Acabo de terminar la lectura de un libro que no sólo me enriqueció temáticamente, sino que también me resultó de una lectura realmente deleitosa y hasta me emocionó. Se trata a ojos vistas de un libro escrito por una persona que además de ser muy culta era también alguien que sabía razonar, hilar ideas, argumentar. Más aún: la lectura cuidadosa del libro hace sentir que está involucrado algo más que un mero interés académico por un tema. En realidad, el libro parece tener una motivación personal aprehensible en última instancia sólo por quienes conocen un poco el trasfondo biográfico del autor. En lo que a mí concierne, lo curioso es que fue debido a una afortunada coincidencia que terminara de leer esta obra en precisamente los últimos días de la Semana de Pascua, ya que se trata de un libro que me llegó hace alrededor de un mes, que lo empecé a leer y que ya no pude dejarlo sino hasta que terminé su lectura. La verdad es que el tema del libro en cuestión siempre ha sido y seguirá siendo un tema valioso en sí mismo, un tema apasionante desde todos puntos de vista: histórico, lingüístico, político y, desde luego, religioso y teológico. Me refiero a Jesús de Nazareth. El libro lleva como título ‘La vida de Jesucristo de Nazareth’ (The Life of Jesus Christ of Nazareth). Evidentemente, escritos sobre la vida y las enseñanzas de Jesús hay no pocos, algunos de ellos muy famosos. Por ejemplo, un trabajo pionero sobre Jesús, venido un tanto a menos con el tiempo, es el de Ernest Renan, Vida de Jesús (Vie de Jésus). Hay, por otra parte, muchos estudios que ofrecen más bien un panorama de lo que pasaba en la porción relevante del espacio y del tiempo de El Nazareno. Por ejemplo, está el magnífico libro de quien fuera yerno de K. Marx, esto es, K. Kautsky, un clásico que lleva por título ‘Orígenes y Fundamentos del Cristianismo’. De la primera mitad del siglo XX están los escritos de Ch. Guignebert, El Mundo Judío en los Tiempos de Jesús (Le Monde Juif vers le Temps de Jésus), Cristo (Le Christ) y el Cristianismo Antiguo (Le Christianisme Antique). En relación con la vida y el significado de Jesucristo contemplados desde la perspectiva del judaísmo, una perspectiva hostil al cristianismo, hay libros muy interesantes aunque sumamente polémicos, como el de Hyam Maccoby, El Hacedor de Mitos. Pablo y la Invención del Cristianismo (The Myth Maker. Paul and the Invention of Christianity). Como era de esperarse, en este como en cualquier otro terreno, además de las obras serias como las mencionadas nos topamos con multitud de textos horripilantes, con bodrios detestables que no tienen otro objetivo (nunca alcanzado) que el de ensuciar la figura de Jesús, como el horrendo (y, yo diría, despreciable) libro del “cineasta” pornográfico holandés Paul Verhoeven, venido a historiador y autor de un libro intitulado precisamente ‘Jesús de Nazareth’. Yo comenté dicho libro en esta columna en lo que es mi artículo en esta página web del 5 de enero de 2017, por lo que no diré ni una palabra más al respecto. En marcado contraste con ese desecho, el libro que ahora quisiera comentar es un libro no sólo serio, sino también históricamente útil y psicológicamente profundo. De manera general, lo sabemos, la cristología se ha renovado considerablemente y hay una bibliografía inmensa sobre infinitud de temas y detalles concernientes a los Evangelios cuya lectura y análisis, por razones evidentes de suyo, son materia reservada más bien para especialistas y eruditos. Ello, sin embargo, no debería preocuparnos por la sencilla razón de que el objetivo que aquí persigo, si bien se funda en el contenido del libro y éste hace alusión a múltiples eruditos y especialistas, de todos modos es en cierto sentido tangencial a él. Este es el momento apropiado entonces para manifestar explícitamente que no pretendo efectuar en estas páginas un análisis temático minucioso, de carácter exegético, ni me propongo debatir o poner en tela de juicio las conclusiones de naturaleza factual (muy interesantes en múltiples casos) que el autor cree haber dejado establecidas con suficiente solidez. De hecho, declaro de entrada que en general lo que éste sostiene me parece básicamente correcto, si bien señalaré más abajo un par de detalles concernientes a la figura de Cristo en relación con los cuales me parece que su posición es endeble. En cierto sentido, entonces, aunque considero que mi contribución es seria ni mucho menos intentaría presentarla como el resultado de una investigación, en un sentido estricto. Yo simplemente hago acopio de mis lecturas y confronto al especialista si me surgen dudas. Si me asiste la razón o no en lo que yo sostenga, ello es algo que habrá que dejar a la consideración del lector. En todo caso, mi objetivo es simple y es el siguiente: aspiro a descifrar lo que me parece que es el mensaje subliminal del autor, un mensaje importante pero totalmente silenciado en su libro. Me propongo, por lo tanto, tratar de rastrear lo que desde mi perspectiva es una de sus motivaciones primordiales, si no es que la principal. Me doy cuenta, sin embargo, que lo que digo podría verse como imbuido de un carácter semi-esotérico, lo cual es algo que a toda costa quisiera evitar. Para neutralizar la sensación de misterio necesitamos entonces hacer al menos una breve presentación de las tesis más importantes defendidas por el autor en su libro para lo cual, sin embargo, habremos primero de decir unas cuantas palabras acerca del autor mismo porque, como veremos, algunos datos biográficos del autor son relevantes para aprehender y apreciar a cabalidad lo que en mi opinión es su muy interesante, original y sutil mensaje oculto.
El autor del libro que nos ocupa ciertamente no es un ilustre desconocido. Se trata de Rush Rhees, ni más ni menos que uno de los albaceas literarios de Ludwig Wittgenstein. Rhees nació en Nueva York, por diversas razones abandonó sus estudios universitarios en los Estados Unidos y viajó a Escocia, en donde residió algunos años. Posteriormente estuvo en Alemania, también algunos años, estancia gracias a la cual aprendió bien el alemán y ello le permitió mucho después traducir y editar escritos (a mano o mecanografiados) que Wittgenstein preparó pero nunca mandó a la imprenta. Algunos años después estuvo en Cambridge haciendo su doctorado en filosofía y fue precisamente su supervisor, a saber, G. E. Moore, quien le aconsejó que asistiera a las clases de Wittgenstein, cosa que hizo durante tres años consecutivos. Con Wittgenstein trabó una cierta amistad y cuando éste renunció a su puesto en Cambridge, pasó algunas temporadas en casa de Rhees, en Gales, o en algún lugar cercano a su casa de modo que podían verse y discutir filosofía todos los días. Al morir, Wittgenstein dejó un testamento en el que nombraba a Rush Rhees uno de sus tres albaceas (siendo los otros dos el Prof. G. H. von Wright y G. E. M. Anscombe) para que hicieran lo que en su opinión fuera apropiado hacer con su obra inédita, es decir, con los escritos que produjo a lo largo de los últimos 20 años de su vida pero que, por toda una variedad de razones, nunca publicó. La labor de los albaceas de Wittgenstein resultó a la postre ser un asunto delicado y conflictivo, pero obviamente no ahondaré en dicha cuestión no porque no se trate de una temática interesante e importante en sí misma, sino simplemente porque no es mi tema. Los problemas planteados por los herederos de la obra de Wittgenstein tienen que ver con el modo como se repartieron entre ellos los textos, con cuáles y cómo publicó cada uno de ellos el material con el que se quedó, sus acuerdos y discordias, etc. Con lo que hemos dicho, por poco que sea, basta para inferir que Rhees era ante todo un filósofo en el sentido más técnico de la palabra. Y aquí nos surge una primera inquietud: dejando de lado legítimos intereses personales: ¿qué tiene que ver un típico filósofo del siglo XX con los Evangelios? Asumiendo que no se trata de un mero capricho literario: ¿por qué hacia el final de su vida sintió Rhees la necesidad, por no decir ‘la urgencia’, de escribir un libro sobre un personaje tan distante, por lo menos a primera vista, de sus intereses profesionales, de sus intereses filosóficos como lo es Jesús de Nazareth? Dejando de lado la cuestión de que cada quien es libre de ocuparse cuando quiera de lo que quiera, el hecho no deja de ser un tanto intrigante. Rhees tiene algunos escritos de filosofía de la religión y con ello no sorprende a nadie, pero redactar una biografía de un hombre que vivió hace más de 2000 años normalmente no entra en el espectro temático de quien consagró su vida académica a la filosofía analítica y en particular a la filosofía del lenguaje. Desde luego que es lógicamente posible que alguien como, e.g., W. V. O. Quine en un momento dado se sentara a trabajar y a escribir una biografía de, e.g., Genghis Khan, pero en principio no es lo que uno se esperaría de él. Ni siquiera Bertrand Russell, quien tiene interesantes escritos de carácter histórico incrustados en, por ejemplo, su historia de la filosofía occidental, así como múltiples recuerdos de los más variados personajes de su época con los que mantuvo alguna relación de trabajo o de amistad, tiene una biografía. Tiene, es cierto, un libro como Portraits from Memory (traducido como ‘Retratos de Memoria’, que a mi modo de ver es una traducción inepta. La idea es más bien la de “Retratos a partir de Recuerdos” o ‘Retratos fundados en Recuerdos’ o algo por el estilo, pero no me hundiré en discusiones que para nuestros propósitos son simplemente irrelevantes). La pregunta entonces es: ¿por qué Rhees se abocó a escribir una biografía y, sobre todo de un personaje, histórico o ficticio, tan peculiar, tan controvertible, tan decisivo históricamente como lo es Jesús de Nazareth? Mi instinto me dice que tiene que haber una explicación de ello, en el sentido de que con toda seguridad no se trata de un mero capricho, de un deseo sin justificación. Yo creo que la explicación última de por qué Rhees redactó este libro es obtenible sólo combinando la lectura del texto con datos de su vida y muy probablemente ese por eso que no está enunciada explícitamente. Hay, pues, que leer entre líneas, traer a la memoria alguno que otro dato de la vida de Rhees y entonces construir una hipótesis explicativa que opere como hilo conductor para todo el texto. De esa manera el libro adquiere un sentido que va más allá de una simple expresión de curiosidad histórica .
Consideremos entonces el libro de Rhees, el cual tiene dos facetas: una estrictamente histórica y una interpretativa. La primera concierne a los hechos que conforman la vida de Jesús, tal como ésta nos es dada en los Evangelios. En este terreno Rhees llega a resultados interesantes y sus reconstrucciones de múltiples pasajes son detalladas, argumentadas y convincentes. Muestra, por ejemplo, tomando en cuenta todos los hechos narrados en los Evangelios (sobre todo en los sinópticos) y los trabajos de los monjes que se dedicaron a partir del siglo I después de Cristo a reorganizar y ordenar el material del que disponían, que en realidad Jesucristo nació en el año 6 antes de Cristo. Explica Rhees:
Parece por lo tanto probable que Jesús nació en el verano del 6 AJC, que fue bautizado en el 26 DJC, que la primera Pascua de su ministerio fue en el verano del 26 o del 27 y que fue crucificado en la primavera del 29 o del 30. (p. 48).
Rhees efectúa un impresionante trabajo exegético de los Evangelios y saca a las luz tanto las coincidencias como las diferencias entre ellos. Así, describe de manera global los objetivos de los diversos Evangelios y de cómo de ellos fue emergiendo la figura de Cristo. Nos dice:
Si nuestro primer evangelio retrata a Jesús como la realización de las promesas de Dios a su pueblo, y Marcos, como al hombre de poder trabajando ante nuestros propios ojos, asombrando a la multitud en tanto que se gana a unos cuantos, Lucas coloca ante nosotros al Señor realizando su labor (ministering) con compasión divina con hombres sometidos a las mismas tentaciones que él aunque, a diferencia de ellos, él no conocía el pecado. (p. 27).
Rhees analiza los Evangelios de modo que casi podemos decir que cada uno de ellos cumple una función distinta. Entra a fondo en la discusión concerniente a las diversas contradicciones o inconsistencias entre dichos textos sagrados y las trabaja de manera que poco a poco se va delineando la silueta de un Jesús que en más de un sentido no es el usual. Lo que Rhees logra, por lo tanto, es elaborar una nueva interpretación de Jesús y, por ende, del personaje de Cristo. Ahora bien, como a menudo sucede, esta nueva interpretación no parece ser tanto el resultado de una investigación como el de una intuición asumida ab initio y luego aplicada sistemáticamente a través de lecturas apropiadas de los diversos pasajes de los Evangelios. Yo diría que la forma que tiene Rhees de ver los hechos que conforman la vida de Jesús le permite dotar a la existencia de este último de un sentido nuevo. En verdad, Rhees logra explicar los hechos conocidos de manera que se nos aclara la paulatina transformación religiosa de Cristo, su evolución espiritual. Muy a grandes rasgos, Rhees nos hace ver que se produjeron en la vida de Jesús diversos mal entendidos que es muy importante disipar. De acuerdo con él, la labor de Jesús se divide básicamente en dos grandes periodos: su periodo de formación o preparación para posteriormente difundir la “buena nueva”, diseminar su mensaje, y una segunda fase en la que Jesús deliberadamente habría promovido su propia muerte, puesto que él sabía que esa era la condición, impuesta por Dios, para que su verdad triunfara. Pero ¿cuál era su verdad y de qué mal entendidos hablamos?
Es obvio que, veamos el fenómeno “Jesucristo” como un fenómeno histórico o como uno en el que se manifiesta la divinidad, todo el discurso de Jesús es comprensible sólo si se le sitúa en su contexto real. Rhees describe minuciosamente cómo la vida religiosa en aquella parte del mundo de aquellos tiempos permeaba a la sociedad. Casi podría decirse que se había producido una división del trabajo entre los diversos grupos religiosos judíos. Así, por ejemplo, los saduceos, que son quienes finalmente ejecutan a Cristo, básicamente constituían el clero, la iglesia oficial, y eran quienes entraban en negociaciones con las autoridades romanas, constituyendo ellos mismos las autoridades hebreas. Los fariseos, en cambio, eran los partidarios a muerte del ritualismo judío. A ellos les importaban ciertas ceremonias, ciertas obligaciones, etc., y veían con recelo a quienes no las seguían al pie de la letra. Una de las críticas que Jesús eleva en contra de los fariseos consiste precisamente en señalar que con ellos la vida religiosa se reducía a una serie de ritos, careciendo sin embargo de ese respeto sincero y total por el espíritu religioso mismo. Este es un fenómeno bien conocido en nuestros días: todos sabemos de gente que asiste puntualmente a misa para purificar su alma, pero que apenas sale de la casa de Dios de inmediato retoma sus actividades ilícitas o su conducta inmoral. Hace todo eso, pero eso sí: cumple formalmente con las ceremonias prescritas por las autoridades eclesiásticas. Cristo ciertamente se oponía al espíritu fariseo, por más que compartiera con ellos diversas creencias. En todo caso, si Rhees logra dar cuenta satisfactoriamente de múltiples pasajes de los Evangelios ello se debe, entre otras razones, a que contextualiza debidamente las acciones de Jesús. Los relatos del Nuevo Testamento adquieren entonces sentidos claros. Sin embargo, lo realmente importante son sus conclusiones y el cuadro que nos pinta de la vida de Jesús es el siguiente: como todos los habitantes de Judea, Samaria, etc., de aquellos tiempos, Jesús creía en la llegada del Mesías. Poco a poco, sin embargo, él se fue auto-concibiendo como “el Hijo del Hombre” y, a través de milagros, lecciones morales y, en verdad, de una gran sabiduría práctica, empezó a ser reconocido como tal por todos aquellos con los que interactuaba. Cuando llegó el momento, que es crucial porque es cuando termina su primera fase y empieza la segunda, es bautizado por San Juan Bautista, otro religioso que predicaba la llegada del Mesías, muy influyente en su limitado medio pero quien reconoce en Jesús al verdadero Mesías. Para entonces Jesús ya tenía plena conciencia de cómo tenía que llevarse a cabo su misión religiosa: había que anunciar la llegada del Mesías pero no con trompetas y ángeles exterminadores para acabar con la ocupación romana, sino para abrirles el corazón a sus conciudadanos y enseñarles la palabra de Dios. En lo que él creía era en la “segunda venida” durante la cual los individuos en general, es decir, no ya nada más los habitantes de Galilea, Samaria, etc., sino todos los humanos serían juzgados y regenerados en un espíritu nuevo. Este es un tema importante que hay que considerar aparte.
De acuerdo con la versión de Rhees, la evolución de Jesús consistió en pasar de tener intereses, llamémoslas así, “populares” a tener intereses exclusivamente religiosos. Él habría cambiado no de objetivo, sino de procedimiento. Para el nuevo Jesús, había que dejar atrás la labor de convencimiento masivo para remplazarlo por una labor diferente. ¿Por cuál? Según Rhees, Jesús habría optado, en la segunda fase de su ministerio, por una estrategia radicalmente diferente de la que había desplegado hasta ese entonces. A partir de cierto momento, su idea habría sido la de rodearse de unos cuantos discípulos incondicionales, de hombres que realmente estuvieran convencidos de que él era el Mesías, seguidores que no tuvieran la menor duda respecto a su carácter divino. Serían ellos a quienes él les enseñaría en qué consistía la nueva verdad y ellos a su vez se la transmitirían a la población en su conjunto. Este cambio en la conducta de Jesús le habría valido el rechazo de la gente que, decepcionada por el hecho de que el Mesías no se comportaba como esperaba que lo hiciera, es decir, de manera visible, palpable, exitosa factualmente, en el momento crucial lo abandonaría a su suerte por haberlos decepcionado. Por otra parte, los seguidores de Jesús no comprendieron sino hasta el final que la nueva doctrina exigía el sacrificio del Hijo de Dios, pues sólo de esa manera podría él probarle a la gente, con su segunda venida, que era a él a quien había que seguir y tratar de emular. En este sentido, la vida de Jesús no es trágica, puesto que él no hace nada para evitar el fatal desenlace sino al contrario: lo promueve, a sabiendas de que lo que le espera es un auténtico infierno. Mito o historia, lo cierto es que son pocos los relatos individuales tan conmovedores como el de la vida y la muerte en la cruz de Jesús de Nazareth.
El cuadro que Rhees magistralmente pinta, sin embargo, parece tener un lienzo oculto, un lienzo debajo del lienzo. Para entender esto tenemos que hacer algunos recordatorios que tienen que ver no ya con Jesucristo, sino con otro formidable individuo que presenta rasgos en muchos sentidos similares a los de este último.
Rhees tuvo el privilegio de tratar de cerca, probablemente sin llegar nunca a intimar demasiado con él, a uno de los hombres más extraordinarios en los que podamos pensar. Me refiero a Ludwig Wittgenstein. Sin duda, todos recordamos la condición que Jesús le imponía a algunos de sus seguidores, posteriormente apóstoles, a saber, la de dejar todo y seguirlo. Preguntémonos: ¿quién deja todo? O mejor: ¿habrá una persona en este mundo que se deshaga de una fortuna colosal, de una fortuna que le estorba porque no le permite disfrutar de su propia riqueza, de su riqueza interna? Yo, lo confieso, ni conozco ni he oído hablar de nadie así. Rhees sí tuvo la buena suerte de conocer a alguien así y de que éste lo distinguiera con su amistad y su confianza. Ahora bien, que alguien haga algo así no puede ser una casualidad, una “puntada”, el resultado de una improvisación. Quien hace algo así tiene que ser un ser humano muy especial, en verdad único, porque desprenderse de una fortuna no es un gesto que venga solo: viene acompañado de muchos otros actos excepcionales más. Y aquí es donde empezamos a detectar un paralelismo que Rhees implícitamente,sin decir nada al respecto, propone entre Jesucristo y Wittgenstein y en el cual se habría inspirado para efectuar su trabajo biográfico. Se trataría de una intuición que él mismo no se habría atrevido a hacer explícita. No hay duda alguna de que Jesús y Wittgenstein eran individuos que simplemente no podían pasar desapercibidos, porque de manera natural su grandeza se manifestaba y en todo momento se hacía sentir. En prácticamente todos los recuerdos que se conservan de Wittgenstein, incluyendo los que el mismo Rhees compiló y publicó bajo forma de libro (Ludwig Wittgenstein. Personal Recollections, algo así como Ludwig Wittgenstein. Remembranzas Personales), siempre aparece el maestro, el individuo que imparte lecciones, quien enseña a pensar correctamente, el guía. Y es precisamente en relación con sus respectivos modos de enseñar que se refuerza el paralelismo entre esos dos grandes hombres: al igual que Jesús, también Wittgenstein habría optado por transmitir su sabiduría, el evangelio filosófico (“la Buena Nueva” en filosofía, es decir, la liberación definitiva frente al fraude intelectual más grande de todos los tiempos, esto es, la filosofía occidental) a unos cuantos, a sus “apóstoles” para que fueran ellos quienes diseminaran lo que él les habría enseñado. Desafortunadamente, en ambos casos, es menester señalarlo, tanto los representantes de Jesús como los de Wittgenstein dejaron perfectamente en claro que no estaban a la altura de la labor que se les había encomendado. Después de todo, Pedro negó tres veces a su Maestro y Rhees, quien en toda esta saga aparece como su equivalente, es un filósofo a quien prácticamente nadie lee. También es cierto, por ejemplo, que así como a partir de cierto momento Jesús habría optado por alejarse de las masas para concentrarse en la transmisión de su mensaje a unos cuantos, Wittgenstein siempre trabajó con grupos reducidos de discípulos y nunca optó por algo que para él hubiera sido muy fácil, a saber, participar en congresos, publicar “papers” por aquí y por allá, convertirse en el centro de atención de los profesionales de la filosofía, ser el super Herr Professor de filosofía, porque ¿quién habría podido rivalizar con el genio en acción? Yo no visualizo a nadie, ni siquiera a Bertrand Russell. Independientemente de todo ello, si lo que he afirmado tiene visos de verdad, tenemos entonces la clave para entender el libro de Rhees y, de paso, a Rhees mismo.
Hay una conexión que vale la pena rescatar. En más de una ocasión Wittgenstein expresó su aceptación de Cristo, su adhesión al mensaje cristiano. Entre sus notas no académicas, encontramos reflexiones como estas:
Ningún grito de pesar puede ser mayor que el grito de un hombre.
O, incluso, ningún pesar puede ser mayor que aquel que una persona sola pueda tener.
De ahí que un hombre pueda tener un pesar infinito y también necesitar una ayuda infinita.
La religión cristiana es sólo para aquel que necesita una ayuda infinita y, por lo tanto, sólo para aquel que tiene un pesar infinito.
El planeta en su totalidad no puede tener un pesar más grande que el que sufre un alma.
La fe cristiana – es lo que quiero decir – es el refugio para este pesar supremo.
No hay duda de que Wittgenstein habría sido el primero en rechazar con indignación cualquier parangón de él con Jesucristo. Le habría parecido un sacrilegio imperdonable, un pensamiento irreverente y un desacato inaudito. Pero en realidad no es eso lo que aquí está en juego. Lo que el libro de Rhees deja entrever, más allá de su objetivamente muy interesante investigación histórica, es el tremendo impacto de Wittgenstein en él. No tengo elementos para afirmar que fue por su relación con Wittgenstein que él se decidió a elaborar un trabajo histórico tan completo como el que realizó sobre Jesús de Nazareth, pero de lo que sí estoy convencido es de que es sólo gracias a esa biografía que él habría podido, silenciosamente, expresar en forma indirecta su verdad personal en relación con Wittgenstein. Dicho de otro modo: ningún otro ser humano le habría permitido efectuar el trabajo simultáneo de investigación histórica y confesión personal.
No me propongo, entre otras por razones de espacio, debatir el tema pero creo que debo señalar, aunque sea de pasada, que lo menos que podemos decir es que el Cristo de Rhees es controvertible. A mí me parece evidente que la idea de un Mesías, de un salvador divino, tenía que estar de uno u otro modo vinculado a la situación política real en la que vivían los hebreos. De seguro que los impuestos romanos, extraídos a través del sanedrín, hacían la vida muy pesada para los habitantes de aquellas regiones. Pero entonces parecería que cortar de raíz todo vínculo entre la vida religiosa y su potencial impacto en la vida política equivale a mermar el valor de la actividad de un individuo excepcional que estaba de hecho movilizando a toda la población. La idea de que Jesús súbitamente habría decidido cortar sus vínculos con las masas para concentrarse en unas cuantas personas, él que había realizado tantas curaciones y tantos milagros, resulta desconcertante, por no decir nada convincente. Lo interesante, obviamente, sería determinar si la refutación de su interpretación de Jesús seguiría siendo congruente con la idea que Rhees parece haberse formado de Wittgenstein y si no habría sido más bien el caso de que su forma errada de ver a Wittgenstein lo habría llevado a elaborar un cuadro radicalmente equivocado de Jesucristo.
A lo largo de años de impartición de cursos sobre Wittgenstein, cuando me parecía que el momento era el apropiado para ello, en varias ocasiones traté de llamar la atención sobre lo que desde mi perspectiva es un rasgo que comparten Cristo y Wittgenstein, pero no es el que Rhees sugiere. En lo que yo siempre insistí es en que en ambos casos nos las habemos con seres que predican con el ejemplo. Así, Cristo despliega una conducta personal inquebrantable, una conducta de amor que nadie tendría la fuerza suficiente para hacer que la modificara. Él sí predicaba con el ejemplo. Y a partir de cierto momento, en un terreno completamente diferente como lo es el de la investigación filosófica, Wittgenstein se dedicó a mostrar la validez de su enfoque y de sus métodos de trabajo destruyendo, a través de arduas discusiones, dañinos mitos filosóficos, como el mito de lo interno o el mito del escepticismo. Tanto el wittgensteinianismo como el cristianismo se demuestran en la práctica, en los resultados concretos que generan, no en la especulación y la pseudo-teorización. En todo caso, reconozco que nunca se me habría ocurrido visualizar el entorno de Wittgenstein al modo como Rush Rhees visualizó el de Jesús de Nazareth y, por analogía, el de su propio maestro. Por ello, independientemente de si nuestra lectura del libro de Rhees es acertada o no, si pudimos meditar, aunque haya sido de manera tan pobre y en unas cuantas páginas, sobre tan sublimes temas, ello es algo por lo cual no podemos más que estarle agradecidos en retrospectiva a Rush Rhees por tan magnífica oportunidad.