No cabe duda de que sólo a alguien de mente muy superficial se le ocurriría pensar que el impetuoso avance del conocimiento científico y el imparable desarrollo tecnológico que conlleva, así como la expansión económica con la que ambos están entremezclados, podrían constituir y representar el progreso de la humanidad. El asunto es más complejo que eso. Sería ridículo negar los múltiples beneficios que la ciencia, en toda su extensión, aporta, pero sería igualmente de una lamentable ceguera intelectual y espiritual ser incapaz de percibir lo que la ciencia y sus derivados van destruyendo a su paso. Es muy interesante (e importante) poder palpar, verbigracia, la influencia que el conocimiento científico ejerce en las formas comunes de pensar y hablar. Considérese, por ejemplo, la idea de destino y las múltiples expresiones ligadas a ella (‘ese es mi destino’, ‘estoy destinado a sufrir’, ‘su destino era triunfar y morir’, ‘no puedes modificar tu destino’, ‘tu destino es estar ligado a ella pase lo que pase’ y así ad libitum). En relación con esta idea son obvias dos cosas: primero, que hubo un periodo en la historia humana en el que la gente se la tomaba en serio y, segundo, que en la actualidad prácticamente no tiene aplicación. No estará de más preguntar: ¿para qué se empleaba esa expresión?¿Cuál era su función? Podemos delinear un esbozo de respuesta. Para empezar, es obvio que esta idea estaba asociada con otras, como las idea de castigo o de premio divinos. Así, por ejemplo, si alguien sufría alguna desgracia para la cual no tenía la menor explicación (el ser pobre y el estar consciente de que iba a estar ligado a su porción de tierra toda su vida), entonces expresaba su desasosiego diciendo que “ese era su destino” (“Dios así lo quiso”); pero se apelaba por igual a la misma idea de predestinación cuando a alguien la suerte le sonreía: “ya estaba escrito” que las cosas sucederían de tal o cual manera (“Así lo dispuso el Señor”). Naturalmente, formas como esas de expresarse no son meras manifestaciones de nuestra capacidad de hablar, de decir algo. Tenían un efecto consolador o aterrador, según las circunstancias. De alguna extraña e incomprensible manera, el sujeto que creía que tenía su destino fijado de antemano de uno u otro modo se sentía vinculado sentimentalmente con el mundo. Él era parte de esa gran maquinaria que Dios manejaba. La idea de destino entonces cumplía una función importante.
Con el fulgurante desarrollo científico y tras años de ideología cientificoide, es decir, con la (válgaseme el barbarismo) la “superficialización” del pensamiento, la idea de vinculación personal con el mundo se perdió; la ilusión de una totalidad manejada por su creador, quien habría de llevarla por el mejor de los caminos posibles, se desmoronó. Ahora todo es asunto de (por decirlo de algún modo) sumas y restas, de predicciones, demostraciones, manipulaciones, experimentaciones y demás, todo muy empírico, todo muy crudo. Y sin embargo, curiosamente, la idea de predestinación sigue más o menos vigente, sólo que esta vez avalada no por la voluntad de Dios sino por cosas como estadísticas, estudios económicos, políticas públicas y demás. Pero ya no se trata, evidentemente, de una idea religiosa de predestinación, sino de una prosaica idea de carácter político-económico que proporciona cuasi-certeza en relación con los complejos procesos de manipulación social. En efecto, ahora se puede con relativa seguridad sostener que tal o cual sector de la sociedad está destinado a no crecer, a ir bajando su nivel de consumo, a ir perdiendo posibilidades de desarrollo, de obtención de satisfactores, a desaparecer. Por ejemplo, a menos de que se produzca un milagro, la población palestina está destinada a ser aniquilada por el gobierno de Israel, país que obviamente no tiene nada que ver con Dios. Y a la inversa: se puede también sostener, por ejemplo que hay sectores sociales que están, por así decirlo, predestinados a enriquecerse cada vez más (aunque ya no sepan ni qué hacer con todo el dinero que acaparan). Quizá pronto se pueda afirmar de un recién nacido, por ejemplo, que está destinado a ser el rey del mundo pero, una vez más, eso tiene que ver con cuestiones de férrea estratificación social, no con sentimientos religiosos de ninguna índole. Asumo que el lector habrá de inmediato notado que si bien ahora como en la Edad Media se tenía la idea de “estar destinado a algo o para algo”, la atmósfera semántica cambió radicalmente. Antes la idea de predestinación era básicamente de aplicación individual y cada quien podía usarla en su propio caso para hablar de sí mismo para indicar que no sabía qué iba a ser de su vida. Ahora al contrario: es una noción que unos le aplican a otros y que sirve, entre otras cosas, para expresar relaciones más o menos fijas de poder y de sumisión. El fenómeno actual de la predestinación, como veremos, atañe además no sólo a los seres humanos. Intentemos explicar esto.
Pienso que es perfectamente factible defender la idea de que los tres grandes sectores de los seres vivos (separando un tanto arbitrariamente a animales de humanos) están sentenciados en el sistema capitalista. Lo que quiero decir es lo siguiente: si vemos cómo opera y cómo y por qué se sostiene, tendremos que concluir que en el sistema capitalista sabemos a priori que plantas, animales y seres humanos están destinados a sufrir y a extinguirse. Considerémoslos rápidamente en ese orden para luego preguntarnos si hay alguna forma de escapar a nuestro “destino”.
Que la vida vegetal en el planeta está siendo aniquilada es algo tan evidente que hasta el más terco de los seguidores de Donald Trump tendría dificultades para negarlo. La desertificación a nivel planetario es un hecho, no una mera hipótesis. En todas partes del mundo (no incluyo a Rusia en esto), los requerimientos de la agricultura, la tala de árboles, la deforestación acelerada, etc., han transformado los paisajes naturales en auténticos paraísos de cemento y acero. Se cuentan por miles de hectáreas las que diariamente se pierden en aras de la expansión de las ciudades, de las industrias, etc. Ahora hasta pistas de aviones y hoteles hay en medio de las selvas, por no hablar ya de las catástrofes (naturales o causadas por el hombre), como los incendios y la quema de pastizales, lo cual se sigue practicando en muchos lugares del mundo (como México, por ejemplo). Todas las plantas, los árboles, las raíces, etc., se industrializan y se convierten en productos de uso cotidiano (papel, perfumes, medicamentos, etc.), lo cual quiere decir otra cosa que ‘en objetos de compra y venta’. Que el reino vegetal ha sufrido el impacto directo del sistema de vida en el que todo es mercancía, actual o potencialmente, es incuestionable. De ahí que el reino vegetal está destinado a sobrevivir sólo en la medida en que deje de ser natural y se convierta en un reino de mercancías. Un parque, por ejemplo, no es un objeto natural. Es la reproducción humana de un objeto natural y que cumple, entre otras, funciones comerciales. Lo único que al respecto podemos señalar es que no siempre fue así y que no tendría por qué ser así. Cómo tendría que vivir la especie humana para que la destrucción del reino vegetal no tuviera lugar es un tema tremendamente complejo sobre el cual no me pronunciaré a la ligera.
Consideremos ahora a los animales. Todo mundo sabe que día con día desaparecen especies y la lista de especies amenazadas de extinción es enorme. El hombre le ha robado a los animales todos sus espacios. De esto hay pruebas que llegan a lo grotesco. Lo que hace algunos años eran excitantes programas de animales salvajes, digamos de África, se ha convertido en la actualidad en una especie de circo más bien siniestro. Hasta en donde los animales comen o se reproducen hay carreteras, camiones, turistas tomando fotos a derecha e izquierda, interrumpiendo los procesos naturales, etc. Los únicos animales que han resistido el ataque y la depredación humanos son los que se hunden en la tierra (como las ratas) y los insectos. Añádase a esto los desastres ocasionados por la cacería (¿no fue vergonzosa y detestable la foto del rey de España junto a su presa, un hermoso elefante? Pero ¿qué se puede esperar de la gente del jet set si no es precisamente el consumo voraz de todo lo que hay? En este sistema eso es una manifestación de éxito), los experimentos, los laboratorios, la crueldad humana en todo su esplendor bajo la forma de peleas de animales, corridas de toros, mascotas enjauladas, etc. No voy a hablar ya de los animales destinados ( es decir, que no tienen opción, puesto que sabemos qué es lo que va a pasar con ellos) a la alimentación de los humanos y que viven en auténticos campos de exterminio (pollos, cerdos, reses y demás). De hecho, a eso parece reducirse el futuro de los animales: sobrevivirán en las condiciones que los humanos (i.e., los comerciantes de la carne, del cuero, del marfil, etc.) les impongan y sólo aquellos que sirvan para satisfacer requerimientos humanos (circos, zoológicos, etc.). Para entender el destino de los animales lo único que se necesita es simplemente entender la lógica del sistema. Su destino no podría ser diferente. Considérese, por ejemplo, el mercado de marfil. Se necesitan tantas y cuantas toneladas de ese material para hacer adornos, piezas de instrumentos, muebles, etc., para lo cual entonces se hacen los cálculos de cuántos elefantes hay que matar anualmente y eventualmente se generarán criaderos y con eso basta. En otras palabras: en un sistema de vida en el que todo se compra y se vende, los animales están sentenciados; están predestinados a ser convertidos en mercancías. Como todo en el capitalismo, ello es cosa de tiempo.
No sé si sea lo más horroroso de todo, pero ciertamente el panorama de la vida humana en el actual sistema es para llorar. Millones de personas tienen desde su nacimiento su destino fijado y no para llevarlas a las alturas, sino para hundirlas en la decadencia, en la miseria y en la destrucción. Considérese nada más lo que es ahora la dieta y la forma de vida de millones de personas. La industria requiere, por una parte, que los productos para procesar (frutas, vegetales, granos, etc.) sean cada vez más baratos, para lo cual hay que modificarlos genéticamente. Así, lo que antes se obtenía en, digamos, 10 hectáreas y 6 meses ahora se obtiene en 1 hectárea y dos meses. Sí, pero ¿a cambio de qué? De alterar artificialmente los productos naturales con graves consecuencias para la salud humana, aparte de que se van perdiendo las especies naturales. Dado que la gente tiene que trabajar todos los días y desplazarse de un lugar a otro, no queda más que consumir toneladas y toneladas de comida chatarra. La consecuencia natural de esta situación es que la silueta humana quedó transformada, quizá para siempre. Dada la cantidad de saborizantes, colorantes, hormonas, etc., con que vienen los alimentos es altamente probable que de ninguna se pueda volver a tener un cuerpo no adiposo, proporcionado, etc. Salvo gente que se dedica a cuidar su línea (quizá porque no tienen otra cosa en la cabeza), lo que vemos ahora en todas partes del mundo es gente obesa y plagada de problemas cardiovasculares, metabólicos, etc., todo lo cual hace de su vida un infierno y les asegura una muerte prematura. Aquí lo que importa es entender lo siguiente: la gente está condenada de antemano, porque nace, crece, se reproduce y muere en un sistema de vida anti-natural, volcado hacia el consumo y que necesita para perpetuarse la producción permanente y creciente de objetos de toda índole al alcance de la mano y de consumo inmediato. Dadas las condiciones reales de vida, esto es, las que conocemos, el ser humano no tiene escapatoria, es decir, tiene su futuro pre-establecido. Hay, desde luego, excepciones. Lo que digo no vale, naturalmente, para gente como el así llamado ‘rey de la comida chatarra’, Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo y que se hizo rico (y, por lo tanto, respetable) enfermando gente a base de chocolates que son pura grasa y refrescos que representan cucharadas y cucharadas de azúcar (de hecho, él es el mayor accionista individual ni más ni menos que de la Coca-cola, un sabrosísimo veneno embotellado). Gente así no consume lo que produce, pero hay un sentido en el que tampoco son parte de la humanidad y por lo tanto no son ellos quienes nos preocupan ni ellos a quienes tenemos en mente.
Yo creo que el problema para quien reflexiona un poquito sobre lo que pasa en el planeta no consiste en detectar las nefastas consecuencias del modo de vida imperante (están a la vista) ni en entender que vivimos hundidos en contradicciones (las padecemos a diario), sino en qué hacer para escapar a lo que parece un destino ineluctable. Todo indica que estamos predestinados o programados a vivir de una cierta manera y la verdad es que no parece haber una forma de liberarnos de dicha maldición. ¿Qué habría que hacer para dejar atrás este modo de vida que, peor que el de los aztecas, sacrifica día a día a millones de personas en aras del bienestar de otras? El intento más atrevido de la historia por remplazar este sistema, es decir, el socialismo real, falló. Dios ya no es una solución y la guerra atómica tampoco. ¿Tendremos entonces que vivir presenciando toda esta destrucción?¿Tendremos que conformarnos con no ser de los más afectados?
En gran medida el problema consiste en que no podemos ni siquiera visualizar qué habría que hacer para vivir de otro modo. Tomemos el caso de las enfermedades. Muchas de ellas son claramente productos de la civilización actual. No imagino, por ejemplo, al hombre de la Edad de Piedra sintiéndose “estresado” o padeciendo enfisemas pulmonares. El problema es que nuestro modo de vida crea los problemas pero no nos los resuelve realmente. Por ejemplo, para una enfermedad moderna, como la diabetes (estoy seguro de que no faltará un papanatas que salga con la peregrina información de que “se han detectado casos de diabetes en la antigua China” o algo por el estilo), la ciencia encuentra un medicamento apropiado, sólo que ese medicamento apropiado para la diabetes bloquea el funcionamiento normal de diversos órganos o inclusive los daña; para contrarrestar los efectos negativos del medicamento en cuestión, se inventa otro que será de alguna ayuda pero que a su vez tendrá otras consecuencias negativas; y así indefinidamente. Pero en lo único en lo que no se piensa es en cómo vivir de modo que la enfermedad, que como todo también tiene un carácter histórico y social, no surja! Esa sería la medicina ideal, sólo que para ello habría que modificar las dietas y hábitos alimentarios de todos, para lo cual habría que controlar a las grandes compañías trasnacionales de alimentos y eso sería entrar en conflicto con los detentadores del capital y, por ende, del poder. Ergo, tendremos que seguir por la senda de la creación de males y descubrimientos de remedios. El problema es que en esta lucha entre el bien y el mal es claramente el mal quien lleva la delantera.
Lo que quizá deberíamos preguntarnos es si la idea misma de un mundo diferente, de un modo de vida radicalmente distinto al actual, es siquiera congruente. Podría pensarse que si es difícil hasta imaginarlo es porque sería imposible imponerlo. Pensamos que es posible porque sabemos que hubo otras edades en las que la gente no vivió así, pero que en el pasado todo haya sido diferente no significa ni implica que en el futuro pueda serlo. Las personas comunes y corrientes ni siquiera visualizan cómo podrían vivir sin agua caliente, sin electricidad, sin autos, etc., así como tampoco los habitantes de Grecia y Roma hubieran podido imaginar (y desear) vivir en mundos radicalmente diferentes de los suyos, en el nuestro por ejemplo. El problema, claro está, no es nada más el agua caliente. Después de todo, hubo reyes y reinas que vivieron sin luz y que para bañarse calentaban su agua de otra manera (o no la calentaban), así como hay millones de personas en la actualidad que, quiéranlo o no, tienen que bañarse con agua fría (no podemos olvidar que el sistema capitalista es esencialmente injusto). El problema, por lo tanto, es el agua caliente más nuestros medios de transporte, más la cocina, más la computadora, etc., es decir, todo! Es visualizar un todo diferente lo que es colosalmente difícil. Y, sin embargo, es algo que nos urge ser capaces de lograr. Es obvio que el mundo necesita un nuevo visionario, alguien que nos indique un nuevo camino, porque si no aparece tendremos que seguir caminando en las tinieblas.
Preguntarse si el capitalismo es superable es a final de cuentas preguntarse si se puede construir un mundo más justo y más en armonía con la naturaleza. La pregunta entonces se va complicando: ¿es imaginable un mundo con menos asimetrías sociales y más en armonía con la naturaleza?
Mi punto de vista es que lógicamente sí es posible, en el sentido de que imaginarlo podría no resultar auto-contradictorio, pero creo también que la evolución del mundo humano, y por ende de todo lo que pasa en el planeta, no puede saltarse fases. Creo, por ello, que el sistema capitalista no es derrotable más que por la fuerza (lo cual quiere decir, sólo mediante la destrucción total del planeta), pero pienso también que es agotable y que es sólo cuando haya llegado a su etapa de agotamiento que podrá ser modificado drásticamente. El problema no es de fechas, sino de procesos. ¿Cuándo se habrá agotado el sistema capitalista? Me parece que la respuesta, a grandes rasgos, está implícita en lo que dijimos: cuando el mundo natural se haya convertido en una mera fábrica, cuando las selvas, los bosques y hasta los parques hayan sido sustituidos por malls y por shopping centers, cuando los animales estén todos encarcelados, cuando la tierra se haya vuelto árida por tantos fertilizantes, herbicidas, cuando la contaminación haya formado una especie de nueva atmósfera alrededor del planeta, etc., pero sobre todo cuando los humanos vuelvan a dividirse de manera nítida en amos y esclavos, en dueños y trabajadores.
Yo pienso que lo que puede y debería hacer uno cuando no está uno a las puertas de alguna gran transformación es modificar su vida, no vivir de acuerdo con los patrones, los esquemas, los prototipos impuestos por un sistema de vida anti-natural y anti-humano. No podemos acabar con el capitalismo, pero tal vez podamos liberarnos de él desde dentro del sistema, por lo menos en alguna medida. Hay que optar por la libertad de expresión, porque ésta es lo que el sistema más teme. No hay que someterse a la burda racionalidad de la mercantilización de la vida. Hay que aprender a despreciar los valores supremos del sistema: la codicia, la búsqueda loca de ganancias, las pretensiones de consumo sin ton ni son (más camisas, más zapatos, más jabones, más autos, más viajes, más sexo, más películas, etc., etc., es decir, más de todo), todo ello hasta donde sea posible. Hay que rechazar las reglas y las jerarquizaciones de clase para tratar a los demás por lo que son, no por lo que tienen. Qué fácil es decir esto y qué difícil lograrlo! El problema es que si ni siquiera lo intentamos, entonces estaremos siendo como actores de una tragedia griega en la que, hagamos lo que hagamos, no podremos evitar que nuestro destino se cumpla.