Más que un artículo acabado, a lo que aspiro aquí es a efectuar un veloz ejercicio de reflexión y de búsqueda, tratando de llegar a alguna conclusión que resulte estar, a los ojos de cualquier lector imparcial, sólidamente establecida. Procederé, por lo tanto, sin un orden preconcebido, dando rienda suelta a los requerimientos argumentativos que se le vayan imponiendo a mi intelecto.
Sin duda alguna algo que constantemente entorpece y complica las relaciones humanas no sólo en el terreno de la vida cotidiana sino también en el ámbito de los debates científicos, filosóficos, artísticos, etc., y desde luego políticos, es la falacia consistente en plantear falsos dilemas e intentar forzar al interlocutor a que responda a preguntas que simplemente no tienen por qué plantearse. Un ejemplo de la falacia mencionada es el de solicitarle a la persona con quien se discute que proporcione una lista jerarquizada de valores, principios, objetivos y demás, cuando ello simplemente no es ni deseable ni posible. Consideremos rápidamente el siguiente diálogo imaginario:
A) ¿Es comer importante para el ser humano?
B) Desde luego
A) ¿Es beber importante?
B) Evidentemente!
A) Comer y beber no son lo mismo ¿verdad?
B) Claro que no!
A) Por lo tanto, no tienen el mismo valor.
B) Supongo que no.
A) Dime entonces qué es más importante: ¿comer o beber?
Es evidente que puesto ante una alternativa semejante, el hablante (B) se paralice y no sepa cómo reaccionar, qué decir. Pero nosotros qua espectadores neutrales podemos juzgar el diálogo y de inmediato nos percatamos de que lo que pasa es que (B) cayó en una trampa: la jerarquización que se pide, la alternativa ante la cual es puesto, la obligación de decidir qué es más importante si comer o beber, es una demanda absurda, puesto que en última instancia equivale a pedir que se establezca un orden de prioridad entre dos requerimientos igualmente vitales para el ser humano. No se puede vivir nada más comiendo y no se puede vivir nada más bebiendo. Por lo tanto, preguntar qué es más importante, si comer o beber, es plantear un pseudo-problema, un problema que no tiene solución.
El ejemplo recién dado pone de manifiesto que la falsa perspectiva de una potencial jerarquización teórica o vital, independientemente de cuán idealizada se le presente, a menudo no es más que la expresión de una visión radicalmente errada del tema. Lo que se tiene que hacer en esos casos es entonces, primero, rechazar como legítima la exigencia de jerarquización y, segundo, remplazar el enfoque de priorizaciones por un enfoque de carácter más bien conjuntista o holista o mereológico. Lo que quiero decir es que en lugar de pretender jerarquizar un determinado conjunto de elementos o factores lo que hay que hacer es describir y explicar cómo y por qué son todos ellos indispensables para el buen funcionamiento de una entidad, una persona, un club, una sociedad, una cultura.
Lo anterior, sin embargo, no implica que entonces no podamos nunca establecer prioridades. Eso sería palpablemente falso. ¿Qué es más importante: comer o ir al cine? La respuesta es obvia, si bien podríamos también imaginar situaciones en las que la contestación sería diferente de la que en general seríamos propensos a dar, pero ello naturalmente se debería a que se trataría de una situación singular, única, especial. Por ejemplo: se le pregunta a alguien que sale de un banquete que qué prefiere o qué considera como más importante en ese momento, comer o ir al cine. En esas circunstancias particulares lo más probable es que la respuesta sería: ir al cine y ello sería perfectamente comprensible. Pero, evidentemente, en condiciones normales en las que la opción es razonable, la respuesta no podría ser otra que: comer es más importante que ir al cine.
Ahora bien, una cosa es la discusión sobre la congruencia o eventualmente la superioridad de ciertos bienes, objetivos, etc., sobre otros y otra el examen racional de los principios subyacentes a dicha discusión. Aquí lo que se hace es llevar el debate a un nivel diferente de abstracción. Esto no es difícil de ilustrar y hasta alguien muy limitado intelectualmente lo entendería. Para poder comer o ir al cine necesito poder comprar mi comida y para poder comprar mi comida necesito tener algo de dinero y para tener algo de dinero tengo que tener un salario, tengo que poder trasladarme desde mi casa hasta la tienda, etc. Así, pues, para que todo eso sea posible se tienen que satisfacer ciertas condiciones más generales, se tienen que hacer valer ciertos principios, se tienen que imponer ciertos valores. Esto no es un caso de jerarquización, sino de lo que podríamos llamar de presuposiciones necesarias. Si además de necesarias son también suficientes o no, eso es algo que se tiene que discutir caso por caso.
Podemos ahora sí tener una panorámica global del nivel temático en el que nos movemos. Una cosa es discutir sobre preferencias, sobre objetivos concretos, métodos para alcanzarlos, etc., y otra es discutir sobre los principios fundamentales que hacen que todo ello sea posible. Lo que esto quiere decir es que si se rechazan esos principios fundamentales, entonces se ponen en riesgo o se anulan los potenciales objetivos legítimos a los que se suponía que los ciudadanos tienen derecho a aspirar.
Y aquí permanentemente se vuelve a producir otra falacia, a saber, la de pretender invalidar o validar ciertos principios primordiales subyacentes por medio justamente de objetos, metas, bienes y demás a los que las personas aspiran y que tratan de obtener o de implementar. Para introducir un par de nociones que nos permitan explicar la situación, diremos que los objetos deseados por las personas en sus vidas cotidianas son un contenido (de nuestras acciones, deseos, pasiones, actividades, etc.) y que los principios subyacentes configuran o articulan el marco formal dentro del cual se ubica todo lo que queremos, deseamos y demás. Aquí el punto realmente importante consiste en entender que en cada caso, i.e., en cada nivel, las justificaciones son de clase diferente. No se justifica de igual modo un objetivo que uno se fija que un principio subyacente que lógicamente hace posible el objetivo en cuestión. Sin embargo y por increíble que parezca, lo que mucha gente constantemente pretende lograr es modificar, alterar, cambiar, limitar, manipular los principios fundantes del contenido apelando a elementos que están DENTRO del marco conformado por los principios o valores en cuestión, cuando obviamente lo que se necesitaría para ello sería una argumentación de otra naturaleza, una argumentación más abstracta y no una apropiada a los bienes ubicables dentro del marco conformado por los principios subyacentes. Quizá para exhibir debidamente esta triquiñuela argumentativa lo mejor que podemos hacer sea, creo, dar un ejemplo.
Todos en nuestra sociedad queremos expresar en voz alta nuestros deseos, opiniones, puntos de vista, etc. Éstos son lo que de manera general podemos llamar ‘bienes’. Ahora bien, es obvio que estos bienes presuponen principios fundamentales, como el de la libertad de expresión y libertad de pensamiento, que son precisamente su garantía de existencia. Por ello, si se restringen o mutilan arbitrariamente principios como estos lo que se verá directamente afectado serán los bienes mismos y a los cuales aspiramos. Pero entonces si principios fundamentales como el de la libertad de expresión se van a limitar, ello se tiene que hacer sobre la base de argumentos que no sean, por así decirlo factuales o empíricos, contingentes o particulares, sino de otra naturaleza. ¿De qué naturaleza? De una naturaleza equiparable a la de los principios en cuestión.
Estas distinciones de niveles de argumentación son cruciales, porque no reconocerlas acarrean, a corto, mediano y largo plazo, problemas más graves que los que se supone que se quieren resolver. Ahora bien, el lector se preguntará: ¿para qué toda esta perorata? Para responder a esta inquietud, pasemos a la delicada cuestión de enfrentar un problema particular relacionado con el principio fundamental de la libertad de expresión.
Leí hace unos días en “Tribuna Israelita” una nota concerniente a una iniciativa de ley promovida por una diputada de MORENA, a saber, la Sra. Ana Francis Mor, a fin de “prohibir el nazismo en la Ciudad de México”. Quizá sea conveniente, antes de analizar superficialmente el contenido de la nota en cuestión, explorar quién es la autora de la propuesta. Wikipedia la presenta como sigue:
Ana Francis Mor es una actriz, cabaretera, escritora, directora y activista mexicana.
Ahora bien, ¿qué es lo que enuncia su propuesta de ley? Voy a citar verbatim lo que se dice en la nota del boletín. Dice:
Las propuestas incluyen la imposición de “uno a tres años de prisión o de veinticinco a cien días de trabajo en favor de la comunidad y multa de cincuenta a doscientas veces la unidad de medida y actualización al que provoque, incite, apoye, realice, financie, difunda, promueva, defienda o justifique acciones basadas en odio, violencia y/o discriminación, contra cualquier persona o grupo de personas, así como actos que constituyan o hayan constituido genocidio o crímenes de lesa humanidad, o promuevan o inciten a la realización de tales como el nazismo y el neonazismo”, así como a “quien fabrique, venda, distribuya, exhiba de manera pública, sin fines educativos, o transmita símbolos, emblemas, ornamentos, insignias o anuncios que hagan apología del nazismo”.
Así como está, la propuesta es un todo indigerible. ¿Qué es una acción basada en odio? Por ejemplo, si alguien está profundamente convencido de la bondad de los bombardeos norteamericanos en Vietnam y lo proclama a derecha e izquierda: ¿está promoviendo o justificando una “acción de odio”? Yo diría que está expresando su punto de vista, su posición política. El problema es que de acuerdo con la propuesta de la Sra. Francis, una manifestación lingüística como esa debería ser sancionada legalmente, es decir, habría que enviar a la persona a la cárcel por haber “justificado”, por ejemplo, el uso de napalm sobre las selvas vietnamitas. Por mi parte, confieso públicamente que odio lo que Augusto Pinochet hizo en Chile: ¿soy por ello un criminal promotor de odio? Como las respuestas son obvias en los dos casos, queda claro que la iniciativa de la señora diputada no responde a un análisis crítico serio del principio de libertad de expresión, sino a una propuesta selectiva de un producto del mercado de las ideas que a ella no le gusta. Pero entonces caemos en la falacia ya mencionada: ella usa una mercancía particular para modificar drásticamente el principio fundamental subyacente de la libertad de expresión. Salta a la vista que no tiene derecho a hacer eso, porque la ley no tiene porque ajustarse a sus preferencias, políticas, ideológicas u otras. Pero veamos rápidamente qué más contempla la propuesta de la señora diputada. En relación con la iniciativa de esta última, el boletín nos informa lo siguiente:
Asimismo, contempla la adición de disposiciones en la Ley para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México para incluir las definiciones de “crímenes de lesa humanidad, considerados como de especial gravedad, tales como el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación o el traslado forzoso de población, la privación grave de libertad o la tortura, violación o todo delito sexual, la desaparición forzada, el apartheid, que se comete como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.
Salta a la vista que con este párrafo se opera un cambio total de tema: ahora se habla (de manera enteramente superflua) de delitos ya tipificados en el código penal. La diferencia con el párrafo anterior es que este es una enumeración de delitos por todos conocidos (y que ciertamente hay que proscribir), en tanto que el otro es un texto puramente ideológico. ¿En qué consiste la trampa en este caso? En que se pretende validar una propuesta de algo que no tiene fuerza probatoria enganchándolo a una que sería absurdo rechazar. La señora diputada debe pensar que todos somos retrasados mentales (¿estoy usando un discurso de odio?), puesto que su “propuesta” resulta ser un coctel pura y llanamente indigerible. Pero presentemos el tercer párrafo al que el boletín de “Tribuna Israelita” da difusión. Dice:
Las propuestas también agregan conceptos como genocidio, entendido como “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad” y la especificación de que el nazismo y neonazismo “son ideologías de extrema derecha, que incorporan un ferviente antisemitismo, racismo y la eugenesia y formas de fascismo que buscan emplear su ideología para promover el hostigamiento, la opresión, el odio, la discriminación y la violencia contra las minorías”.
Lo menos que podemos decir es que el párrafo es enredado. El nazismo, según la autora de la propuesta, es una ideología, pero ¿cómo es que una ideología busca emplear su ideología para promover lo que sea? Porque eso es lo que ella dice, pero ¿qué es una ideología que incorpora formas de fascismo que a su vez pretenden emplear la ideología en cuestión? Lo confieso: no tengo la menor idea de qué quiso decir. Pero lo importante no es eso sino que, una vez más, nos encontramos con la pretensión de manipular un principio fundamental, en este caso el de la libertad de expresión, por medio de un producto particular de dicha libertad. Es eso precisamente lo que es dictatorial y totalitario. Naturalmente, esta iniciativa sí incorpora o representa un ataque injustificado al principio sacrosanto de libertad de expresión, un pilar de la sociedad contemporánea que sus defensores no deberían ignorar.
¿Se sigue de lo que he sostenido que no se puede modificar o restringir el principio de libertad de expresión? Claro que no! Desde luego que se puede, pero lo que es crucial y decisivo es entender cómo se le puede modificar y lo primero que habría que decir es que dicho principio no se puede modificar sirviéndose para ello de casos particulares de ideologías o de sucesos, porque el principio estaría entonces al servicio de esas causas particulares y eso no puede ser así puesto que es un principio general que vale para todos. El principio es modificable o inclusive desechable pero sólo sobre la base de otro principio, el cual tiene que tener el mismo grado de generalidad que el que se pretende revocar. Lo que en todo caso no se tiene derecho a hacer, ni lógica ni jurídicamente, es modificar un principio fundamental en función de un factor social particular, porque el principio no le pertenece a nadie, no es propiedad de nadie y no fue un grupo social particular quien lo impuso: fue la sociedad en su conjunto.
Es, pues, preciso entender cuál es la situación: un principio como el de libertad de expresión no puede estar sujeto a los vaivenes de la vida política, de la historia o de los caprichos de los gobernantes del momento. Es lógicamente posible que el mundo cambie y entonces el principio podría volver a alterarse y los roles se invertirían, pero si así se hiciera se estaría volviendo a cometer el error argumentativo y político que se pretende cometer en nuestros días por medio de “propuestas de ley” como la de la Sra. Francis Mor. Nadie necesita de reformas de ley para entender que el racismo, el segregacionismo, el Apartheid, la tortura y demás son prácticas criminales. Y eso me lleva a hacer una aclaración personal a la que esta situación obliga. Sólo un gran ignorante de la historia y de la vida política contemporánea no entendería que el objetivo principal de la propuesta de la Sra. Francis concierne al tema, discutido apasionadamente hoy en todo el mundo, de la relación entre los conceptos de antisemitismo y de sionismo. Yo creo que es importante abrir el tema al debate público para que la gente pueda pronunciarse libremente al respecto. Mi posición personal es muy simple y es la siguiente: yo me considero pro-semita y anti-sionista. Estoy totalmente en contra del cualquier mal trato, atentado, ataque en contra de una persona sólo porque pertenece a la comunidad judía. Eso desde luego es algo que no se debe permitir. Pero no se sigue que entonces no se pueda criticar abiertamente la política racista, cruel e injustificada del actual gobierno israelí y es absolutamente inaceptable que se quiera acallar por medio de un ardid pseudo-jurídico a quienes están en contra del martirio cotidiano del pueblo palestino, un martirio denostado inclusive por multitud de israelíes y de judíos de muchas partes del mundo. Senadores norteamericanos acaban de hacer una declaración importante en este sentido: ¿son por ello anti-semitas? Sería ridículo decir tal cosa. El problema es que si mañosamente se pretende identificar la crítica política a un gobierno determinado con una conducta inaceptable en contra de un sector determinado de la sociedad, entonces se está vulnerando el derecho sagrado de libertad de expresión y de pensamiento y eso es algo que no se puede avalar. Si alguien emite una crítica válida al principio de libertad de expresión, es decir, una crítica no fundada en una selección previa de una determinada etnia, religión o nacionalidad, habría que aceptarla sin chistar. Pero pretender limitar la libertad de expresión de los ciudadanos, que es parte de los fundamentos de la sociedad contemporánea, porque se tiene en la mira objetivos políticos particulares no es válido ni aceptable. Con base en restricciones ilegítimas como la que se pretende imponer automáticamente se suprime la investigación histórica libre, la lucha política lícita y la libertad de expresión, que a final de cuentas es tan importante como comer o beber. No es por medio de leyes semi-absurdas, mal pensadas, tendenciosas y demás como se combaten males que parecen ser parte de la naturaleza humana, como el racismo, el deseo de esclavizar a otros, etc. Leyes como las que la Sra. Francis quisiera ver instauradas son a la larga no sólo estériles, sino también tremendamente contraproducentes. Creo que no son ejemplos lo que me faltaría para establecer la idea.
Como todo sabemos, la palabra ‘democracia’ tiene muy variados significados. En el plano de la ideología, no de la organización y el juego políticos, la democracia consiste en saber convivir con quien piensa de manera diferente de como uno piensa. Aquí lo que se quiere hacer, en nombre de un humanitarismo sesgado, es acabar con la democracia e imponer una visión totalitarista del discurso y del pensamiento. Eso es algo que por ningún motivo se debe permitir. La justificación de la mordaza no puede fundarse en una ilación de epítetos llamativos.
Regresemos a nuestro punto de partida. ¿Qué es más importante: la seguridad del trabajo o la libertad de expresión? ¿La integridad personal o la libertad de pensamiento? Yo sostengo que son falsas preguntas, porque en la sociedad actual tan importante es tener un trabajo como comer como estar protegido de delincuentes, asesinos y demás como ser libre para pensar y decir lo que uno piensa. Las leyes mordaza como la que quiere que se promulgue la Sra. Ana Francis Mor son leyes anti-sociales y preámbulos de conflictos interminables y de sufrimiento innecesario.
Inicio con el agradecimiento por tener acceso a su trabajo Doctor.
Inicialmente y como consecuencia de la lectura, debo expresar que, si bien ya tenía clara la importancia de la libertad de expresión, es más importante considerar que en la expresión libre debe expresarse el compromiso y las convicciones, pero con ese carácter argumentativo que expresa en el texto.
Aunque lejos -probablemente- del sentido político, sumo a las preguntas la siguiente para fortalecer la reflexión a la que invita. ¿Qué es mejor jugar o hacer deporte? sin duda de aquí puedo recibir su objetiva y sensata crítica, en el hecho de pensar respecto al probable carácter progresivo o secuencial de estas acciones, no se implica la libertad de expresión, sino solo el pensamiento crítico y la toma de decisión.