Difícilmente podría pasar desapercibida la tremenda sacudida que afecta al sistema capitalista global y, como una consecuencia natural de ello, la arremetida en contra de todos por parte de los dueños del mundo. Al hablar de los dueños del mundo podría sentirse la tentación de querer hablar en términos de países. Ello no sería un error, pero de todos modos sería inexacto. Al hablar de los cataclismos financieros, de onerosas quiebras estatales, de impagables deudas externas, etc., hablamos de países, pero se nos olvida, sin caer en esquemas rígidos porque ello falsearía todo lo que digamos, que los estados son básicamente los órganos que expresan políticamente la voluntad de las grandes fuerzas económicas, lideradas obviamente en el sistema capitalista por la banca mundial (y ante todo por Wall Street). O sea, detrás de los gobiernos están las instituciones y las corporaciones que siguen funcionando independientemente de los 4, 6 u 8 años que esté tal o cual presidente, que tal o cual primer ministro dure al frente de un determinado país. Los políticos, por renombrados que sean, no son más que agentes de paso, como no lo son los agentes económicos que le dan estructura al sistema y lo hacen funcionar. Dado que el mundo se divide en países, cuando una situación se vuelve crítica no son los bancos los que intervienen directamente sino sus representantes, sus empleados, esto es, los gobiernos y los hombres de estados, que son quienes les imponen a sus pares, es decir, a otros gobiernos y a otros dirigentes, las políticas y las decisiones que más le convienen a los dueños del sistema global. Cuando un país intenta rebelarse o insubordinarse, de inmediato entran en juego no sólo los aparatos de estado, sino todos los instrumentos que el sistema ha desarrollado para perpetuarse (como los medios de comunicación), se ejerce una gran presión y finalmente, salvo en contadas excepciones, se logra que la oveja descarriada (y cada vez más famélica) se reincorpore al rebaño de países cuyas poblaciones tienen que seguir trabajando para el bienestar del así llamado ‘primer mundo’. Yo creo que pocos ejemplos hay tan ilustrativos de esta penosa situación como Grecia, a cuyo ingenuo dirigente, Alexis Tsipras, la feroz guardiana (presentada ahora como política de dimensiones históricas) de la banca europea pero sobre todo alemana, Angela Merkel, terminó sacando a patadas hasta de la presidencia de su propio país (i.e., es obvio que él no renunció porque hubiera querido cambiar de profesión!). En todo caso, el proceso es siempre el mismo: endeudamiento hasta no poder pagar y luego “privatización”, lo cual quiere decir ‘apropiación por parte de los “inversionistas” de los bienes de la nación’ de que se trate (o de lo que quede de los mismos). En este caso, por ejemplo, los puertos griegos (entre otras cosas) pasaron en gran medida a ser de hecho propiedad alemana.
Es importante entender que en las confrontaciones entre estados en general no hay nada personal involucrado, si bien en algún momento las personalidades pueden jugar un rol, pero éste no rebasará prácticamente nunca cierto nivel de importancia. Son las políticas las que son agresivas. Por ejemplo, la brutal devaluación de las monedas frente al dólar no es un asunto de animadversión personal o inclusive nacional: es resultado de la descarada manipulación de los mercados financieros desde Nueva York. Es un modo de operar con el dinero que contrapone a los bancos con los intereses de la población mundial. Como puede fácilmente constatarse, los “consejos” y las directivas (para no decir las ‘órdenes’) de instituciones como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Mundial siempre resultan en lo mismo: disminución del gasto público, cancelación de programas de asistencia social, devaluación de las monedas, recortes laborales, etc. En otras palabras, la política monetaria mundial es esencialmente contraria al bienestar de las naciones y aquí no hay opción: o viven los bancos o viven los pueblos. El problema es que los gobiernos están justamente para proteger a sus pueblos, pero los dirigentes de los estados dependientes están en general tan asustados y tan comprometidos con las políticas de los poderosos que en general aceptan acatarlas y hacerlas valer a sabiendas inclusive que con ello llevan a sus países hacia abismos insalvables. Un problema relativamente nuevo es que ya ni esto está dando resultados y la crisis del sistema capitalista es tan fuerte (como lo muestra el déficit del gobierno norteamericano) que éste, a pesar de los múltiples países sacrificados, se tambalea. La crisis mundial, por lo tanto, ya desbordó inclusive a quienes normalmente se benefician con ella. Una consecuencia de ello es que los estados más avanzados entran en una fase de agresión casi indiscriminada, dado que los problemas económicos que empiezan ya a padecer ellos mismos requieren de soluciones que son inasequibles en el marco del propio sistema capitalista. O sea, este sistema generó tales niveles de esclavitud financiera y humana, tales niveles de desigualdad, exacerbó a tal grado la irracionalidad del sistema, generó tal pobreza y tanta destrucción del mundo natural que las soluciones para los grandes problemas que se crearon (económicos, sociales, ecológicos, etc., con todo lo que éstos acarrean) ya no son construibles dentro del sistema. Y aunque los ciudadanos comunes y corrientes no podamos hacer nada, quizá sea mejor de todos modos estar conscientes de la situación: no sólo no se van a reducir los niveles de pobreza, sino que se van a incrementar; no sólo no van a mejor los niveles de salud y de salubridad, sino que van a empeorar; y así con todo. La razón es simple: se requieren cambios de tales magnitudes en las formas de organización político y en los métodos de gobernar que su implementación der hecho equivaldría a un cambio de sistema y es evidente, supongo, que una transformación así no será nunca aceptada sin fuertes convulsiones sociales. El capitalismo ciertamente no va a morir en forma pacífica. Una clara manifestación de desesperación por no poder resolver los problemas que ahora el mundo enfrenta es el recurso ya un poco a tientas y a locas al viejo truco de generar puntos de conflicto militar. La guerra ha sido, es y seguirá siendo un paliativo del o para el sistema capitalista, un poderoso medicamento político al que se recurre para mantenerlo vigente. Naturalmente, para impulsar la gestación de situaciones de guerra no se requiere presentar buenas razones. Cualquier pretexto es fácilmente construible. Lo que importa son los planes de acción e intervención que haya que implementar y para eso están las grandes organizaciones militares y paramilitares, de inteligencia y contrainteligencia, como la CIA, el Mossad, MI6 y tantos otros órganos policiacos y de espionaje, de sabotaje, desestabilización, invasión y demás, que funcionan ya de manera rutinaria y efectiva. Es así como se inventaron los conflictos de Ucrania (lo único que se necesitó fue derrocar a un presidente elegido democráticamente y derribar arteramente un avión de pasajeros en suelo ucraniano), la guerra sin fin en el Medio Oriente (el precio a pagar para el bienestar y expansión de Israel), la destrucción de Irak y la succión de todo su petróleo, la guerra en Afganistán (lo cual permite tener bases a un costado de la Federación Rusa) y ahora la alarmante tensión entre las dos Coreas (con un ojo puesto en China, para alarmarla un poco). Es muy fácil inventar conflictos así, pues a estas alturas ya hay mucho entrenamiento acumulado (no me alcanzarían las páginas de este artículo para mencionar todos los casos de golpes de estado, asesinatos de líderes, actos de terrorismo, etc., organizados y llevados a cabo por las potencias occidentales). Todo esto está muy bien, sólo que hay un problema: esta solución tiene límites muy claros ahora más allá de los cuales no tiene el menor sentido incursionar. Se puede desde luego organizar un ejército de mercenarios y desestabilizar o destruir Siria, pero es obvio que eso no se puede hacer con Rusia o con China. La guerra como solución permanente y global llegó a su fin. Hay por lo tanto que buscar soluciones de otras clases. El problema es que la dueña del sistema, la banca mundial, no lo permite.
Frente a un panorama como este, que me parece todo lo que se quiera menos irreal, yo diría que hay por lo menos dos formas de reaccionar en términos políticos. Pienso que en los países dependientes y siempre a la zaga se pueden gestar dos clases de políticos que no se proponen en principio ninguna transformación radical o revolucionaria, pero sí mejoras palpables dentro del sistema lo cual, dentro de ciertos parámetros, es en alguna medida factible. Y, por otra parte, están los sujetos que decidieron no ser dentistas, ingenieros, deportistas, veterinarios, etc., sino que prefirieron dedicarse más bien a la “política”, porque ésta les pareció que era la mejor forma de ganarse la vida y de vivir lo mejor posible. Los políticos así son sin duda sujetos hábiles para las maniobras, duchos en los arreglos y en las componendas, astutos para los negocios y el posicionamiento en las esferas del poder; son los hombres (y ahora también las mujeres) que se saben todos los trucos para pasar de un puesto a otro y que han hecho todas las trampas imaginables, individuos para quienes la política no es otra cosa que el juego de la influencia y del enriquecimiento subrepticio permanentes. Si todos los políticos de este segundo grupo fueran técnicamente hábiles, la política se habría reducido al mero juego gerencial de la economía capitalista pero al menos serían exitosos en sus respectivas áreas, pero si además de ser moral irredimibles y políticamente inviables son técnicamente tarados (no saben hacer crecer al país, no se les ocurre cómo defender su moneda, no tienen ni idea de lo que es dignificar el papel de su país en los foros internacionales, etc., etc.), la situación para el país de que se trate se vuelve desastrosa. Así, pues, en el marco del sistema y desde la perspectiva de la subordinación, se puede ser un dirigente con objetivos nobles y desinteresados o un político rastrero que no busca otra cosa que su bienestar inmediato (de él y de “los suyos”) sin pensar en nada que no sean beneficios y obstáculos del presente inmediato.
Yo creo que, por múltiples razones, no debemos perder de vista el hecho de que, si bien dentro de límites sumamente estrechos, de todos modos es verdad que el sistema mundial de vida permite actuar con cierta autonomía, aunque ello exige siempre un mínimo de valentía. O sea, siempre será factible hacer algo por su país y por su población (proteger a sus pequeños propietarios, defender los precios de sus productos, reclamar relaciones bilaterales equilibradas, establecer vínculos comerciales parejos y así indefinidamente). América Latina, por ejemplo, tiene en su haber y para su orgullo políticos de esta primera clase, políticos genuinamente progresistas y que, sin ser revolucionarios, fueron o son auténticos defensores de los intereses de sus naciones y de sus pueblos. Desafortunadamente, tiene también, para su vergüenza eterna, grandes símbolos de practicantes de politiquería barata, egoísta, miope, de corto plazo y, por ende, decididamente anti-nacionalista (los ejemplos abundan. Piénsese un momento tan sólo en Salinas y su tristemente célebre “tratado de libre comercio de Norteamérica”, cuya maldición todavía padecemos). Presidentes respetables, dentro del marco del sistema capitalista, aparecieron en Uruguay (José Mojica), en Brasil (Ignacio Lulla da Silva), en Ecuador (Rafael Correa), en Argentina (Néstor Kirchner y Cristina Fernández), en Bolivia (Evo Morales), en Paraguay (Fernando Lugo) y, desde luego, en Venezuela, con el gran Hugo Chávez, misteriosamente atacado por un súbito cáncer. Todos esos presidentes fueron grandes patriotas que introdujeron importantes reformas agrarias, modificaron sus códigos de trabajo, reformaron los servicios médicos populares, tomaron en sus manos la reorganización de barrios y la recuperación de la juventud de las garras de la delincuencia, reforzaron las tareas educativas del Estado, defendieron hasta con las uñas los patrimonios nacionales, así como su autonomía en política exterior, sin rebasar (salvo en el caso de Venezuela, lo cual tiene por otra parte una explicación no muy difícil de proporcionar) las reglas del juego político global. Hicieron lo que se podía hacer, empezando por abrirles los ojos a su gente. Dirigentes como ellos, que estuvieron en contacto directo y permanente con los ciudadanos de sus respectivos países, forman una escuela, una forma de pensar y enfrentar los problemas causados en otras latitudes. Si se les examina se verá que todos ellos desplegaron o despliegan estilos de gobernar diferentes, vinculados naturalmente a sus respectivas personalidades, idiosincrasias y trasfondos, pero los une una misma orientación, las mismas aspiraciones de ya no ver a sus niños desnutridos ni a sus adultos sin saber leer y escribir, tienen los mismos o semejantes deseos de emancipación nacional, hasta donde el sistema, globalmente considerado, lo permite.
En contraste, el panorama que México ofrece es literalmente para llorar. También aquí hay una escuela política, sólo que es radicalmente diferente de la recién mencionada. Aquí los políticos tienen objetivos, no ideales. Tener ideales es visto como algo infantil, pasado de moda, ridículo. Lo que a ellos interesa y motiva es básicamente el éxito local, por pasajero que sea. Los políticos mexicanos son grandes oportunistas, pragmáticos (en el mal sentido de la expresión), de intereses y perspectivas meramente personales y, a lo sumo, partidistas, totalmente acríticos de sus superiores (el presidente en México, sea quien sea, es perfecto), duros o indiferentes con los compatriotas, pero acomplejados, timoratos y arrastrados frente al extranjero dominante. Hay tantos ejemplos tan vergonzosos de conducta ignominiosa que me vienen a la memoria que prefiero pasarlos por alto. Como dije, en México la escuela política es otra. Aquí, a través de un oscuro proceso de varios lustros basado en el embrutecimiento permanente de la gente y en su ignorancia, en el papel nefasto de nefandas capas de “intelectuales” gracias a los cuales se abolió casi por completo la oposición al sistema tanto en la acción como en el pensamiento, en la ya legendaria aguante paciencia de, como solía decirse, “Juan pueblo”, en la expulsión mediática efectiva de todo vocabulario que permitiría articular pensamientos distintos, en todo eso y más, lo único que se genera son políticos arribistas, gente que hace carrera política, personas que ocupan puestos importantes pero carentes en general de una sólida formación profesional (salvo quizá la de abogacía), grandes mentirosos, gente fácilmente comprable y desde luego gente para la que nociones como las de patria, nacionalismo, pueblo, libertad, etc., no significan nada más allá de lo que puedan significar en la retórica cotidiana (leía hoy en el periódico las declaraciones del edil de Orizaba sobre su estatua de Porfirio Díaz! Como para correrlo del país!). Es gracias a esa escuela de (de) formación política que en México se puede hacer desaparecer a 43 estudiantes y no pasa nada, se puede tener a un político vecino injuriándonos a todos nosotros y no hay la más mínima protesta diplomática por parte de nuestras autoridades, se puede mantener en la indigencia a millones de personas y seguir pensando en qué restaurant se va a ir a comer o a cenar, se pueden iniciar millones de averiguaciones previas por atracos, robos, violaciones, asesinatos y demás (en términos de muertes, México es el Irak de América Latina) y ni el 1 % de ellas se resuelve; y así ad nauseam. El problema es desde luego práctico, moral y político, pero es además un problema factual y lógico, en el siguiente sentido: llevado por los grandes traidores al país y a su gente, México cayó en una trampa de la cual no es fácil ver la salida. La trampa consiste en que los políticos (y los sectores poblacionales en los que se fueron apoyando) llevaron al país con bastante rapidez a una situación de descomposición y corrupción tales que lo único que desde entonces este país puede generar son políticos como ellos. México, por lo tanto, cayó en un círculo vicioso para el cual no es fácil vislumbrar una solución. Bueno, una solución dentro del marco del sistema …
Un artículo muy interesante y acertado en cuanto a los dirigentes que tenemos en México,
pero también creo que el mismo sistema a generado el desinterés y el conformismo, de la mayor parte de los ciudadanos, no ocurre como en Argentina, o en Ecuador que la gente es más participativa, y de la historia reciente, considero que si en 2006 no hubiera habido el fraude que hubo quiero pensar estaríamos mas en sintonia con los paises que mencionas, Argentina, Bolivia y Ecuador.