El Futuro de México

No es mi intención darle a mis lectores un duchazo de agua fría, pero quisiera que se me permitiera empezar estas reflexiones con unas breves y superficiales consideraciones de metafísica. Empiezo, pues, siguiendo en esto a grandes pensadores, con la afirmación de que lo real es el presente. Lo real, a diferencia de lo soñado, lo imaginado, lo fantaseado es eso que vivimos, que experimentamos aquí y ahora. Esto suena bien, pero es obvio que una concepción de lo real que se circunscribiera al presente sería en última instancia inaceptable. Yo creo, por consiguiente, que podemos incluir también como parte de lo real al pasado. Bien, pero ¿sobre qué bases haríamos tan atrevido movimiento? Bueno, fundaríamos nuestra sugerencia en que podemos hablar de “hechos pasados” puesto que podemos verificarlos, inclusive si la verificación se lleva a cabo forzosamente en el presente. Por ejemplo, podemos verificar, apelando a testimonios, documentos y demás, que Don Benito Juárez nació en Guelatao, Oaxaca. Se trata de un hecho que podemos de una u otra manera corroborar, pero si nos las habemos con un hecho entonces nos las habemos con un (por así llamarlo) trozo de realidad. Se sigue, según mi leal saber y entender, que también el pasado es real. Alguien muy puntilloso podría querer modificar esta afirmación y sostener que lo único que se sigue es que sólo son reales los hechos pasados que efectivamente son verificables, pero que como no se puede verificar todo entonces el pasado, aunque real, no tiene el carácter homogéneo que uno estaría tentado de adscribirle. Esto último se puede rebatir, pero independientemente de estas y muchas otras sutilezas que podríamos ir añadiendo, para nuestros propósitos podemos contentarnos con la tesis de que prima facie el pasado es real. Pero aquí de inmediato nos asalta otra inquietud: ¿qué pasa con el futuro? En este caso no podemos apelar a ningún hecho, puesto que es evidente de suyo que no podemos adelantarnos en el tiempo y verificar ahora lo que sucederá dentro de no digamos ya un siglo, sino dentro cinco minutos y en verdad dentro de medio minuto! El gran pensador austríaco, Ludwig Wittgenstein, plasmó la idea (como siempre y en relación con el tema que se quiera) en una oración impactante: “El futuro”, nos dijo, “es un libro cerrado hasta para el más perspicaz de los hombres”. Es desde luego debatible, pero a mí me parece que no es descabellado pensar, por la fecha en que escribió lo que acabamos de citar y por el contexto político de la época, que a quien tenía Wittgenstein en mente era básicamente a K. Marx. El pensamiento de este último, como sabemos, ha sido sistemáticamente tergiversado por gente que lo ha utilizado para tratar de adivinar lo que va a suceder no desde luego a nivel individual, sino a nivel social! La pretensión misma de predecir la evolución de la sociedad (en este caso, la de la sociedad capitalista) raya en el delirio, pero es hasta cierto punto explicable. En realidad se debe a una extraña mezcla de confusión intelectual y de wishful thinking, esto es, de pensar subordinando nuestros pensamientos a nuestros deseos. Y ¿en qué consiste la confusión? Básicamente y dicho de manera sumamente general, en identificar la lógica del sistema con su evolución. Lo primero es una cuestión de racionalidad, en tanto que lo segundo un asunto empírico y nada nos garantiza que lo segundo se ajustará a lo primero. En relación con el sistema capitalista a lo más que podríamos llegar sería a establecer las condiciones tales que si se dieran, entonces tales y cuales otras cosas pasarían. Pero obviamente nada nos asegura que esas condiciones se dan o se van a dar. Por lo tanto, no podemos inferir nada respecto al futuro, el cual sigue siendo un “libro cerrado” para nosotros. La vida, tanto individual como colectiva, es mucho más compleja de lo que una teoría, por magnífica que sea, podría contemplar. Esto, aunado al hecho de que el futuro no es real, si nuestra metafísica no es errada, nos lleva a concluir que no podemos saber nada acerca de lo que se nos viene encima. Por ello, a menos de que mi razonamiento sea vergonzosamente falaz, creo que habría que hacer nuestra dicha conclusión.

Como siempre en metafísica, apenas acabamos de dejar asentada una idea que de inmediato nos entran unas ganas inmensas de refutarla y siempre se encuentran los medios para ello. Y esto viene a cuento por el tema de la nueva “Ley de Seguridad Interior”, promovida por el presidente Enrique Peña Nieto y aprobada en la Cámara de Diputados, básicamente por el PRI, el Partido Verde y amplios sectores del PAN y del PRD. (Es muy importante que la ciudadanía identifique a quien ahora toma decisiones cuyas espantosas consecuencias no es improbablemente que se hagan sentir muy pronto). Por ahora lo que tenemos que hacer es formular el esquema de nuestro razonamiento, que es el siguiente: en principio si se dan ciertos hechos, si se configuran ciertas situaciones, entonces se habrán dado las condiciones para hacer valer la ley de la que hablamos. Tenemos, pues, que presentar aunque sea a grandes rasgos el contenido de la “Ley” (y debo de inmediato decir que ni mucho menos estoy convencido de que, si se le examina a fondo, resulte ser una ley congruente con nuestra Constitución) y luego ver qué tendría que pasar para que se cumplieran las condiciones de su implementación. Por lo tanto, queda claro que no estoy haciendo predicciones de ninguna índole, sino simplemente examinando la racionalidad de la ley en cuestión. Necesitamos, por consiguiente, hacer dos clases de consideraciones: primero, una presentación de lo que más nos interese de dicha ley y, segundo, una descripción (mínima) de su trasfondo y su contexto. Después nos pronunciaremos sobre si estamos haciendo futurología o si no más bien estamos analizando en serio la situación de nuestro país.

¿Qué enuncia la ley de seguridad interior? Si el interés fuera el de recitar un texto podría sin problemas citarlo in extenso, pero eso realmente no tiene para nosotros ningún sentido. Nosotros no somos ni leguleyos ni arribistas de ninguna índole. Lo que nos incumbe es aprehender su contenido, captar debidamente la idea motriz y ésta es muy simple: es sencillamente que el presidente de la República puede de ahora en adelante, sin consultar a nadie, ordenar que el ejército mexicano intervenga toda vez que se detecte una “amenaza” a la seguridad nacional. Hay multitud de “detalles” que podríamos ir cuestionando (dejando de lado las idioteces usuales de redacción, pero no olvidemos que los diputados son casi iletrados y no tiene mucho sentido esperar de ellos textos literarios), pero lo importante es ir al núcleo del tema. Lo que es crucial es que el poder ejecutivo se está auto-dotando del derecho de usar la fuerza pública mayor, esto es, el ejército, cuando el presidente en turno así lo decida, aunque sea contra la población en su conjunto. Obviamente, una prerrogativa como esa es altamente peligrosa. Para entender esto sería conveniente contrastar esta jugada política del gobierno mexicano con diversas declaraciones de políticos y militares norteamericanos. El presidente D. Trump, por ejemplo, en uno de sus arrebatos aseguró que destruiría a la República Popular de Corea del Norte (incluyendo, desde luego, a los niños, los ancianos, a los enfermos, a las mujeres, a los animales, etc.) con una fuerza y una furia como el mundo no ha conocido hasta ahora. Lo interesante es que casi de inmediato un general norteamericano declaró públicamente que si el presidente le ordenaba usar armas atómicas para bombardear Corea del Norte él no lo obedecería. Afortunadamente, en nuestro país todavía no se ha planteado una situación semejante o equivalente, pero no está de más preguntarnos: ¿qué pasaría si el presidente ordenara, fundándose en tan controvertida ley, que el ejército disparara sobre la muchedumbre?¿Lo obedecería el ejército porque hay una ley vigente que así lo ordena? Señores diputados, aunque esto que voy a decir no tiene el menor impacto en sus conciencias, recuerden y grábense en su memoria que si alguna tragedia social mayúscula sucede por culpa de la ley que ustedes aprobaron, ustedes se habrán convertido en miembros honorarios de ese gran conjunto de políticos irresponsables que han llevado a México a las puertas del desastre. Pero, dejando de lado posibilidades lógicas: ¿hay razones para tener un temor tan grande?

Yo creo que sí. Es obvio que un artículo crucial de dicha ley es el artículo 8, de acuerdo con el cual si hay protestas político-electorales pacíficas, es decir, inocuas, la ley no se aplica, pero automáticamente queda abierta la posibilidad de hacer intervenir al ejército si las protestas no son, por decirlo de algún modo, como de borregos enojados. Imaginemos entonces que se produce un fraude electoral colosal. Para ser más precisos: supongamos por un momento que quien legal y legítimamente gana las elecciones presidenciales del año entrante es Andrés Manuel López Obrador pero que, como previsto, entran en acción todos los ya bien conocidos mecanismos de fraude de manera que, por tercera vez consecutiva, se le estaría robando el triunfo. Supongamos ahora que las autoridades se niegan a reconocer la victoria de MORENA y que, movida por la indignación (y la desesperación), la población sale a la calle a protestar y a intentar revertir un resultado tramposo e ilegal. En ese caso, se cumplen las condiciones de “amenaza a la seguridad nacional”, aunque sea el pueblo quien “amenaza”, y entonces el presidente puede aplicar la “ley” de “seguridad interior”. ¿Qué pasaría en ese escenario? Se produciría una confrontación entre las fuerzas armadas y la población civil a menos, claro está, de que un militar nacionalista se insubordinara y se rehusara a acatar una orden anti-popular. Pero supongamos que la ley se hace valer. Visto desde cierta perspectiva, eso se llama ‘golpe de estado’; visto desde otra, ‘revolución’.

Lo anterior, como es obvio, son meras especulaciones, meros ejercicios de la imaginación, por lo que la pregunta que tenemos que hacernos es: ¿hay razones para pensar que podrían cumplirse las condiciones de aplicación de la ley en cuestión? Dicho de otro modo: ¿nos permiten el pasado y la evolución de México hacer inferencias respecto a su futuro? Necesitamos echarle un vistazo, aunque sea a vuelo de pájaro, a la realidad mexicana para tratar de discernir qué clase de continuidad se puede seguir dando en ella.

Consideremos entonces la Revolución Mexicana. A estas alturas yo creo que podemos afirmar con toda seguridad, y ciertamente no nos faltarían razones y datos, que ésta tuvo un periodo de gestación, uno muy breve de implementación y uno de declive y supresión. Yo diría que el primer periodo, arranque donde arranque, con el triunfo de Francisco I. Madero o con su muerte, culmina con la llegada del Gral. Álvaro Obregón a la presidencia. Allí empieza, a tanteos, el segundo periodo mencionado, el cual tiene su expresión mayor en la presidencia del Gral. Plutarco Elías Calles y durante lo que se denominó el ‘maximato’, periodo durante el cual el general operaba como el Jefe Máximo de la Revolución. Con Lázaro Cárdenas se inicia el declive del proceso revolucionario y se siembran las bases del sistema actual. O sea, realmente la transformación generada por la Revolución Mexicana duró de 1920 a 1936, que es cuando Lázaro Cárdenas expulsa del país al Gral. Calles. Para entender procesos así hay que tener un poquito de imaginación, pero sobre todo muchas ganas de comprender las situaciones y no tergiversarlas o deformarlas. Los cambios de una etapa a otra no son bruscos sino continuos, los resultados no se perciben de inmediato sino años después, etc. Lo que en todo caso es innegable es que la designación de M. Ávila Camacho como candidato a la presidencia significa claramente el fin del proceso revolucionario y la entrada de México en una etapa de institucionalización, proletarización, aburguesamiento y, desde luego, saqueo de la riqueza nacional. El símbolo supremo de esta nueva etapa la encontramos, naturalmente, en la presidencia de Miguel Alemán.

¿Qué pasó con México desde entonces? No necesitamos ninguna “interpretación” de nada. Lo único que se requiere es describir una evolución en relación con los hechos que nos incumben. La Revolución Mexicana casi súbitamente le abrió los ojos a los jerarcas de la época sobre la inmensa riqueza, real y potencial, del país. México era potencialmente un paraíso; tenía de todo. Vino entonces un periodo de abierto pillaje de los bienes de la nación sólo que la nación era tan rica que a pesar de ello seguía creciendo. El problema es que con las nuevas élites y los sucesivos gobiernos se desarrolló brutalmente la corrupción, las asimetrías sociales se fueron agudizando, la injusticia social se fue generalizando y la venta del país se fue convirtiendo en el instrumento preferido de los gobernantes para mantenerse en el poder. A pesar de sus múltiples rezagos, México era todavía en los años 60 y principios de los 70 (que es probablemente cuando mejor se vivió en este país) un país que todavía alimentaba esperanzas y objetivos elevados. Esto es un asunto en parte de datos y cifras, pero es obvio que no todo es medible de esa manera. Por ejemplo, la población en México tenía por aquellos tiempos esperanzas genuinas de vivir decorosamente, había en el aire ilusiones sociales, no se vivía en el miedo ni se estaba a merced de la delincuencia, organizada u otra. Nada de eso es medible, pero no por ello es menos real. Lo cierto es que había un tejido social que poco a poco, a base de políticas represivas en todos los sectores de la vida (económico, educativo, etc.) se fue rompiendo. México entró entonces, a través de sus gobernantes, en una fase acelerada de entreguismo y putrefacción social. Nociones como las de nacionalismo, patriotismo, justicia, honradez y cientos de otras emparentadas con ellas quedaron ridiculizadas y prácticamente expulsadas del lenguaje cotidiano. Y así llegamos, poco a poco pero de manera sistemática, a la situación actual. Sobre ésta quisiera decir unas cuantas palabras.

¿Qué panorama ofrece nuestro país en la actualidad? No es muy difícil de enterarse. La corrupción terminó por carcomer las instituciones, por hacerlas inefectivas (piénsese, por ejemplo, en la impartición de justicia, en los servicios médicos, en la seguridad que el Estado debe brindar y cada vez brinda menos, etc.), el despotismo de las autoridades es cada vez más marcado (a este respecto, es de primera importancia entender y tener presente que nadie le ha quitado al habitante de la Ciudad de México tantas libertades como Miguel Ángel Mancera, el actual gobernador de la ciudad, y ello sin romperse demasiado la cabeza: con un maldito reglamento de tránsito mediante el cual le vaciaron los bolsillos a la gente y tienen a los conductores de casi 5 millones de autos maniatados como lo pueden estar los conductores. Obviamente, la imposición descarada de un reglamento bastardo, mal concebido, lleno de parches, totalmente artificial, inspirado en reglamentos de países en donde se vive de manera completamente diferente, fuente inagotable de “ingresos” ilegítimos, etc., etc., fue posible por la asombrosa pasividad y por el ya legendario aguante del mexicano, un ciudadano acostumbrado a no defender sus derechos. Es increíble y tendremos todavía que soportar, quién sabe por cuánto tiempo más todavía, un reglamento típico de una dictadura), la vida criminal (en gran medida como una respuesta social frente a una situación cada vez más desesperante) triunfó y se estableció como una modalidad más de ganarse el pan de cada día y así indefinidamente. El hecho es que la pirámide social ha venido ensanchando su base y minimizando su cúpula: cada vez hay más pobres y los grupos privilegiados por el sistema son cada vez más privilegiados y más ricos. Hay que entender lo siguiente: eso sólo puede pasar si otras cosas pasan también. El Estado tiene que tener apoyos y si éstos no son internos, porque la población lo repudia, entonces tienen que ser externos y esto a su vez significa que México tiene que ajustar su política general a los intereses externos, que son de lo más variado, pues van desde el petróleo, la plata, la banca y las playas hasta el aguacate y las sardinas. Aquí un veloz esbozo de diagnóstico de la situación resulta indispensable.

La política de los sucesivos gobiernos mexicanos, con la posible excepción (parcial) del de Luis Echeverría, ha consistido en congraciarse con las élites nacionales y con los Estados Unidos, para ponerle nombre y apellido. Esa política ha constituido a lo largo de decenios un atentado en contra del bienestar popular. De la clase media de los años 70 queda poco y de la canasta básica de aquellos años menos aún. Los grupos privilegiados, por lo tanto, están ligados por intereses con políticas pauperizantes y entreguistas. No podría ser de otra manera. El problema es que esas políticas se practican indiscriminadamente al grado de convertir la vida de la población en un calvario de todos los días. Se puede vivir así durante mucho tiempo, siempre y cuando haya esperanzas de cambio a no muy largo plazo. El problema es que México ya lleva medio siglo así y no se perciben posibilidades de cambio. Por ahora el resentimiento social no se ha politizado, en gran medida por las efectivas políticas de idiotización que se aplicaron durante muchos lustros, pero por idiotizado que esté un pueblo llega un momento en que también reacciona. Hasta ahora la reacción se ha canalizado por la vía de la criminalidad, pero ésta ya está rebasando los límites de lo viable, de lo soportable y de lo controlable. Ahora bien ¿qué sucede si toda esa inconformidad se canaliza políticamente, en primer lugar en el juego electoral, y, segundo, qué pasa si efectivamente Andrés Manuel López Obrador gana y la gente lo apoya? Es evidente que el gobierno y las élites, las clases privilegiadas, los grandes beneficiados del sistema van a hacer todo lo que puedan para impedir que tome posesión. O sea, ellos el día de hoy ya saben que van a perder las elecciones inclusive haciendo todos los chanchullos y las trampas electorales imaginables. Pero ¿qué van a hacer si pierden? No queda sino criminalizar la protesta social.

Que las fuerzas del status quo van a oponer resistencia lo pone de manifiesto la elección del candidato del PRI a la presidencia de la República. J. A. Meade es el personaje ideal para la situación prevaleciente: no pertenece a ningún partido, no tiene una trayectoria política en el sentido genuino de la expresión, no ha sido otra cosa que un burócrata, un administrador de oficinas, nunca se ha destacado por su nacionalismo (recuérdense sus declaraciones cuando se iniciaron las discusiones de lo que quizá será el nuevo Tratado de Libre Comercio: absolutamente despreciables e indignantes), no tiene fuerza política ni la riqueza suficiente como para ser independiente, etc. Meade es, pues, el candidato de un México trasnacionalizado, sometido a la banca mundial y totalmente descapacitado para defender los intereses del país frente (sobre todo) a los de los Estados Unidos. El gobierno de Peña Nieto, por lo tanto, ya indicó, por no decir, ya gritó en qué dirección se va a mover el Estado mexicano. ¿Había alguna duda? Allí está la nueva ley de seguridad interior como respuesta.

Podemos ahora sí retomar nuestro tema y preguntar: ¿estamos haciendo futurología? En lo más mínimo, por la sencilla razón de que no sabemos y no podemos saber si se van a dar las condiciones para su aplicación. Lo que hemos hecho es un breve ejercicio de reflexión en torno a la lógica que subyace a tan peligrosa ley, una ley curiosamente ad hoc a las políticas monetarias, sociales, exterior y demás practicadas en particular por este gobierno. Ahora sí que las cartas están sobre la mesa. El mensaje del gobierno es que no se permitirán cambios en el Estado mexicano y que todo intento en este sentido, por legítimo que sea, se enfrentará con las fuerzas armadas. Aquí ya no es el narco lo que se combate. No es para eso que se promulgó esta “ley”. Esta ley está diseñada para defender los intereses económicos de diversos grupos privilegiados que prefieren ver incendiado a este país antes que ceder algo de sus cuantiosas ganancias (como lo pone de manifiesto el “aumento” de ocho pesos al salario mínimo). Lo importante, sin embargo, es entender que si estas son las medidas que el Estado, adelantándose a potenciales situaciones conflictivas, ya está tomando, es porque ya se sienten pasos en la azotea y porque saben que, si llega a estallar la furia popular, no habrá ni mecanismos ni privilegios que los pongan a salvo de la justicia revolucionaria.

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