Los fenómenos sociales tienen una forma particular de explicación. Yo me inclinaría por pensar que dicha forma de explicación es más compleja que la de las ciencias naturales, las así llamadas ‘ciencias duras’, si bien (aunque ello es desde luego debatible) quizá menos complicada. Esto que afirmo no es una contradicción, como tal vez estaría tentado de inferir más de uno, puesto que complejidad y complicación son, obviamente, cosas diferentes. Por ejemplo, explicar por qué Julio César fue asesinado en los Idus de marzo requiere de datos simples quizá, pero muy numerosos concernientes a sus planes de guerra, sus dolencias, su creencia en los adivinos y las profecías, su relación con Cleopatra, sus vínculos con los conspiradores, etc., etc.; en cambio, explicar la trayectoria de un cometa requiere de unas cuantas variables pero de cálculos matemáticos complicados. Es en este sentido que digo que las explicaciones históricas son complejas en tanto que las físicas son más bien complicadas. En las ciencias naturales se busca en general proporcionar explicaciones causales, las cuales tienen una estructura harto conocida; en cambio, en las ciencias sociales no es tanto causación lo que interesa, sino que más bien se aspira a cierta clase de “comprensión” que tiene que ver con deseos, motivaciones, tendencias, pensamientos y demás, todo lo cual es enteramente irrelevante en las ciencias naturales. Esto yo creo que es suficientemente claro: no es lo mismo estudiar y manipular cromosomas o procesos como los de oxidación y combustión que entender las motivaciones de un individuo para tomar tal o cual decisión y que lo llevaron a la victoria o a la derrota. Uno controla y por ende predice fenómenos naturales, pero uno “comprende” los eventos humanos, no los manipula ni los reproduce. Batalla de Austerlitz sólo hubo y habrá una a lo largo de la historia de la humanidad. Es cierto que en algunas ciencias sociales se puede también hacer proyecciones (de precios, de elecciones, etc.), pero los resultados son en general pobres y pueden llegar a ser patéticos. Pero disciplinas como la historia, por ejemplo, no tienen como objetivo “reproducir” casos una y otra vez, sino comprenderlos en toda su complejidad y unicidad. Los fenómenos sociales (las guerras de Napoleón, la conquista de México, la Primera Guerra Mundial, el asesinato de J. F. Kennedy y así indefinidamente) se comprenden sólo si se les contextualiza debidamente, es decir, sobreponiendo planos explicativos unos sobre otros o, si se prefiere otra metáfora, encuadrando las explicaciones dentro de marcos que se van estrechando y que llevan desde lo más general hasta lo más particular del caso, es decir, hasta que llegamos al evento en el que lo que entran en juego son los pensamientos, los deseos, las motivaciones, etc., de los agentes involucrados. Por ejemplo, si queremos comprender el fenómeno de la conquista de América por parte de los españoles tenemos que tener una plataforma básica, la cual muy probablemente sería de índole económico. Eso constituiría el marco más general dentro del cual se irían acomodando poco a poco los complementos explicativos. Así, sobre la base del sistema de producción imperante en la época y de la situación económica prevaleciente podríamos insertar el conocimiento científico y los avances tecnológicos de la época: la geografía de los mares, las técnicas de navegación, el retraso armamentista de los pobladores del Nuevo Mundo, etc. Esto constituiría otro marco que contribuye a la explicación global o total del fenómeno que nos interesa. Posteriormente podríamos incluir las intrigas palaciegas y diplomáticas, el poder de la Iglesia Católica, la derrota de los moros, etc. Por último, podríamos incorporar cosas como las ambiciones personales de los Reyes Católicos, los sueños de los navegantes y comerciantes, etc. Lo que quiero sostener es que es sólo si se nos ofrece una descripción de corte piramidal como la delineada que el fenómeno histórico conocido como ‘conquista de América’ resulta comprensible. Dicho de otro modo: si lo que queremos es explicar y comprender el crucial suceso histórico que fue la conquista de América, lo único que no se debería hacer es tratar de ofrecer simplistas explicaciones de la forma (p causó q), aunque vengan acompañadas de leyes, precisamente porque lo que no se estaría ofreciendo sería una explicación de tipo causal estándar, de corte puramente mecanicista. Desde luego que se requiere de datos y de conjuntos de leyes naturales para explicar fenómenos naturales, pero se requiere de todo un entramado de datos, acomodados jerárquicamente, para dar cuenta de situaciones humanas (de orden histórico, social, político, etc.), las cuales requieren o presuponen un trasfondo, puesto que son significativas de un modo en el que los fenómenos naturales (el surgimiento de una estrella, la estructura de las esmeraldas, las propiedades del tejido nervioso, etc.) no lo son.
Lo anterior viene a cuento por lo siguiente: me interesa llamar la atención del lector sobre el hecho de que hay, por ejemplo, fenómenos culturales que quisiéramos explicarnos y que no se sabe bien a bien cómo hacerlo. Deseo sugerir que eso sucede muy a menudo precisamente porque lo que se intenta hacer es tratar de generar una explicación que para los fenómenos sociales de que se trate que no es de la clase apropiada. La noción de causa, ya sea en el sentido aristotélico-tomista de causa eficiente (“a es la causa de b”) ya sea en el sentido de explicación causal tal como se ejemplifica a través del modelo nomológico-deductivo (Leyes + datos referentes al caso particular), es prácticamente inservible en las disciplinas que se ocupan de “lo humano” y como es a esa noción de causa precisamente que una y otra vez se apela para dizque dar cuenta del fenómeno que nos interesa, a lo que se termina es a un fracaso. Un fracaso en las ciencias de lo humano, en la historia por ejemplo, equivale a no comprender por qué sucedió lo que sucedió. Con esto en mente, podemos ahora examinar el tema en torno al cual quisiera permitirme divagar un poco.
Es obvio que los seres humanos responden conductualmente de un sinfín de maneras a las múltiples estimulaciones que todo el tiempo los están afectando. Así, por ejemplo, si le tocan el claxon con insistencia a alguien, la persona en cuestión puede responder bostezando, otra podría empezar a conducir más lentamente aún, otra podría bajar el vidrio y gritarle algo al conductor impaciente, otra persona podría bajarse furiosa de su auto e increpar al osado conductor, etc. ¿Hay alguna ley que permita predecir qué pasa cuando le tocan el claxon a uno en forma impertinente? La respuesta es simple: no! No hay tal ley. Inclusive la misma persona en dos ocasiones diferentes puede actuar de dos modos completamente distintos. Este ejemplo es de una situación muy simple. Las hay más complejas, pero antes de abordar una que en particular me interesa considerar, necesito hacer un par de veloces recordatorios.
El primero tiene que ver con la verdad casi trivial de que los seres humanos actúan a menudo en función de los miedos que sienten. Sin duda que el miedo es, por así decirlo, un motor muy efectivo para la acción. Nadie podría seriamente cuestionar el hecho de que las personas hacen o dejan de hacer muchas cosas por miedo de que algo en particular suceda o les suceda. Así, pues, el miedo, usando el término en forma muy general de modo que queden incluidas bajo dicho rubro todas las sub-clases o variedades de miedo (miedo al castigo, miedo a la difamación, miedo físico, miedo a sentirse abandonado, etc., etc.) fija límites a las potenciales acciones de la gente. Llamaré a los miedos de que algo nos suceda aquí y hora ‘miedos mundanos’. Eso por una parte.
Por la otra, y este es mi segundo recordatorio, quisiera traer a la memoria el hecho de que la ciencia ha contribuido de manera contundente y definitiva a cancelar ciertos miedos que en otros tiempos los seres humanos tenían. Esto ha sido evaluado como una saludable consecuencia liberadora de la investigación científica, pero a mí me parece que esa loa se puede poner en entredicho y en un momento diré por qué. Por lo pronto, lo que es innegable es que, paulatina pero inexorablemente, la ciencia (la física, la biología, la química, etc.) fue destruyendo todo o casi todo el sistema de creencias que mantuvo unificado al mundo occidental por lo menos durante 10 siglos. Me refiero, claro está, a las creencias religiosas como la creencia en la creación a partir de la nada, la creencia en la encarnación de Dios en su Hijo, etc., etc., y, desde luego, a la creencia en un Juicio Final o supremo, así como las ideas de premio o castigo eternos que dicha creencia trae aparejadas. Lo que me interesa destacar de esto es simplemente el hecho de que durante siglos la gente vivió con esas creencias, es decir, se las tomaba en serio. Dicho de otro modo: movida o limitada, según quiera verse, por un terrible miedo, por el gran temor que inspiraban el infierno y el sufrimiento eterno por los pecados cometidos en la Tierra, lo cierto es que de hecho la gente hacía o dejaba de hacer multitud de cosas en función de dichos miedos. Era porque la gente se tomaba en serio la creencia de la vida después de la muerte y de un potencial y terrible castigo si no se había conducido en esta vida en concordancia con determinados cánones, es decir, porque estaba inspirada en el miedo, que mucha gente al menos no estaba dispuesta a arriesgar tanto y por consiguiente a realizar determinadas acciones. Llamemos a estos miedos ‘miedos trascendentales’.
El desarrollo científico acabó con ese sistema de creencias y lo hizo, por así decirlo, de manera imparcial: acabó tanto con su faceta cognoscitiva como con su faceta edificante. Ahora gozamos de una visión científica del universo y de la vida; en otras palabras, ya no tenemos ni, en un sentido importante, volveremos a tener una concepción religiosa del mundo. En el mundo no hay retrocesos. Qué acabe con la visión científica del mundo es imposible de prever, pero que la ciencia acabó con la religión es tan innegable como ‘2 + 2 = 4’. Lo que no se puede negar, sin embargo, es que ese cambio de paradigma resultó muy costoso. El mundo ya no es un milagro, sino algo que se explica causalmente. Lo mismo con la vida: dejó de ser una maravilla para convertirse en un fenómeno natural más, subjetivo cuando mucho. Obviamente, la gran ventaja que la ciencia acarrea consigo es que permite manipular los fenómenos naturales, cosa que ciertamente la religión nunca pudo hacer. Cuando faltaba el conocimiento, la gente se confiaba a asociaciones más o menos aceptables, inducciones fáciles, correlaciones obvias (presentadas en ocasiones como milagros). etc., y sobre todo a una fe ciega en que las cosas no iban a ir tan mal porque había un Ser Supremo que estaba cuidando del mundo. Ahora nos atenemos a lo que nos dicen los eruditos médicos, los calculadores astrofísicos, los controladores de la vida, es decir, los biólogos, etc. Antes era más simple: la gente confiaba en Dios y así vivía y moría.
Huelga decir que con el triunfo arrollador de la ciencia no se acabaron los miedos. Sería grotescamente ridículo pensar algo así. Yo supongo que después de ver un video del estallido de una bomba de hidrógeno hasta el más valiente de los inconscientes sentiría pavor si el personal apropiado le dijera de manera convincente que le van a dejar caer en la cabeza una bomba así allí donde está. Por lo tanto, el miedo sigue llenando la vida de la gente, pero lo que el triunfo de la ciencia significa es, si nos referimos a los miedos, simplemente el triunfo total de los miedos mundanos sobre los miedos trascendentales. Ahora la gente sólo tiene miedos mundanos: miedo de que la asalten, miedo a enfermarse, miedo a que su hijo no nazca sano, miedo a que la esposa lo traicione con su mejor amigo, miedo a que le nieguen el ascenso, etc., etc. Los miedos son de este mundo y no hay más. Pero, y este es el punto que estaba interesado en establecer como parte de una explicación que sin duda tendría que incorporar muchos más factores para ser completa, esta sustitución de una clase de miedos por otra no es en lo absoluto inocua sino que es más bien tremendamente dañina, de consecuencias nefastas, y eso es algo que, si aceptamos las premisas aquí introducidas, será difícil rechazar.
Consideremos brevemente el repulsivo juego de la vida política contemporánea. Si no estoy en un error y en concordancia con lo que he venido sosteniendo, la primera condición para ser un político exitoso es haber aprendido a tener sólo miedos mundanos. ¿A qué le temen los políticos en general (y muy en especial los nuestros, con las honrosas excepciones de siempre)?¿A tener cargos de conciencia? Sería hasta chistoso pensar algo así! ¿A sentirse mal por haber defraudado al pueblo que depositó en él su confianza y sus esperanzas? No pensemos como niños! Eso es lo que menos les importa. Temores típicos de los políticos de nuestros días, tanto en México como en cualquier otra parte del mundo puesto que la ciencia impera en todo el planeta, son, verbigracia, el temor de que se les descubran desfalcos al presupuesto nacional, negocios turbios con voraces compañías trasnacionales, que no puedan ocultar su enriquecimiento ilícito y éste salga a la luz pública, que los atrapen pactando y haciendo negocios con traficantes de la índole que sea, que si mandaron matar a personas porque estorbaban en sus planes se les asocie con los crímenes de que se trate, que si vendieron a su país y comprometieron a las generaciones venideras con un futuro peligroso y sin mayores perspectivas de crecimiento y felicidad para millones de personas sus hijos no tengan ni idea de quiénes fueron sus padres o madres (aquí ciertamente sí se da la igualdad de género) y así ad infinitum. Pero ¿le teme el político actual al juicio de la historia?¿Lo mueven sentimientos de solidaridad y de obligación hacia la gente pequeña, hacia la gente modesta y sencilla, que de uno u otro modo depende de él?¿Lo guía para su toma de decisiones alguna consideración sobre el bien y el mal, sobre el sentido de la vida humana, sobre su oportunidad desperdiciada de hacer algo por los demás en esto que es su única vida? Yo creo que se tendría que ser, en el sentido de la novela del gran F. Dostoievsky, un “idiota”, para razonar de esa manera. Dostoievsky sí sabía de lo que hablaba, puesto que mejor que nadie él expresó la idea que aquí nos mueve: si Dios no existe, todo está permitido. Y lo que sucede en el terreno de la vida política no es más que una de las múltiples consecuencias negativas operadas por medio de la ciencia. A mi modo de ver es evidente que la ciencia y lo trascendental, bueno o malo, son simplemente incompatibles. Si esto es acertado, entonces estamos en posición de elaborar un diagnóstico del político de nuestros tiempos: un rasgo fundamental del político actual, del nivel que sea, es que es esencialmente irreligioso; sus ambiciones son inmanentes y los límites de su acción sólo los fijan las correlaciones de fuerza. No hay mucho más detrás de un político actual común.
Si bien el caso de la política en el sentido de ‘manejo del Estado día con día’ es probablemente el más conspicuo ciertamente no es el único ámbito del que fueron expulsados los miedos trascendentales. Eso que se llama ‘terrorismo’, sobre todo (aunque no únicamente) el estatal, esto es, el que es totalmente impersonal, burocrático, a distancia, masivo y que es tan representativo de nuestra cultura científica (una cultura en la que una persona no es más que un expediente, un número), muy probablemente habría horrorizado hasta al más cruel de los emperadores chinos. Todo en la vida, esperanzas y temores, objetivos y peligros, sentimientos y relaciones personales, éxito y fracaso, todo eso y más quedó violentamente circunscrito a lo inmanente, a lo terrenal, a lo inmediato. Todo se evalúa en función de lo que se gana y se pierde ahora. Y eso, obviamente, tiene el efecto de desligar a las personas de todo lo que es profundo, realmente valioso, importante. Ese es el mundo que con un ímpetu imparable la ciencia contribuyó a crear. Con la ciencia todo se convirtió en objeto y todo objeto en (por lo menos en principio) adquirible y manipulable. El problema es que al mismo tiempo con ello se extinguió el sentido natural de la vida y si bien nos dejó dueños del mundo también nos dejó cada día más perdidos en él.
Regreso en dos semanas, Deo volente!
Gracias, Profesor. Excelente texto, nos ilustra una de las tantas implicaciones importantes del abandono de la concepción religiosa del mundo. Tal vez, valdría la pena incluir una nota en la que se señale que una concepción religiosa no implica, necesariamente, teísmo.
Aprovecho el espacio para recomendar a los lectores de su blog el elucidatorio trabajo que usted a realizado sobre el lenguaje religioso.
Profesor! dijo solo dos semanas ….y aun no regresa… lo extrañamos….
Impresionante texto.
Me surgen algunas dudas al respecto. Una de ellas es ¿qué implicaciones éticas traería consigo esta “ciencia” que nos permite “manipular los fenómenos naturales”? Pasamos de una época en la que los mitos configuraban la realidad y la concepción del mundo dándole un cierto “sentido” a otra en la que el objetivo parecería desmitificar y acabr con ellos. Un modo de conocer el mundo es el modo científico, sin embargo, dicho modo no es jerárquicamente superior a otros, como por ejemplo el religioso o el artístico. Aun así, a mi parecer se está gestando una especie de “absolutismo” científico en el que toda posibilidad de saber impregna todo aspecto de la vida cotidiana de los humanos, de tal suerte que el método para conocer “verdaderamente” el mundo, de lo que nos rodea, es el científico. Si, como dice usted, esto tiene el efecto de desligar a las personas de lo profundo y realmente valioso, ¿sería pertinente discutir el trasfondo ético de todo modo de conocimiento o en particular el de la ciencia? ¿habrá alguna forma de poder desacelerar este sentido “desnaturalizado” de la vida? ¿qué responsabilidades podríamos tomar los jóvenes ante el futuro que nos depara esta forma de vida?