Categoría: 2018-II

Artículos de opinión del segundo semestre de 2018

¿Desarrollo Natural o Transición Forzada?

Es, pienso, comprensible que el fenómeno del cambio haya atraído con tanta fuerza a los filósofos griegos. Si una cosa se caracteriza por sus propiedades y éstas cambian totalmente: ¿cómo se explica el que la cosa en cuestión siga siendo “la misma” que antes? Para explicar el cambio, conceptualmente más importante inclusive que el tiempo, Aristóteles introdujo la noción de sustancia, con lo cual ayudó a entender el cambio pero, por razones en las que no entraré, lo cierto es que complicó fantásticamente la reflexión filosófica. Un problema, como sin duda ya se habrá percatado el lector, es que la noción de sustancia se aplica no sólo a “sustancias” (aquellas cosas de las que predicamos algo pero que a su vez no podemos predicar de nada, como Napoleón. Podemos decir que Napoleón era corso, pero no podemos decir de nada que era Napoleón. Eso no tiene sentido). En efecto, el cambio no sólo lo padecen sustancias, en el sentido aristotélico, sino también “entidades” complejas, conformadas por otras. Por ejemplo, podemos decir que el sistema solar alteró su situación en la galaxia. En ese caso, no estamos hablando de una cosa particular, esto es, un planeta, sino de un conglomerado conformado por sol, planetas y lunas que difícilmente podría ser visto él mismo como una “sustancia”. La doctrina de la sustancia, por lo tanto, es prima facie insuficiente para explicar el cambio. El tema del cambio se puede desarrollar in extenso pero, obviamente, no es mi objetivo hundirme aquí y ahora en una discusión de metafísica y de filosofía del lenguaje. No pretendo especular en torno a la noción de cambio. Lo que par contre sí quiero es emplear la noción de cambio para describir y examinar situaciones concretas.

Quizá sería útil empezar por dividir los cambios en dos grandes grupos: los súbitos, inmediatos o, por así decirlo, brutales, y las transiciones más o menos graduales e imperceptibles. En el caso de las personas no hay en general mayores problemas con la detección de cambios repentinos y profundos. Un ejemplo de cambio así nos lo proporciona la cirugía plástica. En unas cuantas horas se puede modificar el rostro de una persona al grado de volverla irreconocible. Lo que quiero decir es simplemente que los cambios físicos son a menudo fácilmente detectables por los demás. Con los cambios psicológicos las cosas no son tan simples. Nos cuesta mucho captar el cambio mental si la persona en cuestión no ha cambiado físicamente. Por ejemplo, un proceso de deterioro mental que culmina en un estado de esquizofrenia declarada puede llevar años y es sólo después de muchas experiencias desagradables (en los más diversos sentidos) que llega uno a la conclusión de que la persona efectivamente cambió, que “ya no es la misma”. Obsérvese que sería erróneo inferir que los cambios físicos son siempre súbitos y los mentales siempre paulatinos. El envejecimiento es un cambio físico lento (y de hecho imperceptible: nadie percibe cuánto envejeció de un día al otro) y es perfectamente imaginable que alguien se desquicie, pierda los estribos, monte en cólera o caso por el estilo de pronto, sin (por así decirlo) preámbulos, esto es, súbitamente. En todo caso, en relación con el cambio necesitamos apelar a un principio de racionalidad: sea súbito o paulatino, físico o mental, en principio el cambio es comprensible y que sea comprensible significa que es explicable. Obviamente, las explicaciones variarán dependiendo de qué sea lo que cambia.

Lo anterior me permite introducir mi tema, que obviamente tiene que ver con el cambio sólo que de lo que quiero hablar es no de una “sustancia” (un objeto, una cosa), sino de la transformación sufrida por un país y lo que quiero preguntarme es si dicho cambio es el resultado de una evolución natural o si no más bien se trata de una modificación inducida (e indeseada). ¿Es el cambio que tengo en mente real o ficticio? Y si fuera real ¿cómo se explica?¿Sería el resultado de una evolución natural del sistema de vida propio del país en cuestión o se trataría más bien de una alteración provocada por la interacción con fuerzas en algún sentido superiores? Para no seguir manteniendo al lector en un estado de perplejidad tratando de adivinar a qué me refiero, creo que lo mejor será plantear el asunto en forma clara y directa.

Consideremos entonces a los Estados Unidos de Norteamérica. No cabe duda de que en el embrión político del cual brotaron lo que ahora conocemos como ‘Estados Unidos’, esto es, las trece colonias que se sublevaron por razones de impuestos en contra de la corona británica, ciertamente se elaboró una muy bella constitución, una constitución dicho sea de paso cuyo segundo artículo (que protege el derecho de los ciudadanos norteamericanos a tener y portar armas) está hoy como nunca siendo puesto en crisis y todo indica que tarde o temprano será eliminado o por lo menos drásticamente alterado. Por su parte, el primer artículo versa sobre la libertad de opinión (de prensa) de religión, de asamblea (congregaciones) y el derecho de inconformarse ante decisiones gubernamentales. Qué hermoso! Como es bien sabido, los Estados Unidos se convirtieron muy pronto en una potencia con la que había que contar. Napoleón lo entendió muy bien y tuvo que vender Luisiana (en realidad, Francia tuvo que desprenderse de un territorio mucho más grande que el estado de Luisiana) y medio siglo después los zares tuvieron que vender Alaska. Sin embargo, la primacía, la superioridad indiscutible e indisputada de los Estados Unidos a nivel internacional no ocurrió sino hasta el siglo XX y sobrevino, como por casualidad, a raíz de las dos grandes guerras europeas, pero en particular de la Segunda Guerra Mundial. Qué hubiera sido de los Estados Unidos y cómo habría evolucionado el mundo si los europeos no se hubieran destazado unos a otros en dos guerras totales es un tema que pertenece a lo que habría que llamar ‘pensamiento placentero’, actividad a la cual sin embargo no me entregaré en estos momentos. El punto que me interesa dejar establecido es que por toda una serie de razones de la más diversa índole los Estados Unidos lograron entrar en la arena mundial presentándose ante los demás no sólo como el país de las libertades, la seguridad, el bienestar, la democracia y demás, sino como el país defensor de todos esos derechos a los que de manera natural los seres humanos aspiran.

Sin duda, la historieta es muy bella sólo que un escrutinio, por superficial que sea, de inmediato la arruina. Para empezar, recuérdese que desde principios del siglo XIX le quedó claro a todo observador atento que el alcance de tan bellos preceptos era todo menos universal. Como bien lo expuso Alexis de Tocqueville, por lo menos los habitantes originales y los negros estaban sistemáticamente excluidos de los beneficios conferidos por la muy democrática constitución norteamericana. A los indios de Norteamérica los conquistadores europeos les arrebataron de la manera más salvaje posible sus tierras y estuvieron a punto de ser totalmente aniquilados. Los negros eran inmigrantes, sólo que no fue por gusto o por decisiones propias que desembarcaron en el maravilloso país que estaba empezando a construirse, sino que se trataba de seres humanos brutalmente transportados desde África como esclavos para trabajar en las grandes extensiones de azúcar, algodón y tabaco, gracias a las cuales empezaba a fraguarse la gran riqueza de esa a la sazón joven pero ya imponente nación. En relación con el sino de los negros podría afirmarse que la enternecedora película “Gone with the Wind (Lo que el Viento se Llevó) puede dar una ligera idea de lo que en aquellos tiempos podía ser considerada como una negra afortunada. Desde luego, la conformación del país se consumaría sólo con la Guerra de Secesión, pero ello es para nuestros propósitos irrelevante. Lo que importa es entender que como era una tierra ignota que había que poblar (puesto que los apaches, los sioux, los cheyenes, cherokes y demás estaban dejando inmensos huecos territoriales que había que llenar), las puertas estaban efectivamente abiertas a los aventureros que querían establecerse y progresar pero, una vez más, las puertas no estaban abiertas para todos, no por ejemplo para mexicanos, despreciables vecinos cuyo territorio era obviamente un don de Dios que había que aprovechar. Más bien, lo que se buscaba eran inmigrantes europeos, desde luego blancos y de preferencia rubios. Como ni negros ni indígenas ni mexicanos contaban en el tablero mundial que estaba empezando a reorganizarse (i.e., no alcanzaban todavía el status de humanos a los ojos del nuevo ciudadano norteamericano), lo que prevaleció ante el mundo fue la faceta de país de grandes oportunidades, de país en donde se respetaba a la mujer (había pocas mujeres entre el Mid-West y el Far-West, por lo que éstas eran muy valoradas, es decir, eran mercancía muy apreciada), de país en donde cualquier individuo dispuesto a trabajar con ahínco podía hacerse muy rico (insisto, si era blanco) y, por último (aunque de lo más importante), de país de la libertad. En realidad lo que esto quería decir era que se trataba de un país no sometido ya a las démodées coronas europeas, a un obsoleto status quo que no permitía avanzar, un país naciente en el que para triunfar no se necesitaba empezar desde abajo luchando con estructuras sociales sumamente rígidas y en condiciones de desventaja. En aquel “Nuevo Mundo” el territorio era inmenso, no había competencia, las instituciones eran laxas, se podía poseer esclavos, etc. La mesa estaba puesta. Es muy importante ubicar en el tiempo esta etapa de la historia de los Estados Unidos, esto es, la etapa en la que se forjó su imagen ante el mundo, porque de lo contrario los cambios sucedidos desde aquellos gloriosos tiempos de Buffalo Bill hasta nuestros días sencillamente no se entienden.

A mí me parece que podemos hablar, al hacer referencia a la historia de los Estados Unidos, de dos grandes periodos: el periodo de construcción (siglo XIX) y el periodo de expansión (siglo XX). Simbólicamente, el segundo periodo arranca con la ignominiosa derrota infligida a España y la concomitante conquista de Cuba, liberada hasta 1959 por Fidel Castro y sus barbudos. A partir de ese momento la presencia norteamericana se hizo sentir cada vez con más fuerza en el mundo y la mejor prueba de ello nos la proporciona la relampagueante derrota de Alemania, durante la Primera Guerra Mundial. Hasta la intervención norteamericana, Alemania tenía ganada la guerra: había derrotado a Rusia, había firmado un muy ventajoso tratado de paz con ella (negociado por Trotski, dicho sea de paso) y no se había disparado un solo tiro en su territorio. La participación norteamericana, orquestada por el juez de la Suprema Corte, Louis Brandeis, a cambio de lo que sería la Declaración Balfour de 1924 y con lo cual se daba el primer paso para la creación de Israel, cambió brutalmente esa situación y en un año Alemania estaba destruida. A todo mundo le quedó claro lo que era el potencial militar norteamericano. En 1929 los Estados Unidos, sin embargo, entraron en una crisis económica terrible (¿Adivina el lector por qué? Claro, por manipulaciones bancarias!) que afectó terriblemente a millones de personas (la estupenda novela de J. Steinbeck, Las Viñas de la Ira, describe bien la situación) y de la cual salieron sólo gracias a su participación (también astutamente preparada) en la Segunda Guerra Mundial (o sea que el auto-golpe del 11 de septiembre de 2001 tiene antecedentes muy claros). Es con ésta que empieza el verdadero auge, el gran estado de bienestar económico de los Estados Unidos, pero más importante aún: se trató de una victoria que les dejó una lección que aprendieron muy bien, una verdad de la cual todavía no se desprenden, a saber, que el bienestar de su país sólo es alcanzable gracias a la guerra. A partir de ese momento, los Estados Unidos no han parado de hacerle la guerra al mundo y el estado en el que han sumergido a la humanidad es, paradójicamente, lo que se conoce como Pax Americana.

Es en el siglo XXI que empieza la terrible confrontación de los Estados Unidos con el mundo como un todo. Se trata de una confrontación con un país representando visiblemente los más bellos ideales, los valores superiores del hombre, etc., pero internamente cargado de intenciones siniestras, ilimitadamente inmoral, prepotente, cruel, chantajista y todo lo que ello acarrea. La Segunda Guerra Mundial les enseñó a los norteamericanos que se puede ser bestial con un país, como lo fueron con Alemania, borrar la historia (como se hizo) y seguir adelante tranquilamente. Nada más piénsese en el bombardeo de Dresde o en el de Hiroshima y, más en general, en la política militar de bombardeos estratégicos, practicada desde 1943 en contra de Alemania y delineada principalmente para aterrorizar a la población y para destruir ciudades, independientemente de objetivos militares. Con esa gran experiencia pasaron después a Corea, a Vietnam, a América Latina en donde se dieron gusto organizando golpes de Estado e imponiendo las más horrendas de las dictaduras; habría que mencionar a Birmania, Panamá, Yugoeslavia, Irak, Afganistán, etc., etc. No hay región del mundo que no esté infectada por bases militares yanquis, no hay gobierno que no haya sido explotado y chantajeado económicamente, engañado diplomáticamente, abrumado desde todos puntos de vista. No hay crimen pensable que no hayan cometido, no hay plan de destrucción que no hayan delineado. Por ejemplo, ahora se sabe que tenían pensado, en caso de guerra con la Unión Soviética, lanzar más de 230 bombas atómicas en contra de ese país! En pocas palabras, los Estados Unidos son el horror de la historia pero eso sí, de aspecto impecable.

Es muy interesante contrastar la gratificante auto-imagen que tienen los norteamericanos con cómo los ven a ellos otros pueblos y, me siento tentado a decir, el resto del mundo (con excepción, naturalmente, de los pueblos que no han entrado en confrontación directa con ellos). Yo creo que los artistas coreanos captaron plásticamente muy bien lo que los norteamericanos son, no lo que dicen ser. Sugiero que el lector le eche un vistazo a unas simples obras que nos pintan mejor mil relatos lo que son esos “freedom fighters”. (https://www.rt.com/news/404958-north-korea-us-propaganda/). Estoy seguro de que sirios, iraquíes, sudaneses, libios, yugoeslavos, chilenos, etc., etc., ratificarían cien por ciento la visión norcoreana del ocupante norteamericano. Yo me atrevería a añadir a los niños mexicanos de dos o tres años, separados de sus padres y enviados a campos de concentración para niños de su edad porque, si pudieran hablar, de seguro que confirmarían lo que los artistas norcoreanos percibieron.

Pienso que es evidente que estamos imperceptiblemente pasando a lo que sería una gran tercera gran fase en la historia de los Estados Unidos, a saber, la fase de la decadencia. Definitivamente, el siglo XXI no les pertenece, no sólo porque militarmente ya no son omnipotentes, porque económicamente están en bancarrota, porque socialmente son una sociedad podrida, llena de contradicciones, viviendo de slogans y de retórica fácil (“libertad”, “democracia”, “nuestros valores” y demás bla-bla-bla), sino porque es obvio que su varita mágica, esto es, el recurso a la guerra, tiene un límite, que es la auto-destrucción, porque a eso equivaldría una guerra total con Rusia y China. O sea que su solución tradicional para resolver sus problemas internos podrá cada vez menos sacarlos adelante. Y hay otra poderosa razón por la que la desintegración de los Estados Unidos es prácticamente inevitable y es que de hecho los Estados Unidos son un país no con uno sino con dos gobiernos. Hay un gobierno oficial, por así llamarlo, que es el de la Casa Blanca, y un gobierno real o profundo, que no se ve pero que se siente. Un Estado tan incoherente como el actual Estado norteamericano no puede sobrevivir, porque inevitablemente genera de manera sistemática políticas inconsistentes, contradictorias, absurdas. La presidencia decide una cosa y el Congreso hace otra, el presidente afirma una cosa y el FBI lo desmiente y así indefinidamente. Es obvio que ese proceso se va a ir agudizando (eso es lo que pasa con las contradicciones) y ello, aunado a los conflictos y tensiones internos, habrá de llevar a ese país a una terrible crisis cuyo desenlace es en este momento imprevisible.

Es más que claro, dada la penetración norteamericana en el mundo, que el destino de los Estados Unidos nos concierne a todos, por lo que no podemos recurrir al fácil expediente de alzarnos de hombros ante lo que sucede en ese país y decir para nosotros “Es su problema!”. Eso no se puede hacer. Lo que es profundamente preocupante, sin embargo, es que inclusive en términos de evolución “pacífica”, interna, etc., no vemos que los Estados Unidos se muevan en una dirección de regeneración nacional, no digamos ya en la dirección del socialismo o de un país en el que se hagan valer los derechos de las mayorías. Lo que se está configurando en los Estados Unidos es OBVIAMENTE un Estado policiaco, represor, espía, inmoral, al servicio de la nueva oligarquía, de Wall Street (la banca mundial), de minorías ultra-privilegiadas y sin conexión vital con el “pueblo”, signifique eso lo que signifique en ese país, un país imbuido de una cultura totalmente materialista, yo diría “desespiritualizada”, enseñando que ser bueno es ser rico y ser rico ser feliz. Dejando de lado la multiplicidad de instituciones religiosas, la curia existente, los ritos a los que se apela, el lenguaje del “Oh my God” carente por completo de significado religioso y muchas otras cosas que podrían decirse, yo creo que puede afirmarse que los Estados Unidos ejemplifican aquí y ahora lo que es ser un país sin Dios. Es tan inmensa la distancia entre los círculos en donde se toman las decisiones y la gente, dentro y fuera de los Estados Unidos, que se puede vender bombas para arrasar con pueblos enteros, especular con los precios de los alimentos, llevar a la bancarrota a países completos, manipular los precios de los recursos naturales del mundo (números en una pantalla), hacer todo eso y más y seguir disfrutando de la vida con la conciencia tranquila. No hay problema. La pregunta es: ¿son los Estados Unidos aquí y ahora lo que, pasara lo que pasara, iban a ser o en algún momento de su historia se desviaron de sus magníficos ideales y permitieron que se les transformara en una máquina de guerra permanente?¿Cambiaron de manera natural o fueron forzados a cambiar? Yo creo que hay que dejar aquí el tema, porque las discusiones metafísicas fácilmente se tornan tenebrosas.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación y la Pornografía

Yo creo que podemos afirmar con seguridad dogmática que no hay persona (por cercana o querida que sea y, naturalmente, caigo yo también bajo el alcance de mi aseveración) ni hay institución (por venerable o respetable que sea) con las cuales podamos estar total y permanentemente satisfechos. Nuestros mejores amigos, quienes en algún momento fueron nuestras prometidas, vecinos agradables, todos son susceptibles de hacernos pasar de un entusiasmo embriagante a la más completa y desgarradora de las desilusiones. Lo mismo nos sucede con las instituciones, por magníficas que sean. Hasta en la más excelsa de las universidades se incrustan mediocres, arribistas y farsantes, quienes a final de cuentas no sirven más que para quitarle lustre a la institución de que se trate. Confieso que, tratando siempre de ser un crítico objetivo, a mí la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en ocasiones me ha decepcionado profundamente. Por ejemplo, hace muchos años tuve que iniciar una acción legal, asunto del cual di cuenta en su momento en mi página de internet (si a alguien le interesa el asunto puede enterarse de mi versión del caso, la cual está plasmada en los artículos “Justicia I” y “Justicia II”, Volumen 2000, Puntos de Vista, Perspectivas y Opiniones de mi página web). Cuando (sigo pensando) teniendo yo toda la razón de mi lado, frente a una sentencia infame en segunda instancia solicité un amparo la SCJN me lo negó, dejándome en relación con el asunto en cuestión enteramente desprotegido. Podrá decirse que este era un caso personal y que es porque no me fue favorable una cierta determinación judicial que estoy “decepcionado”, por lo que una opinión así realmente no tiene mayor valor. Yo creo que me sería factible rebatir exitosamente un pronunciamiento como ese tan pronto pasáramos a los detalles, pero la verdad es que no me interesa debatir una vez más ese caso particular. Más bien, quisiera señalar que la SCJN también me ha hecho sentir mal en otras ocasiones pero en relación con temas que no son en lo absoluto personales. Por ejemplo, un caso aberrante de decisión con tintes meramente propagandísticos fue el visto bueno que la SCJN le dio a los matrimonios homosexuales y a la posibilidad de que éstos adopten niños. Me parece una decisión aberrante. ¿En qué se funda mi descontento en este caso?¿Por qué la decisión de la SCJN me parece injustificada? Dejando de lado multitud de argumentos precisos (tema más bien de otro artículo) concernientes a consideraciones puntuales propias del caso, por lo que yo creo que el juicio de la SCJN es equivocado es porque ésta se erige en un tribunal que presta oídos sordos a lo que la gente en este país quiere. Desde luego que con esa decisión los miembros de la SCJN dejaron contentos a quienes más alharaca hacen, esto es, a quienes controlan los aparatos públicos de difusión de ideas (radio, prensa, televisión, básica pero no únicamente), aparatos a los que sólo en muy raras ocasiones tienen acceso los opositores de esa política. No es mi propósito debatir aquí y ahora si la decisión de la SCJN es en este caso correcta o incorrecta. Lo que sí sé es que es radicalmente contraria a lo que siente, quiere y piensa el pueblo mexicano. Tenemos así un caso típico de conflicto entre la voluntad popular y una institución que emana  de ella pero que opera independientemente de ella y en ocasiones, como en este caso, en contra de ella! Si recordamos, aunque sea vagamente, lo que sostenía Juan Jacobo Rousseau sobre el “contrato social”, entenderemos ipso facto por qué la SCJN puede decepcionar no a una, sino a millones de personas.

Ahora bien, así como podemos ser objetivamente críticos de la SCJN también hay que aplaudirle cuando toma decisiones que a las claras son socialmente sanas. Y eso precisamente fue lo que sucedió la semana pasada cuando, de manera hasta un tanto sorpresiva, los miembros de la Suprema Corte determinaron conferirle a la pornografía el status delincuencial que realmente tiene. A partir de ese momento la pornografía está prohibida en México y quien tome parte en esa práctica social puede recibir una sanción de hasta 15 años de cárcel. A nosotros, por todo el daño humano asociado con la pornografía, nos puede parecer poco, pero no está mal. En todo caso, no podemos más que vitorear con alegría la decisión, gritar a todo pulmón que fue una decisión correcta. Pero ¿no será que nos estamos precipitando? Necesitamos hacer un esfuerzo y reflexionar para siquiera tener claro para nosotros mismos por qué, sin caer en la mojigatería, respaldamos la decisión de la SCJN.

Básicamente, me parece que el tema (muy complejo) de la pornografía puede ser examinado desde dos perspectivas distintas, de hecho vinculadas entre sí pero de todos modos lógicamente independientes una de la otra. Uno es el estudio abstracto de la naturaleza de la pornografía, esto es, de su rol en tanto que práctica social, de los resortes de acción humana a los que apela, de los requerimientos humanos con los que juega, de las necesidades que manipula y de las debilidades de las que se aprovecha; y otra es el estudio empírico de la pornografía, esto es, su examen desde el punto de vista de sus consecuencias y de sus implicaciones prácticas. En relación con lo primero habría que admitir de entrada y explícitamente que no sería nada fácil elaborar argumentos contundentes y definitivos en contra de la pornografía, de manera que para evitar hundirnos en enredos tan interminables como redundantes opino que lo sensato será efectuar un veloz análisis de la cuestión meramente factual de los efectos reales y de los vicios palpables con los que la pornografía está obviamente vinculada. Propongo entonces iniciar un examen, inevitablemente un tanto superficial por razones más bien obvias, de la faceta “práctica” de la pornografía a través de un parangón con otra práctica socialmente aceptada, de fácil comprensión para cualquier lector y a partir de esa comparación tratar de echar luz sobre el escabroso tema que aquí nos ocupa.

Consideremos entonces el caso de las salchichas. ¿Qué son las salchichas? Todo mundo sabe que se trata de productos comestibles hechos, no siempre pero sí en muchísimos casos, con el detritus de partes de animales a los que los carniceros les quitaron todo lo que resulta socialmente comible. Una salchicha es entonces un embutido resultado de una mezcolanza procesada de restos de vísceras, ojos y toda clase de tejidos que nadie en condiciones normales pensaría en llevarse a la boca. Naturalmente, siendo un producto comercial las salchichas están “debidamente” preparados para el consumo humano incorporando para ello todos los ingredientes químicos necesarios de modo que tengan una consistencia apropiada, un sabor aceptable, etc. O sea, una salchicha es una mercancía que refleja a la perfección dos características de nuestro sistema de vida: por una parte, está uno de los preceptos fundamentales del sistema capitalista, a saber, todo es objeto de compra y venta, todo se comercializa, hasta las partes menos apetecibles de los animales (en este caso, cerdo, res y pavo); y, por otra parte, está el hecho de que el planeta contiene a millones de seres humanos a los que hay que darles de comer y ciertamente no todos tienen acceso a las clases de exquisiteces de las que las salchichas están excluidas. Nos guste o no, una salchicha ciertamente no es comparable a un lomo de res Kobe pero, podría argumentarse en su defensa, de todos modos es comida, contiene proteínas y es en principio nutritiva. Así, pues, para millones de personas en un estado de búsqueda cotidiana de comida la salchicha es una solución. Dejando de lado las salchichas de alta calidad (que también las hay), todos sabemos que las salchichas baratas son casi una porquería, por lo que si alguien alguna vez vio cómo se procesaban no vuelve a poner en su boca una cosa así nunca más. Así vistas las cosas, podríamos decir que la salchicha es una cosa esencialmente contradictoria: es un producto que en condiciones normales a una inmensa mayoría de personas le daría asco deglutir pero que, curiosamente, en condiciones de necesidades permanentemente insatisfechas puede significar hasta la salvación de millones de personas. Por el momento, lo único que hay que tener presente es la conexión con la pornografía.

Desarrollemos entonces un poquito más nuestro ejemplo. Imaginemos ahora la siguiente situación: a esa porquería de la que no quisiéramos ni saber que existe de pronto le ponemos mostaza, salsa catsup, mayonesa, la acompañamos con unos sabrosos pepinillos y la envolvemos con un pan caliente preparado precisamente para comérnosla. Lo que obtenemos es un estupendo platillo, de hecho una aportación de la cocina norteamericana al arte culinario mundial, conocido como ‘hot dog’. Y echando a volar la imaginación, veámonos ahora sentados en un parque de beisbol, con medio litro de veneno (i.e., de coca-cola) en una mano y entonces esa cosa de la que en otras condiciones no querríamos saber nada además de que nos va a alegrar el partido de beisbol nos va también a resultar exquisita! La situación es, una vez más, paradójica: la persona sabe cómo se elabora una salchicha, si presenciara cómo se hace pudiera ser que hasta se vomitara, pero en las condiciones apropiadas esa porquería puede ser si no lo único sí lo mejor que se podría consumir. A mí me parece que este ejemplo algo nos enseña sobre la pornografía. El problema es explicar las similitudes.

Yo creo que en efecto la salchicha del ejemplo es un caso parecido al de la pornografía, pero como era de esperarse los casos no coinciden totalmente. Hay paralelismos entre ellos, pero nada más. Podríamos decir que, si se topa con productos pornográficos, la gente sana y satisfecha sexualmente simplemente los hace a un lado. La pornografía sencillamente no le sirve. Y, por otra parte, en épocas de abstinencia sexual forzada la pornografía es como la salchicha para el muerto de hambre, a saber, algo así como un manjar. Pero si no podemos prohibir las salchichas ¿por qué si podemos hacerlo con la pornografía? La respuesta tiene que ver con las peculiaridades de esta última, algunas de las cuales pasaremos a considerar.

La verdad es que no es muy difícil imaginar condiciones un tanto especiales en las que la pornografía podría desempeñar un papel relativamente positivo. Por ejemplo en una sociedad extremadamente mojigata e hipócrita, en una sociedad de corte victoriano, un poco de pornografía podría ser útil socialmente para desprejuiciar un poquito a la sociedad y evitar así aunque fuera la proliferación de los casos de histeria. Este punto, sin embargo, resulta particularmente útil para el debate en torno a la pornografía en México, porque precisamente a estas alturas de su desarrollo nuestro país ya no está en una etapa en la que la pornografía pudiera desempeñar ese rol supuestamente positivo. Desde ese punto de vista en México la pornografía es redundante y por consiguiente no cumple ni en principio con el rol potencialmente positivo que se supone que podría desempeñar. El ciudadano medio (más aún: los púberes y hasta los niños) está bombardeado desde que nace con toda clase de imágenes “permisibles” de hombres y mujeres sin o con poca ropa, en las más diversas situaciones, etc., de manera que a los 15 años los muchachos de nuestros tiempos no necesitan ya productos pornográficos ni para abrir los ojos ante la realidad del sexo ni para instruirse. Ellos ya saben todo eso y más! Por lo tanto, en ese sentido la pornografía no cumple la función supuestamente benéfica a la que pudiéramos apelar para justificarla como solución para alguno que otro problema social. De ahí que pueda afirmarse que, en el contexto nacional, ciertamente la pornografía no surte los efectos positivos que se le podrían adscribir y es por ende dispensable. Pero ¿son entonces sus efectos forzosamente negativos? Formalmente, lo segundo ciertamente no se sigue de lo primero. Por lo tanto, la argumentación en contra de la pornografía tiene que ser a la vez independiente del hecho de que no es útil y factualmente convincente. Sólo así se le puede desterrar, puesto que es obvio que no se le puede condenar sólo porque no es útil.

Si mi comparación con la salchicha sirve de algo, lo primero que podemos decir es que así como la salchicha es comida chatarra, la pornografía es sexo chatarra. ¿Qué quiero decir con esto?  Primero que, estrictamente hablando, es un modo de inducir a una práctica sexual, pero ella mismo no es práctica de nada. En ese sentido es sexo aparente y en ese sentido es una estafa, como cualquier bolsa de papas. Así como el que compra comida chatarra paga por algo que no es nutritivo, así también el consumidor que paga por una revista o una película pornográfica busca sexo pero paga por algo que no es estrictamente hablando lo que él quisiera. Sin embargo, al revés de lo que pasa con la comida chatarra que sirve para quitar el hambre aunque en realidad no nutre, el sexo chatarra no baja la tensión sexual sino que la incrementa dejando al consumidor con su líbido insatisfecha. Y es precisamente por eso que la pornografía se vuelve peligrosa: deja a lo que podríamos llamar un ‘muerto de hambre sexual’ con más hambre todavía, listo para otra clase de correrías. Por eso no se puede rechazar la acusación de que de hecho la pornografía está internamente conectada con la prostitución. Obviamente, habrá personas (como países) para los que la prostitución es una actividad perfectamente legítima, un oficio más (no menciono países así porque no quiero avergonzar a nadie). Nosotros, evidentemente, no concordamos con semejante punto de vista, pero no nos desviaremos hacia dicho tema. Basta con reconocer que es un hecho que hay un vínculo muy fuerte entre pornografía y prostitución y, por transitividad, dadas las conexiones de la prostitución con el tráfico de personas (básicamente de mujeres y niños) y por ende con la delincuencia organizada, entre pornografía y crimen. Ya esto por sí solo da lugar a un argumento sólido para declararla ilegal. La verdad es que los miembros de la SCJN en esta ocasión se lucieron!

Como en o con todo, hasta en la pornografía hay, por así decirlo, niveles. Quizá en algún sentido muy especial pudiera haber productos pornográficos más o menos “finos” y hasta podríamos imaginar, con un poquito de buena voluntad, que revistas o películas pornográficas podrían fungir como textos gráficos de iniciación a ciertas prácticas sexuales, pero habría entonces que contrastar esas excepciones con la infinidad de productos pornográficos que son sencillamente repugnantes, tanto física como moralmente. Por ejemplo, todos los productos de pornografía escatológica son simplemente asquerosos y ciertamente no tienen absolutamente nada de artístico o de atractivo. En ese sentido, en relación con el sexo la pornografía no es más exaltación del morbo, como lo sería para la gastronomía ver a alguien que se come vivo a pollo. A alguien completamente anormal le podría quizá despertar un cierto deseo el ver cómo alguien devora a un pollo vivo, pero nadie podría sostener seriamente que se trataría de una práctica edificante. Piénsese, por otra parte, en fotografías o videos de relaciones sexuales entre “humanos” y animales. También eso es una variante de pornografía, una modalidad que exhibe mejor que otras lo que es la animalización de la vida sexual humana. Y piénsese también en la inmensa cantidad de videos o fotos que circulan por todos lados de adultos teniendo relaciones sexuales con niños. Eso es no sólo inmoral, sino criminal. Por lo tanto, dado que la pornografía se acepta o se rechaza in toto, parecería que más allá de la ética y de la estética hay bases jurídicas claras para declararla contraria a la salud pública y, por lo tanto, ilegal.

Yo creo que es tan importante combatir el negocio infame de la pornografía como tratar de rastrear a los amos del negocio para exhibirlos ante la humanidad como lo que son: explotadores de personas, inductores profesionales al vicio y vulgares comerciantes de pasiones y debilidades humanas. Hasta donde se sabe y como por casualidad, ellos son siempre los mismos, ya se trate de México, de Argentina, de Ucrania, de Canadá, de Suecia o de los Estados Unidos. Es evidente que gracias a la pornografía sus dueños, promotores y orquestadores se han vuelto multimillonarios. La pornografía es un producto relativamente reciente, es decir, es un producto típicamente capitalista. Cabe preguntar: ¿qué clase de mente se tiene que tener para saber aprovechar sin escrúpulo alguno todos los mecanismos y resquicios del sistema y hacerse rico objetivizando a la mujer y animalizando al hombre? Tiene que tratarse de seres que, por las razones que sean, no están realmente ligados a quienes parecerían ser sus semejantes, es decir, a la humanidad en su conjunto, a quienes a final de cuentas no ven más que como animales y como consumidores. En realidad, la pornografía  es tan dañina para el hombre como para la mujer normales porque, si bien en sentidos distintos, al entrar en esa forma de vida a ambos se les bestializa. La pornografía es una tentadora (porque juega con requerimientos y con deseos humanos) invitación al vicio y en esa medida una vía para hacer que, en ese contexto determinado que es el de la vida sexual, las personas alejen de sí mismas las posibilidades que en un principio tienen de alcanzar sus mejores formas de realización.

Peculiaridades Nacionales

La irracionalidad reviste las más variadas formas. De acuerdo con los aburridos filósofos estándar ser irracional es ir en contra de las leyes de la lógica, pero esa es la forma más pueril y menos interesante de ser irracional. La irracionalidad tiene más bien que ver con la naturaleza de nuestras creencias. Algunas creencias presentan ciertos rasgos que hacen que las califiquemos como “irracionales”. Por ejemplo, nadie las acepta, embonan con todo o no embonan con nada, son injustificables, siempre tienen efectos contraproducentes para quien las hace suyas, etc. Un ejemplo de irracionalidad, un fenómeno teóricamente interesante pero que resulta a la vez ridículo, detestable y a final de cuentas caro es el auto-engaño. Este fenómeno es detectable tanto en un nivel individual como en un plano colectivo. Considérese, por ejemplo, el auto-engaño personal. La persona que se forma una imagen de sí misma que es palpablemente equivocada termina por hacer el ridículo, puesto que los demás no pueden dejar de percatarse de que la concepción que el sujeto tiene de sí mismo sencillamente no corresponde a la realidad. Así, alguien se puede sentir inteligente, guapo, simpático, ocurrente y culto y ser objetivamente tonto, feo, antipático, aburrido e ignorante. Su creencia en sus cualidades es declaradamente irracional. Algo interesante en relación con esto es que difícilmente podría afirmarse que se trata de fenómeno poco recurrente. En realidad es de lo más común, por lo que no queda más que concluir que reina en el mundo más irracionalidad de la que en principio uno estaría dispuesto a pensar. Es evidente, por otra parte, que alguien que se auto-engaña las más de las veces se vuelve una persona repelente o hasta detestable, puesto que los demás tienen que padecer una conducta que no encaja con la personalidad imaginada que el sujeto se auto-adscribe. Alguien puede de hecho ser desagradable y rudo y, no obstante, estar convencido de que es todo un caballero. Es altamente probable, por lo tanto, que la persona en cuestión tenga permanentemente choques con los demás pero, en la medida en que se aferra a sus creencias estando sin embargo equivocada respecto de sí misma, ella no podrá ejercer sus capacidades normales de auto-crítica, no estará en posición de superar los conflictos y, por lo tanto, los problemas con los demás seguirán. Asimismo, es obvio que esa forma particular de irracionalidad que es el auto-engaño tiene consecuencias negativas que pueden revestir las más variadas modalidades (pecuniarias, sociales, laborales, familiares, etc.), Sin embargo, en mi opinión las consecuencias más “caras” para la persona vienen cuando de una u otra manera ella misma se da cuenta de que su auto-percepción choca con el muro de la realidad y que éste la hace añicos, cuando los hechos le muestran inmisericordemente a uno que no se es lo que pensaba uno que es. Cuando eso sucede el sujeto puede caer en depresión, puede perder peligrosamente interés en los demás, sentirse totalmente disminuido y, en el peor de los casos, hundirse en la locura, un laberinto del cual rara vez se sale. Todo eso puede tener consecuencias fatales. Así, pues, una percepción falseada de uno mismo, aunque momentáneamente gratificante para el ego, habrá inevitablemente de tener costos vitales sumamente elevados.

Como era de esperarse, esa forma de irracionalidad que es la auto-percepción ilusoria se da también a nivel masivo o colectivo. Es más que obvio que también los pueblos se forjan ideas de sí mismos que tiene todas las características del auto-engaño, de las racionalizaciones inconscientes, de la fantasía desbordada. Los norteamericanos, por ejemplo, se siguen pensando a sí mismos como (en algún sentido importante) especiales y siguen creyendo en su “destino manifiesto”, considerando por ello que pueden tratar al resto del mundo con un doble estándar: todos los países deben someterse a las leyes de las instituciones mundiales (que ellos dictan), pero no ellos porque ellos realmente son excepcionales. Afortunadamente allí están Rusia y China (y yo añadiría Israel) para abrirles los ojos y así despertarlos de su “sueño dogmático”. Y ciertamente no son los norteamericanos el único pueblo que gira en torno a creencias que, por incompartibles, infundadas, gratuitas, inútiles y demás le resultan a la humanidad en su conjunto no sólo inaceptables, sino absurdas y hasta ridículas, pero no abundaré en el tema. No son creencias irracionales vis à vis los demás lo que aquí me interesa, sino más bien cierta forma de auto-engaño colectivo respecto de sí mismo y que se manifiesta a través de decisiones y de conductas que resultan para la propia comunidad de que se trate altamente perjudiciales pero a las que, por increíble que suene, no se renuncia. Si ese es nuestro tema imposible entonces no pensar en México. En lo que a irracionalidad colectiva concierne somos campeones. A mi modo de ver es evidente que en nuestro país la gente está forzada a vivir en el engaño y en el auto-engaño a los que inducen las políticas gubernamentales. Por ejemplo, en México en general se pensaba hasta hace unas cuantas décadas que las leyes que regían al país eran excelentes y que el problema era sencillamente que no se aplicaban. Esta era una idea ingenua de un pueblo que había dejado atrás épocas turbulentas, que confiaba en que después de un gran sacrificio social gracias a su trabajo y a su esfuerzo podría vivir bien sólo que ese estado deseado de bienestar se posponía y se posponía y no se materializaba nunca. La explicación que la gente se daba era que ello se debía a que unas cuantas malas personas impedían que las maravillosas leyes nacionales dieran los resultados por todos esperados. Pero esto era obviamente un auto-engaño: dejando de lado corrupción y demás plagas sociales, lo cierto es que las leyes mexicanas son sumamente imperfectas, vagas, en muchos casos claramente anti-sociales. Ahora bien, hay casos en los que se puede comprender por qué la gente se auto-engaña, pero hay muchos otros en los que definitivamente intentar comprender es una tarea de entrada imposible de completar. Dado que no nos corresponde estar delineando soluciones para nosotros la tarea se reduce a señalar problemas y a tratar de ofrecer un diagnóstico general que ayude a entender, aunque sea parcialmente, lo que a primera vista es incomprensible.

Así, pues, básicamente lo que pasa es que, por una parte, urge resolver ciertos problemas factuales, prácticos, inmediatos pero, por la otra, por falta de cacumen, de células grises, por la corrupción, por falta de un genuino interés en el bienestar de las personas, por ignorancia, por ineptitud, por tener valores ridículos o por alguna otra “virtud” como esas se toman medidas que resultan ser abiertamente torpes y se promulgan leyes contrarias al interés nacional. Lo peor de todo es, naturalmente, que los problemas no se resuelven sino que van in crescendo. Veamos ahora sí algunos ejemplos de ello.

Hace unos 40 años, más o menos, se propuso en cierto sector del gobierno de la época que, por una serie de razones más o menos obvias, dada la cantidad de perros que había en la capital del país (se calculaba la población canina de la ciudad de México en unos 200,000 animales) se acabara con un número elevado de ellos. Decenas de miles de éstos eran, obviamente, perros callejeros y había con ellos problemas reales de alimentación, ataques, enfermedades, heces y todo lo que se quiera asociado con los perros. Movida por un laudable sentimiento de piedad, la primera dama de aquella época se opuso rotundamente a la ejecución de los animales. Muy bien, pero ¿qué pasó? Que ahora tenemos 2,000,000 de perros! ¿Fue una decisión apropiada la de aquellos tiempos? No lo sé, pero lo que sé es que como no se le ocurrió a nadie ningún programa alternativo real para resolver el problema, ahora el problema es 10 veces mayor. Nadie entiende, por ejemplo, por qué nunca se combatió seriamente el comercio animal, el cual inundaba las calles. Eran muy conocidas, por ejemplo, las camionetas que se estacionaban a un costado de un importante centro comercial del sur de la Ciudad de México y allí públicamente sin permisos se comercializaban cachorros de todas las razas imaginables. En la actualidad, los problemas que ocasionan los perros siguen allí afectando a la población en su conjunto (piénsese nada más, por ejemplo, en la multitud de enfermedades respiratorias y digestivas que padece la gente por los perros), sólo que (como dije) multiplicados por 10. Si nos fiamos a las consecuencias, aquí tenemos un prototipo de cómo no se debe proceder.

Alguien podría afirmar: “Bueno, eso es un caso especial y es hasta comprensible. Pobres animales!”. Está bien, pero ¿qué tal este otro? Las “vías rápidas” en la Ciudad de México (el viaducto Miguel Alemán, el Periférico, los segundos pisos) están construidas de tal manera que la salida inevitablemente se convierte en un cuello de botella, en un tapón para la circulación vehicular, porque se desemboca en calles estrechas, con mucho tráfico, etc., y entonces se forman filas inmensas de autos. ¿Cómo habría podido solucionarse, aunque hubiera sido por etapas, el problema? No sé y afortunadamente nadie me pidió mi opinión, pero la solución mexicana, esto es, la que se tomó durante el periodo del sátrapa Miguel Ángel Mancera, una medida impuesta por una de sus más infames colaboradoras, una tal Laura Ballesteros (creo que era de Querétaro y por eso se le llamaba la ‘queretina’, pero no estoy seguro de que ese fuera el apelativo correcto), consistió en ….. reducir por la fuerza la velocidad de los autos que circulaban en las “vías rápidas”! ¿Se solucionó el problema? Claro que no! Dada la cantidad de autos en circulación lo único que se logró fue convertir las vías rápidas en auténticos estacionamientos, con lo cual la contaminación se incrementó hasta convertir a la ciudad en una ciudad fantasma. Nada más se ven las siluetas de los edificios. Ahora lo que tenemos es estacionamiento gigantesco (por el temor a pagar multas sin fin) además de los mismos antiguos problemas concernientes a las salidas de las vías rápidas, un problema que nunca se solucionó. En este caso, todos lo entendemos, la “solución” no vino de ningún genio y lo que percibimos son más bien claras huellas de corrupción, puesto que como se sabe las fotos multas se convirtieron en la caja chica del jefe de gobierno, el aspirante a emperador, Miguel Ángel Mancera. Dicho sea de paso, yo estoy totalmente convencido (como millones de ciudadanos) que él tendría que ser llamado a declarar por el reciente y aparatoso derrumbe de edificios en el nuevo “shopping center” del sur de la Ciudad de México, pero como tiene fuero por el momento no se le puede tocar. Todos esperamos, sin embargo, que la justicia lo requiera y que por lo menos se le dé ese gusto al pueblo de México.

Otro ejemplo formidable de incongruencia nos lo proporciona la Secretaría de Educación Pública (SEP). Como es bien sabido, la SEP tiene que acoger año tras año a legiones de niños a lo largo y ancho del país. Los niños, que a no dudarlo tienen derecho a la educación, que ingresan cada año a la Primaria se cuentan por millones sólo que, como todos sabemos, no hay en el país suficientes salones de clase. Ese es el problema, pero ¿cuál es la solución? Muy simple: para no amontonar niños unos encima de otros hay que desalojar los salones y eso ¿cómo se logra? La solución es genial: lo que hay que hacer es prohibir a los maestros que reprueben niños aunque éstos no pasan los exámenes. Así, pues, no hay reprobados en la Primaria: hagan lo que hagan, digan lo que digan, se comporten como se comporten, el niño que está en primero pasa a segundo, el que está en segundo pasa a tercero y así sucesivamente. Ciertamente, el problema del cupo en los salones queda resuelto (a medias), pero ¿a qué precio? El precio es el auto-engaño: hacemos como que tenemos millones de alumnos que están justificadamente en la clase en la que se encuentran cuando visiblemente eso no es el caso! No importa si escriben con tremendas faltas de ortografía, si no saben hacer operaciones aritméticas, si no tienen ni idea de lo que es (biológicamente hablando) el cuerpo humano, si no recuerdan los nombres de sus héroes nacionales, etc., etc. A final de cuentas, en relación con múltiples niños, el certificado de Primaria que la SEP les otorga es como uno de esos certificados que se pueden mandar a hacer en la Plaza de Sto. Domingo (junto todavía a las oficinas centrales de la SEP) y que lo hacen pasar a uno como licenciado, maestro o doctor en la disciplina que uno quiera y por la universidad que a uno más le guste. En otras palabras, una burla total. La pregunta es: en este caso ¿qué es peor: el mal o la medicina? Como diría un cómico de la televisión mexicana, “qué alguien nos explique!”.

La verdad es que lo menos que podemos decir es que los ejemplos mencionados claramente indican que quienes han estado durante lustros al frente de las instituciones nacionales básicamente han sido unos ineptos además de ser gente carente de un sentimiento serio o maduro de responsabilidad en relación con la población en su conjunto. Parecería que los funcionarios mexicanos, en general, toman felices posesión de sus cargos pensando ante todo en lo que tienen que hacer para que los problemas que heredan no les estallen y puedan ellos permanecer en sus puestos durante los periodos correspondientes, pero sin proponerse resolverlos. Desde luego que hay que evitar que los problemas los rebasen, pero eso no basta: hay también que esforzarse por encontrar nuevas soluciones, por anticiparse a los problemas que ya se tienen en ciernes y sobre todo, por no contentarse con tapar los problemas sin tratar de efectivamente darles una solución. El auto-engaño de las autoridades no sirve para nada, ni siquiera como paliativo.

Muy probablemente, el caso más indignante de situación de ilogicidad en la que vivimos nosotros, los mexicanos, es la que se crea por el nefando coctel que conforman la estupidez, la deshonestidad y un marcado desinterés por la existencia de los ciudadanos por parte tanto de los encargados de hacer las leyes (diputados, básicamente) como por los encargados de aplicarlas (poder judicial). Pero examinemos someramente el caso. Como todos en México sabemos, por un lado el ciudadano medio, las personas que trabajan y que tienen horarios rígidos, tienen que usar diariamente el transporte colectivo. Todas esas personas corren cotidianamente riesgos incalculables. Todos los días sufren asaltos, atropellos de toda índole, abusos y demás. A los pasajeros, básicamente gente modesta, les roban sus celulares, el poco dinero que llevan, sus relojitos o sus cadenitas, etc., sin mencionar ya los golpes, las humillaciones y demás vejámenes por parte de barbajanes y de delincuentes que sólo reconocen la fuerza como argumento. Eso por una parte. Por la otra, sabemos que, como las escuelas de la SEP, los reclusorios están a reventar y no hay nuevos o sólo en perspectiva. El problema es entonces: ¿qué hacer con tanto delincuente si ya no hay lugar en dónde meterlos? Además, precisamente por la cantidad tan grande de detenidos que hay, los juzgados están llenos de expedientes, los juicios se alargan desesperadamente, etc. Un caos total. En medio de ello vive el ciudadano normal, el hombre de a pie, “Juan pueblo”, como dicen. ¿Cuál es la solución? Al ingenuo lector sin duda se le ocurrirá que lo que hay que hacer es reforzar la vigilancia, poner cámaras, incorporar policías en los autobuses, inspeccionarlos sistemáticamente, etc., etc. Muy equivocado. Eso podrá ser en otros países. Aquí en México ya se encontró la solución, la cual se compone de por lo menos dos factores. El primero es la reclasificación de los delitos. Como por arte de magia, a nivel de la criminalidad cotidiana no hay delitos graves. Y, segundo, disfrutamos ahora de los así llamados ‘juicios orales’. ¿En qué consisten éstos? En que se confrontan víctima y victimario frente a un juez, no se acumulan expedientes, el delincuente puede seguir su juicio en libertad y así ya tenemos la solución al problema del abarrotamiento de los reclusorios. Sólo a un genio se le pudo haber ocurrido algo así, pero a un genio al que el ciudadano mexicano le importa un comino. En dichos juicios la función del juez es presionar a la víctima para que llegue a un arreglo con su victimario, un arreglo que tiene que ser “moderado”, equitativo, etc., de manera que casi casi el ciudadano termina pidiéndole perdón a quien lo golpeó, asustó y atracó. ¿No es eso congruencia y visión política? Sí, pero irracionales.

Olvidada por las autoridades y desprotegida frente a los bandoleros, después de cientos de miles de casos en los que el resultado final es que se tiene uno que conformar con no haber perdido la vida, es perfectamente comprensible que la gente intente defenderse. Pero ¿qué es defenderse frente a un sujeto armado? Pues sacar otra arma y tratar de disparar antes que él. Es así como han surgido en el transporte colectivo, sobre todo en los suburbios de la ciudad de México, en los municipios conurbados del Estado de México pero no únicamente, multitud de los así llamados ‘justicieros’, esto es, pasajeros que en un momento de descuido por parte de los asaltantes o cuando éstos muy alegremente se preparan para bajarse del camión después de su razzia, toman la justicia por su cuenta y acaban con los delincuentes. Nadie exalta la violencia, pero frente a la terrible realidad en la que está sumergida la gente, frente a la inacción de las autoridades y la palpable injusticia de las leyes: ¿no es acaso la auto-defensa la única opción que le queda a los usuarios del transporte colectivo? Y dado que esa es la única opción ¿no es ella legítima? El punto importante es que por irracionalidad jurídica y policiaca la gente vive en el temor, la incertidumbre, el no saber qué hacer: si no me defiendo estoy perdido y si me defiendo también. Bravo!

La cereza de tan suculento pastel, otra inconsistencia de magnitudes descomunales, la encontramos no sólo en el abuso sino sobre todo en la forma tan estúpida que se tiene en México de entender el concepto de derechos humanos. Si extraemos la noción de derechos humanos de su aplicación real en la vida cotidiana lo que tendríamos que decir es que en México se usa la expresión ‘derechos humanos’ sobre todo cuando lo que se quiere es ayudar a alguien a que evada la aplicación de la ley. Esto, naturalmente, se aplica de inmediato y en primer lugar precisamente a quienes la infringen. Resulta entonces que, por una incomprensión y una tergiversación conceptuales, tan pronto un delincuente es llevado ante la justicia lo primero que se pretende hacer es “salvaguardar sus derechos humanos”. Eso es grotesco. Siendo esas las premisas, a nadie debería sorprender que las organizaciones no gubernamentales, los dizque defensores de derechos humanos, los abogados de oficio, etc., se aboquen en primer término a defender a los delincuentes (inter alia)! A consecuencia de ello y como un efecto colateral inevitable se descuidan los derechos violentados de las víctimas. Esto no sólo es, en un sentido degradante o peyorativo, una mera “percepción” de la ciudadanía: es una lectura correcta de los hechos, porque eso precisamente es lo que sucede. Ahora bien ¿cómo comprender esa situación en la que la gente, independientemente del modo cómo ello se manifiesta, se hace daño a sí misma?¿Es por ineptitud, por corrupción, por ilogicidad? Yo creo que la respuesta es inmediata: por todo ello junto. Ello da una idea de la clase de realidad surrealista, nada envidiable dicho sea de paso, en la que se obliga a vivir al pueblo de México.