¡Pobre México! A la manera de una maldición bíblica, como una de esas plagas que nos cuentan que azotaron a Egipto, de pronto México se vio afectado por una serie de calamidades, a primera vista “naturales” y que, tanto por sus consecuencias como por las expectativas que suscitan, han hundido a sectores considerables de la población en el enojo, en la desesperación y en el miedo. Siguiendo con la interpretación bíblica de los sucesos, casi podríamos decir que así como la ciudad de Sodoma fue destruida por haberse convertido en una ciudad de vicio y de perversión, así también se podrían tener ganas de afirmar que la Ciudad de México habría sido castigada por todas las iniquidades que día a día en ella se cometen. El punto de partida de esta serie de calamidades, es cierto, no habría tenido mucho que ver directamente con la Ciudad de México aunque, en la medida en que una Secretaría de Estado está involucrada, también la capital del país lo habría estado. Me refiero, claro está, al tristemente célebre “socavón del Paso Exprés” de Cuernavaca. Concomitantemente, las lluvias arreciaron y entonces empezaron a sucederse, como año tras año, las cada vez más terribles inundaciones en la Ciudad de México. Y esta serie de catástrofes habría culminado el jueves a medianoche con un mini-terremoto que le puso los cabellos de punta a todos los habitantes de la ciudad. El parangón con Sodoma, inclusive si no lo tomamos demasiado en serio, es de todos modos sugerente.
Me parece que son dos las cosas que de inmediato se nos ocurre decir cuando pensamos en el asunto. Una es que las fuerzas naturales no operan como Dios y por lo tanto no tienen carácter moral y la otra es que tampoco es la Ciudad de México una ciudad de perdición, de depravación, de criminalidad, etc. Yo quisiera intentar cuestionar ambas tesis. Veamos hasta dónde podemos llegar en esta dirección.
Consideremos primero los fenómenos naturales. Obviamente, sería infantil pretender achacarles a los sucesos naturales (movimientos telúricos, lluvias torrenciales, etc.), considerados en sí mismos, un cariz moral. Los fenómenos naturales, hablando de ellos en abstracto, no son ni buenos ni malos. El problema es que nosotros nunca entramos en contacto con fenómenos naturales en, por así decirlo, estado puro: si llueve, llueve en sembradíos o en avenidas, si nieva, nieva en carreteras o en pistas de esquí, si se abre la tierra se hunde una banqueta o una carretera, y así sucesivamente. Es totalmente falseador imaginar el ser humano por un lado, la naturaleza por el otro y luego algo así como un encuentro casual entre ambos. Eso es a todas luces un pésimo cuadro de la realidad y el primer argumento que podríamos ofrecer para mostrar que en efecto lo es consiste simplemente en señalar que nosotros mismos ya somos parte del mundo natural. Por lo tanto, no hay tal distanciamiento, tal corte entre los fenómenos naturales, que serían, por así decirlo, neutros moralmente, y nosotros que, además de miembros del mundo natural, sí somos agentes morales. Con y por nosotros, la lluvia es benéfica o perjudicial, la sequía es útil o dañina, los vientos huracanados son aprovechables o destructivos y así sucesivamente. Esto lo podemos llevar al extremo y confirmar así lo que estoy tratando de afirmar. Por ejemplo, gracias a que la NASA toma fotos de explosiones de Supernovas o de galaxias siendo tragadas por un hoyo negro o cosas por el estilo, lo que era mera naturaleza muerta se vuelve entonces de interés humano y entonces la naturaleza nos brinda la oportunidad de, verbigracia, disfrutar de colores que de otro modo serían inimaginables. O sea, hasta las más distantes de las estrellas adquieren súbitamente valor porque se convierten en objetos de contemplación estética. Esa es una forma de “aprovecharlas”, de disfrutarlas, de interactuar con ellas. Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con los fenómenos naturales que ocurren en nuestro planeta: en la medida en que entramos en contacto con ellos, los fenómenos se vuelven, por así decirlo, buenos o malos, mejores o peores. Imaginemos, por ejemplo, que cae una terrible lluvia pero que, contrariamente a los hechos, la Ciudad de México contara con una red de desagüe renovada, con un sistema de tuberías de la mejor calidad y de las dimensiones apropiadas, con un sistema hidráulico sin fugas, con un cableado bien tendido, con alcantarillas limpias, bien desazolvadas, etc., etc. En ese caso, el aguacero daría lugar quizá a un magnífico espectáculo. Hasta puedo imaginar que hay lugares en donde eso es precisamente lo que pasa. En cambio, si ese mismo aguacero cae en una ciudad descuidada durante lustros, con la mitad de su tubería rota, plagada de parches y arreglos primitivos, con las cañerías repletas de basura, con mezclas de agua de lluvia con aguas negras y así indefinidamente, entonces ese aguacero es una catástrofe. Me parece entonces que se tendría que admitir que tan pronto entramos en contacto con algún proceso de la naturaleza, automáticamente lo humanizamos, lo transformamos y lo cargamos de valor. Nosotros no lidiamos con fenómenos naturales en estado de pureza. Intentemos entonces extraer consecuencias de dicho resultado.
Consideremos fenómenos como temblores o, más impactantes todavía, terremotos, como el de 1985. Alguien puede exclamar con indignación: “¡Bueno, es claro que se haga lo que se haga, objetivamente el terremoto tiene la fuerza que tiene, es incontrolable y sus efectos serán los mismos bajo cualquier circunstancia!”. El problema es que eso último es justamente lo que es demostrablemente falso. Es obvio que para evaluar qué tan dañino resultó un determinado terremoto es importante saber a qué a clase pertenece, donde está el epicentro, etc., pero de todos modos la intensidad cuenta. Ahora bien, es cierto que a diferencia del de 1985, el terremoto del jueves fue ondulatorio y no tan largo, pero también lo es que la diferencia en efectos fue descomunal: en el de 1985 se cayeron 10,000 edificios y murieron más de 30,000 personas. ¡Comparado con él, el temblor de hace unos días fue casi de risa, a pesar de haber sido inclusive de mayor intensidad! ¿Cómo nos explicamos la diferencia? Desde mi perspectiva, lo que pasó fue que el terremoto de 1985 tuvo un costo humano y material tan alto que los humanos de aquella porción del espacio-tiempo tuvieron que aprender una amarga lección: costó 30,000 muertos y gran parte de la ciudad en escombros para que los ingenieros dejaran de hacer construcciones endebles, para que dejaran de hacer trampas, de engañar a sus clientes (particulares o gubernamentales). En vista del costo material y humano tan elevado, se tuvieron que establecer nuevas reglas de construcción, imponer nuevas exigencias, usar nuevos materiales, etc. Es obvio que mucho de eso no se habría realizado si el desastre no hubiera sido tan grande. Ciertamente se logró vencer la indolencia de ingenieros y arquitectos, las malas costumbres de todos los que participaban en la industria de la construcción, así como la corrupción desenfrenada de quienes otorgan los permisos, etc., etc., pero sólo sobre la base de 30,000 muertos. Y es aquí que el contraste se vuelve interesante: habiéndose establecido por la fuerza de la naturaleza una nueva cultura de la construcción, un temblor de la misma intensidad que el de hace 32 años no generó todo el desastre que causó aquel del 19 de septiembre. ¿Cuál es la moraleja de todo esto? Yo pienso que salta a la vista: dentro de ciertos márgenes establecidos por la acción humana, bastante amplios y elásticos dicho sea de paso, es decir, en la medida en que no nos las estamos viendo con cataclismos de magnitudes absolutamente incontrolables (el huracán Irene, por ejemplo, o el tsunami de Japón), la destrucción que genera un fenómeno natural se incrementa o disminuye dependiendo de si los humanos se desprotegieron a sí mismos, de si emplearon correctamente o mal emplearon sus propias técnicas, etc., o no. Podemos, por consiguiente, razonablemente inferir que si el mundo de la construcción no hubiera estado tan corrompido en el 85 y la catástrofe no hubiera sido tan grande, los efectos de este último temblor habrían sido devastadores.
Es evidente que la naturaleza puede causar grandes daños, pero la magnitud de éstos depende en alguna medida de cuán preparados estemos para enfrentarlos y esto último a su vez depende de cuán corrupta sea una determinada sociedad. La sociedad mexicana en los 80 era terriblemente corrupta en lo que a construcción de edificios concernía, por lo que cuando se produjo un determinado fenómeno natural, un brutal temblor, la sociedad pagó el precio de su corrupción. Huelga decir que en estos ajustes de cuentas no necesariamente pagan los verdaderos culpables o no sólo ellos, pero ese no es el punto porque aquí estamos hablando de manera global. Tal vez al ingeniero tal y tal no se le cayó su casa (porque esa sí la hizo bien), pero quizá se cayó el hospital en cuya construcción él participó y en donde estaba algún pariente o algún amigo suyo. Esas ya son contingencias anecdóticas que sirven sólo o para darle lustre o brillo al relato y no tienen carácter demostrativo. Lo que es importante es que vinieron mejoras y muchos años después frente a un evento similar la sociedad mexicana estaba mejor preparada y ya no tuvo que pagar tanto como en otros tiempos, porque se vio obligada a hacer correcciones a los modos de construir casas y edificios. Y cualquier ingeniero nos podría dar una cátedra al respecto, pero de hecho estaría con ello avalando nuestra explicación. Así, pues, la naturaleza reviste tintes morales precisamente porque en nuestra interacción con ella somos nosotros quienes la vestimos, por así decirlo. Lo que hay que entender es que hay sociedades, como la danesa para dar un ejemplo, que la visten de un modo diferente de como la viste la sociedad mexicana. Allá en Dinamarca los ingenieros y los administradores públicos son menos corruptos y frente a las potencialmente terribles inundaciones que podría provocar el Mar del Norte optaron por construir diques que efectivamente evitan que se produzcan catástrofes “a la mexicana”. En México se requiere siempre pagar un costo social muy alto. Nosotros, por razones de orden lingüístico, ya no diremos que un dios enojado nos castiga, pero sí podemos afirmar que la naturaleza nos hace ver cuán indefensos estamos cuando enfurece.
Consideremos ahora el segundo punto, a saber, el de si hay algún parecido en lo absoluto entre la Ciudad de México y Sodoma para seguir con el paralelismo del castigo por los modos de vida de los habitantes de ambas ciudades. Es poco probable que los vicios y las perversiones sean los mismos. Yo no sé qué otras desviaciones se padecería en aquella ciudad bíblica aparte de lo que desde entonces se conoce como ‘sodomía’, pero lo que sí sé es que en México aparte de esa hay muchísimas otras perversiones y de las más variadas clases. Aquí, aparte de desviaciones de tipo sexual hay desviaciones de corte financiero, político, legal, deportivo, artístico, etc., etc. Todo mundo sabe que en la Ciudad de México a cualquier persona le puede pasar absolutamente cualquier cosa. Eso quiere decir que el habitante de la capital no tiene un mínimo de seguridad: lo mismo lo asaltan que lo estafan que lo matan. Todo se puede, sobre todo porque se puede actuar impunemente. La gente ya se acostumbró a eso. Pero es precisamente ese el elemento que nos permite equiparar a la ciudad de México con la mítica Sodoma.
Consideremos rápidamente las inundaciones y los socavones. Por lo visto, tienen que producirse situaciones tremendas para que se puedan desarrollar políticas que sean efectivamente progresistas. El problema es que socavones e inundaciones, si bien pueden dar lugar a decesos, de todos modos no generan miles de muertos. Por ellos a miles de personas se les destroza la existencia, pero ellas de todos modos siguen viviendo y entonces los responsables no consideran que haya suficientes elementos para introducir modificaciones en sus ámbitos de “trabajo”. Tomemos por caso el socavón del Paso Exprés en Cuernavaca. Allí murieron dos personas, padre e hijo, y “nada más” (¡a cuyos parientes, dicho sea de paso, se les indemnizó con un millón y medio por cada uno de ellos, en tanto que a las dos hijas de la señora suegra del Secretario Gerardo Ruiz Esparza se les indemnizó con 15 millones de pesos a cada una cuando murió al ser atropellada!). Entonces los responsables y culpables no sienten que haya mucho que modificar. No hay suficiente presión social para ello. El problema es que además del socavón de la carretera de Cuernavaca este año proliferaron los socavones en la Ciudad de México, además de las cada vez más terribles inundaciones que tuvieron lugar durante este periodo de lluvias. Pero, de nuevo, no son únicamente las lluvias, los deslaves o los hundimientos los causantes de la desgracia de cientos de familias: son todo eso en un marco formado por burócratas irresponsables, políticos corruptos, técnicos tramposos y empresarios fraudulentos. Toda esa maldad hace que fenómenos naturales se conviertan en terribles desastres. Así, la naturaleza golpea a la sociedad mexicana porque en ésta quienes toman las decisiones, quienes hacen los grandes negocios con las instituciones gubernamentales, los técnicos contratados para realizar las obras, etc., todos ellos hacen mal su trabajo: sólo piensan en aumentar ganancias, de por sí cuantiosas, bajando la calidad de los materiales usados, inventando nuevas necesidades para justificar mayores gastos y en general recurriendo a toda clase de triquiñuelas que tienen como resultado que la infraestructura de la capital sea francamente deplorable. No creo que tengamos que pensar mucho para dar ejemplos: se inundan (algo a primera vista inimaginable) los segundos pisos, cuando uno pasa en ellos de tramo a tramo inevitablemente se pasa por una especie de tope o de hoyo (porque los ingenieros no saben unir dos tramos), la carpeta asfáltica está en el peor estado de su historia y colonias enteras son víctimas de las al parecer inevitables inundaciones. A diferencia de las inundaciones en otros países, por si fuera poco, aquí son de aguas negras, de manera que una vez que una casa quedó inundada prácticamente todo lo afectado tiene que ser tirado a la basura. O sea, todo el trabajo de las personas acumulado en refrigeradores, estufas, salas, etc., se pierde en un santiamén. Las casas mismas quedan dañadas, impregnadas de una pestilencia horrorosa, generando infecciones, etc. El punto es: nada de eso es un desastre “natural”. Casi podríamos presentar la situación como sigue: los seres humanos aprovechan fenómenos naturales para auto-generarse desastres y posteriormente acusan a la naturaleza de los males ocasionados. Pero es una presentación deliberadamente tergiversadora la que le achaca los males a la naturaleza. Los culpables son los humanos y la naturaleza los castiga.
En resumen: es porque en México la corrupción reina en todas las actividades que día a día se realizan que la naturaleza, a través de sus procesos, castiga a los habitantes de la Ciudad de México. Como no se trata de un asunto de impartición de justicia, los mal llamados ‘desastres naturales’ recaen en general sobre los menos preparados, sobre la gente más humilde, en los sectores más pobres de la ciudad, etc. Se puede desde luego seguir echándole la culpa de todo lo que sucede a la Naturaleza, pero eso es en el mejor de los casos un auto-engaño, una forma de evitar de asumir responsabilidades y eso es precisamente lo que se debe a toda costa evitar.
¿Cómo avanzar en un marco de corrupción generalizada? No es fácil responder de manera directa a preguntas globales como esa, pero podemos remplazar la pregunta por otras y así, poco a poco, la vamos respondiendo. La primera que se me ocurre es: ¿cómo pueden producirse inundaciones y socavones sin que haya castigados penalmente? No tiene caso engañarse tratando de buscar culpables directos, porque no los vamos a encontrar, pero sí podemos encontrar culpables políticos, gente que disfrutó de sueldos, que dio órdenes, que hizo jugosos negocios, etc., estando al frente de instituciones y organizaciones, públicas o privadas. Si no hay multas fuertes, encarcelamientos, juicios políticos, etc., entonces seguirá reinando la corrupción, se seguirá actuando en forma anti-social y se seguirán produciendo “desastres naturales”. En otros países y en otras épocas (probablemente más sanas desde diversos puntos de vista) más de uno ya habría sido fusilado. El razonamiento habría sido algo como lo siguiente: “Tú estabas al frente de la institución, el ministerio, la empresa, etc., que se ocupaba de estos asuntos y como cayendo bajo tu jurisdicción se produjeron tales y cuales eventos negativos de magnitud social imposible de minimizar o ignorar. Por lo tanto, tienes que pagar y el pago por el millonario daño ocasionado a cientos de familias, por los muertos, etc., es la horca o el fusilamiento o la silla eléctrica. ¡Elije!”. Yo estoy seguro de que con castigos ejemplares las cosas se irían componiendo muy rápidamente. Y ¿cuál sería el efecto casi inmediato de ello? Que la naturaleza ya no estaría tan enojada y dejaría casi automáticamente de castigar al pueblo de México.