeto se auto-adscribe. Alguien puede de hecho ser desagradable y rudo y, no obstante, estar convencido de que es todo un caballero. Es altamente probable, por lo tanto, que la persona en cuestión tenga permanentemente choques con los demás pero, en la medida en que se aferra a sus creencias estando sin embargo equivocada respecto de sí misma, ella no podrá ejercer sus capacidades normales de auto-crítica, no estará en posición de superar los conflictos y, por lo tanto, los problemas con los demás seguirán. Asimismo, es obvio que esa forma particular de irracionalidad que es el auto-engaño tiene consecuencias negativas que pueden revestir las más variadas modalidades (pecuniarias, sociales, laborales, familiares, etc.), Sin embargo, en mi opinión las consecuencias más “caras” para la persona vienen cuando de una u otra manera ella misma se da cuenta de que su auto-percepción choca con el muro de la realidad y que éste la hace añicos, cuando los hechos le muestran inmisericordemente a uno que no se es lo que pensaba uno que es. Cuando eso sucede el sujeto puede caer en depresión, puede perder peligrosamente interés en los demás, sentirse totalmente disminuido y, en el peor de los casos, hundirse en la locura, un laberinto del cual rara vez se sale. Todo eso puede tener consecuencias fatales. Así, pues, una percepción falseada de uno mismo, aunque momentáneamente gratificante para el ego, habrá inevitablemente de tener costos vitales sumamente elevados.
Como era de esperarse, esa forma de irracionalidad que es la auto-percepción ilusoria se da también a nivel masivo o colectivo. Es más que obvio que también los pueblos se forjan ideas de sí mismos que tiene todas las características del auto-engaño, de las racionalizaciones inconscientes, de la fantasía desbordada. Los norteamericanos, por ejemplo, se siguen pensando a sí mismos como (en algún sentido importante) especiales y siguen creyendo en su “destino manifiesto”, considerando por ello que pueden tratar al resto del mundo con un doble estándar: todos los países deben someterse a las leyes de las instituciones mundiales (que ellos dictan), pero no ellos porque ellos realmente son excepcionales. Afortunadamente allí están Rusia y China (y yo añadiría Israel) para abrirles los ojos y así despertarlos de su “sueño dogmático”. Y ciertamente no son los norteamericanos el único pueblo que gira en torno a creencias que, por incompartibles, infundadas, gratuitas, inútiles y demás le resultan a la humanidad en su conjunto no sólo inaceptables, sino absurdas y hasta ridículas, pero no abundaré en el tema. No son creencias irracionales vis à vis los demás lo que aquí me interesa, sino más bien cierta forma de auto-engaño colectivo respecto de sí mismo y que se manifiesta a través de decisiones y de conductas que resultan para la propia comunidad de que se trate altamente perjudiciales pero a las que, por increíble que suene, no se renuncia. Si ese es nuestro tema imposible entonces no pensar en México. En lo que a irracionalidad colectiva concierne somos campeones. A mi modo de ver es evidente que en nuestro país la gente está forzada a vivir en el engaño y en el auto-engaño a los que inducen las políticas gubernamentales. Por ejemplo, en México en general se pensaba hasta hace unas cuantas décadas que las leyes que regían al país eran excelentes y que el problema era sencillamente que no se aplicaban. Esta era una idea ingenua de un pueblo que había dejado atrás épocas turbulentas, que confiaba en que después de un gran sacrificio social gracias a su trabajo y a su esfuerzo podría vivir bien sólo que ese estado deseado de bienestar se posponía y se posponía y no se materializaba nunca. La explicación que la gente se daba era que ello se debía a que unas cuantas malas personas impedían que las maravillosas leyes nacionales dieran los resultados por todos esperados. Pero esto era obviamente un auto-engaño: dejando de lado corrupción y demás plagas sociales, lo cierto es que las leyes mexicanas son sumamente imperfectas, vagas, en muchos casos claramente anti-sociales. Ahora bien, hay casos en los que se puede comprender por qué la gente se auto-engaña, pero hay muchos otros en los que definitivamente intentar comprender es una tarea de entrada imposible de completar. Dado que no nos corresponde estar delineando soluciones para nosotros la tarea se reduce a señalar problemas y a tratar de ofrecer un diagnóstico general que ayude a entender, aunque sea parcialmente, lo que a primera vista es incomprensible.
Así, pues, básicamente lo que pasa es que, por una parte, urge resolver ciertos problemas factuales, prácticos, inmediatos pero, por la otra, por falta de cacumen, de células grises, por la corrupción, por falta de un genuino interés en el bienestar de las personas, por ignorancia, por ineptitud, por tener valores ridículos o por alguna otra “virtud” como esas se toman medidas que resultan ser abiertamente torpes y se promulgan leyes contrarias al interés nacional. Lo peor de todo es, naturalmente, que los problemas no se resuelven sino que van in crescendo. Veamos ahora sí algunos ejemplos de ello.
Hace unos 40 años, más o menos, se propuso en cierto sector del gobierno de la época que, por una serie de razones más o menos obvias, dada la cantidad de perros que había en la capital del país (se calculaba la población canina de la ciudad de México en unos 200,000 animales) se acabara con un número elevado de ellos. Decenas de miles de éstos eran, obviamente, perros callejeros y había con ellos problemas reales de alimentación, ataques, enfermedades, heces y todo lo que se quiera asociado con los perros. Movida por un laudable sentimiento de piedad, la primera dama de aquella época se opuso rotundamente a la ejecución de los animales. Muy bien, pero ¿qué pasó? Que ahora tenemos 2,000,000 de perros! ¿Fue una decisión apropiada la de aquellos tiempos? No lo sé, pero lo que sé es que como no se le ocurrió a nadie ningún programa alternativo real para resolver el problema, ahora el problema es 10 veces mayor. Nadie entiende, por ejemplo, por qué nunca se combatió seriamente el comercio animal, el cual inundaba las calles. Eran muy conocidas, por ejemplo, las camionetas que se estacionaban a un costado de un importante centro comercial del sur de la Ciudad de México y allí públicamente sin permisos se comercializaban cachorros de todas las razas imaginables. En la actualidad, los problemas que ocasionan los perros siguen allí afectando a la población en su conjunto (piénsese nada más, por ejemplo, en la multitud de enfermedades respiratorias y digestivas que padece la gente por los perros), sólo que (como dije) multiplicados por 10. Si nos fiamos a las consecuencias, aquí tenemos un prototipo de cómo no se debe proceder.
Alguien podría afirmar: “Bueno, eso es un caso especial y es hasta comprensible. Pobres animales!”. Está bien, pero ¿qué tal este otro? Las “vías rápidas” en la Ciudad de México (el viaducto Miguel Alemán, el Periférico, los segundos pisos) están construidas de tal manera que la salida inevitablemente se convierte en un cuello de botella, en un tapón para la circulación vehicular, porque se desemboca en calles estrechas, con mucho tráfico, etc., y entonces se forman filas inmensas de autos. ¿Cómo habría podido solucionarse, aunque hubiera sido por etapas, el problema? No sé y afortunadamente nadie me pidió mi opinión, pero la solución mexicana, esto es, la que se tomó durante el periodo del sátrapa Miguel Ángel Mancera, una medida impuesta por una de sus más infames colaboradoras, una tal Laura Ballesteros (creo que era de Querétaro y por eso se le llamaba la ‘queretina’, pero no estoy seguro de que ese fuera el apelativo correcto), consistió en ….. reducir por la fuerza la velocidad de los autos que circulaban en las “vías rápidas”! ¿Se solucionó el problema? Claro que no! Dada la cantidad de autos en circulación lo único que se logró fue convertir las vías rápidas en auténticos estacionamientos, con lo cual la contaminación se incrementó hasta convertir a la ciudad en una ciudad fantasma. Nada más se ven las siluetas de los edificios. Ahora lo que tenemos es estacionamiento gigantesco (por el temor a pagar multas sin fin) además de los mismos antiguos problemas concernientes a las salidas de las vías rápidas, un problema que nunca se solucionó. En este caso, todos lo entendemos, la “solución” no vino de ningún genio y lo que percibimos son más bien claras huellas de corrupción, puesto que como se sabe las fotos multas se convirtieron en la caja chica del jefe de gobierno, el aspirante a emperador, Miguel Ángel Mancera. Dicho sea de paso, yo estoy totalmente convencido (como millones de ciudadanos) que él tendría que ser llamado a declarar por el reciente y aparatoso derrumbe de edificios en el nuevo “shopping center” del sur de la Ciudad de México, pero como tiene fuero por el momento no se le puede tocar. Todos esperamos, sin embargo, que la justicia lo requiera y que por lo menos se le dé ese gusto al pueblo de México.
Otro ejemplo formidable de incongruencia nos lo proporciona la Secretaría de Educación Pública (SEP). Como es bien sabido, la SEP tiene que acoger año tras año a legiones de niños a lo largo y ancho del país. Los niños, que a no dudarlo tienen derecho a la educación, que ingresan cada año a la Primaria se cuentan por millones sólo que, como todos sabemos, no hay en el país suficientes salones de clase. Ese es el problema, pero ¿cuál es la solución? Muy simple: para no amontonar niños unos encima de otros hay que desalojar los salones y eso ¿cómo se logra? La solución es genial: lo que hay que hacer es prohibir a los maestros que reprueben niños aunque éstos no pasan los exámenes. Así, pues, no hay reprobados en la Primaria: hagan lo que hagan, digan lo que digan, se comporten como se comporten, el niño que está en primero pasa a segundo, el que está en segundo pasa a tercero y así sucesivamente. Ciertamente, el problema del cupo en los salones queda resuelto (a medias), pero ¿a qué precio? El precio es el auto-engaño: hacemos como que tenemos millones de alumnos que están justificadamente en la clase en la que se encuentran cuando visiblemente eso no es el caso! No importa si escriben con tremendas faltas de ortografía, si no saben hacer operaciones aritméticas, si no tienen ni idea de lo que es (biológicamente hablando) el cuerpo humano, si no recuerdan los nombres de sus héroes nacionales, etc., etc. A final de cuentas, en relación con múltiples niños, el certificado de Primaria que la SEP les otorga es como uno de esos certificados que se pueden mandar a hacer en la Plaza de Sto. Domingo (junto todavía a las oficinas centrales de la SEP) y que lo hacen pasar a uno como licenciado, maestro o doctor en la disciplina que uno quiera y por la universidad que a uno más le guste. En otras palabras, una burla total. La pregunta es: en este caso ¿qué es peor: el mal o la medicina? Como diría un cómico de la televisión mexicana, “qué alguien nos explique!”.
La verdad es que lo menos que podemos decir es que los ejemplos mencionados claramente indican que quienes han estado durante lustros al frente de las instituciones nacionales básicamente han sido unos ineptos además de ser gente carente de un sentimiento serio o maduro de responsabilidad en relación con la población en su conjunto. Parecería que los funcionarios mexicanos, en general, toman felices posesión de sus cargos pensando ante todo en lo que tienen que hacer para que los problemas que heredan no les estallen y puedan ellos permanecer en sus puestos durante los periodos correspondientes, pero sin proponerse resolverlos. Desde luego que hay que evitar que los problemas los rebasen, pero eso no basta: hay también que esforzarse por encontrar nuevas soluciones, por anticiparse a los problemas que ya se tienen en ciernes y sobre todo, por no contentarse con tapar los problemas sin tratar de efectivamente darles una solución. El auto-engaño de las autoridades no sirve para nada, ni siquiera como paliativo.
Muy probablemente, el caso más indignante de situación de ilogicidad en la que vivimos nosotros, los mexicanos, es la que se crea por el nefando coctel que conforman la estupidez, la deshonestidad y un marcado desinterés por la existencia de los ciudadanos por parte tanto de los encargados de hacer las leyes (diputados, básicamente) como por los encargados de aplicarlas (poder judicial). Pero examinemos someramente el caso. Como todos en México sabemos, por un lado el ciudadano medio, las personas que trabajan y que tienen horarios rígidos, tienen que usar diariamente el transporte colectivo. Todas esas personas corren cotidianamente riesgos incalculables. Todos los días sufren asaltos, atropellos de toda índole, abusos y demás. A los pasajeros, básicamente gente modesta, les roban sus celulares, el poco dinero que llevan, sus relojitos o sus cadenitas, etc., sin mencionar ya los golpes, las humillaciones y demás vejámenes por parte de barbajanes y de delincuentes que sólo reconocen la fuerza como argumento. Eso por una parte. Por la otra, sabemos que, como las escuelas de la SEP, los reclusorios están a reventar y no hay nuevos o sólo en perspectiva. El problema es entonces: ¿qué hacer con tanto delincuente si ya no hay lugar en dónde meterlos? Además, precisamente por la cantidad tan grande de detenidos que hay, los juzgados están llenos de expedientes, los juicios se alargan desesperadamente, etc. Un caos total. En medio de ello vive el ciudadano normal, el hombre de a pie, “Juan pueblo”, como dicen. ¿Cuál es la solución? Al ingenuo lector sin duda se le ocurrirá que lo que hay que hacer es reforzar la vigilancia, poner cámaras, incorporar policías en los autobuses, inspeccionarlos sistemáticamente, etc., etc. Muy equivocado. Eso podrá ser en otros países. Aquí en México ya se encontró la solución, la cual se compone de por lo menos dos factores. El primero es la reclasificación de los delitos. Como por arte de magia, a nivel de la criminalidad cotidiana no hay delitos graves. Y, segundo, disfrutamos ahora de los así llamados ‘juicios orales’. ¿En qué consisten éstos? En que se confrontan víctima y victimario frente a un juez, no se acumulan expedientes, el delincuente puede seguir su juicio en libertad y así ya tenemos la solución al problema del abarrotamiento de los reclusorios. Sólo a un genio se le pudo haber ocurrido algo así, pero a un genio al que el ciudadano mexicano le importa un comino. En dichos juicios la función del juez es presionar a la víctima para que llegue a un arreglo con su victimario, un arreglo que tiene que ser “moderado”, equitativo, etc., de manera que casi casi el ciudadano termina pidiéndole perdón a quien lo golpeó, asustó y atracó. ¿No es eso congruencia y visión política? Sí, pero irracionales.
Olvidada por las autoridades y desprotegida frente a los bandoleros, después de cientos de miles de casos en los que el resultado final es que se tiene uno que conformar con no haber perdido la vida, es perfectamente comprensible que la gente intente defenderse. Pero ¿qué es defenderse frente a un sujeto armado? Pues sacar otra arma y tratar de disparar antes que él. Es así como han surgido en el transporte colectivo, sobre todo en los suburbios de la ciudad de México, en los municipios conurbados del Estado de México pero no únicamente, multitud de los así llamados ‘justicieros’, esto es, pasajeros que en un momento de descuido por parte de los asaltantes o cuando éstos muy alegremente se preparan para bajarse del camión después de su razzia, toman la justicia por su cuenta y acaban con los delincuentes. Nadie exalta la violencia, pero frente a la terrible realidad en la que está sumergida la gente, frente a la inacción de las autoridades y la palpable injusticia de las leyes: ¿no es acaso la auto-defensa la única opción que le queda a los usuarios del transporte colectivo? Y dado que esa es la única opción ¿no es ella legítima? El punto importante es que por irracionalidad jurídica y policiaca la gente vive en el temor, la incertidumbre, el no saber qué hacer: si no me defiendo estoy perdido y si me defiendo también. Bravo!
La cereza de tan suculento pastel, otra inconsistencia de magnitudes descomunales, la encontramos no sólo en el abuso sino sobre todo en la forma tan estúpida que se tiene en México de entender el concepto de derechos humanos. Si extraemos la noción de derechos humanos de su aplicación real en la vida cotidiana lo que tendríamos que decir es que en México se usa la expresión ‘derechos humanos’ sobre todo cuando lo que se quiere es ayudar a alguien a que evada la aplicación de la ley. Esto, naturalmente, se aplica de inmediato y en primer lugar precisamente a quienes la infringen. Resulta entonces que, por una incomprensión y una tergiversación conceptuales, tan pronto un delincuente es llevado ante la justicia lo primero que se pretende hacer es “salvaguardar sus derechos humanos”. Eso es grotesco. Siendo esas las premisas, a nadie debería sorprender que las organizaciones no gubernamentales, los dizque defensores de derechos humanos, los abogados de oficio, etc., se aboquen en primer término a defender a los delincuentes (inter alia)! A consecuencia de ello y como un efecto colateral inevitable se descuidan los derechos violentados de las víctimas. Esto no sólo es, en un sentido degradante o peyorativo, una mera “percepción” de la ciudadanía: es una lectura correcta de los hechos, porque eso precisamente es lo que sucede. Ahora bien ¿cómo comprender esa situación en la que la gente, independientemente del modo cómo ello se manifiesta, se hace daño a sí misma?¿Es por ineptitud, por corrupción, por ilogicidad? Yo creo que la respuesta es inmediata: por todo ello junto. Ello da una idea de la clase de realidad surrealista, nada envidiable dicho sea de paso, en la que se obliga a vivir al pueblo de México.