Es evidente que en México prevalece una concepción enteramente diluida y distorsionada, una noción primitiva y poco interesante de la política y, por ende, del político. Grosso modo, para el hombre común, para el hablante normal, los bandoleros se dividen básicamente entre los que no tienen el respaldo de la ley y del poder público y lo que sí gozan de ambas cosas. La política es vista en nuestro país, no injustificadamente, como una profesión más sólo que en lugar de que el objetivo de dicha profesión sea la adquisición de conocimientos y de que su motivación sea contribuir en algo al bienestar de la humanidad, la carrera de política (no confundir, desde luego, con la carrera de ciencias políticas) tiene como objetivo, primero, entrar y mantenerse hasta donde resulte factible en las esferas del poder y de la toma de decisiones y, segundo, enriquecerse todo lo que se pueda (lo cual, para que valga la pena, tiene que ser una meta alcanzable sólo en forma ilegítima, obviamente). Quiero informarle al amable lector que eso no es la política y que no es en eso que consiste ser un político, en el sentido genuino de palabra. Un verdadero político es un individuo que, como si tuviera tentáculos o antenas, se nutre simultáneamente en por lo menos cuatro importantes áreas o dimensiones de la vida social. Tiene, desde luego, que ser un hombre hábil, osado, que sepa moverse en el mundo de las traiciones arteras y de las intrigas palaciegas, un hombre que aprenda, con base en la experiencia, a medir situaciones y a calibrar a los seres humanos a fin de lidiar con ellos de manera más exitosa cada día. Pero ni mucho menos se agotan con estas habilidades las cualidades del verdadero político. El verdadero político es un hombre moralmente correcto, lo cual significa en primer lugar que es una persona que, sin esperar a que vengan a hacerlo por él, se auto-impone límites, alguien que asume de entrada que no todo le está permitido y que está consciente de que no tiene derecho a tratar a los demás simplemente como medios para la obtención de sus propios fines, que en su fatuo egotismo él considera superiores. En tercer lugar, un político en serio es también un hombre con objetivos impersonales, imbuido de motivaciones y deseos concernientes al bienestar de la población, lo cual naturalmente quiere decir que tiene preocupaciones sinceras respecto al bienestar y la seguridad de las grandes masas y de los grupos sociales más desprotegidos y vulnerables. Esto, yo creo, es perfectamente comprensible, porque realmente ¿cuál sería el mérito de preocuparse por el bienestar de los que ya viven bien y mucho mejor que los demás? El interés por quedar bien con los poderosos y los super-ricos sólo se explica por el anhelo de congraciarse con ellos para aproximarse, aunque sea a distancia, a su mundo y tratar de llegar a ser parte de él, sin que importe cuán irresponsable y perruna deba ser su conducta para alcanzar el fruto deseado. Ambiciones como esas ciertamente no son parte constitutiva de la personalidad del político en sentido estricto, quien de entrada es un hombre independiente y a quien sería hasta ridículo intentar sobornar con unas cuantas monedas (o casas o lo que sea). Por último, quiero señalar que un político paradigmático es un hombre que no es indiferente a la vida artística, por lo menos en el sentido de que es una persona que sabe hablar, que habla (por así decirlo) “bonito”, un orador que sabe tanto persuadir a su interlocutor como a hacer vibrar un estadio repleto de personas. Un político es, al menos, todo eso. Preguntémonos ahora: ¿es México un país en el que florecen políticos que se ajusten, aunque sea en alguna medida, al perfil que hemos someramente delineado?¿Hay políticos exitosos en México que hayan leído cinco libros, que no sean depravados sexuales, que vivan no de lo que obtienen gracias a los negocios que hacen por ocupar los puestos que ocupan sino de lo que legítimamente tienen, que luchen por ideales que rebasan a sus intereses privados, que tengan personalidades atractivas y un valor per se y no por los aditamentos que los adornan? Le dejo al lector la respuesta sin desde luego olvidar recomendarle que adapte su contestación a todos los niveles de la jerarquía y de la estructura política de nuestro país.
Dando, pues, por supuesto que en México carecemos de políticos en un sentido un poco más noble que en el imperante, hasta un niño de primaria sobre esa base inferiría que la ausencia de auténticos políticos en el panorama nacional (una ausencia que, con las honrosas excepciones de siempre, data ya de muchos decenios) tenía que tener consecuencias nefastas para la sociedad mexicana en su conjunto. Aunque ciertamente deberíamos hablar de una relación dialéctica, de una mutua interacción, entre la población y sus gobernantes, yo pienso que es una falacia muy dañina sostener que es la sociedad lo que corrompió a la clase política y no más bien a la inversa. El peso de la responsabilidad por la omnipresente corrupción que reina en México recae no sobre el miserable chofer que le da su “mordida” al policía de tránsito para poder seguir su camino ni sobre el angustiado comerciante que tiene que ofrecer prebendas en una Delegación para que sus trámites no se detengan o que sus papeles no se extravíen. Definitivamente no! Esa inmensa responsabilidad recae sobre todo en el desfachatado político que llegó a gobernador y que se robó la mitad del presupuesto destinado a hospitales, carreteras o escuelas, por decir algo; recae sobre el escurridizo titular de alguna Secretaría a la que desfalcó o sobre algún grotesco presidente municipal que sirve simultáneamente al Estado y a fuerzas anti-sociales de manera que ni él mismo sabe después con quién ser leal y qué decisiones tomar. Y lo importante en todo esto es entender que la ausencia de verdaderos políticos en el escenario nacional está íntimamente vinculada a la corrupción que está carcomiendo al país. Así, pues, la mera no presencia del Bien está internamente vinculada con la presencia del Mal.
Es interesante e importante notar que el que las riendas del país estén en manos de bandoleros respaldados por la ley y por el poder que confiere el manejo de las instituciones tiene un efecto sumamente perturbador en otra área, a saber, en el área del pensamiento. Lo que deseo sostener es que la corrupción social implementada de manera sistemática termina por corromper a la razón y en esa medida a la misma lógica. Para decirlo sin dar lugar a ambigüedades: la corrupción pudre el pensamiento. Los esquemas de razonamiento de diputados, gobernadores, embajadores, etc., de un país devorado por la corrupción, como lo es México, casi inevitablemente son falaces, defectuosos, inválidos y por lo tanto, en la medida en que hay una conexión esencial entre lo que pensamos y lo que hacemos, las acciones a que dan lugar las decisiones de gobernantes corrompidos tienen que ser socialmente negativas y desde luego incomprensibles para los ciudadanos en general. Yo creo que es importante ilustrar esta faceta de la podredumbre política en que nos tienen inmersos nuestros dirigentes, las personas a quienes podríamos denominar los “líderes del país”!
Partamos de hechos cotidianos. Apelando a los datos a los que podemos tener acceso, sabemos que por lo menos en lo que va de 2017 prácticamente en todas las formas delictivas (extorsión, secuestro, homicidio, violación, asalto a casa habitación, etc.) los números subieron, por lo menos con respecto a 2016 (lo cual no es poco decir). Eso quiere decir que en su lucha con las organizaciones criminales las corporaciones policiacas van perdiendo la batalla (aprovechando para de paso señalar que quien está perdiendo la guerra es la población en su conjunto). Es mínimo el número de delitos que quedan satisfactoriamente resueltos. Eso a su vez significa que en esta sociedad la prevención del delito es mínima y que, hablando en general, la policía sólo puede, de manera muy poco exitosa, perseguir a los criminales, pero no adelantárseles para impedir que cometan sus desmanes y atrocidades. El ciudadano, por lo tanto, está desprotegido y es así como se tiene que desplazar, caminar por las calles, manejar su auto (si tiene), etc., etc., y también usar el servicio de transporte público. Pero ¿qué sucede? Que muy a menudo las personas que usan el transporte colectivo son objeto de brutales atracos a mano armada. ¿Qué sucedió durante lustros? Que a la gente impunemente dos, tres o cuatro malandrines le arrebataban sus pertenencias, sus relojes, sus celulares, sus modestos anillos o pulseras, etc., y, desde luego, su dinero en efectivo. Todo esto envuelto en gritos y amenazas, con pistolas apuntando a las cabezas o, lo cual sucedió en muchas ocasiones y sigue sucediendo, causando heridas con armas punzocortantes o simplemente hiriendo o matando a balazos a personas que se resistían a ser robadas, culminando todo en la huida exitosa de los maleantes. Pero ¿qué empezó a suceder?¿Qué fenómeno social empezó a darse? Yo creo que era previsible a priori, pero en todo caso mencionémoslo abiertamente: la gente empezó a prepararse para situaciones como la descrita, la gente empezó a portar armas y en algún momento algunas personas las usaron durante uno de esos ataques en el autobús o en la “combi”. Representémonos entonces la situación: la gente va al trabajo, suben unos malvivientes al camión, amagan y aterrorizan a las personas, a las que van humillando, golpeando y despojando de sus pertenencias hasta que, súbita e inesperadamente, un pasajero saca un arma y dispara. Los asaltantes caen muertos o gravemente heridos, el pasajero se baja y desparece. A pasajeros así se les llama en México ‘justicieros’.
Es a partir de este momento en que se plantea un problema que es a la vez de lógica, de moralidad y de sentido común. Cuando la policía llega y encuentra los cadáveres de los asaltantes interroga a los pasajeros. La reacción generalizada (por no decir ‘unánime’) de la gente es: “Yo no vi nada. No pude ver a la persona que disparó. Todo fue muy rápido y la persona en cuestión desapareció de inmediato”. Primera pregunta: ¿es esa reacción normal?¿Es incomprensible realmente que los pasajeros no quieran entregarle a la policía al hombre que los defendió de un brutal asalto? Con todo respeto, yo lo encuentro perfectamente comprensible: si alguien me va a hacer daño, otra persona interviene y me defiende y luego quieren que yo diga quién fue: ¿sería moralmente correcto que yo, el beneficiado por la acción del interfecto, entregara a quien me protegió? A mí de entrada me parece muy implausible responder diciendo que sí. Segunda cuestión: los fiscales de homicidio, los agentes del Ministerio Público, gente que quizá no tenga ni idea de cómo se desarrolla un asalto y de todo lo que puede suceder en casos así, de inmediato recurren al famoso slogan: nadie puede hacerse justicia por mano propia! Y esto es presentado como el punto de vista final, definitivo, incuestionable. Por mi parte, quiero intentar poner a prueba dicha “verdad”, porque intuitivamente considero que la frase en sí misma es bella e inatacable, como cuando alguien en algún estado de éxtasis exclama “Todo ser humano tiene un valor intrínseco invaluable!”. Esta segunda frase es prima facie imposible de rechazar, pero ¿la emplearía alguno de sus proclamadores para hablar de un despiadado asesino de dimensiones históricas, como Pedro de Alvarado por ejemplo, o pretendería hacerla valer para el hombre que mandó lanzar una bomba atómica contra una ciudad japonesa?¿Acaso también torturadores de la CIA o miembros de escuadrones salvadoreños de la muerte tienen un “valor intrínseco”? El peor de los asesinos de toda la historia de la humanidad, sea quien sea: ¿también tiene un valor intrínseco incuestionable? Pero regresando a nuestra frase, en mi opinión ésta es aceptable pero sólocuando es empleada en determinados contextos, no en todos. ¿En qué contexto tendría una aplicación imposible de rechazar la frase nadie puede hacerse justicia por cuenta propia o por sus propias manos? Yo pienso que la respuesta es simple: en toda sociedad en la que efectivamente se hiciera justicia a los ciudadanos de manera sistemática. Si se vive en un país en el que cuando se comete un crimen el criminal es juzgado y efectivamente castigado, hacerse justicia por mano propia es incuestionablemente un delito, una conducta definitivamente inaceptable, puesto que para ello precisamente están los órganos de persecución del delito e impartición de justicia. Pero el punto importante aquí es que esa premisa es justamente la que está faltando en el razonamiento del político y del policía que tratan de atrapar al justiciero y de aplicarle la ley como se le debería aplicar a homicidas delincuenciales, es decir, a individuos que asesinaron a personas al pretender despojarlas de sus pertenencias, por venganzas personales, etc. Mi pregunta es: ¿es sensato condenar, aunque sea in absentia, a alguien que mató a un peligroso ser anti-social por defender a un grupo indefenso de personas?¿Es lógicamente coherente sostener algo así? Mi propio punto de vista es el siguiente: desde luego que puede uno aferrarse ciegamente al slogan mencionado, pero quien sostenga que el así llamado ‘justiciero’ debe ser perseguido y condenado nos tiene que decir también cómo, en su opinión, tendrían que actuar o haber actuado los involucrados, englobando con ello tanto a los pasajeros inermes como al así llamado ‘justiciero’. Entonces podremos apreciar que hay a la vez algo de profundamente absurdo e injusto en la respuesta legaloide, porque lo único que van a poder afirmar los defensores del slogan es que la única conducta viable para los pasajeros sería dejarse tranquilamente asaltar! Quiero pensar que los fanáticos de las frases hechas no querrían sugerir que la reacción correcta por parte de los pasajeros consistiría en tratar de convencer a los bandoleros de que lo que estarían a punto de cometer sería una acción condenable desde todos puntos de vista o algo por el estilo, puesto que eso no pasaría de ser una vulgar burla.
Tomé el caso de los justicieros en parte porque es actual y en parte porque es un tópico interesante en sí mismo. Tiene que ver, por ejemplo, con la defensa propia. Se supone que si alguien mata a un asaltante en defensa propia su acción está legitimada, pero si en la misma situación el sujeto mata al delincuente que estaba asaltando o violando a la persona que estaba al lado, entonces su acción ya no tiene el status de legítima, porque no habría sido en defensa propia aunque el crimen cometido sea el mismo. Me parece que el asunto es muy resbaladizo, porque suena plausible decir tal cosa si uno no conoce a la persona asaltada, pero si la persona en cuestión era la madre o la esposa o la hija del sujeto ¿tampoco tenía derecho a defenderla? Aquí hay algo importante que no está claro y es un vértice, por así llamarlo, en el que convergen muchas líneas de pensamiento que terminan por generar un caos conceptual y descriptivo. Pero dejando de lado casos como los mencionados, lo que yo quisiera plantear es algo un poco más abstracto. Yo creo que cuando el derecho y las prácticas de gestión en una sociedad desembocan en situaciones de conflicto teórico que son en el fondo irresolubles, ello se debe a que el espíritu de la sociedad de que se trate está enfermo. No es con consideraciones de derecho como se resuelven los grandes dilemas de la vida social, porque el derecho es regulativo sólo a posteriori. El derecho se ajusta a los requerimientos sociales y es porque la sociedad en su conjunto está regida por instrumentos y mecanismos putrefactos que sistemáticamente se suscitan situaciones que son esencialmente conflictivas y que no tienen una resolución racional. Es, pues, por culpa de la política, lo cual quiere decir ‘por culpa de los políticos que tenemos’, por los dirigentes que en todos los contextos de la vida social se han desentendido de sus verdaderas funciones para no pensar en otra cosa que en sus beneficios personales, pecuniarios u otros, que se gestan situaciones y conflictos irresolubles. Es porque no tenemos verdaderos políticos que la vida en México se convirtió en un riesgo cotidiano, en una lucha permanente en contra de la injusticia y del despotismo no ilustrado (el gobierno de la Ciudad de México es un paradigma en este sentido). La gran incógnita es: ¿hasta dónde se llegará en el rumbo que se le ha imprimido a México?
Yo estoy convencido de que el primer gran paso en lo que podríamos llamar el ‘proceso de des-corruptibilidad’ de la nación consiste en inculcarle a la gente que se decida finalmente a defender sus derechos. Para neutralizar a autoridades corruptas lo que se requiere es formar organismos de vigilancia, de control de aplicación de reglamentos, de supervisión de quienes, momentáneamente, ocupan puestos en los que se toman decisiones. Hay que enseñarle a los políticos que las distinciones entre las personas no se justifican en términos de poder económico o de belleza física. Se le tiene que hacer entender a los políticos que la verdadera división entre los seres humanos se da entre, por una parte, aquellos que no supieron hacer otra cosa durante su efímera existencia y su veloz paso por el planeta que velar por intereses particulares, peleando todo el tiempo por hacer triunfar su mezquindad y su estrechez espiritual y, por la otra, aquellos que vivieron guiados por la idea de que la única forma de dotar a la vida de un sentido tranquilizante consiste en disfrutarla trabajando siempre para los demás.