Autor: atb-admin

Objetivos Personales y Lucha Política

Las campañas políticas son interesantes y turbulentos fenómenos sociales que tienen al menos dos facetas. Por una parte, constituyen una especie de ring o arena en donde se da una enconada confrontación entre partidos políticos pero, por la otra, son también un espectáculo formidable para el observador externo. Nosotros, que estamos en la gradería, observamos la contienda desde lejos, puesto que no estamos personalmente involucrados en ella, pero ello nos permite contemplar y estudiar la conducta de los directamente involucrados en los procesos y que con toda su energía y capacidades (a menudo en déficit) se adentran en la lucha cotidiana. Eso, desde luego se explica de manera muy simple y es que sus intereses reales y su futuro están, como se dice, “de por medio”. En otras palabras, no vayamos a pensar que es el amor a México lo que motiva a la gran mayoría de los participantes en la lucha política que tiene lugar ahora en nuestro país puesto que, como sería razonable sospecharlo, más de uno estaría dispuesto a vender a México (con todo y población) con tal de alcanzar el éxito y la tan anhelada cima. Por otra parte, el fenómeno de las campañas políticas incorpora obviamente a muchas más personas que los políticos profesionales. Son parte de ella, agentes activos en ellas, los periodistas, los propagandistas oficiosos, los articulistas, los analistas de televisión, los locutores de radio, etc. Las campañas son como guerras entre ejércitos. No nada más hay infantería: hay aviación, servicios de espionaje, servicios médicos, operadores de comunicaciones, especialistas en transporte de armas y de tropas, toda una estructura militar en la que múltiples actividades son repartidas entre el personal en guerra. Ahora bien, uno pensaría que el símil de la guerra no es más que eso: un símil, un parangón, una metáfora. Después de todo, se supone que las campañas políticas se conducen en un marco de legalidad, de respeto mutuo, de apego a principios morales básicos, de respeto a la Constitución. Y es aquí en donde el ciudadano que espera precisamente eso se topa con realidades muy diferentes y muy desagradables, pues todo el tiempo se detectan anomalías, trampas, engaños y toda clase de tácticas sucias, que en ocasiones rayan en lo delincuencial, concebidas y aplicadas para desfigurar ideológica y políticamente al auténtico y único candidato del pueblo, esto es, el Lic. Andrés Manuel López Obrador. Las calumnias, las mentiras más descaradas, el cinismo y la hipocresía juntos, todo ello y más son no meros jinetes de un apocalipsis anunciado para un futuro incierto y distante, sino las plagas ya reales que nos atacan y carcomen el decisivo actual proceso político mexicano. No hay, pues, forma de escapar a la conclusión de que efectivamente estamos en medio de una guerra en la que los participantes luchan por objetivos distintos. Si nos atenemos a sus declaraciones, lo único que se puede inferir es que las motivaciones de unos son intereses sectarios y personales en tanto que lo único que percibimos en el candidato de la oposición son motivaciones realmente políticas. Esto explica la diferencia entre el discurso de la mayoría de los involucrados y el lenguaje político del candidato popular (de “ya saben quién”).

No hay duda de que el contraste que más resalta entre las intervenciones de los actores hoy hundidos en el proceso electoral es el que se da entre lo que el Lic. López Obrador dice y toda la clase de imputaciones, imprecaciones, improperios, acusaciones, tergiversaciones y demás con que lo intentan sepultar sus adversarios. Hasta dónde yo sé, al menos, López Obrador no se ha metido con la esposa de Meade ni con los casi norteamericanos hijos de Anaya y en cambio esos oradores improvisados no han cesado de meterse con la familia, con el modesto patrimonio, los ingresos, etc., del Lic. López Obrador. ¿Es cierto eso o estoy inventando? A guisa de ejemplos tenemos la tónica de los pronunciamientos del involuntariamente cómico (comiquísimo, en verdad) presidente del PRI, Enrique Ochoa Reza, quien alcanzando niveles inusitados de vulgaridad exigía a los cuatro vientos y en los tonos más demandantes posibles que el Lic. López Obrador “dijera de qué vivía”. Esa grotesca farsa agresiva terminó de sopetón, sin embargo, cuando en un debate televisivo que muchos disfrutamos Yeickold Polevnsky hizo público el hecho de que el dirigente del PRI tiene 200 concesiones de taxis en Monterrey! La verdad es que la reacción de Ochoa Reza fue sencillamente inolvidable: palideció, enmudeció, hizo una mueca inconsciente, mezcla inimitable de estupor, típica de las personas a quienes han atrapado in fraganti haciendo algo vergonzoso, con la boca abierta y casi babeando esbozó una especie de sonrisa de atarantado que expresaba a la perfección el deseo intensísimo de que se lo tragara la tierra. Resultado: cambió definitivamente de estrategia. Por lo visto, la mejor forma de educar y contener a contrincantes de esta calaña, esto es, a quienes entienden la polémica en política como un concurso de acusaciones personales, es sacarles sus trapitos al sol, lo cual es siempre factible. Lo triste es constatar que ese es el nivel del discurso político en México y debo decir que, hasta donde se me alcanza, el único que no funda sus alocuciones en consideraciones de esa índole es el Lic. López Obrador.

Que el nivel político es deplorable lo podemos demostrar cuando nos tomamos la molestia de examinar las acusaciones fundamentales en contra del dirigente de MORENA. Recordemos que además de los candidatos están los agentes a sueldo, periodistas inescrupulosos o académicos venidos a comentaristas televisivos que han convertido sus respectivos programas en meras sesiones cotidianas de odio y de difamación sistemática. Desafortunadamente para ellos, la calidad de su ideología y el nivel de sus “análisis” los ubica automáticamente en lo que son, a saber, meros propagandistas a sueldo, merolicos descarados, impúdicos detractores de una persona de calidad moral ciertamente muy superior a la de ellos. Pero para que no nos quedemos en el plano de la queja y del lamento, invito al lector a que examinemos el caso, superficialmente por razones de espacio, revisando someramente algunas de las más importantes acusaciones con las que se ha querido dañar la imagen de López Obrador.

1) El nuevo aeropuerto de la ciudad de México. Como todos sabemos, con más de 800 vuelos diarios el aeropuerto actual de la Ciudad de México, con sus dos terminales, está saturado. Cuando un aeropuerto está así la línea que separa molestias y demoras de accidentes es realmente muy tenue. Todo mundo sabe que se requiere de un nuevo aeropuerto. En los malhadados tiempos de Fox, como todos recordarán, se intentó empezar la construcción de uno nuevo en el Valle de México, habiendo desde luego otras opciones. ¿Por qué no se pudo? Por diversas razones, pero en última instancia porque se trataba de una colosal estafa a los habitantes de la zona cuyos predios se tenían que expropiar y por los que se les ofrecían cantidades irrisorias (sólo Fox era capaz de algo así). Sin embargo, en una reacción casi instintiva e inesperada, los ejidatarios de San Salvador Atenco, a caballo y con machetes en mano, desfilaron por Reforma y dejaron perfectamente en claro que ese negocio no se iba a poder hacer. Con Peña se volvió a plantear el tema y, un tanto apresuradamente, se iniciaron los trabajos. En este caso la colusión con el ex-gobernador de la ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, quien dicho sea de paso, dejó a la ciudad de México en un estado lamentable, fue decisiva. En relación con el tema del aeropuerto hay que distinguir dos cosas:

a) las opiniones de sentido común, y
b) los puntos de vista técnicos.

En contra del sentido común está la decisión de construir un mega-aeropuerto, que habrá costado miles de millones de pesos, … a 14 kilómetros del actual! Eso es a 5 minutos en automóvil! ¿Hay algo más absurdo que eso? Un aeropuerto de esas magnitudes es también un polo formidable de desarrollo. Por lo tanto, había que aprovechar otros espacios, porque los hay (Zumpango, por ejemplo), ya que esa inversión obligaría a construir un tren, a ampliar la red carretera, a impulsar el comercio en zonas si no paupérrimas sí poco desarrolladas, atraería múltiples inversiones (hoteles, restaurantes, tiendas, etc.). Por otra parte, están los veredictos de los ingenieros de acuerdo con los cuales el lugar elegido es el peor posible. El nuevo aeropuerto estará en la zona más lodosa de lo que fue el lago de Texcoco. Su construcción, por lo tanto, va a exigir una inversión mucho mayor de la que requeriría en otras partes cercanas a la capital y desde luego que no se incentivará la vida económica del país, puesto que de hecho seguiremos teniendo el aeropuerto en la zona metropolitana. A esa distancia uno del otro uno de los dos aeropuertos quedará inutilizado, cuando con otra ubicación los dos podrían seguir estando activos. Y, last but not least como dicen, está el lodazal administrativo, todo el reparto de contratos de manejo del aeropuerto, las concesiones, la elección de proveedores, las tiendas y boutiques al interior del aeropuerto, etc., todo ello y más debidamente repartido. Naturalmente, el proyecto se armó (como tantos otros) a espaldas de la opinión pública y es evidente que muchos miembros del club de los favorecidos están metidos en lo que es un super-negocio orquestado y dirigido desde la presidencia. Frente a eso, López Obrador con toda razón protesta. ¿Cuál es la reacción? El grito de guerra de los beneficiados con el mega-negocio del aeropuerto es que López Obrador “quiere impedir que la ciudad de México tenga el aeropuerto que se merece”. Qué pena, pero eso no pasa de ser una patraña infantil. La verdad es que yo no sé a qué le tienen más miedo quienes así calumnian al candidato de MORENA, si a perder jugosas ganancias con las que ya se frotaban las manos o que terminen en la cárcel si él gana. En todo caso, una de esas dos motivaciones (o las dos!) es lo que está detrás de esta “crítica” de la propuesta de López Obrador de re-examinar el proyecto del nuevo aeropuerto.

2) El asunto de los departamentos. Si hay un ataque del que desde siempre el Lic. López Obrador ha salido bien librado es el dirigido a su integridad y a su alta calidad moral. Se necesita en verdad ser un mal nacido para venir a acusarlo de no haber reconocido en su declaración la posesión de tres apartamentos. Vale la pena empezar por señalar que, en caso de que fuera verdad lo que dicen (que no lo es), esos departamentos constituirían todo su patrimonio. No estaría mal enfatizar el punto, dicho sea de paso, pero lo que hay que decir es que López Obrador no mintió. Él ya explicó cómo le cedió sus dos departamentos (porque uno era de su esposa, no de él) a sus hijos. Los departamentos en cuestión se ubican a un costado de la Universidad Nacional. Son departamentos modestos, adquiridos hace ya muchos años, y no penthouses como quieren dar a entender los enemigos de la nación. No hay punto de comparación, por ejemplo, entre esos departamentos y la tristemente famosa Casa Blanca de la esposa de Peña Nieto, que costó más de 7 millones de dólares (hoy por hoy, 140 millones de pesos) o la de la eminencia gris del régimen, Luis Videgaray, el actual Secretario de Relaciones Exteriores, una casita de 1,500 metros cuadrados y con un costo (muy probablemente adaptado al personaje) de más de 7 millones de pesos. Habría que admitir que frente a la ex-casa de Peña Nieto la de Videgaray podría parecer hasta un miserable jacal, pero ¿cómo queda frente a los modestos departamentos del Lic. López Obrador? El argumento de que no reconoció sus propiedades se funda en el hecho de que, por los tiempos que llevan los juicios testamentarios en México, todavía no se ha hecho oficial el cambio de propietario. Eso lo saben los profesionales de la mentira, a pesar de lo cual una y otra vez atacan por ese flanco. La estrategia es torpe. Yo, por ejemplo, tengo vecinos que tienen más de 10 años de ser propietarios y no han hecho el cambio ante el Registro Público de la Propiedad. Si no hay dinero, si se tiene confianza en los antiguos dueños, etc., el asunto puede quedar ahí, por lo menos durante mucho tiempo o hasta que la propiedad se venda o traspase. Ni siquiera ese es el caso que nos ocupa. Aquí lo indignante es que sea gente de la que sabemos que se ha cínicamente enriquecido “trabajando” en el sector público quien viene a exigirle a un hombre honesto “que diga de qué vive!”. De ese nivel son las críticas al candidato de MORENA a la presidencia. Execrables!
3) La interferencia rusa. Aunque una pésima copia del show político norteamericano, no podía faltar en el circo político mexicano el tema de la injerencia rusa en el proceso electoral. El problema para los ineptos “expertos” del PRIAN encargados de desacreditar al Lic. López Obrador es no sólo que cada crítica se les revierte, sino que hasta el ridículo hacen. Ahora que hasta en los Estados Unidos el Senado tuvo que reconocer después de un año de intrigas que durante el proceso electoral para la presidencia de los Estados Unidos no hubo ninguna clase de colusión entre D. Trump y su equipo, por una parte, y el gobierno ruso, por la otra, ahora que sabemos con certeza que fueron las mismas agencias policiacas y de inteligencia norteamericanas las que espiaron y vaciaron la información de las computadoras de Hillary Clinton y su gente (y del partido demócrata), los geniales estrategas mexicanos anti-lopez-obradoristas se quedaron de pronto sin argumento. Pero no olvidemos que mientras los norteamericanos no se decidían a decir la verdad y existía la duda, aquí en México aprovecharon el tema para asegurarle a la gente que el potencial triunfo de López Obrador sólo podría explicarse por la intervención rusa en México. Hay algunos bien conocidos articulistas que publicaron sesudas reflexiones sobre el tema dando la voz de alarma. Qué ridículo! El caso es tan grotesco que hasta los indígenas de Chiapas participaron recibiendo con los brazos abiertos a “Andrés Manuelovich” durante su gira por el estado. Esta crítica estaba condenada de entrada al fracaso y murió, podríamos decir, de muerte natural. Una más!
4) La amnistía a los criminales. Esta otra línea de ataque, en este momento en pleno furor, constituye una deformación tan exagerada de lo sostenido por el Lic. López Obrador que da hasta vergüenza aludir a ella por lo que revela de quienes la hacen suya. López Obrador ha apuntado una y otra vez a algunas de las verdaderas raíces del problema del narcotráfico y de la criminalidad en general. Hasta donde yo sé, nunca ha dicho que se liberaría a los capos, contadores, sicarios y demás de cárteles y grupos de delincuencia organizada. El problema es que no sólo ellos están en las cárceles. Pensemos un momento. Cuando uno va al supermercado y compra una bolsa de chiles paga 8 o 10 pesos. El chile hay que plantarlo, esperar a que se dé, cosecharlo y comercializarlo. Si el consumidor final paga 10 pesos por una bolsa de 50 o 60 chiles: ¿cuánto estará ganando el campesino que lo trabajó?¿Tendrá para mantenerse él y su familia, cuando hasta el bendito precio de su producto está fijado por las Bolsas de Londres y Nueva York? La respuesta el lector la conoce por lo que sigo adelante. La duda es: si en esas condiciones de miseria permanente se presenta con el trabajador del campo un sujeto que le paga 50 veces más si en lugar de plantar chiles planta amapola o marihuana: ¿hay, aparte del miedo al ejército y a las policías (o a la DEA, que opera en México como Pedro por su casa, desde que Fox los dejara entrar masivamente al país) razones para pensar que un campesino necesitado podría de facto negarse a cambiar su plantación? Seamos serios: es obvio que no. Ahora, el que va a la cárcel no es el traficante sino el campesino y gente así hay mucha en las cárceles nacionales. La propuesta de amnistía del Lic. López Obrador está dirigida a quienes en el fondo son también víctimas de la delincuencia organizada. Lo que no está dicho es la parte complementaria de la propuesta, a saber, que la amnistía viene con compromisos por parte de los amnistiados y con ayuda por parte del gobierno. ¿Tiene una idea así algo de siniestro?¿No es acaso sensata? Dentro de poco lo que México va a tener que hacer es dejar de construir aeropuertos para construir cárceles, concesionándolas quizá para darles gusto a los negociantes partidarios a ultranza de la propiedad privada, porque así como vamos muy pronto los sectores más vulnerables de la sociedad las van a repletar. Lo infame de la “crítica” es desentenderse deliberadamente de las raíces sociales del problema, de no tratar de articular nuevas y más efectivas soluciones, intentando a toda costa asustar a la población, una población airada y resentida que es reprimida cuando, por la ausencia o ineficacia de las autoridades, se hace justicia por cuenta propia. Yo me pregunto una y otra vez: aparte de mentiras, tergiversaciones y tonterías: ¿en qué consiste, cuál es la crítica seria, constatable a López Obrador? Porque por más que me esfuerzo no la percibo
5) El populismo y Venezuela. Uno de los mitos más baratos empleados en contra del Lic. López Obrador es que con él se instaurará un régimen populista como el de Venezuela y para acentuar el miedo en los pasivos y las más de las veces ignorantes receptores del mensaje se nos pasan escenas de violencia civil en ciudades venezolanas. Algunos bien conocidos gurúes del medio (gurúes básicamente por lo ricos que son, lo cual automáticamente los convierte en eminencias), ahora en un tono suave y patriarcal nos advierten que ven con preocupación rasgos de autoritarismo en López Obrador. Tenemos derecho a preguntar: ¿cuál por ejemplo?¿Informar por las mañanas a la ciudadanía es un rasgo de intolerancia?¿Sostener a derecha e izquierda que se va a aplicar la ley es una muestra de autoritarismo?¿El hecho de que el pueblo apoye masivamente al candidato de MORENA es una demostración de que éste quiere hacerse de un poder absoluto? Con declaraciones como esas no se engaña a nadie que tenga dos gramos de conciencia política. Lo que se nos está diciendo claramente es que no se quiere un gobierno popular y al que denominan ‘populista’, por las connotaciones negativas con que han investido a la palabra. Ahora yo respondería que ojalá tuviéramos en México el nivel de alfabetización que hay Venezuela, que tuviéramos su estructura electoral considerada una de las mejores del mundo y en donde las operaciones tamal, mapaches y demás son imposibles, un país que no malbarató su petróleo, patrimonio nacional regalado por mexicanos descarriados a compañías como la Exxon, la British Petroleum y a una veintena más. Estamos de regreso a antes de 1938. ¿Por qué los que se quejan del “populismo” no se quejan del desmantelamiento de la nación?¿Será porque son profundamente nacionalistas?

Yo pienso que los expertos, los politólogos, los que estudiaron en Oxford y en Harvard hacen malos cálculos políticos y se equivocan de cabo a rabo. Es cierto que durante decenios el pueblo de México estuvo adormilado, aletargado, maniatado, pero eso cambió y no por buenas sino por malas razones. Fue porque cruelmente se le obligó al pueblo de México a apretarse el cinturón, porque se le arrebataron ganancias históricamente consolidadas, porque los sectores más desfavorecidos fueron y siguen siendo salvajemente reprimidos (Guerrero, Michoacán, etc.), porque los bienes de la nación han venido siendo sistemáticamente dilapidados, porque se hundió a la población en un estado de ignorancia bestial, un estado que la puso en situación de dependencia inaceptable frente a los demás países y en particular frente a sus enemigos naturales, por eso y muchas cosas más, el país despertó. No fue por una súbita inoculación de grandes tesis políticas: fueron el hambre, los salarios de siervos, la desesperación de ver que los hijos no tienen un futuro no digamos asegurado sino ni siquiera mínimamente aceptable, todo ello decorado con las acciones más viles de corrupción por parte de toda clase de aprovechados, arribistas y oportunistas. Pero entonces el pueblo de México abrió los ojos. Todavía no se mueve realmente, pero ya no los cerrará. Por lo tanto, la campaña electoral está ganada porque ahora sí, a diferencia de lo que pasaba hasta hace 6 años, ya no se podrá controlar a una población que capta que está en su interés ir a votar masivamente en favor del Lic. López Obrador. Como por instinto, el ciudadano medio entiende que si no hay un cambio (que ni siquiera es radical, aunque así lo quieran presentar) lo que viene es la destrucción de México como país. El pueblo ya lo entendió y no habrá mago publicitario ni merolico politiquero que lo vuelva a adormilar.

Lamentable Espectáculo

K. Marx enseñó que todo en el sistema capitalista es mercancía, todo es objeto de intercambio, de compra-venta. Podemos con confianza incluir ahora también los debates entre candidatos a la presidencia de la República. El problema es que está cosificación de la existencia, que algunos gozan sobremanera pero que (lo confieso) por más que lo intento no ha logrado seducirme, se vuelve casi insoportable cuando lo que entra en juego son las aspiraciones de unos cuantos ungidos por llegar a la silla presidencial. Seamos francos: el espectáculo del domingo fue grotesco. El show no fue otra cosa que una especie de pasarela por la que desfilaron en un orden casi semejante al del caos los aspirantes a presidentes, esforzándose casi todos ellos por contorsionarse lingüísticamente de la manera más exótica posible, exaltando impúdicamente sus auto-adscritas cualidades y bondades, intentando por todos los medios (mentira, difamación, descaro, invalidez argumentativa, etc.) hipnotizar a los cándidos tele-espectadores con no otro objetivo que el de hacerse con sus votos. La comedia, desde luego, es parte esencial del circo que constituyen los procesos de cooptación política propios de la democracia partidista. No podría ser de otra manera. Ahora bien, que todo el mecanismo equivale en realidad a una especie de burla cruel del electorado es algo que difícilmente podría negarse. Veamos rápidamente por qué es ello así y, en passant, aprovechemos para comentar el show político-televisivo del domingo por la noche.

Quizá sea útil empezar por señalar que se cuelan en la planeación de estos programas televisivos ciertos malentendidos que sería conveniente despejar. Preguntémonos: en principio ¿se puede en un programa en el que los participantes tienen unos cuantos minutos para expresarse presentar lo que sería un programa de gobierno, un programa sexenal? Pretender algo así es de entrada semi-absurdo, pero hay además otra razón por la que la idea misma de debate está en este caso viciada de entrada: carecemos de los métodos o procedimientos para de manera objetiva verificar o desmentir la inmensa cantidad de promesas con que nos sepultan. Automáticamente todo se vuelve un juego puramente verbal en el que los participantes venidos a actores  ponen sus mejores caras para enunciar promesas fantásticas de la manera más convincente posible. Está muy bien que un candidato nos asegure que mandará al Congreso tal o cual iniciativa o que acabará con la corrupción o con la inseguridad, pero ¿cómo podríamos nosotros aquí y ahora checar la veracidad de sus palabras? Y si no podemos hacerlo: ¿cuál es el sentido de la historieta que nos cuentan, aparte de entretenernos un rato? Dado que no hay forma de corroborar si cumplirán con lo que se comprometen o no (y hay sólidas razones para pensar que no lo harán), los aspirantes a presidente pueden prometer eso y diez veces más. ¿Cuál es el problema? Como no hay forma de contrastar con la realidad lo que tal o cual candidato ofrezca, todo se vuelve un juego puramente verbal. En el momento de su comparecencia el candidato jura y perjura lo que sea, sólo que ese “lo que sea” no tiene ningún valor. De manera que lo que los candidatos dan durante esos intercambios sean en realidad algo así como cheques sin fondos.

¿Se sigue que no podría haber debates políticos interesantes? Claro que no, sólo que tendrían que fijarse otros objetivos, objetivos que podríamos llamar ‘explicativos’. ¿Qué deberían hacer los candidatos para que sus mensajes tuvieran realmente un sentido no sólo semántico sino también vital? A mi parecer, es su función explicarle a la gente ante las cámaras de televisión cómo se implementarían algunos de sus múltiples planes generales de gobierno y la mejor manera de hacerlo sería diciéndonos a todos los ciudadanos qué obstáculos tendrían que vencer para poder implementar sus planes de trabajo. Por ejemplo, si alguno de los candidatos quisiera proseguir con el desmantelamiento de la propiedad estatal porque cree a ciegas en la propiedad privada, lo menos que podría hacer sería decirnos cómo se articulan las licitaciones, quiénes en principio pueden participar, en qué situación quedaría el gobierno vis à vis compañías y gobiernos extranjeros, por qué es preferible económica y socialmente importar gasolina que construir refinarías en el país y así indefinidamente. Y a la inversa: si alguien está en contra de la ultra mentada “reforma energética” tendría la obligación de explicar por qué está en contra, qué medidas concretas tomaría para frenarla o revertirla, a qué fuerzas y a qué personajes políticos tendría que enfrentarse para ello y qué podría pasar si se topara con una oposición demasiado violenta. Así, pues, en general si no se llega a discusiones precisas sobre temas concretos, debidamente circunscritos, y si todo se reduce a preguntas abstractas y a pronunciamientos universales sin un contenido asequible a los ciudadanos, el debate es ficticio y no sirve para nada. Sí debería quedar claro que si así van a ser los debates, entonces éstos no son propiamente hablando debates políticos, sino sesiones de esgrima lingüística sin mayor interés (tampoco hay entre los actuales candidatos, digámoslo abiertamente, oradores de primer nivel). Definitivamente, los formatos del debate tienen que cambiar y se tienen que introducir ciertas regulaciones y restricciones. Sobre eso regreso rápidamente  más abajo.

Debo decir que cómodamente asumo que mucha gente estará de acuerdo conmigo en que uno de los rasgos más vulgares y de mal gusto de esta clase de “debates” es la proliferación de argumentos ad hominem, la permanente alusión a cuestiones de orden personal, la intromisión en la vida privada de los participantes generando con ello una mezcolanza indigerible de temas políticos con cuestiones de índole privada. No tienen absolutamente nada que ver: el más corrupto de los políticos podría desarrollar una política nacionalista de éxito y ser aplaudido por todos, aunque él mismo en lo personal fuera un aprovechado, un nepotista, un acaparador, etc. Y al revés: el más honesto y bien intencionado de los políticos podría resultar un fiasco y llevar a la nación al abismo (o, para ser más preciso, llevarla del abismo al infierno, porque en el abismo ya estamos). Evidentemente, todos esperamos congruencia en los políticos, pero quizá ese sea un sueño irrealizable, por lo que debemos conformarnos y contentarnos con lo que nos une a ellos durante un par de horas, esto es, la función pública. Lo que queremos es conocerlos qua hombres de estado, no como maridos o como padres de familia. Las cuestiones personales son simplemente irrelevantes en este contexto y quien las introduce en el debate (Anaya y Meade sobresalieron en este sentido) tan sólo muestran mala fe y pobreza de pensamiento. Si hay ideas y programas políticos bien pensados no se necesita atacar al contrincante en lo personal.

“Debates” como los del domingo son en realidad un río revuelto y es imposible saber quiénes serán los pescadores afortunados; no es factible determinar con certeza qué efectos tendrán los dimes y diretes de los candidatos. Los resultados pueden ser de lo más variado. En efecto, los electores (muchos o pocos, eso no importa para el argumento) pueden reforzar su opinión, cambiarla o salir tan decepcionados que finalmente opten por desinteresarse del proceso y ello puede tener efectos inesperados el día de la elección. Es obvio que hay partidos a los que la abstención electoral es lo que más les convendría en tanto que hay otros para los que eso sería precisamente la fórmula para la derrota. Lo que es un tanto perturbador es que así como se presentan las cosas no es por consideraciones de orden político que se darían los cambios. Por ejemplo, es muy difícil no ver en este primer debate una alianza de todos contra Andrés Manuel López Obrador por lo que, por mucho que hayan intentado lucirse J. A. Meade y R. Anaya, su actuación de permanente acoso al candidato de MORENA les puede costar muy caro en términos de simpatía popular. El riesgo de ello sería, obviamente, que si ganara la elección el candidato de MORENA habría ganado con base en malas razones, es decir, razones extra-políticas. Afortunadamente, creo, él va a ganar y aunque habrá votos de simpatía y solidaridad por los ataques personales, también habrá votos razonados y justificados en el hartazgo por el sistema actual.

Si nos vamos al análisis concreto del debate del domingo, me parece que podemos decir que las cosas son relativamente claras. Es evidente que antes del debate se rompieron lanzas, se hicieron alianzas y se repartieron objetivos. Claramente, el papel de sabueso le tocó a Anaya, quien dicho sea de paso dio toda una cátedra de cinismo y maledicencia. Él sí que abusó de la mezcolanza (criticada más arriba) de discusión política con chismorreo de vecindario. Con él, todas las argumentaciones tienen la misma conclusión: López Obrador es culpable. De qué, no sabemos, pero es culpable a priori. Las técnicas de debate de Anaya son en el fondo bastante burdas. Una de ellas, por ejemplo, consiste en establecer fáciles asociaciones entre personajes y sucesos, jugando todo el tiempo con imágenes, estableciendo las correlaciones más superficiales que se puedan establecer y extrayendo siempre la misma conclusión. El recurso a cartoncitos en los que dibujó a placer sus mentirosos diagramas, con datos sacados de su imaginación e imposibles (una vez más) de corroborar (salvo por el hecho de  que contradicen la memoria pública, como por ejemplo cuando dictaminó que durante el periodo del Lic. López Obrador como Jefe de Gobierno del Distrito Federal los niveles de inseguridad subieron. Yo eso no lo recuerdo) lo revela como alguien absolutamente sin escrúpulos y que ejemplifica a la perfección eso mismo de lo que acusa a López Obrador, a saber, de estar movido por una ambición sin límites. Eso es justamente su resorte para la acción, un inconsciente dato auto-biográfico. Él cree que con expresarse con fluidez y mantener permanentemente una sonrisa de cretino más falsa que una moneda de 3 pesos basta para dejar asentada la verdad de sus proclamaciones. En eso está completamente equivocado. Las falacias en su boca son recurrentes. Por ejemplo, para “demostrar” que no cometió ningún ilícito comprando una nave industrial en 10 millones de pesos para de inmediato venderla en 54 (por medio de triangulaciones tenebrosas, usando a su chofer como intermediario, rehusándose a hacer su declaración ante la PGR, sospechoso de lavado de dinero, etc., etc.) lo único que dice es que no hay ninguna averiguación en su contra!!! De acuerdo con eso, si alguien mata a una persona y no se le acusa de nada, entonces no es un asesino. Fantástico! De eso hubo mucho. Por otra parte, Anaya solito se auto-reviste de un aura de farsante cuando histriónicamente, en tonos cuasi-histéricos nos asegura que va a luchar contra la corrupción, que va a acabar con la delincuencia organizada por medio de la tecnología, etc., sólo que se le olvida como por casualidad decirnos cómo va a lograr eso. Sin ese “cómo” todo su discurso no pasa de ser una lista de promesas fantasiosas y poco serias.

El candidato del PRI, en cambio, me pareció a mí más real, esto es, se presentó como lo que ahora es: un auténtico priista. ¿Qué es un auténtico priista? Un político que promete lo que sea, inclusive si lo que dice es incoherente. Curiosamente, de lo que él no parece estar muy consciente es de su nivel de desprestigio. ¿Cómo puede alguien que ha orquestado los gasolinazos, que encubrió mientras pudo a media docena de gobernadores corruptos y delincuenciales, alguien que nunca ha tenido trato con el pueblo mexicano, que salió del ITAM para irse al estudiar al extranjero y posteriormente venir a ser parte de la nomenclatura mexicana, pretender ser un representante de la nación, alguien que va a defender al país de la rapiña del capital extranjero?¿Qué autoridad moral tiene una persona que sin mayores titubeos se presenta como honesto, preparado, sencillo, etc., y tenemos que creerle porque lo dice él? Nada más faltó que nos dijera que en su opinión es además simpático y hasta guapo. La dizque revelación de que López Obrador tiene tres departamentos en la Ciudad de México es una calumnia repugnante y él lo sabe perfectamente bien, pero no le tiembla la lengua para mentir. De hecho él no tiene propuestas, dado que todo se resume en promesas que casi no son otra cosa que meras conexiones conceptuales (“La delincuencia es algo que se combate” y cosas por el estilo). Y, una vez más, todas esas promesas están en boca de alguien que en el fondo nunca ha estado en contacto con el mexicano medio, con el mexicano común. Meade y el ciudadano mexicano pertenecen a mundos diferentes, aunque se vista de charro y coma tacos en un mercado. Nadie le cree, por lo que podemos augurar que no podrá superar ni un 15 % de preferencia electoral. Y me parece que podemos predecir que cuando ya esté políticamente desahuciado (en un mes a lo sumo), la mitad de sus seguidores se irán con Anaya y la otra mitad se irá a apoyar a López Obrador. De eso que no tenga dudas!

El Lic. López Obrador no estuvo, hay que admitirlo, en su mejor noche, pero me parece que eso es algo que podemos comprender si realmente nos lo proponemos. Yo diría que la gran diferencia entre él y los demás candidatos radica en su autenticidad. Con su lenguaje pueblerino y su acento campirano, él no entra en competencia con el verborreico Anaya ni con el dechado de perfecciones que es Meade, por lo menos tal como él se auto-concibe. López Obrador, por ser un hombre realmente honesto (diga lo que diga quien en serio propone cortar las manos de los corruptos, una propuesta que lo único que logra es trivializar el castigo a los criminales puesto que nadie aceptaría una ley así), no llegó con planes grandiosos sino con un planteamiento simple: él se presenta como el candidato que emana de las masas, el que sabe hablarle al campesino (me pregunto si Meade sabe siquiera lo que significa ‘gorgojo’), al estudiante modesto, al pequeño oficinista a la vendedora ambulante o al desempleado. No se presenta con vacua grandilocuencia, como Anaya (en realidad, lo de este último es una variedad de cantinflismo: habla, habla y habla para no decir nada, puesto que nunca dice cómo se podría lograr lo que él ofrece hacer) ni juega con datos como Meade. Lo que pasa es que López Obrador no se está presentando como si estuviera en un seminario de posgrado. Ese no es su papel. Él le está hablando al pueblo de México y lo hace en el lenguaje que el pueblo entiende y a ello parcialmente se debe su gran ventaja en las intenciones electorales de la sociedad. ¿Qué le faltó? Yo estoy seguro de que el Lic. López Obrador tiene información de primera mano muy importante con la que fácilmente podría poner en ridículo a Meade o a Anaya, pero (para desesperación de todos nosotros) no la usó. Él no atacó personalmente a nadie, aunque hubiera podido y hasta debido hacerlo porque tiene también derecho a defenderse de las calumnias y las trampitas retóricas de sus adversarios. Pero su indignación moral ante la vileza de un par de contrincantes fue más fuerte. Yo creo que él sabrá extraer las moralejas de este primer encuentro y que para el segundo irá no sólo con su sano mensaje populista por delante, sino también con las armas un poquito más afiladas para su auto-defensa.

En general se piensa que el poder de los mass-media es incontrolable. Yo creo que eso es un error. Ciertamente no sería un charlatán descarado como el conductor de la sesión cotidiana de instrucción política para retrasados mentales que día a día nos receta Televisa – conocida como ‘La Hora de Opinar’ – a quien a mí (un simple ciudadano) me haría cambiar de opinión. No tiene cómo. Y como él abundan otros en radio, prensa y televisión. Pero de lo que con toda su perspicacia no parecen percatarse es que ellos mismos son los mejores contra-ejemplos a la tesis de que los mass-media lo pueden todo, porque lo único que están generando con su discurso de odio hacia López Obrador es una cada vez mayor simpatía por él. Oscura pero acertadamente, el pueblo entiende que el ataque a López Obrador proveniente de personajes como los aludidos es un ataque de clase, una lucha sin tregua por acabar con alguien que por primera vez desde hace muchos lustros efectivamente representa los intereses de las mayorías desvalidas, Y a menos de que suceda una catástrofe incomprensible, esos sans-culottes mexicanos, hartos ya de la situación en la que se les ha mantenido durante sexenios, harán que sea el más vilipendiado de los candidatos quien se ponga la bandera nacional en el pecho.

El resultado neto es que, a los ojos de la gente (que a final de cuentas es lo que importa) Anaya perdió credibilidad y ganó en antipatía; Meade no logró modificar su estirpe priista y continuará en el desprestigio hasta que por inercia su movimiento se acabe. López Obrador se mantiene holgadamente a la vanguardia, pero quizá ahora más gente entienda que o revertimos lustros de entreguismo y saqueo o estaremos contribuyendo a hacer de México un país de bancos y corporaciones trasnacionales, con una población fácil de manejar e incapaz de defender hasta sus derechos más elementales.

Por qué Tiene Razón Andrés Manuel López Obrador

Sin duda uno de los vicios más alegremente practicados en México consiste en “discutir” con un rival previamente vituperado y descalificado. El procedimiento es muy simple: cada vez que el adversario u opositor elegido hace una declaración, a ésta de inmediato se le distorsiona, se le tergiversa de manera que queda, por así decirlo, desfigurada y entonces se le pone a disposición de la opinión pública. Obviamente, no es nunca la afirmación original lo que se discute, sino una nueva versión de ella que en realidad no es otra cosa que un travesti lingüístico. De esta manera, el punto de vista real del adversario queda desvirtuado ab initio sin haber nunca realmente polemizado con él. Esta forma de actuar tiene (sería inútil negarlo) obvias ventajas prácticas, pero tiene también algunas desventajas intelectuales y, desde luego, morales. Las primeras se reducen en última instancia a la devaluación de una persona que ni mucho menos es imposible que en el fondo sea, desde diversos puntos de vista, muy superior a sus detractores. Por otra parte, la desventaja más notoria del recurso a esta “estrategia” es que muy fácilmente convierte a sus practicantes en discapacitados verbales, esto es, en gente incapaz de entrar en un intercambio genuino de ideas y en seres que quedan satisfechos con sus pseudo-polémicas con (así llamados) ‘hombres de paja’. Y a menos de que yo esté seriamente equivocado, esto es lo que parece haber sucedido en el caso de esa odiosa caterva de “analistas” y “comentaristas” que le dedican su tiempo y sus liliputenses esfuerzos mentales a denigrar, denostar, desprestigiar y calumniar al Lic. Andrés Manuel López Obrador. Realmente, la práctica mencionada de tergiversación sistemática de lo que el adversario sostiene ya se volvió algo así como el deporte nacional en el terreno de la charla politiquera cotidiana, sobre todo si es el Lic. López Obrador el interfecto. Para que vea que no exagero, invito al lector a que de manera espontánea haga un recorrido por periódicos y noticieros y cuente la cantidad de ilustres redactores de artículos (de algunos de los cuales nos gustaría mucho que se hiciera público el dato de para quién trabajan. Más de una persona se iría para atrás si se enterara de alguno que otro secreto editorial de más de uno de estos “especialistas”) dedicados cotidianamente a ensuciar la imagen de un hombre que, lo admitan o no, al día de hoy la mantiene inmaculada. No estará de más observar, en passant, que como todo en la vida prácticas nocivas como la mencionada le sirve en ocasiones a quien tiene objetivos aviesos e inconfesables para alcanzar sus fines pero, insospechadamente, tienen también consecuencias negativas para sus adeptos. Uno de esos resultados contraproducentes para los buitres periodísticos a los que aludimos es que ellos, más que cualquier otra persona o factor, han hecho de Andrés Manuel López Obrador el político más conocido en todo México! Sin tener que gastar los cientos de millones de pesos que tienen que dispendiar los portavoces de sus respectivos partidos, el Lic. López Obrador se ha beneficiado doblemente de la política que podríamos llamar de ‘difamación permanente’: por una parte, las intenciones son tan burdas y los argumentos tan mediocres que en realidad resultan infectivos y, por la otra, le hacen a diario una publicidad gratis fantástica: no hay campesino de Coahuila o empleado de Mérida que no sepa quién es Andrés Manuel López Obrador y no porque ellos hayan ido a buscar información al respecto, sino porque los ataques en cuestión son parte de la política nacional de la cual a final de cuentas nadie se sustrae. Ahora bien, como las elecciones, en un país como el nuestro con una población como la nuestra, en alguna medida dependen simplemente de que se sepa cómo se llaman los candidatos, resulta entonces que quienes mejor y más consistentemente han trabajado para el Lic. López Obrador son … sus peores enemigos! La única moraleja que se me antoja extraer de esta situación es simplemente que al mentiroso sus mentiras terminan por hundirlo. Aquí la única duda es si los mentirosos profesionales de la prensa, el radio y la televisión están siquiera capacitados para entender por qué su situación es desesperada. Digámoslo nosotros: porque si no critican al Lic. López Obrador le dejan el camino libre, pero si lo critican le hacen su campaña, trabajan para él. Mi conclusión, que desde luego nada más para mí extraigo, es que es mejor tener causas nobles y poder actuar honrada pero libremente que a la inversa. Esto lo digo con cierto pesimismo porque, con toda franqueza, no creo que los aludidos lo entiendan.

Lo anterior viene a colación, en parte al menos, por la inesperada declaración del Lic. López Obrador, un pronunciamiento que a más de uno le habrá puesto (y no sin razón) los cabellos de punta, concerniente al narcotráfico. Concretamente, me refiero a su propuesta de ofrecer una amnistía a la gente metida en el negocio del narcotráfico de manera que se pueda llegar a algún arreglo importante a nivel nacional con los grandes capos mexicanos. Bien vistas las cosas, la propuesta llama la atención por lo modesto de su alcance. Ojalá se pudiera llegar a un arreglo con los grandes jefes del narcotráfico de los países en donde realmente se consume la droga y se lava el dinero que de ella se obtiene, pero como no es ese nuestro problema no queda más que tratar de arreglar algo a nivel local. En todo caso, lo primero que habría que preguntar sería: ¿de qué clase de arreglo estamos hablando? Yo creo que responder a esta pregunta implicaría entrar en multitud de detalles, pero es obvio que no tiene mayor sentido entrar aquí y ahora en discusiones puntuales. Para nosotros en cambio lo más interesante sería preguntar: ¿ya se pensó, siquiera un momento, en lo que implica o significa una negociación así? Porque si no se tiene ni idea de qué es lo que se requiere y lo que se tiene en mente para poder hacer un planteamiento de esta índole, entonces ¿sobre qué bases y con qué derecho se critica y descarta la propuesta en cuestión? A mí me parece que habría que empezar por examinar ese aspecto del asunto.

Yo creo que a toda persona mínimamente sensata y razonable le queda claro que el primer gran objetivo que se pretendería alcanzar con una propuesta como la del Lic. López Obrador es (obviamente) detener la violencia y la masacre cotidianas que asolan a este país. Violencia y masacres implican miedo, abandono de negocios, de tierras, de propiedades, de familias. No se puede vivir en medio de la violencia, sobre todo cuando ésta es tan brutal y tan palpable. La propuesta del Lic. López Obrador está, por lo tanto, inspirada en el deseo de ofrecerle un respiro a la población, un respiro que en la actualidad las fuerzas del orden sencillamente no le dan y no le pueden dar. No sé quién podría negar que la instauración de una verdadera paz en el territorio nacional es algo que los partidarios de la política actual sencillamente no han logrado implementar. Más bien, habría que decir lo contrario: fueron ellos quienes promovieron y exacerbaron la violencia que azota al pueblo de México. Por angas o por mangas, lo cierto es que en la actualidad la situación del país empieza a ser francamente insostenible y es evidente que se trata de una situación que no puede eternizarse. Es claro que esta situación general del país va a evolucionar, pero si lo hace será para empeorar, es decir, irá madurando hasta pasar a la siguiente fase de su desarrollo y ésta, lógicamente, será todo lo que se quiera menos una etapa de paz, de tranquilidad y de progreso. Por lo tanto, el objetivo de calmar al país tiene que ser uno de los objetivos supremos de toda política nacional sensata y, naturalmente, habrá un costo que pagar por ello. En mi opinión, ningún mexicano en sus cabales podría estar en contra de dicho objetivo, pero si dicho objetivo es realmente tan valioso y uno de los medios para alcanzarlo es la negociación (no la rendición o la capitulación) con el alto mando de la delincuencia nacional: ¿por qué entonces no entablar una negociación seria con ellos? El punto es: si no se tiene, y se ha demostrado que no se tiene, una política efectiva para contrarrestar la violencia imperante: ¿qué se hace entonces? Es obligación de los gobiernos responder a preguntas como esa. Si meter a los delincuentes a la cárcel lleva a la mortífera situación que se vive hoy en día: ¿no es siquiera permisible imaginar una línea de acción gubernamental diferente? Pudiera ser que la propuesta del Lic. López Obrador a final de cuentas resultara fallida o fuera inoperante, pero si no queda refutada teóricamente, entonces ¿por qué se le condena de antemano y por qué se cierran las puertas a un potencial mecanismo de resolución de un muy grave problema nacional?¿Por qué México tiene que vivir en medio de las balaceras, las matazones y las vendettas?¿Para darle gusto a quién?

Supongamos, en aras de la deliberación, que la propuesta del Lic. López Obrador es escuchada y resulta viable. Con todo y ello, desde mi perspectiva el tema de la negociación con los jerarcas del narcotráfico no seguiría representando más que la punta del iceberg. Lo realmente sugerente es lo que la propuesta en cuestión entraña y que de manera natural acarrearía. Detener la violencia física de la que son víctimas fatales cientos de personas al día es el objetivo inmediato por su carácter de urgente, pero se podría sostener que lo que realmente cuenta e importa es lo que está, por así decirlo, detrás de la negociación de la que habla el Lic. López Obrador, esto es, de lo que tendría que venir concomitantemente para que dicha negociación fuera realista. ¿Qué es eso que de alguna manera está metido en la propuesta de López Obrador, pero que ni siquiera se menciona?

La génesis y la expansión del narcotráfico en México son fenómenos sumamente complejos y de los cuales yo ni intentaría siquiera dar cuenta en unas cuantas páginas. La explicación la encontramos en toda una serie de fuentes, alicientes, catalizadores, reacciones, etc., y que abarcan tanto motivaciones personales como todo un mosaico de causas sociales. Sin duda alguna hay jóvenes de entrada proclives a las tropelías y los desmanes y que con gusto se unen a las bandas y a las pandillas, pero de seguro que también hay muchos otros, probablemente la inmensa mayoría, que se ven arrastrados al mundo del narcotráfico y más en general de la criminalidad porque sencillamente no tienen genuinas opciones de vida alternativas. En casos así, que es el de lo que habría que denominar la ‘carne de cañón del narcotráfico’, slogans como “el individuo siempre puede optar” y frasecitas de café como esas no sirven para absolutamente nada. Hay muchas personas que aunque hubieran querido tomar otros rumbos en la vida de facto no tenían opciones. De ahí que no se contribuye en nada a la discusión con vacuidades como la mencionada. Independientemente de ello, yo creo que podríamos fácilmente llegar a un acuerdo generalizado respecto a la afirmación de que la causa social fundamental de que tantas vidas se pierdan en los pantanos del hampa son la miseria y la falta de oportunidades de trabajo y de desarrollo. Y aquí es donde empiezan las cosas a ponerse interesantes, porque la miseria es a su vez el efecto directo de un sistema de distribución de la riqueza terriblemente inequitativo e injusto. Eso significa que, además de otras clases de causas, la delincuencia y en particular el narcotráfico tienen un origen social. Éste ciertamente no es el único factor, pero cuenta y en verdad cuenta mucho (¿suena familiar?). Y esta idea está implícitamente vinculada con la a primera vista estrafalaria propuesta del Lic. López Obrador. Yo creo que los estrafalarios (por llamarlos de algún modo) son más bien sus críticos.

Si lo que hemos dicho es acertado, se sigue que hablar de amnistías en relación con la gente que estuvo en el mundo del narcotráfico es estar haciendo una propuesta de cambio político radical. De hecho, una vez desarrolladas sus implicaciones a lo que en última instancia equivale una propuesta como la de López Obrador, que tanto ha indignado a los bien pensantes especialistas, es a una re-distribución de la riqueza. En otras palabras, si no me equivoco lo que el Lic. López Obrador está sosteniendo, y yo concuerdo plenamente con él, es que el eje de la lucha en contra de la peste del narcotráfico no puede ser la aplicación a ciegas del código penal, sino que consiste más bien en crear fuentes de trabajo, generar oportunidades para la población en su conjunto, así como la posibilidad de reinserción en el vida social sobre bases nuevas y aceptables para entonces estar en posición de llevar una existencia digna. Y es justamente ahora que se nos plantea el problema más difícil de resolver: ¿cómo se construyen bases así?

Es evidente que la propuesta de López Obrador es una propuesta política y por lo tanto está relacionada con los mecanismos de la producción de la vida, siendo la maquinaria económica con mucho la determinante. Es de lo que pase o no pase en el sector de la producción de la vida material que dependen los cambios en otros sectores, como el educativo o el de salud. Lo que por lo tanto a través de una propuesta de diálogo se está diciendo es entonces que la lucha efectiva contra el narcotráfico inevitablemente exige un cambio radical, ante todo o en primer lugar, en las políticas fiscal y laboral. Es obvio que no es con un risible aumento de 8 pesos al día como se va a transformar la sociedad y modificar las condiciones de vida. En lo que el Lic. López Obrador está insistiendo, por lo tanto, es precisamente en que parte de la solución del inmenso problema del narcotráfico depende directamente de la transformación social. Si no hay cambios profundos, la lucha contra el narcotráfico está perdida, porque en el fondo ya dejó de ser una lucha contra una o dos bandas de maleantes para convertirse en una lucha contra una sociedad desprotegida y resentida y cuyo descontento se expresa engrosando los ejércitos de la delincuencia.

Si con lo que estamos afirmando nos movemos en la dirección correcta, entonces queda claro que la propuesta del Lic. López Obrador es en el fondo una propuesta de un nuevo pacto social. Lo importante de esta propuesta es que no arranca, por así decirlo, con palabras y demagogia, es decir, no se limita a dejarnos contentos con, por ejemplo, la promulgación de leyes olvidándose al mismo tiempo de sus condiciones de aplicación. Proceder de esa manera sería hacer algo tan absurdo como lo que se hizo en la Ciudad de México, cuando el gobernador M. A. Mancera todavía soñaba con que sería el representante del “Frente” y que éste lo llevaría directamente a la silla presidencial. La verdad es que no sabría decir qué calificativo es más apropiado para su actuación, si ‘grotesca’ o ‘ridícula’, pero en todo caso debe quedar claro que la propuesta del Lic. López Obrador no es de esa clase. Él propone empezar por la parte pesada del cambio y dejar para después su conceptualización jurídica. La propuesta del Lic. López Obrador es la de un nuevo pacto social real, porque todos sabemos que la promulgación de leyes no es más que la expresión jurídica de un estado de cosas subyacente y por lo tanto es esto último lo que importa. Las leyes, evidentemente, sancionan y refuerzan un determinado status quo, pero si no están fundadas en realidades sociales no pasan de ser mera palabrería, que es en lo que desembocó la deplorable y desmedida ambición de Mancera en relación con la constitución de la Ciudad de México. Lo que importa es, por consiguiente, la transformación social, la cual se logra sólo con decisiones y acciones políticas concretas o determinadas en los ámbitos relevantes.

A mí me parece que todos los días nuestra realidad social nos hace guiños para que la comprendamos y actuemos en consecuencia. Son señales de alarma que recibimos todos los días, de las más variadas formas. El deterioro de nuestra vida colectiva es palpable: nuestros autos se arruinan con calles como las que tenemos en la Ciudad de México, una ciudad plagada de peligros, contaminación, basura. No tiene caso engañarse con propuestas de solución que por insinceras y parciales resultan ser fantasiosas y desde luego inefectivas. Lo más difícil es aprender a cambiar de óptica, a pensar de un modo diferente. Es menester entender que los modelos estándar de “delincuencia-persecución del delito-condena”, etc., ya no operan en las condiciones en las que está el país. Hay que elaborar nuevas políticas, políticas que hasta hace unos lustros eran inimaginables e inaceptables. Pero la situación de México cambió y la persistencia en la aplicación de políticas fracasadas lo está llevando al desastre total. Por eso la propuesta del Lic. López Obrador es digna de ser ponderada y discutida. No digo que haya que aceptarla a ojos cerrados, ni es así como él la echó a andar. Pero tampoco se vale descartarla sólo porque viene de él. Si se hace ver que en efecto su propuesta no es la más conveniente se le descarta y se acabó, pero lo que no se tiene derecho a hacer es a descartarla sin haberla debidamente sopesado. Y más despreciable aún es pretender usarla para descreditarlo a él, como persona y como candidato, aunque estamos conscientes de que va a ser muy difícil acabar con esa práctica. En todo caso, en este como en cualquier otro contexto, quien tenga una mejor propuesta que la ponga en el tapiz del debate. Automáticamente veríamos entonces de qué lado están los mexicanos sensibles e inteligentes.

El Futuro de México

No es mi intención darle a mis lectores un duchazo de agua fría, pero quisiera que se me permitiera empezar estas reflexiones con unas breves y superficiales consideraciones de metafísica. Empiezo, pues, siguiendo en esto a grandes pensadores, con la afirmación de que lo real es el presente. Lo real, a diferencia de lo soñado, lo imaginado, lo fantaseado es eso que vivimos, que experimentamos aquí y ahora. Esto suena bien, pero es obvio que una concepción de lo real que se circunscribiera al presente sería en última instancia inaceptable. Yo creo, por consiguiente, que podemos incluir también como parte de lo real al pasado. Bien, pero ¿sobre qué bases haríamos tan atrevido movimiento? Bueno, fundaríamos nuestra sugerencia en que podemos hablar de “hechos pasados” puesto que podemos verificarlos, inclusive si la verificación se lleva a cabo forzosamente en el presente. Por ejemplo, podemos verificar, apelando a testimonios, documentos y demás, que Don Benito Juárez nació en Guelatao, Oaxaca. Se trata de un hecho que podemos de una u otra manera corroborar, pero si nos las habemos con un hecho entonces nos las habemos con un (por así llamarlo) trozo de realidad. Se sigue, según mi leal saber y entender, que también el pasado es real. Alguien muy puntilloso podría querer modificar esta afirmación y sostener que lo único que se sigue es que sólo son reales los hechos pasados que efectivamente son verificables, pero que como no se puede verificar todo entonces el pasado, aunque real, no tiene el carácter homogéneo que uno estaría tentado de adscribirle. Esto último se puede rebatir, pero independientemente de estas y muchas otras sutilezas que podríamos ir añadiendo, para nuestros propósitos podemos contentarnos con la tesis de que prima facie el pasado es real. Pero aquí de inmediato nos asalta otra inquietud: ¿qué pasa con el futuro? En este caso no podemos apelar a ningún hecho, puesto que es evidente de suyo que no podemos adelantarnos en el tiempo y verificar ahora lo que sucederá dentro de no digamos ya un siglo, sino dentro cinco minutos y en verdad dentro de medio minuto! El gran pensador austríaco, Ludwig Wittgenstein, plasmó la idea (como siempre y en relación con el tema que se quiera) en una oración impactante: “El futuro”, nos dijo, “es un libro cerrado hasta para el más perspicaz de los hombres”. Es desde luego debatible, pero a mí me parece que no es descabellado pensar, por la fecha en que escribió lo que acabamos de citar y por el contexto político de la época, que a quien tenía Wittgenstein en mente era básicamente a K. Marx. El pensamiento de este último, como sabemos, ha sido sistemáticamente tergiversado por gente que lo ha utilizado para tratar de adivinar lo que va a suceder no desde luego a nivel individual, sino a nivel social! La pretensión misma de predecir la evolución de la sociedad (en este caso, la de la sociedad capitalista) raya en el delirio, pero es hasta cierto punto explicable. En realidad se debe a una extraña mezcla de confusión intelectual y de wishful thinking, esto es, de pensar subordinando nuestros pensamientos a nuestros deseos. Y ¿en qué consiste la confusión? Básicamente y dicho de manera sumamente general, en identificar la lógica del sistema con su evolución. Lo primero es una cuestión de racionalidad, en tanto que lo segundo un asunto empírico y nada nos garantiza que lo segundo se ajustará a lo primero. En relación con el sistema capitalista a lo más que podríamos llegar sería a establecer las condiciones tales que si se dieran, entonces tales y cuales otras cosas pasarían. Pero obviamente nada nos asegura que esas condiciones se dan o se van a dar. Por lo tanto, no podemos inferir nada respecto al futuro, el cual sigue siendo un “libro cerrado” para nosotros. La vida, tanto individual como colectiva, es mucho más compleja de lo que una teoría, por magnífica que sea, podría contemplar. Esto, aunado al hecho de que el futuro no es real, si nuestra metafísica no es errada, nos lleva a concluir que no podemos saber nada acerca de lo que se nos viene encima. Por ello, a menos de que mi razonamiento sea vergonzosamente falaz, creo que habría que hacer nuestra dicha conclusión.

Como siempre en metafísica, apenas acabamos de dejar asentada una idea que de inmediato nos entran unas ganas inmensas de refutarla y siempre se encuentran los medios para ello. Y esto viene a cuento por el tema de la nueva “Ley de Seguridad Interior”, promovida por el presidente Enrique Peña Nieto y aprobada en la Cámara de Diputados, básicamente por el PRI, el Partido Verde y amplios sectores del PAN y del PRD. (Es muy importante que la ciudadanía identifique a quien ahora toma decisiones cuyas espantosas consecuencias no es improbablemente que se hagan sentir muy pronto). Por ahora lo que tenemos que hacer es formular el esquema de nuestro razonamiento, que es el siguiente: en principio si se dan ciertos hechos, si se configuran ciertas situaciones, entonces se habrán dado las condiciones para hacer valer la ley de la que hablamos. Tenemos, pues, que presentar aunque sea a grandes rasgos el contenido de la “Ley” (y debo de inmediato decir que ni mucho menos estoy convencido de que, si se le examina a fondo, resulte ser una ley congruente con nuestra Constitución) y luego ver qué tendría que pasar para que se cumplieran las condiciones de su implementación. Por lo tanto, queda claro que no estoy haciendo predicciones de ninguna índole, sino simplemente examinando la racionalidad de la ley en cuestión. Necesitamos, por consiguiente, hacer dos clases de consideraciones: primero, una presentación de lo que más nos interese de dicha ley y, segundo, una descripción (mínima) de su trasfondo y su contexto. Después nos pronunciaremos sobre si estamos haciendo futurología o si no más bien estamos analizando en serio la situación de nuestro país.

¿Qué enuncia la ley de seguridad interior? Si el interés fuera el de recitar un texto podría sin problemas citarlo in extenso, pero eso realmente no tiene para nosotros ningún sentido. Nosotros no somos ni leguleyos ni arribistas de ninguna índole. Lo que nos incumbe es aprehender su contenido, captar debidamente la idea motriz y ésta es muy simple: es sencillamente que el presidente de la República puede de ahora en adelante, sin consultar a nadie, ordenar que el ejército mexicano intervenga toda vez que se detecte una “amenaza” a la seguridad nacional. Hay multitud de “detalles” que podríamos ir cuestionando (dejando de lado las idioteces usuales de redacción, pero no olvidemos que los diputados son casi iletrados y no tiene mucho sentido esperar de ellos textos literarios), pero lo importante es ir al núcleo del tema. Lo que es crucial es que el poder ejecutivo se está auto-dotando del derecho de usar la fuerza pública mayor, esto es, el ejército, cuando el presidente en turno así lo decida, aunque sea contra la población en su conjunto. Obviamente, una prerrogativa como esa es altamente peligrosa. Para entender esto sería conveniente contrastar esta jugada política del gobierno mexicano con diversas declaraciones de políticos y militares norteamericanos. El presidente D. Trump, por ejemplo, en uno de sus arrebatos aseguró que destruiría a la República Popular de Corea del Norte (incluyendo, desde luego, a los niños, los ancianos, a los enfermos, a las mujeres, a los animales, etc.) con una fuerza y una furia como el mundo no ha conocido hasta ahora. Lo interesante es que casi de inmediato un general norteamericano declaró públicamente que si el presidente le ordenaba usar armas atómicas para bombardear Corea del Norte él no lo obedecería. Afortunadamente, en nuestro país todavía no se ha planteado una situación semejante o equivalente, pero no está de más preguntarnos: ¿qué pasaría si el presidente ordenara, fundándose en tan controvertida ley, que el ejército disparara sobre la muchedumbre?¿Lo obedecería el ejército porque hay una ley vigente que así lo ordena? Señores diputados, aunque esto que voy a decir no tiene el menor impacto en sus conciencias, recuerden y grábense en su memoria que si alguna tragedia social mayúscula sucede por culpa de la ley que ustedes aprobaron, ustedes se habrán convertido en miembros honorarios de ese gran conjunto de políticos irresponsables que han llevado a México a las puertas del desastre. Pero, dejando de lado posibilidades lógicas: ¿hay razones para tener un temor tan grande?

Yo creo que sí. Es obvio que un artículo crucial de dicha ley es el artículo 8, de acuerdo con el cual si hay protestas político-electorales pacíficas, es decir, inocuas, la ley no se aplica, pero automáticamente queda abierta la posibilidad de hacer intervenir al ejército si las protestas no son, por decirlo de algún modo, como de borregos enojados. Imaginemos entonces que se produce un fraude electoral colosal. Para ser más precisos: supongamos por un momento que quien legal y legítimamente gana las elecciones presidenciales del año entrante es Andrés Manuel López Obrador pero que, como previsto, entran en acción todos los ya bien conocidos mecanismos de fraude de manera que, por tercera vez consecutiva, se le estaría robando el triunfo. Supongamos ahora que las autoridades se niegan a reconocer la victoria de MORENA y que, movida por la indignación (y la desesperación), la población sale a la calle a protestar y a intentar revertir un resultado tramposo e ilegal. En ese caso, se cumplen las condiciones de “amenaza a la seguridad nacional”, aunque sea el pueblo quien “amenaza”, y entonces el presidente puede aplicar la “ley” de “seguridad interior”. ¿Qué pasaría en ese escenario? Se produciría una confrontación entre las fuerzas armadas y la población civil a menos, claro está, de que un militar nacionalista se insubordinara y se rehusara a acatar una orden anti-popular. Pero supongamos que la ley se hace valer. Visto desde cierta perspectiva, eso se llama ‘golpe de estado’; visto desde otra, ‘revolución’.

Lo anterior, como es obvio, son meras especulaciones, meros ejercicios de la imaginación, por lo que la pregunta que tenemos que hacernos es: ¿hay razones para pensar que podrían cumplirse las condiciones de aplicación de la ley en cuestión? Dicho de otro modo: ¿nos permiten el pasado y la evolución de México hacer inferencias respecto a su futuro? Necesitamos echarle un vistazo, aunque sea a vuelo de pájaro, a la realidad mexicana para tratar de discernir qué clase de continuidad se puede seguir dando en ella.

Consideremos entonces la Revolución Mexicana. A estas alturas yo creo que podemos afirmar con toda seguridad, y ciertamente no nos faltarían razones y datos, que ésta tuvo un periodo de gestación, uno muy breve de implementación y uno de declive y supresión. Yo diría que el primer periodo, arranque donde arranque, con el triunfo de Francisco I. Madero o con su muerte, culmina con la llegada del Gral. Álvaro Obregón a la presidencia. Allí empieza, a tanteos, el segundo periodo mencionado, el cual tiene su expresión mayor en la presidencia del Gral. Plutarco Elías Calles y durante lo que se denominó el ‘maximato’, periodo durante el cual el general operaba como el Jefe Máximo de la Revolución. Con Lázaro Cárdenas se inicia el declive del proceso revolucionario y se siembran las bases del sistema actual. O sea, realmente la transformación generada por la Revolución Mexicana duró de 1920 a 1936, que es cuando Lázaro Cárdenas expulsa del país al Gral. Calles. Para entender procesos así hay que tener un poquito de imaginación, pero sobre todo muchas ganas de comprender las situaciones y no tergiversarlas o deformarlas. Los cambios de una etapa a otra no son bruscos sino continuos, los resultados no se perciben de inmediato sino años después, etc. Lo que en todo caso es innegable es que la designación de M. Ávila Camacho como candidato a la presidencia significa claramente el fin del proceso revolucionario y la entrada de México en una etapa de institucionalización, proletarización, aburguesamiento y, desde luego, saqueo de la riqueza nacional. El símbolo supremo de esta nueva etapa la encontramos, naturalmente, en la presidencia de Miguel Alemán.

¿Qué pasó con México desde entonces? No necesitamos ninguna “interpretación” de nada. Lo único que se requiere es describir una evolución en relación con los hechos que nos incumben. La Revolución Mexicana casi súbitamente le abrió los ojos a los jerarcas de la época sobre la inmensa riqueza, real y potencial, del país. México era potencialmente un paraíso; tenía de todo. Vino entonces un periodo de abierto pillaje de los bienes de la nación sólo que la nación era tan rica que a pesar de ello seguía creciendo. El problema es que con las nuevas élites y los sucesivos gobiernos se desarrolló brutalmente la corrupción, las asimetrías sociales se fueron agudizando, la injusticia social se fue generalizando y la venta del país se fue convirtiendo en el instrumento preferido de los gobernantes para mantenerse en el poder. A pesar de sus múltiples rezagos, México era todavía en los años 60 y principios de los 70 (que es probablemente cuando mejor se vivió en este país) un país que todavía alimentaba esperanzas y objetivos elevados. Esto es un asunto en parte de datos y cifras, pero es obvio que no todo es medible de esa manera. Por ejemplo, la población en México tenía por aquellos tiempos esperanzas genuinas de vivir decorosamente, había en el aire ilusiones sociales, no se vivía en el miedo ni se estaba a merced de la delincuencia, organizada u otra. Nada de eso es medible, pero no por ello es menos real. Lo cierto es que había un tejido social que poco a poco, a base de políticas represivas en todos los sectores de la vida (económico, educativo, etc.) se fue rompiendo. México entró entonces, a través de sus gobernantes, en una fase acelerada de entreguismo y putrefacción social. Nociones como las de nacionalismo, patriotismo, justicia, honradez y cientos de otras emparentadas con ellas quedaron ridiculizadas y prácticamente expulsadas del lenguaje cotidiano. Y así llegamos, poco a poco pero de manera sistemática, a la situación actual. Sobre ésta quisiera decir unas cuantas palabras.

¿Qué panorama ofrece nuestro país en la actualidad? No es muy difícil de enterarse. La corrupción terminó por carcomer las instituciones, por hacerlas inefectivas (piénsese, por ejemplo, en la impartición de justicia, en los servicios médicos, en la seguridad que el Estado debe brindar y cada vez brinda menos, etc.), el despotismo de las autoridades es cada vez más marcado (a este respecto, es de primera importancia entender y tener presente que nadie le ha quitado al habitante de la Ciudad de México tantas libertades como Miguel Ángel Mancera, el actual gobernador de la ciudad, y ello sin romperse demasiado la cabeza: con un maldito reglamento de tránsito mediante el cual le vaciaron los bolsillos a la gente y tienen a los conductores de casi 5 millones de autos maniatados como lo pueden estar los conductores. Obviamente, la imposición descarada de un reglamento bastardo, mal concebido, lleno de parches, totalmente artificial, inspirado en reglamentos de países en donde se vive de manera completamente diferente, fuente inagotable de “ingresos” ilegítimos, etc., etc., fue posible por la asombrosa pasividad y por el ya legendario aguante del mexicano, un ciudadano acostumbrado a no defender sus derechos. Es increíble y tendremos todavía que soportar, quién sabe por cuánto tiempo más todavía, un reglamento típico de una dictadura), la vida criminal (en gran medida como una respuesta social frente a una situación cada vez más desesperante) triunfó y se estableció como una modalidad más de ganarse el pan de cada día y así indefinidamente. El hecho es que la pirámide social ha venido ensanchando su base y minimizando su cúpula: cada vez hay más pobres y los grupos privilegiados por el sistema son cada vez más privilegiados y más ricos. Hay que entender lo siguiente: eso sólo puede pasar si otras cosas pasan también. El Estado tiene que tener apoyos y si éstos no son internos, porque la población lo repudia, entonces tienen que ser externos y esto a su vez significa que México tiene que ajustar su política general a los intereses externos, que son de lo más variado, pues van desde el petróleo, la plata, la banca y las playas hasta el aguacate y las sardinas. Aquí un veloz esbozo de diagnóstico de la situación resulta indispensable.

La política de los sucesivos gobiernos mexicanos, con la posible excepción (parcial) del de Luis Echeverría, ha consistido en congraciarse con las élites nacionales y con los Estados Unidos, para ponerle nombre y apellido. Esa política ha constituido a lo largo de decenios un atentado en contra del bienestar popular. De la clase media de los años 70 queda poco y de la canasta básica de aquellos años menos aún. Los grupos privilegiados, por lo tanto, están ligados por intereses con políticas pauperizantes y entreguistas. No podría ser de otra manera. El problema es que esas políticas se practican indiscriminadamente al grado de convertir la vida de la población en un calvario de todos los días. Se puede vivir así durante mucho tiempo, siempre y cuando haya esperanzas de cambio a no muy largo plazo. El problema es que México ya lleva medio siglo así y no se perciben posibilidades de cambio. Por ahora el resentimiento social no se ha politizado, en gran medida por las efectivas políticas de idiotización que se aplicaron durante muchos lustros, pero por idiotizado que esté un pueblo llega un momento en que también reacciona. Hasta ahora la reacción se ha canalizado por la vía de la criminalidad, pero ésta ya está rebasando los límites de lo viable, de lo soportable y de lo controlable. Ahora bien ¿qué sucede si toda esa inconformidad se canaliza políticamente, en primer lugar en el juego electoral, y, segundo, qué pasa si efectivamente Andrés Manuel López Obrador gana y la gente lo apoya? Es evidente que el gobierno y las élites, las clases privilegiadas, los grandes beneficiados del sistema van a hacer todo lo que puedan para impedir que tome posesión. O sea, ellos el día de hoy ya saben que van a perder las elecciones inclusive haciendo todos los chanchullos y las trampas electorales imaginables. Pero ¿qué van a hacer si pierden? No queda sino criminalizar la protesta social.

Que las fuerzas del status quo van a oponer resistencia lo pone de manifiesto la elección del candidato del PRI a la presidencia de la República. J. A. Meade es el personaje ideal para la situación prevaleciente: no pertenece a ningún partido, no tiene una trayectoria política en el sentido genuino de la expresión, no ha sido otra cosa que un burócrata, un administrador de oficinas, nunca se ha destacado por su nacionalismo (recuérdense sus declaraciones cuando se iniciaron las discusiones de lo que quizá será el nuevo Tratado de Libre Comercio: absolutamente despreciables e indignantes), no tiene fuerza política ni la riqueza suficiente como para ser independiente, etc. Meade es, pues, el candidato de un México trasnacionalizado, sometido a la banca mundial y totalmente descapacitado para defender los intereses del país frente (sobre todo) a los de los Estados Unidos. El gobierno de Peña Nieto, por lo tanto, ya indicó, por no decir, ya gritó en qué dirección se va a mover el Estado mexicano. ¿Había alguna duda? Allí está la nueva ley de seguridad interior como respuesta.

Podemos ahora sí retomar nuestro tema y preguntar: ¿estamos haciendo futurología? En lo más mínimo, por la sencilla razón de que no sabemos y no podemos saber si se van a dar las condiciones para su aplicación. Lo que hemos hecho es un breve ejercicio de reflexión en torno a la lógica que subyace a tan peligrosa ley, una ley curiosamente ad hoc a las políticas monetarias, sociales, exterior y demás practicadas en particular por este gobierno. Ahora sí que las cartas están sobre la mesa. El mensaje del gobierno es que no se permitirán cambios en el Estado mexicano y que todo intento en este sentido, por legítimo que sea, se enfrentará con las fuerzas armadas. Aquí ya no es el narco lo que se combate. No es para eso que se promulgó esta “ley”. Esta ley está diseñada para defender los intereses económicos de diversos grupos privilegiados que prefieren ver incendiado a este país antes que ceder algo de sus cuantiosas ganancias (como lo pone de manifiesto el “aumento” de ocho pesos al salario mínimo). Lo importante, sin embargo, es entender que si estas son las medidas que el Estado, adelantándose a potenciales situaciones conflictivas, ya está tomando, es porque ya se sienten pasos en la azotea y porque saben que, si llega a estallar la furia popular, no habrá ni mecanismos ni privilegios que los pongan a salvo de la justicia revolucionaria.

Violencia: desbocada e incomprendida

Difícilmente se podría, en mi opinión, poner en cuestión la afirmación de que la vida en México se está abaratando y cuando digo eso no estoy aludiendo a un casi inimaginable control estatal de precios o a una inexplicable recuperación del salario o del poder adquisitivo de la moneda. Me refiero simplemente al hecho de que en la actualidad es muy fácil perder la vida en este país. Cada vez somos más las personas que salimos todos los días para ir a nuestros trabajos o hacer las diligencias que tengamos que hacer haciendo votos para que podamos regresar a casa sanos y salvos, pero también conscientes de que no es improbable que lo atraquen a uno a la mitad del camino, si bien nos va, o que simplemente por defenderse de un asalto o por un banal altercado con algún automovilista exaltado le pongan a uno una bala en la sien o en el corazón. Eso no es un fenómeno inusual en el México de nuestros tiempos. El incremento y la intensificación de la violencia es una realidad en relación con la cual ya no podemos seguir fingiendo que no existe. Es evidente que las autoridades están rebasadas: las policías están infiltradas por el hampa, están plagadas de ineptos, encuadradas en marcos jurídicos absurdos, nunca debidamente coordinadas, etc. La verdad es que en condiciones así es difícil ganarle la batalla no sólo a la delincuencia organizada, sino a la delincuencia simpliciter. La pregunta que una y otra vez todos nos hacemos es: ¿por qué nos pasó eso?¿Cómo es que se permitió que el país se encaminara por la senda aparentemente irreversible de la criminalidad? A mí me parece que para que resultara realmente explicativa y aclaratoria la respuesta tendría que venir en muchos volúmenes puesto que, como es obvio, se trata de un fenómeno social tremendamente complejo, simultáneamente causa y efecto de muchos otros. Es infantil suponer, por ejemplo, que la corrupción, promovida ante todo desde las esferas del poder y de los sectores económicamente privilegiados de la sociedad, no tendría efectos contundentes en la criminalización de la vida nacional. Al respecto vale la pena señalar que una de las grandes falacias consiste en pasar en silencio, e.g., la evasión fiscal de miles de millones de pesos por parte de unos cuantos consorcios al tiempo que se pone el grito en el cielo porque un automovilista le paga su multa al policía que arbitrariamente lo detiene y en identificar esto último con la esencia de la corrupción! En todo caso, en lo que a la violencia atañe los índices actuales, espeluznantes dicho sea de paso, lo dicen todo. El resultado neto es que si bien es cierto que el ciudadano mexicano no está expuesto a los peligros a los que lo están los ciudadanos de, por ejemplo, Siria o Irak, de todos modos el ciudadano medio no vive con la tranquilidad con que viven cientos de millones de personas a lo largo y ancho del mundo. Se trata, obviamente, de una cuestión de grados. Es posible que en la actualidad no haya un país totalmente seguro, pero es innegable que a escala mundial México ocupa uno de los más deshonrosos lugares en lo que a la inseguridad personal concierne. Por eso es una verdad inatacable la afirmación de que en México en cualquier momento cualquier cosa le puede acaecer casi a cualquier persona.

En relación con el tema de la violencia que se ejerce en nuestra sociedad, me parece que deberíamos distinguir por lo menos tres enfoques distintos. Está en primer lugar el ámbito meramente factual de las acciones violentas realizadas por tales o cuales personas en detrimento de tales o cuales otras. Nos encontramos aquí en el plano de la descripción de lo sucedido: cómo mataron a una persona, con qué armas, por qué fue victimada, etc. Hay un segundo plano, un poco más abstracto, que tiene que ver con la investigación de las causas sociales de la violencia. De lo que se trata en este segundo nivel es de encontrar los fundamentos de las graves conductas anti-sociales que asolan al país y de, por así decirlo, hacernos entender la lógica y la dinámica de la violencia. En este caso corresponde a los científicos sociales explicar el fenómeno generalizado de la violencia: el papel desempeñado por los niveles de pobreza, las injustificables asimetrías económicas que marcan a la sociedad mexicana (el reciente aumento al salario mínimo es de alrededor de 8 pesos al día, es decir, de algo así como de 250 pesos mensuales. Es una burla desde todos puntos de vista, pero es evidente que los comerciantes, los industriales, los banqueros, etc., no están dispuestos a darle el visto bueno a un reparto un poquito más equitativo de la riqueza que aquí se produce), el embrutecimiento sistemático durante casi medio siglo de la población como resultado de una política de represión y corrupción de sindicatos de maestros, de privatización de la educación y de tolerancia absoluta con la nefanda programación de la televisión mexicana en general, el triunfo avasallador y desmoralizante de la impunidad, etc., etc. Por lo pronto queda claro que así como el primer plano era el de la investigación policiaca, este segundo plano es el de la investigación científica. Pero el tema de la violencia no queda agotado con esto. Falta un tercer plano, que es el del análisis filosófico, esto es, el del análisis conceptual. Y si en relación con los dos primeros encontramos carencias y huecos gigantescos, en relación con este tercer nivel nos encontramos prácticamente en medio del desierto. Antes de decir cualquier cosa sobre el tema de la violencia desde la perspectiva de este tercer nivel es menester dejar en claro por qué en efecto es éste fundamental.

Supóngase que se quiere estudiar un determinado grupo de mamíferos, pero que se incluyen en las caracterizaciones iniciales de éstos características propias más bien de los batracios. Es evidente que las descripciones, las explicaciones y las predicciones que se hagan inevitablemente serán las más de las veces un fracaso total. ¿Por qué? Porque el objeto de estudio quedó mal delineado ab initio. Si es así, aunque se hagan experimentos costosísimos, aunque se construyan nuevos laboratorios, aunque se traigan a especialistas de todos los rincones del mundo, etc., la investigación empírica de los mamíferos va a dar malos resultados porque su objeto de estudio quedó mal caracterizado. Deseo sostener que lo mismo sucede, mutatis mutandis, con la violencia: si ésta no es comprendida cabalmente, todo lo se investigue y se haga al respecto tendrá inevitablemente resultados pobres, equívocos, falseados y demás. Nuestra pregunta ahora es: ¿realmente pasa eso con la violencia en México, es decir, está en lo fundamental el concepto de violencia mal entendido y aplicado? Alternativamente: ¿es la violencia incomprendida? Yo creo que hay mucho de eso, como argumentaré en lo que sigue.

Para efectuar cualquier consideración sobre la violencia quizá lo más aconsejable sea partir de un dato que sea tan universal y tan obvio que sería ridículo tratar de cuestionarlo y el dato que en mi opinión habría que tomar como punto de partida es simplemente que en la historia del ser humano, del Homo sapiens sapiens, en la historia de la humanidad la violencia ha estado presente tanto como el hambre o la reproducción. Por simple que sea esta constatación, a mí me parece que de inmediato hacer ver que es semi-infantil hablar de la “erradicación total” de la violencia. Quien sugiere algo así sencillamente no puede ser tomado en serio. El problema con la violencia, por lo tanto, es un poco como el problema con la diabetes: desde luego que hay que tratar de erradicarla, pero lo urgente en todo caso es controlarla y mantenerla dentro de niveles manejables, asumiendo para no auto-engañarnos que hágase lo que se haga de todos modos se va a materializar. En segundo lugar, es importante insistir en que no hay tal cosa como la “esencia de la violencia”. De ahí que quien pretenda ofrecer una definición en términos de propiedades necesarias y suficientes en realidad se está burlando de la gente. El concepto de violencia se aplica de diverso modo en diversos contextos, siendo quizá el paradigmático la idea de violencia física. Es obvio, sin embargo, que además de la violencia física hay muchas otras formas de violencia: violencia psicológica, como cuando alguien chantajea sentimentalmente a otra persona o la aterroriza o la seduce y la maneja como quiere, etc., violencia intrafamiliar, violencia social (de clase, digamos), violencia gubernamental, violencia entre países, violencia institucional, violencia en defensa propia y así indefinidamente. En todo caso, de lo que podemos estar seguros es de que siempre que seres humanos interactúen unos con otros de uno u otro modo se hará patente alguna modalidad de violencia. Los humanos, a todas luces, no saben o no pueden vivir sin agredirse mutuamente. En todo caso, para nuestros propósitos lo que es crucial es entender que al hablar de violencia podemos estar aludiendo a líneas de conducta que son parecidas (la violencia que ejerce un esposo sobre su mujer se parece a la que ejerce un gobierno invasor sobre el gobierno invadido), pero nunca idénticas. O sea, no hay un elemento común a todas las formas de violencia. Por consiguiente, para que la lucha contra la violencia pueda ser efectiva es imperativo que se acote el ámbito o la forma de violencia que se tiene en mente y que se quiere contrarrestar. Hablar de la violencia en general termina siendo básicamente un entretenimiento conceptual baladí.

Habría que decir que es sobre la base de los errores mencionados (rechazo de la universalidad de la violencia y aceptación de una forma de esencialismo) que automáticamente se genera un tercer peligro “teórico” y por el cual la noción de violencia queda, por así decirlo, desfigurada. Me refiero al hecho de que se trata de un concepto de fácil ideologización. Por ejemplo, ahora está de moda, por decirlo de algún modo, el tema de la violencia contra la mujer. Huelga decir que sólo un psicópata o un depravado o alguien así podría cuestionar la validez del enojo, la indignación y la queja por la violencia física que algunos hombres ejercen en contra de algunas mujeres, pero eso no sirve para fundamentar la pretensión de erigir la violencia contra la mujer como el más horroroso de los casos. En el caso de la violencia padecida por mujeres, lo que potencia nuestra indignación natural es el hecho de que en incontables ocasiones los culpables no son castigados. Es la combinación de enojo profundo por el daño causado y la impunidad de la que gozan los delincuentes lo que hace que se tienda a singularizar el caso de la violencia contra las mujeres. Sin duda se ha producido, lo cual es más que deplorable, un incremento en los asesinatos de mujeres. Eso, que quede bien claro, es algo que debemos no sólo repudiar sino combatir. No obstante, dicho incremento no debería hacernos perder de vista dos cosas: primero, que concomitantemente se ha producido un aumento todavía mayor de asesinatos de hombres y, segundo, que también se genera en la sociedad mucha violencia de mujeres contra hombres, como lo pone de manifiesto el tristemente famoso caso de las así llamadas ‘goteras’ (mujeres que se ponían ciertos productos en el cuerpo gracias a los cuales dormían a los hombres con los que estaban para después desvalijarlos). Tampoco se debería olvidar que además de la violencia contra mujeres hay violencia contra niños y violencia contra ancianos, tan odiosas y repudiables unas como otras. Es, pues, muy importante entender que con quien tenemos un compromiso, hacia quien debe ir dirigida nuestra ayuda y nuestra conmiseración es hacia la víctima de la violencia, sea quien sea. Sufre tanto la pobre joven violada y estrangulada en los suburbios de Ciudad Juárez como el joven secuestrado durante un mes, torturado y posteriormente ejecutado, inclusive si sus familiares pagan lo que los secuestradores les pedían. Lo que desde mi punto de vista resulta inaceptable es la idea misma de jerarquización del dolor de las personas, como si de manera natural unas fueran más susceptibles de sufrir, más sensibles que otras (en todo caso si así fuera, los niños me parecerían, con mucho, los candidatos más viables para ocupar ese “primer lugar). Por ello, el intento por apropiarse del concepto de violencia para auto-victimizarse de manera excepcional es una especie de golpe de estado conceptual que resulta sencillamente inaceptable. Esto está conectado con un tema acerca del cual no puedo decir aquí más que unas cuantas palabras.

Lo que revela la pretensión de singularizar a un determinado grupo social como encarnando por excelencia la victimización y tratando de erigir a dicho grupo como el grupo no sólo más vulnerable posible sino como el que representa simbólicamente mejor que nadie el dolor humano, etc., etc., es que los conceptos relevantes, como los de violencia y sufrimiento, quedaron tergiversados y están siendo usados en conexión con intereses particulares. En el caso de la violencia contra las mujeres lo que obviamente está enturbiando el asunto es la yuxtaposición, por no decir la fusión, del concepto de violencia con el concepto de género. Es la idea misma de “perspectiva de género” dándole forma al concepto de violencia lo que inevitablemente promueve confusiones, complica el estudio de la violencia por parte de los científicos sociales (incluyendo a los juristas) y enreda innecesariamente las investigaciones policiacas. El concepto de género es totalmente irrelevante en relación con la violencia social, porque cuando se examinan casos de violencia física lo que nos incumbe son los statu y las relaciones sociales entre individuos, entre seres humanos, independientemente de si son de género masculino o de género femenino. El género sencillamente no entra en el escenario. Cuando se realiza una investigación policiaca la idea de género es no sólo redundante sino entorpecedora de la investigación misma, puesto que es un factor que sólo sirve para desviar la atención respecto a lo que es relevante para la investigación, como lo son los móviles, los antecedentes, los mecanismos, los utensilios, etc., del victimario y de la víctima. En cambio, con la idea de género no se aporta absolutamente nada para el esclarecimiento del crimen. Esto queda claro una vez que sacamos a la luz la presuposición fundamental, radicalmente falsa, del enfoque de género, a saber, que la mujer es víctima de violencia por parte del hombre sólo por ser mujer. Aquí se puede claramente percibir la diferencia entre el enfoque de género y un enfoque racista de la violencia, siendo el racismo una realidad imposible de negar. Cuando un racista ataca a un individuo de una minoría la motivación de su ataque es, por ejemplo, el color de su piel. La motivación es injustificable, pero es (en algún sentido emocional) entendible. En cambio, el que alguien mate a una mujer sólo por ser mujer es simplemente ininteligible y es algo que no concuerda con lo que de hecho sucede. Una mujer puede ser víctima de un bandolero porque fue violada y lo reconoció, porque tenían hijos con un sujeto a quien ella se los quitó, porque alguien quería robarle algo y ella se dio cuenta, porque ella lo engañó con su mejor amigo, etc. Todo eso y más es imaginable y factible, pero que alguien mate a una persona “sólo por ser mujer”, sin que medie ningún interés u objetivo, eso es un mito, una historieta inaceptable. Dicha idea es sospechosa a priori, puesto que si se le desarrolla en forma coherente a lo que da lugar es a un cuadro incomprensible y absurdo del ser humano. Desde luego que se ejerce violencia sobre los seres humanos de género femenino, pero siempre por causas concretas y el ser mujer no es una causa. Una vez desechado el presupuesto falso del enfoque de género podemos entender que es el maltrato y el abuso de una persona por otra lo que es repudiable, condenable, criticable y aborrecible, independientemente del género de los involucrados. Si entendemos esto entendemos eo ipso que el problema de la violencia es un problema que atañe y afecta a todos por igual y que no permite un tratamiento parcial o sectario.

Regresando a la realidad social: lo que nos debe importar es cómo bajar de manera palpable y rápida los índices de violencia que prevalecen en México en la actualidad, una tarea urgente porque de hecho todos los días la vida de miles de personas está siendo afectada por la violencia. Yo desde luego que me uno a las personas que gritan “Ni una mujer más asesinada”, pero de inmediato añado “ni un niño más asesinado” y también “ni un hombre más asesinado”. Lo que no logro considerar como algo laudable es la jerarquización del sufrimiento, la distribución selectiva del dolor, la auto-victimización. Con eso definitivamente no estoy de acuerdo. A mi modo de ver no puede darse una lucha genuina de defensa de la mujer que no sea al mismo tiempo una lucha en favor del hombre libre de violencia.

Atemos entonces cabos: es sumamente improbable, por no decir internamente incoherente, inclusive en la más utópica o fantasiosa de las teorías del ser humano, hablar de una sociedad, de una vida sin violencia. Eso ni infantil es; es simplemente tonto. Por consiguiente, el objetivo por alcanzar sólo puede ser el de cómo controlar las manifestaciones más brutales de violencia en el seno de una sociedad supuestamente estable, es decir, que no está oficialmente en estado de guerra ni nada semejante. ¿Se pueden obtener logros significativos en este dominio? ¿Se puede reducir el nivel de violencia en nuestro país? Aunque no sea una labor fácil, yo creo que sí. Aquí se produce, dicho sea de paso, lo que podríamos llamar la ‘paradoja de la violencia’, porque en mi opinión la naturaleza de la violencia es tal que el éxito de la lucha en su contra inevitablemente la involucra. A los violentos patológicos, a quienes no saben de otros mecanismos para la resolución de problemas que el llamado a la violencia más brutal posible, etc., a esos no se les doma con sermones. Tratando entonces de ser propositivos: ¿qué es lo que sensatamente se podría proponer como principios generales de una política de lucha sistemática en contra de la práctica de la violencia?

Yo pienso que lo primero que habría que hacer sería establecer un orden y determinar qué formas de violencia son las más dañinas, las más evidentes y concentrarse en ellas. Desde esta perspectiva, el primer objetivo es restarle lo más que se pueda el atractivo que pueda representar para muchas personas el recurso a la violencia física, la expresión de violencia más fácil de identificar. Pero ¿cómo se combate la violencia mayor? La violencia no va a desaparecer de nuestro horizonte vital por un acto de magia. Yo creo que la primera medida es la creación de un marco legal con castigos severísimos, vigilando que la impunidad sea desterrada y que no se hagan excepciones a la ley. El castigo fuerte y efectivo (i.e., muchos años de cárcel, cadena perpetua, etc.) es, por lo tanto, un instrumento fundamental para acabar con el fácil expediente del recurso a la violencia física. Pero obviamente eso no basta. Tenemos que entender, bajando al nivel de la investigación empírica, que la violencia es también una respuesta social de malestar generada por una insatisfacción permanente en relación con los temas más básicos de la vida: la alimentación, la habitación, la vida sexual, etc. La insatisfacción permanente en relación con los temas mencionados (y otros como ellos) es una fuente inagotable de violencia física (yo no usaría en relación con esto la noción de causa). Naturalmente, niveles decorosos de vida (no hablo de igualitarismos socialistas ni nada que se les parezca) bastan para aminorar la tendencia a tener reacciones violentas. Y está desde luego la violencia institucional, la cual me parece una de las más siniestras formas de violencia, puesto que es violencia efectiva y permanente pero silenciosa. Para una defensa efectiva de la mujer yo me centraría en la luchas contra la violencia institucional (oportunidades, salarios, derechos, etc.).

Por último, no hay que olvidar que siempre habrá temperamentos violentos y por lo tanto, como ya se dijo, siempre habrá acciones y reacciones violentas entre los humanos, vivan como vivan. Es claro también, sin embargo, que esta clase de violencia es en última instancia mínima, porque muchas de las reacciones violentas de las personas son una manifestación de incultura, la expresión de una incapacidad para resolver problemas de manera racional y esto es en última instancia un asunto de educación. Inclusive en la más civilizada de las sociedades habrá siempre un caníbal y un barbaján, pero serán como hongos, uno por aquí y otro por allá. Lo que es indudable es que en una sociedad de gente bien educada no tendrían muchas oportunidades para dar rienda a suelta a su violencia. Y ello hace nacer en nosotros el triste pensamiento de que si la violencia no ha sido extirpada de la vida social es a final de cuentas porque los seres humanos no han interiorizado todavía una idea tan simple como la de que se puede y es mejor vivir en paz.

Tramposos, Ineptos y Malos Perdedores

Quizá deba empezar por confesar que me cuesta mucho imaginar que pudiera haber alguien que, en estado normal, pretendiera cuestionar la verdad apabullante de la afirmación de que el espectáculo que ofrece el mundo es sencillamente horroroso. ¿Cuál es ese panorama que genera semejante sentimiento? Presentado de la manera más abstracta posible, lo que percibimos a nivel mundial es un orden social tremendamente injusto, impuesto por la fuerza, sostenido por todo un aparataje mediático y en el cual cientos de millones de personas viven prácticamente en calidad de esclavos. Yo creo sinceramente que ni el más ingenuo de los hombres podría dudar de la existencia a escala mundial de la esclavitud, desde sus formas más brutales, como la trata de blancas, hasta las formas establecidas y aceptadas de jerarquización social. Quizá no esté de más señalar que el sometimiento sexual de la mujer es todavía mucho más notorio y humillante que el del hombre y no depende forzosamente del status social. A final de cuentas, si bien no tan ultrajadas como las mujeres a obligadas a ejercer la prostitución en la vía pública (un tema cuyas espeluznantes presuposiciones y consecuencias la gente simplemente ignora), también las mujeres del jet set, como las grandes artistas de Hollywood, mujeres que ganan millones de dólares al año, tienen que pasar por su via dolorosa consistente en hacer “favores sexuales” a directores y productores so pena de ver truncadas sus carreras. Quienes mandan en la jungla hollywoodense de buena gana transforman a una mediocre actriz en super-estrella si ésta pasa los tests de sus caprichos sexuales, como lo pone de manifiesto el caso del repugnante Harvey Weinstein, quien con toda seguridad en privado ha de jactarse de tener un récord impresionante de violaciones de artistas. Pero igualmente patético es el silencioso destino de millones de esclavos muertos de hambre (campesinos, obreros, desempleados, gente de la tercera edad, etc.) de cuyo futuro podríamos decir a priori que de hecho está fijado de antemano: hay gente que nació para trabajar para otros y que nunca podrá modificar su status social, en tanto que hay otros que (sin merecerlo desde luego) por un sinnúmero de causas viven y seguirán viviendo como buenos parásitos del trabajo de millones de personas. Como, al igual que las personas, las clases sociales se reproducen, el status quo, la estructura del mundo perdurará mientras haya seres humanos sobre la faz de la Tierra.

Un elemento escalofriante que viene a contribuir al espantoso panorama que ofrece la vida en este planeta es el hecho de que, paralelamente a la esclavitud física, nos topamos con la espantosa realidad de una esclavitud que podemos llamar ‘intelectual’ o ‘psicológica’ o ‘mental’ o, eventualmente, ‘cultural’. Si en el caso de la esclavitud material o física el objetivo es que muchos trabajen para que unos cuantos (literalmente) lleven una vida material sin problemas ni restricciones, en este segundo caso de lo que se trata es más bien de forzar a la gente, como si fueran borregos que hay que mantener en el redil, a pensar de una determinada manera, a evaluar de cierto modo, a reaccionar de una forma particular previamente diseñada para su inoculación y permanente reforzamiento en las mentes de los seres humanos. Uno de los principales objetivos es, naturalmente, la conformación de una concepción política básica que, a manera de casco, se pretende que todo mundo incorpore y porte permanentemente. Los instrumentos para la obtención de los fines deseados en este caso son, principalmente, la prensa, la televisión, el cine, el radio e internet, con todo lo que ello implica (“analistas”, “especialistas”, “intelectuales orgánicos”, “comentaristas” , videos y demás) y los mecanismos son los bien conocidos de desinformación sistemática, repetición ad nauseam de mentiras, supresión permanente de información relevante, etc., etc. El punto importante es simplemente que así como hay una estructura jurídica, un ejército, policías, instituciones, hospitales, etc., para mantener el status quo social en su variante material, así también hay todo un ejército destinado a imponer una determinada forma de pensar, lo que sería el sistema de valores más afín posible al modo de vida y al orden político y social prevaleciente. Hablo de lo que en general pasa desde luego en México, pero más allá de nuestro país en el mundo de las oligarquías, las plutocracias, los monopolios, etc., es decir, del mundo occidental en su conjunto.

De que a grandes rasgos quienes mandan en el mundo de las ideas están ganando la guerra en contra de la libertad de pensamiento y de que tienen prácticamente arrodillada mentalmente a la población mundial es algo que difícilmente podría cuestionarse. Las pruebas de ello abundan. El que el pueblo argentino, por ejemplo, haya votado (y siga haciéndolo!) por Macri es una demostración palpable de que el embrutecimiento político de la gente es no sólo posible sino efectivo, inclusive si se trata de un pueblo con un nivel de educación más que decoroso. En México, por ejemplo, podemos estar seguros de que la gente que ha sido engañada una y mil veces por el partido en el poder, esto es, el PRI (el partido de la contradicción hasta en las siglas: Partido Revolucionario Institucional: ¿cómo se institucionaliza la revolución?), votará en las próximas elecciones por ese mismo partido que tanto daño le ha hecho. La clave es, una vez más, el embrutecimiento mental sistemático, pertinaz, debilitante, ensordecedor. Esto es hasta cierto punto comprensible: sería ingenuo pensar que los medios de comunicación no son un pilar fundamental en la estructura de la sociedad contemporánea y no cumplen a cabalidad con su función.

Si lo que hemos dicho tiene visos de verdad, no queda más que concluir que vivimos en medio de dos clases de guerras: guerra de clases al interior y guerra con propuestas de vida alternativas al exterior (del mundo occidental, desde luego). Obviamente, el mundo de la cultura y de las ideas es un frente más y es el ejército de los medios masivos de comunicación la institución cuya misión es vencer en ese campo de batalla particular. Y aquí es donde de inmediato empiezan a brotar las contradicciones tangibles u obvias del sistema capitalista contemporáneo. Por una parte, en el modo de vida en el que nos tocó vivir se ensalza, se exalta, se postula como uno de sus valores supremos la libertad de expresión y se pretende hacernos pensar que ésta consiste esencialmente en la libertad de expresión no de los individuos, sino de los medios de comunicación. Sin embargo, esos mismos medios y toda la infraestructura institucional de la sociedad lo que más temen y con más encono combaten es precisamente la libertad de expresión cuando es ejercida por quienes no piensan como ellos quieren que pensemos. Así, pues (primera gran paradoja), lo que más se teme, lo que más se repudia, lo que más se aborrece y combate en los países de la libertad es precisamente la libertad de expresión! No se tiene ni siquiera que dar ejemplos de ello, puesto que los tenemos ante los ojos y abundan, como los narcisos amarillos (jonquilles) en primavera.

Podemos entonces afirmar que vivimos día a día una guerra mediática desatada en contra de la libertad de expresión, lo cual quiere decir, primera mas no únicamente, en contra del individuo intelectualmente rebelde, de quien se niega a ser sometido mentalmente, pero también y como era de esperarse, de las agencias de noticias alternativas que luchan por liberar el mercado de las ideas de las garras de los mass-media establecidos. Consideremos los casos separadamente.

¿Cómo se combate al individuo que no quiere limitarse a expresarse dentro de los estrechos márgenes que los medios de comunicación (inter alia) fijan para él? Salta a la vista que hay toda una gama de posibilidades. Una forma de hacerlo consiste en armarle una campaña permanente de desprestigio. Yo creo que, por ejemplo, el Lic. López Obrador tendría algo que decir respecto a esta clase de canalladas. No deberíamos pasar por alto tampoco el hecho de que esta estrategia viene en general acompañada del silenciamiento del blanco elegido: a éste se le critica por todos los medios (en todos los sentidos de la expresión), pero no se le da la oportunidad de defenderse. Así son las reglas del humanismo capitalista. Prácticamente no hay nadie en el mundo que sea inmune a un ataque mediático. Por ejemplo, el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, tuvo que recurrir y aferrarse al twitter para poder romper el bloqueo y la campaña de desprestigio orquestada en su contra por CNN, el New York Times, el Washington Post y cientos de publicaciones diarias que dependen de estos últimos en todas partes del mundo. Si eso le pasa al presidente de los Estados Unidos: ¿se imagina el lector la clase de linchamiento al que está expuesto un ciudadano común y corriente que aspire a hacer valer su inalienable derecho a la libertad de expresión? Pero puede ser peor. Una forma más drástica de proceder con quienes quieren decir lo que piensan o dar a conocer lo que saben es, naturalmente, suprimir físicamente al periodista insolente o al conferencista desafiante. México, como todos sabemos, es el campeón mundial en este rubro: es el país en donde más mueren periodistas y, por si fuera poco, impunemente. Sobre la tristemente célebre “Fiscalía para Delitos en contra de Periodistas” que, por lo menos hasta donde yo sé al día de hoy no ha resuelto un caso de los cerca de 110 periodistas asesinados desde el año 2000, no me pronunciaré en este artículo. Mi objetivo era simplemente llamar la atención sobre los procedimientos a los que se recurre cuando hay que ponerle coto a un osado trasgresor de las leyes de la esclavitud mental.

Mutatis mutandis, lo mismo pasa cuando el enemigo de los dueños del pensamiento público son no individuos aislados, sino agencias de noticias o institutos de información adversos. En general, dadas las magnitudes de las organizaciones establecidas (Agencia France-Presse, Reuters, Associated Press, CNN, etc.) sencillamente no hay posibilidad de competir con ellas, mucho menos de desplazarlas en lo que de hecho es sumercado, su coto. Los grupos de periodistas independientes no tienen ni los fondos ni la estructura ni el personal ni, más en general, las posibilidades de rivalizar con las grandes corporaciones internacionales que manipulan los flujos de información y comercian con ellos en función de los intereses políticos y económicos de sus dueños. Pero ¿qué pasa si la agencia que entra en el escenario para competir con ellos es una agencia estatal de un país no subordinado? Obviamente, el sistema de trampas que se le aplica al individuo ya no se puede utilizar en contra de instituciones rivales. Se requiere hacer intervenir a sus propios gobiernos. Es de esta manera como los medios de comunicación que conocemos hacen valer la “libertad de expresión”. Quisiera al respecto decir unas cuantas palabras, si se me permite.

Antes de ir a los hechos para ver qué es lo que sucede cuando un periódico realmente independiente entra en el mercado quisiera llamar la atención sobre las presuposiciones de la situación. Primero, se supone que la arena en la que nos encontramos es la del “libre mercado”, esto es, la de la competencia en concordancia con reglas previamente establecidas y válidas para todos y, segundo, asumimos (para seguir con el juego del auto-engaño) que estamos en un mundo en donde podemos dar expresión verbal libre a nuestras ideas y pensamientos. Pero ¿qué es lo que está pasando con lo que con mucho y sin que quepan dudas al respecto es el mejor periódico en internet, esto es, Russia Today (RT)? Para empezar, recordemos que se trata de un periódico que aparece desde luego en ruso, pero también en árabe, en alemán, en inglés, en francés y en español. O sea, es un periódico que realmente informa a grandes sectores de la población mundial. Hasta donde yo sé, no hay otro periódico en el mundo que desde este punto de vista pueda comparársele. Pero lo interesante es enterarse de que tampoco hay punto de comparación en cuanto a la transmisión de información. Russia Today proporciona una cantidad asombrosa de datos que simplemente sería impensable encontrar en la estereotipada y aburrida prensa estándar. Por si fuera poco, la información que está en el portal efectivamente está en el portal para los lectores, no como el New York Times que en un mes no permite leer más de 10 artículos o el El Universal, que bloquea el acceso a determinadas páginas. Pero además Russia Today proporciona información científica interesante, montones de videos de situaciones extravagantes que cotidianamente suceden y de las que no tendríamos ni idea si no fuera gracias a este magnífico portal, análisis interesantes de toda clase de temas. Y si nos vamos a los contenidos de los artículos, hay que decirlo y en voz alta: no hay comparación. La seriedad de los contenidos, por otra parte, no impide el recurso al sarcasmo, a la ironía, el sacar a la luz las motivaciones, las incoherencias o los absurdos de toda clase personajes políticos y hasta lauto-crítica, lo cual hace la lectura amena y fluida. Por ello considero plenamente justificada mi posición, que es la siguiente: habiéndole dedicado mucho tiempo a la lectura de periódicos tan variados como Le Monde (Francia), El País (España), La Nación(Argentina), el El Universal (México), el New York Times (USA), el Jerusalem Post (Israel), Al Jazeera (Arabia Saudita), The Guardian (Inglaterra) y muchos más, me siento autorizado para recomendarle con entusiasmo a mi amable lector la lectura de fabuloso periódico electrónico ruso, Russia Today (www.rt.com). Muy bien, pero ¿hay otras razones por las cuales ocuparse de un periódico electrónico particular?

Sí las hay y es que el caso de Russia Today ilustra a la perfección las mañas, las trampas, la ineptitud y más en general el despotismo no ilustrado de los medios masivos de comunicación que reinan en Occidente, de todos esos afamados periódicos de gran circulación y que se erigen como “autoridades” para la opinión pública pero sólo, ya quedó claro, cuando o porque no tienen competidores reales. Tan pronto éstos aparecen, todo mundo automáticamente percibe la mediocridad y el carácter tendencioso de sus productos. Pero les guste o no, lo cierto es que frente a Russia Today los “grandes” periódicos occidentales, estadounidenses, ingleses o de la nacionalidad que sean quedan exhibidos básicamente como burdos instrumentos ideológicos de sometimiento mental. De ahí que la atmósfera de frescura, de oxígeno que se siente al entrar en las páginas de Russia Todaysea un auténtico regalo cotidiano.

Pero ¿a qué condujo el increíble desplazamiento que por la calidad de sus reportajes y entrevistas Russia Today logró sobre sus contrincantes, sobre todo en los países de habla inglesa, esto es, en los países en donde mejor se practica la política más brutal y estridente de idiotización de la gente (no hay más que echarle un vistazo a los más prestigiosos periódicos ingleses para entender lo que quiero decir)? En Gran Bretaña en particular, los mass-media (incluyendo la BBC, con sus formatos acartonados y sus eternos mensajes de odio a Rusia, de solapamiento del apartheid israelí, de burla por los esfuerzos de liberación de los pueblos (Venezuela), etc.) clara y hasta vergonzosamente perdió lo que era un público cautivo en favor de Russia Today, convertido en muy poco tiempo tanto como periódico que como programa de televisión en el más popular. Por algo será. Una cosa es que la gente no tenga opciones y otra que sea tonta! Lo mismo está empezando a pasar en Estados Unidos, en donde poco a poco Russia Today ha venido desplazando a las hasta ahora intocables gigantescas corporaciones mediáticas de modo tal que éstas, al igual que en Inglaterra, no tuvieron otra opción que hacer trampa y obligar a su gobierno a intervenir. O sea, en la competencia pulcra, jugando con las mismas reglas de mercadotecnia, en igualdad de condiciones los rusos mostraron ser superiores. ¿Qué hizo el lacayuno gobierno, tan temeroso como lo es de su prensa y su televisión? Obligar a Russia Today a registrarse como “agente extranjera”, so pena de catear sus instalaciones y llevarse sus computadoras, documentos y demás. O sea, al mejor periódico del mundo se le obligó a auto-etiquetarse casi como agencia de espionaje, cuando no es otra cosa que genuina fuente de información para la población. De igual modo, el gobierno inglés ya no sabe qué mecanismo inventar para acallar Russia Today, lo cual explica que la deplorable primer ministro. Theresa May, no tiene otro tema para presentarse ante el público que la “agresión rusa” y la difusión de “noticias falsas”. Qué fácil y, a estas alturas, qué estéril y aburrido lenguaje político. No nos confundamos: la descarada política de estos gobiernos, hasta un niño lo entiende, representa un golpe terrible a la genuina libertad de expresión, a la expresión que ilustra, que informa, que nos hace entender los hechos; en otras palabras, a todo eso justamente que la prensa mundial no quiere que suceda, porque cuando sucede el ciudadano de inmediato percibe su carácter esencialmente mendaz, su desprecio por la gente común, su status de arma ideológica utilizada todos los días para mantener un sistema de vida que se alimenta de la miseria de millones de personas y para beneficio de detestables grupúsculos de privilegiados. Russia Today es un antídoto para esa clase de ponzoña ideológica.

Como era de esperarse, en su esfuerzo por detener a Russia Today, junto con el reconocimiento implícito de que ni todos los periódicos electrónicos occidentales juntos pueden con la extraordinaria agencia noticiosa rusa, vienen más cosas, por ejemplo, la instilación del odio. Lo que a través de sus instrumentos los magnates occidentales quieren es seguir gozando de su primacía y sembrar el odio en el corazón de quienes consumen sus productos. ¿Odio a qué o a quién? Odio a Rusia, esto es, a un hermoso país con una historia grandiosa, con pléyades de escritores, de músicos, de científicos, esto es, de hombres y mujeres que han contribuido con sus creaciones y aportaciones a la felicidad mundial, con una cultura popular espléndida y sobre todo con un maravilloso pueblo que ha estado unido a la humanidad por lazos de hermandad y no por sentimientos de superioridad o por ambiciones de sometimiento. Lo real, sin embargo, el fenómeno interesante e innegable es el triunfo deslumbrante de Russia Today en el frente ideológico occidental, es decir, su incuestionable victoria frente a sus amañados, tramposos e ineptos opositores, jugando además en los terrenos de estos últimos y con sus propias reglas. Ello no es sino una muestra más de la inevitable decadencia de ese sistema de explotación del hombre y la naturaleza por el hombre que ya debería exhalar su último suspiro.

Lecciones de la Historia

Oficialmente, octubre de hace un siglo fue el mes de la Revolución Rusa. Eso es inexacto en más de un sentido. Para empezar, en aquella época había dos calendarios, el que nosotros usamos y el juliano, que era el que se usaba en la Rusia zarista y de acuerdo con éste el mes de la revolución no fue octubre sino noviembre. Pero esa discrepancia cronológica no tiene en realidad ninguna importancia. Es mucho más radical el error consistente en pretender delimitar en el tiempo procesos tan complejos como la Revolución Rusa, una transformación social de magnitudes seculares y cuyos efectos no hemos acabado de apreciar. Ahora bien, en relación con un fenómeno tan importante como lo fue la Revolución Rusa, sin duda alguna la transformación social más decisiva del siglo XX, se puede adoptar una de por lo menos dos formas serias de posicionarse frente a ella (no me ocupo de la puramente ideológica, tipo New York Times, para no perder el tiempo y no hacérselo perder a nadie). Se puede adoptar una actitud de historiador y tratar de contribuir con nuevos datos, rectificando hipótesis, haciendo señalamientos supuestamente novedosos de fechas, de hechos y demás. En la medida en que yo no soy historiador más que como aficionado, esta vía está para mí clausurada. Pero nos queda otra, una que me es mucho más asequible sobre todo por las motivaciones que le subyacen. Mi idea es muy simple. En mi opinión, cuando uno siente la necesidad de librarse, aunque sea momentáneamente, de la espantosa garra del presente, cuando uno trata de olvidarse de lo que es nuestra realidad social (el auge de lo que habría que llamar ‘delincuencialismo’, el triunfo quizá definitivo de la corrupción, sobre todo en el sector gubernamental y en el de las grupos más privilegiados, el alarmante incremento de la violencia ejercida sobre todo en las clases populares, la conciencia de cómo tiene que ser nuestra vida cotidiana y de lo que racionalmente podemos pensar que son nuestros prospectos de vida), una receta saludable es volver la mirada hacia el pasado, adentrarnos en el fantástico universo de la historia para, sobre la base de los data que ésta nos proporciona, dejar que la imaginación cumpla con sus funciones de modo que, a la manera de un cuento de hadas pero sobre bases factuales, pueda uno especular o soñar sobre cómo habría podido desarrollarse el mundo y derivar del pasado lecciones respecto a lo que a nosotros nos tocó vivir y así comprender mejor nuestra realidad social. Es en esa tesitura con la que quisiera hacer algunos vagos recordatorios sobre la así llamada ‘Revolución Rusa’ y meditar unos cuantos minutos sobre su legado a la humanidad.

Lo primero que habría que decir es que eso que se conoce como ‘Revolución Rusa’ y que culmina en lo que debería llamarse la ‘Revolución Bolchevique’ es en el fondo el resultado de un proceso de varios siglos. Las raíces de este proceso se plantaron con la subida al trono del primer Romanov, ocurrida a raíz de la muerte del gran zar Boris Godunov. Con la llegada al trono de los Romanov se reforzó un régimen de servidumbre, de cuasi-esclavitud, muy semejante al que varios siglos después prevalecería en las haciendas mexicanas de la época del porfiriato. En efecto, así como en Rusia un boyardo podía poseer cientos de “almas”, así los campesinos mexicanos eran prácticamente propiedad del latifundista puesto que estaban atados a la hacienda y, a través de mecanismos como la tienda de raya y de la total carencia de oportunidades y alternativas, eran de facto esclavos en aquel régimen que alguno que otro desvergonzado pseudo-historiador local ha pretendido reivindicar. De hecho, el sistema de siervos y nobles que había en Rusia y el de hacendado-peón que prevalecía en México son de lo más parecido que podamos encontrar en la historia y tan odioso y despreciable el uno como el otro.

Fue sólo después de varios siglos de vivir en una sociedad jerarquizada socialmente de manera nítida, aunada a un sistema de represión policiaca bestial, que empezó a fraguarse en Rusia un gran descontento social, un descontento cuyas banderas fueron enarboladas por la inteligentsia rusa del siglo XIX. Un libro que da una idea muy clara de la atmósfera de protesta social y clandestinidad que se vivía en Rusia durante la segunda mitad del siglo XIX es la maravillosa novela de F. Dostoievski, Demonios (traducida también como Los Poseídos). Esta segunda etapa se intensificó con la paulatina industrialización de Rusia, que hasta entonces había sido un país eminentemente agrícola y campirano. Otro factor importante fue el siguiente: después de los tres repartos de Polonia, a finales del siglo XVIII, el imperio ruso súbitamente incrementó su número de súbditos con millones de personas que hasta entonces habían vivido en un régimen no liberal pero sí menos autoritario y que no estaban acostumbrados a las tradiciones autócratas rusas. La desgracia para el zarismo fue que con ellos irrumpieron en Rusia ideas nuevas venidas de Europa Occidental, ideas revolucionarias que tenían que ver con los derechos del hombre y del ciudadano y sobre todo ideas vinculadas con el marxismo. Ya para entonces se hacían sentir las contradicciones entre el orden medieval heredado y las exigencias que el surgimiento de nuevas clases sociales acarreaba consigo. Todo ello le dio al descontento del pueblo ruso una nueva orientación o, mejor dicho, una orientación mucho más definida, una orientación politizada. Pululaban los centros de oposición, de resistencia clandestina, hasta que finalmente brotaron los primeros focos de lucha armada. Como era de esperarse, la clase dominante, representada por el zar, se aferró a sus privilegios sin tomar conciencia de la fuerza del terremoto social que se estaba gestando. No obstante, así como los Borbones en el siglo XVIII se negaban a hacer concesiones sin percatarse de que estaban a un paso de la guillotina, así también el zar y la nobleza rusa se resistían al cambio cuando era obvio que éste sencillamente ya no era opcional. Su ceguera los llevó inclusive a rechazar en el momento crucial la única opción real que les quedaba para sobrevivir y que era la transformación del zarismo en una monarquía parlamentaria. Dado que los cambios políticos que se necesitaban fueron bloqueados, en 1917 la avalancha social arrasó con el régimen zarista. Fue entonces que jugaron de manera magistral el papel histórico que les correspondía los teóricos de la revolución, como Lenin, y los luchadores sociales propiamente hablando, como Stalin. No olvidemos que desde años atrás Lenin dirigía a su partido y la insurrección desde Suiza o desde Londres mientras que Stalin era el auténtico guerrillero que lideraba la lucha cotidiana contra las instituciones y las fuerzas del orden, sobre todo en el Cáucaso.

No hay duda de que, además de su soberbia, dos factores importantes contribuyeron a que el gobierno del zar se desmoronara: la desastrosa guerra contra Alemania y el hecho de que grandes sectores del ejército (sobre todo, la carne de cañón que regresaba del frente, los soldados rasos) le dieran la espalda. De esto podemos extraer una primera lección: si los militares fallan y no cooperan, el régimen, el sistema social, el gobierno, el Estado se derrumban. Esta verdad vale para los países en general pero a mí me parece, dicho sea de paso, que al que más claramente en este momento se le aplica es a los Estados Unidos: no sólo es evidente que el sector militar-industrial llevó a Trump a la Casa Blanca, que dicho sector social exige cada vez con más fuerza y de manera más vociferante que lo que a él le conviene se convierta en política de Estado y que si dicho sector deja de apoyarlo el periodo de Trump como presidente se acaba en un santiamén. A mi modo de ver, en relación con el papel de los militares y las policías la Revolución Rusa tiene encendida, para todo mundo pero sobre todo para el pueblo norteamericano, una luz de alarma de un rojo muy intenso. Pero regresando a nuestro tema: el gobierno zarista finalmente cayó en 1917 y la oposición se hizo del poder. El problema fue que la oposición estaba dividida y el efecto inmediato de dicha oposición era, como tenía que ser, la parálisis del Estado. Una situación así, sin embargo, no podía durar. Aquí la Revolución Rusa nos da una segunda lección interesante: las multi-alianzas partidistas, como las que aspiran a gobernar México, no pasan de constituir a final de cuentas una mera farsa política y en lo que desembocan es en el debilitamiento de las instituciones nacionales. Eso es obviamente algo que hay que evitar. Pero, independientemente de ello y regresando a nuestro tema, tenemos que enfatizar la grandeza histórica del teórico de la revolución, sobre todo cuando además de teórico se trata de alguien dispuesto a jugarse el todo por el todo. Es el caso de Lenin: con él a la cabeza, los bolcheviques audazmente tomaron el poder. Allí empezó una guerra civil, plagada de hechos heroicos y brutales, de grandes victorias y terribles derrotas, de un papel formidable de las masas y de uno a menudo errático y erróneo de los dirigentes y que costó millones de vidas. La Revolución de Octubre era un movimiento cuyo desenlace era desconocido para el 100% de la población mundial. En qué habría de desembocar era lógicamente imposible de predecir entre otras razones porque, además del rol unificador y sintetizador que desempeñaba Lenin, el movimiento era semi-caótico y hasta contradictorio. Este carácter contradictorio de un movimiento que a través de terribles luchas intestinas busca encontrar su verdadera orientación lo encontramos plasmado en Trostky. Su caso es el de una extraña mezcolanza de revolucionario y megalómano en grado extremo. A él se le confió la organización del Ejército Rojo, gracias al cual pudo acabarse con el pro-zarista Ejército Blanco, pero también es cierto que él más que nadie promovió la deshonrosa capitulación en Brest-Litovsk frente a los alemanes y fue él quien negoció con los banqueros norteamericanos de Nueva York créditos a tasas exorbitantes para que el nuevo gobierno pudiera sostenerse, con lo cual lo endeudó y lo hizo dependiente del sistema bancario mundial. El papel de Trotsky es y seguirá siendo asunto de debate, como lo ponen de manifiesto la derrota del Ejército Rojo frente a Polonia, a las puertas de Varsovia, en 1921, el uso descarnado de la población masculina para llevar soldados a los distintos frentes y su delirante convicción de que una revolución como la de Rusia era transferible a Europa occidental. Era obvio que una visión así no podría prevalecer ni imponerse, por lo que finalmente lo que triunfó fue la política stalinista del “socialismo en un solo país”. En todo caso, en 1922, después de más de 3 años de una espantosa guerra civil, fue proclamada la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Dicho de otro modo, la creación de la URSS es, aunque impredecible, el desenlace lógico de la Revolución Rusa.

Sobre la base de los hechos narrados podemos plantear lo siguiente: ¿cómo medir el éxito o el fracaso de un proceso revolucionario? Yo creo que la Revolución Rusa opera como una especie de paradigma, como un termómetro para medir qué tan fructífero y profundo fue o es un movimiento de transformación social. Sobre su herencia axiológica y política diré algunas palabras más abajo.

Todos sabemos que en el siglo XX se produjeron diversas revoluciones sociales, unas más importantes que otras. Está, desde luego, la Revolución Rusa, pero podemos mencionar también las revoluciones china, sudafricana, mexicana, cubana y bolivariana. Hubo otras, pero con estas nos basta. Como puede apreciarse, todas ellas comparten algunos rasgos pero también todas ellas son radicalmente diferentes entre sí. A las revoluciones china, sudafricana, cubana y bolivariana, por ejemplo, se les podría llamar las ‘revoluciones de Mao, de Mandela, de Fidel y de Chávez’, por el papel preponderante y decisivo de sus respectivos líderes supremos, pero es claro que no hay una etiqueta equivalente ni para la revolución rusa ni para la mexicana, en el primer caso porque hubo muchos líderes y en el otro porque no hubo ninguno que descollara frente a los demás. En Rusia proliferaron los grandes teóricos de la revolución, de la organización partidista y del cambio social, en tanto que en México sencillamente no hubo nadie así. La Revolución Rusa venía avalada por años de discusiones políticas, discusiones de las que posteriormente se alimentaron China y Cuba. La Revolución Mexicana, en cambio, fue una revolución acéfala, un movimiento social sin dirección y sin una bandera ideológica determinada. En México no hubo teóricos de la revolución (y sigue sin haberlos). Desde luego que había un trasfondo social que sostenía, validaba y le daba un sentido al movimiento armado y a los gobiernos de los años 20, pero es típico del movimiento armado mexicano el no haber rebasado nunca el nivel de movimiento más o menos espontáneo e improvisado. Podría argüirse que lo más claro de todo el proceso lo encontramos en el Plan de San Luis, que es el manifiesto de una nueva clase de empresarios agrícolas que luchaban por dejar atrás el latifundismo medieval, el cual se había convertido ya en un tremendo lastre económico y social, sostenido únicamente por las huestes porfiristas. También en el plan zapatista encontramos elementos interesantes de reivindicaciones campesinas, pero demasiado diluidas porque el campesinado mexicano estaba muy lejos de auto-representarse la lucha revolucionaria como algo más que lucha para obtener ventajas personales y más o menos inmediatas, aunque fueran mínimas. En Rusia, en China, y en Cuba circulaban ideales políticos que guiaban la acción de los revolucionarios en direcciones precisas. Como a veces sucede, la radicalización de una transformación social profunda depende mucho de factores externos, como la presión extranjera. Las revoluciones rusa, cubana y bolivariana son un buen ejemplo de ello.

El caso de la revolución mexicana es en verdad patético. La ausencia de teóricos de la revolución fue fatal para el movimiento revolucionario mexicano y, por sus secuelas, para México en su conjunto. Si el Gral. A. Obregón se hubiera re-electo en 1928 se habría demostrado que los movimientos sociales sin orientación ideológica clara desembocan en golpes de Estado y en toda clase de caudillismos, en el peor de los sentidos. Desde este punto de vista, es imposible no reconocer que el gran patriota fue el presidente Plutarco Elías Calles. Según, por ejemplo, el popular escritor Francisco Martín Romero, más que por el agente clerical, León Toral, el asesinato de Obregón habría sido perpetrado por el gobierno federal precisamente para impedir su re-elección. Una vez más, lo que esta situación indica es que sin un trasfondo ideológico sólido se desemboca o en el bonapartismo (que era lo que Obregón representaba) o en la institucionalización y con ello el fin del movimiento revolucionario, que es lo que sucedió en México con el presidente L. Cárdenas. La Revolución Mexicana tiene, por lo tanto, acta de defunción: el día en que asesinaron a Álvaro Obregón. Calles entonces dejó la presidencia, pero en la medida en que seguía siendo el “jefe máximo” el proceso revolucionario seguía todavía vivo. Sin embargo, su expulsión del país por Cárdenas, unos cuantos años después, significó precisamente que el movimiento revolucionario y progresista encarnado en su persona había fenecido. Resabios de la “ideología” revolucionaria, básicamente de carácter anti-clerical, sobrevivieron un tiempo, por ejemplo en la actuación política del gobernador Tomás Garrido Canabal. Desafortunadamente, éste se topó con el gran especialista en trampas políticas, el Gral. Cárdenas, quien se las arregló para que Garrido Canabal tuviera que huir de México. Cuando eso pasó, el proceso revolucionario mexicano ya estaba finiquitado. Se entraría entonces en el periodo conocido como ‘cardenismo’.

El proceso cubano fue también sui generis. Es un proceso en el que se combinaron varios factores decisivos. Por una parte, un cuadro de jóvenes revolucionarios de primer nivel, en todos los sentidos. A esto habría que añadir la política de un gobierno imperialista abiertamente torpe y sorprendentemente ineficaz. Por último, la presencia de la Unión Soviética, una potencia que ayudó económica, militar, diplomática, cultural y políticamente al incipiente movimiento de liberación nacional cubano. Al igual que pasó en Rusia, el movimiento de transformación social se radicalizó en parte por la intervención extranjera. La idea de “Unión Soviética” no existía no digamos ya entre los proyectos de los mencheviques, sino que ni siquiera en el partido leninista originario. Fue la intervención extranjera (las tropas checoeslovacas, los contingentes polacos, el apoyo militar inglés, el no reconocimiento como país, etc.) lo que llevó al país post-zarista a irse radicalizando y a convertirse en algo completamente nuevo y que no había sido diseñado. Algo muy similar pasó en Cuba. Se sigue, si no me equivoco, que en relación con la radicalización del movimiento cubano de liberación es sobre los norteamericanos, esto es los enemigos mortales de la Revolución Cubana, sobre quien recae la mayor responsabilidad.

A mí me parece que lo realmente importante en las reflexiones sobre las grandes transformaciones sociales que tuvieron lugar en el siglo XX es estar en posición de hacer sumas y restas, es decir, los balances definitivos. Yo creo que la Revolución Rusa fue un proceso social exitoso. Es cierto que fue sólo después de tremendas convulsiones, de luchas internas encarnizadas, de guerras indeseadas, etc., que el pueblo ruso pudo finalmente auto-colocarse en una plataforma francamente privilegiada. En la actualidad sus niveles de educación, de acceso a bienes y servicios, de distribución de la riqueza, de garantías sociales, laborales, de cohesión social, de seguridad frente a otras potencias, etc., son realmente envidiables. Podríamos decirlo de esta manera: el pueblo ruso ya pagó su boleto para un largo periodo de felicidad. Algo parecido aunque quizá no exactamente lo mismo, por un sinnúmero de razones que habría que proporcionar, podemos decir de los pueblos chino y cubano: ellos ya pasaron por las etapas terribles de la transformación social y están preparados para acceder a niveles superiores de bienestar, en un sentido amplio de la expresión. Así vistas las cosas, es decir, a distancia en el tiempo, sin duda las revoluciones son mecanismos sociales que sirven para darles a los pueblos nuevos impulsos y nuevos bríos. Pero ¿y nuestro México?¿Qué nos dejó la Revolución Mexicana? Me gustaría decir que con ella superamos el latifundismo, pero cuando veo cómo se pueden manejar miles de hectáreas con diferentes nombres me temo que ni eso estemos en posición de decir. Lo que la Revolución Rusa nos enseña es que un movimiento de protesta social legítimo pero sin una auténtica ideología, de una visión política bien estructurada, sin una orientación clara y decidida, es una revolución fallida y es debatible qué sea peor, si la “no revolución” o la revolución frustrada y trunca. Por carecer de una genuina ideología política, una doctrina política que dejara atrás la estéril retórica de la democracia y la libertad, México se encaminó por la vereda de la mera búsqueda del bienestar personal, por el camino de la ideología del aprovechamiento burdo de lo que se tenga enfrente, por las sendas del verdadero desinterés por la nación. La Revolución Rusa en cambio fue ciertamente un proceso muy costoso en términos humanos pero cumplió con todas sus fases y dejó al pueblo ruso listo para los retos del Siglo XXI. La Revolución Mexicana también fue un movimiento social muy costoso sólo que frustrado, un proceso social que no dio los frutos que hubiera podido dar.

La Revolución Rusa fue un proceso grandioso que llevó en lo interno de la miseria y la injusticia a la modernización y a un muy decoroso nivel de vida y en lo externo de una posición secundaria a la posición de segunda superpotencia mundial. No es poco, pero a decir verdad fue más que eso. Con la creación de la Unión Soviética se demostró que nuevas formas de cultura son viables, que los seres humanos pueden ser moldeados por relaciones sociales de las que la codicia, el ansia de lucro, la costumbre del desperdicio, el ideal del parasitismo, la permanente destrucción de la naturaleza, el delirante consumo de toda clase de productos, que todo eso y más puede quedar expulsado. De manera imperfecta probablemente, pero no por ello menos real y menos convincente, la Revolución Rusa mostró que se puede construir un mundo en el que los seres humanos valgan por sus cualidades personales y no por sus posesiones. La Revolución Rusa mostró que el socialismo no tiene por qué ser nada más un anhelo de unos cuantos, sino que puede ser la plataforma adecuada para una felicidad compartida. Así vista, la desaparición de la Unión Soviética no fue otra cosa que la transición hacia formas superiores de vida, formas de vida que ciertamente no son un mero retroceso hacia vulgares modalidades de vida capitalistas ya superadas, y a las que el esforzado pueblo ruso tiene no sólo derecho sino todas las garantías que su tremendo pasado le proporciona.

El Significado de Donald Trump

Hablando con toda franqueza, la cantidad de sandeces que se dicen y escriben día a día sobre Donald Trump es escalofriante. En el conjunto de las aseveraciones y descripciones que de él se hacen habría que distinguir, obviamente, entre las desfiguraciones y tergiversaciones deliberadas y las que brotan más bien de la ignorancia de multitud de hechos, de la superficialidad de la visión que las anima, de las emociones que el personaje suscita o de la simple reproducción de lugares comunes e historietas inventadas destinadas a perpetuar una imagen previamente diseñada. A mi modo de ver, habría que admitir que las “versiones” que de él se dan son en general ridículas y sencillamente no encajan con la realidad cada vez que se les confronta con ella. Lo importante de esto, sin embargo, es que deja en claro que el personaje mismo, esto es, el presidente Donald Trump, sigue siendo esencialmente incomprendido, es decir, se sigue sin entender su significación política. Una forma de hacer ver que en general Trump no ha sido debidamente entendido es que mucha de la gente que hoy lo denuesta sería incapaz de explicar por qué hace 50 años hubiera sido imposible que ese mismo individuo hubiera sido no ya presidente de los Estados Unidos, sino siquiera candidato a la presidencia de ese país. Una diferencia tan grande entre esas dos situaciones tendría que poder ser explicada. Parece, en efecto, innegable que hace unos cuantos lustros todavía, Trump (o alguien como él) hubiera sido visto por el ciudadano norteamericano medio como un vulgar payaso a quien no se debería tomar demasiado en serio, pero si este contraste es tan evidente: ¿por qué nadie nos lo explica? ¿Se deberá ello a que la gente se volvió, por así decirlo, más laxa en sus juicios y expectativas o más bien son la situación general, la vida social en los Estados Unidos, el rol político que a nivel mundial juega ese país lo que se modificó drásticamente y que hace que ahora gente como Trump sea no sólo viable sino hasta indispensable? En otras palabras ¿acaso la diferencia no tiene más bien que ver con una radical modificación en la situación objetiva de los Estados Unidos? Por mi parte, pienso que ahí está la clave para esclarecer nuestro pequeño misterio: Trump es comprensible sólo si se entiende la evolución de esa peculiar democracia imperialista que son los Estados Unidos. Intentemos poner esto en claro.

Quizá debamos empezar por el principio. Un hecho incuestionable es que la sociedad estadounidense en su conjunto es una sociedad clasista, racista y sexista, por lo que la primera pregunta que tendríamos que plantearnos es: ¿cómo es que estos rasgos, definitorios de esa sociedad, permanecieron ocultos o como meramente latentes durante tantos años? Desde mi perspectiva, lo que ocultó tan tremendas realidades fue un binomio que sólo se conjuga en muy peculiares circunstancias, a saber, la combinación de un muy elevado nivel de vida con la capacidad de, por así decirlo, exportar los problemas internos sobre otros países y esto a su vez sólo era posible porque los Estados Unidos eran simultáneamente el país más rico del mundo y la indisputable super-potencia militar. No estará de más señalar que, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos muy rápidamente comprendieron que la guerra era el negocio por medio del cual podían mantenerse como la potencia hegemónica en el mundo, tanto económica como militarmente. Naturalmente, este status tomaba cuerpo en un sistema de relaciones de explotación de pueblos de todos los continentes y en el permanente recurso a la guerra, la cual era el instrumento para mantener sus envidiables niveles de empleo, de inversiones, para impulsar a sus universidades integrando así investigación de punta (sobre todo en áreas estratégicas) y negocios. Fue así como se conformó el gran complejo militar-industrial, el cual desde entonces es una de las plataformas políticas fundamentales dentro de los Estados Unidos. La guerra se instauró, lenta pero sistemáticamente, como el gran mecanismo de solución para problemas económicos y sociales. Parte del problema para ellos fue que, como era previsible, este esquema de solución terminó corrompiendo a los norteamericanos mismos. Téngase en cuenta que si lo que se quiere es bombardear e invadir un país hay que preparar el escenario: hay que inventarse enemigos (pueden ser los alemanes, los comunistas, los terroristas, los narcotraficantes, etc. Etiquetas nunca faltarán), hay que desarrollar técnicas de desestabilización política, hay que entrenar a mucha gente, incorporar a los mass-media para ir justificando cada una de las agresiones que se vayan preparando, etc., y, sobre todo, hay que aprender a ser indiferente ante el dolor humano que uno deliberadamente causa, hay que auto-enseñarse a mirar hacia otro lado cuando los soldados, los marines o lo que sea bombardean, aniquilan, torturan, etc., a las poblaciones “enemigas”: puede tratarse de coreanos, de vietnamitas, de afganos, de iraquíes, de sirios, de libaneses, de panameños, de chilenos, de argentinos, de salvadoreños y así indefinidamente. Los norteamericanos se hicieron expertos en todo eso. Repitiendo algo que todos sabemos pero que no por ello deja de ser verdad: no hay crimen imaginable que los norteamericanos, ya sea a través de su ejército o a través de sus “agencias de inteligencia”, no hayan cometido. Esta situación favorable cada vez más sólo para ellos y que se gestó por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial duró hasta hace poco. ¿Por qué? Porque la situación cambió, primero y sobre todo fuera de los Estados Unidos y después al interior de su propio país. Esta parte del cuadro tiene que quedar bien clara.

Lo que podríamos llamar la ‘desmoralización del pueblo norteamericano’ es el resultado de un muy largo proceso cultural y político. Durante mucho tiempo, sólo la Unión Soviética tuvo la capacidad de contener, en condiciones precarias, el brutal expansionismo norteamericano. El desmantelamiento de la Unión Soviética produjo en los medios políticos norteamericanos la agradable sensación de que se había por fin abatido al gran, al único real enemigo de los Estados Unidos (de la “democracia”) y los diversos gobiernos estadounidenses ocuparon hasta donde les fue posible el hueco dejado por la URSS. Eso les permitió, por medio de distintas mentiras como la de que Irak tenía armas de destrucción masiva, instalar bases militares en todo el mundo y en particular en el Medio Oriente y Asia. Pero el gusto no les duró mucho tiempo, porque casi podríamos decir que súbitamente la situación cambió: aparecieron dos rivales a los que los Estados Unidos no pueden tratar como tratan al resto de los países, a saber, Rusia y China. Aunque económicamente en una mejor situación que Rusia, militarmente no pueden con ella; la situación con China es la inversa: aunque militarmente podrían eventualmente destruirla sin ser destruidos, económicamente tienen perdida la batalla. Se sigue que el dúo “Rusia-China” sí puede parar el expansionismo norteamericano. Esto es relevante en relación con lo que hemos dicho, porque quiere decir que el fabuloso negocio de la guerra para la solución de los problemas internos tiene un límite infranqueable. Por otra parte, no estará de más notar que si bien es cierto que el ejército norteamericano está en todas partes y que los norteamericanos no han dejado de hacer la guerra prácticamente desde noviembre de 1941, los norteamericanos no han ganado las guerras que inventaron y en las que se hundieron: con Corea, a principios de los años 50, finalmente no pudieron, de Vietnam los sacaron a patadas, en Afganistán están empantanados y así sucesivamente. Eso sí: han causado con su estrategia de guerra permanente, columna vertebral de su política exterior, todo el dolor que se le pueda infligir a las personas, es decir, no sólo a quienes combaten contra ellos, sino a cientos de miles de civiles, a millones de inocentes que son víctimas sistemáticas de las intervenciones militares norteamericanas. Para acallar los reclamos de la conciencia, el ejército yanqui acuña expresiones como ‘daños colaterales’. Por ejemplo, el reporte a la prensa afirma que se destruyó un puesto militar si bien este ataque causó también “daños colaterales”, es decir, murieron decenas de niños, mujeres y ancianos, pero todos son meramente “daños colaterales”. De esta manera todos estamos conformes: el glorioso ejército norteamericano no quería ocasionar más pérdidas de vida, pero fue imposible no generar esos “daños colaterales”. Todo esto de hecho funciona (se llama ‘lavado de cerebro’), pero lo que no estaba previsto en todo este enfoque es justamente la desmoralización del ciudadano norteamericano. El que se le enseñe a la gente a regocijarse por el bombardeo de una ciudad, por la brutalidad cobarde de sus ejércitos de ocupación, tarde o temprano tendrá repercusiones en casa. Ese “dato” es importante para entender la situación actual y, con ella, a Trump.

Es evidente que si los grandes mecanismos de solución de problemas dejaban de operar la hasta entonces exitosa y triunfante sociedad capitalista norteamericana tenía que empezar a enfrentar dificultades que ya no iba a poder resolver como lo había venido haciendo. Por otra parte, los problemas sociales (económicos, raciales, culturales, etc.) que afectan a los Estados Unidos son obviamente acumulativos. Como ya señalé, aunque sumamente elásticos, de todos modos en la actualidad el gran mecanismo de la guerra tiene forzosamente límites por lo que, inevitablemente, habrán de surgir problemas al interior de los Estados Unidos que éstos ya no estarán en posición de resolver. ¿Qué clase de problemas? Todos aquellos precisamente que estaban ocultos o meramente latentes cuando los Estados Unidos mandaban, cuando eran la indiscutible superpotencia militar y cuando en ellos encarnaba el progreso del mundo: el racismo, el verdadero status mercantil de la mujer, el desempleo, un notorio descenso en el nivel de vida (i.e, de consumo), graves problemas de orden educacional (un sistema universitario sumamente elitista), obvios conflictos de intereses entre diversos sectores sociales, etc., etc. Y no debería perderse de vista el hecho de que conflictos morales, de desvalorización, problemas que brotan de la conciencia de ser odiados en todo el mundo y del reconocimiento de que a final de cuentas no se es portador de ninguna verdad trascendental, tampoco son menores cuando tienen un efecto masivo.

A los conflictos sociales y económicos de los Estados Unidos habría que añadir otros de carácter político, siendo probablemente el más importante el siguiente: por un sinnúmero de causas en las que no tenemos para qué entrar en este momento, en los Estados Unidos hay no uno sino dos gobiernos: el oficial, esto es, el asentado en la Casa Blanca, y el “profundo”, representado básicamente por el complejo militar-industrial, por el poderosísimo AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí) y por grupúsculos conformados por gente sumamente rica y poderosa, todos ellos más o menos coordinados entre sí. Sin entrar en detalles, se puede afirmar que, por razones más bien obvias, el AIPAC por ejemplo tiene bajo su control (.i.e., en su nómina) al Senado, a la Cámara de Representantes y a la gran mayoría de los gobernadores, además de tener incrustada en la Casa Blanca a multitud de agentes políticos en todos los niveles y comités del gobierno oficial. Esto explica por qué es lógicamente imposible que el gobierno norteamericano tenga una política coherente y genuinamente pro-norteamericana: hay dos gobiernos que comparten muchos objetivos pero que, como era de esperarse, no comparten todo. Y eso genera muy fuertes tensiones.

Sobre la base del cuadro delineado, estamos ahora sí en posición de preguntarnos: ¿quién es realmente Donald Trump? La respuesta es bastante simple: Donald Trump es el presidente de la gran potencia económica, militar, industrial, financiera, etc., que son los Estados Unidos en su primera gran fase de descomposición; es el presidente de lo que todavía es la hiper-potencia militar pero que dejó hace ya algún tiempo de ser el país con el más alto nivel del mundo, con el mejor sistema educativo, representando los más bellos ideales de la humanidad y así indefinidamente. Sólo un fanático negaría que hay muchos lugares en el mundo en donde se vive mucho mejor que en los Estados Unidos, es decir, se tiene el mismo o un mejor estándar de vida y no se vive hundido en la violencia, en las tensiones raciales, en los conflictos de clase, en el terror ante la acción policiaca y en muchos otros fenómenos sociales que se padecen en ese país. Trump es, pues, el presidente de la gran potencia mundial en su primera fase de decadencia. Esto, sin embargo, requiere ser ilustrado para resultar un poquito más convincente.

Es probable que la mejor expresión de crisis o de descomposición de un país sea el hecho de que en él pululen contradicciones de diversa naturaleza. Es relativamente obvio, por ejemplo, que los dos gobiernos norteamericanos, el oficial y el oficioso, tienen objetivos distintos y, por consiguiente, promueven políticas divergentes. A grandes rasgos, el gobierno de Washington tiende a ser nacionalista en tanto que el “estado profundo” tiende más bien a ser de carácter cosmopolita. Examinemos entonces el caso de la matanza en Las Vegas llevada a cabo por el multimillonario Stephen C. Paddock. Si nos manejamos bajo el supuesto de que en los Estados Unidos hay sólo un gobierno, a saber, el constituido legalmente, el evento en cuestión sencillamente no tiene ninguna explicación. La vida completa de Paddock ya fue revisada de arriba abajo y al día de hoy no se le ha proporcionado a la población norteamericana ni siquiera un esbozo de explicación de semejante acto de barbarie. Pero la cosa cambia si asumimos que en efecto hay dos gobiernos en los Estados Unidos, tan inmoral el uno como el otro desde luego. Entonces sí podemos por lo menos formular una hipótesis. La mía es la siguiente: yo pienso que hay grupos políticos, conglomerados de personas que manejan billones de dólares y que por lo tanto son tremendamente influyentes, interesados en promover toda una serie de reformas constitucionales que ellos saben que serán sumamente anti-populares (becas estudiantiles, seguros médicos, retiros, deudas bancarias, libertad de expresión, etc.). El problema es que en los Estados Unidos el ciudadano medio puede adquirir legalmente el arma que quiera, desde una navaja hasta un Kalashnikov. ¿Qué hacer en esas circunstancias? Desde el punto de vista del Estado “profundo” lo que hay que hacer es generar acciones de tal naturaleza que la gente misma acepte que hay que limitar el negocio de la venta de armas dentro del país. ¿Y por qué querrían hacer eso? La respuesta es obvia: para evitar una potencial sublevación. Bien, pero ¿cómo se logra encauzar a la gente hacia la posición que ellos quieren que la gente adopte? Por las buenas es imposible. Se tiene entonces que recurrir a las ya muy bien estudiadas tácticas terroristas practicadas durante décadas en otros países. Se busca a la persona apropiada, se le presiona o se le chantajea o se negocia con él o con ella, se promueve una odiosa masacre de gente inocente e inmediatamente después se pone el grito en el cielo (para eso está la prensa, que es parte del organigrama del gobierno profundo) y así se presiona al gobierno oficial para modificar la así llamada ‘Segunda Enmienda’, esto es, el segundo artículo de la Constitución de los Estados Unidos de acuerdo con el cual todos tienen derecho a defenderse, si es necesario, con armas. Pero Trump y la Casa Blanca resisten la presión a pesar de una carnicería como la de Las Vegas (y como muchas otras que han sucedido, dentro y fuera de los Estados Unidos). En resumen: las instituciones políticas norteamericanas están entrampadas en una especie de guerra: un gobierno jala hacia un lado y el otro en dirección opuesta. El resultado: crímenes, desprotección civil, tensiones políticas, desinformación propagandística, etc. En esta confrontación ya casi oficial, uno de los dos gobiernos naturalmente va tomando poco a poco la delantera.

Un segundo buen ejemplo de grave conflicto interno nos lo proporciona la negociación del Tratado de Libre Comercio. Trump, como nacionalista que es, aspira a generar fuentes de trabajo dentro de su país, castigado ya por las crisis propias de un sistema capitalista que no dispone ya de los mecanismos usuales para resolver y exportar sus conflictos. Para ello presiona con todo lo que puede para imponer las mejores condiciones comerciales y laborales para los Estados Unidos, en detrimento claro está de los intereses de México (y de Canadá). El problema es que las leyes del mercado no se manejan por medio de decretos presidenciales, ni siquiera si éstos emanan de la Casa Blanca. El gobierno oficial de los Estados Unidos, por consiguiente, entra en un abierto conflicto con amplios sectores de la industria y el comercio norteamericanos, los cuales buscan la máxima ganancia posible, independientemente de lo que piensen los burócratas de Washington y del sino laboral de los norteamericanos. Así, los intereses naturales de multitud de industrias chocan con los intereses de la población local y de un gobierno que finalmente no puede hacer gran cosa al respecto. Realmente no sé quién podría dudar de que en los tiempos venideros los conflictos de orden laboral en los Estados Unidos sólo irán in crescendo.

Un tercer ejemplo de grave contradicción interna a los Estados Unidos lo tenemos en el caso de la República Popular de Corea del Norte. Hace 50 años nadie se habría atrevido a amenazar a los Estados Unidos ni éstos habrían dudado en arrasar con su potencial enemigo. Pero, como ya se dijo, el uso de la fuerza ya no es libre y los nor-coreanos tuvieron las agallas para enfrentar la terrible presión militar, diplomática, financiera, comercial, etc., norteamericana. Los nor-coreanos, en toda su sabiduría, desarrollaron el único instrumento que puede disuadir a los norteamericanos, a saber, las armas atómicas, armas que ellos tienen la capacidad de colocar en ojivas y enviarlas muy lejos de sus fronteras. La evidente moraleja a nivel mundial que se puede extraer de la confrontación entre los Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea es que eso es lo único que detiene a los estadounidenses. Ellos saben que acabar con Nor-Corea, algo que sin duda pueden hacer, tendría un costo sumamente elevado. Difícilmente, además, podría China contemplar impertérrita el bombardeo atómico de su vecino! El gobierno norteamericano oficial echa entonces marcha atrás, pero al hacerlo choca con los intereses del complejo militar-industrial. Los más altos representantes de este último, sin embargo, no están dispuestos a ceder y en concordancia presionan para que los coreanos cometan un error y entonces puedan ellos pasar a la acción, independientemente de las consecuencias que ello entrañe! Un peligro inmenso que ciertamente se corre con los Estados Unidos es que en efecto hay gente (léase: los militares y la casta industrial con ellos asociada) dispuesta a todo con tal de no ver menguados sus privilegios. Es razonable pensar que el actual conflicto con Nor-Corea se podría resolver con relativa facilidad si hubiera un único gobierno en los Estados Unidos, pero mientras que un sector gubernamental ofrece dialogar el otro sector realiza ejercicios militares en la frontera, ordena vuelos permanentes amenazantes en los límites entre las dos Coreas, espía por todos los medios, boicotea por todos los medios al gobierno coreano, la bloquea en todos los frentes y foros internacionales, etc., etc. Conclusión: los Estados Unidos no tienen una política congruente en relación con Corea del Norte y ese es un síntoma más de su descompostura como país, una descompostura que inevitablemente complicará los problemas cada día más.

Un último ejemplo para ilustrar la tesis de que Trump es el presidente de la época de la incipiente putrefacción de la democracia imperialista norteamericana: el sistema de seguros médicos, el famoso “Obamacare”. Todo mundo sabe que los seguros, las jubilaciones, etc., son auténticos dolores de cabeza para los ministros de finanzas, de economía y demás en todas partes del mundo. Lo interesante es que ahora los norteamericanos están empezando a vivir conflictos sociales que nunca antes habían padecido. Ahora bien: ¿por qué Trump se convirtió en el enemigo número uno de un sistema de seguridad social que si bien distaba mucho de ser perfecto de todos modos sí constituía un apoyo para el cuentahabiente? Porque a diferencia de Obama, Trump prefiere favorecer los intereses de las compañías privadas en detrimento de los intereses del ciudadano norteamericano medio. Pero entendamos la situación: hubo una época en la que los intereses de las compañías y los de los cuentahabientes concordaban. El problema es que eso ya cambió y los diferentes gobiernos toman decisiones contradictorias. Están, por lo tanto, en una situación en la que todos pierden. La imagen de la sociedad norteamericana como una sociedad idílica es cosa del pasado y de un pasado que es cada vez más remoto.

Sinteticemos lo que hemos dicho. Queríamos saber quién es, políticamente hablando, Donald Trump. Ya tenemos nuestra respuesta: Trump es el presidente oficial de un país escindido políticamente y que nunca resolvió realmente sus problemas de fondo, esos problemas que durante decenios logró hábilmente ocultar. Los Estados Unidos son un país que claramente muestra lo que es el choque entre el desarrollo incesante de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, las leyes incluidas. Por ejemplo, no es posible vivir la revolución computacional y no generar desempleo masivo o dejar de garantizarle al trabajador un nivel de vida alto. Las leyes de bienestar implementadas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se tienen que reformar y ello tiene que generar convulsiones sociales fuertes. Esa es la etapa en la que los Estados Unidos están entrando y Donald Trump es el gran símbolo de dicha fase, más allá de sus excentricidades y peculiaridades personales. Y aquí lo único que nos queda por preguntar y sobre lo que habría que reflexionar es si en su colosal proceso de cambio estructural los Estados Unidos lograrán transformarse para bien de sus grandes masas (y por lo tanto, para bien del mundo) o si no más bien, por su inmensa fuerza centrípeta, arrastrarán al resto del mundo en su proceso de decadencia y auto-destrucción.

Mediocridad Política y Opinión Pública

Una noción particularmente interesante pero singularmente elusiva es la idea de objetividad. No me propongo examinar dicho concepto aquí y ahora, sino que simplemente quiero llamar la atención sobre el hecho de que se es o no objetivo dentro de cierto marco conceptual y teórico y que lo que pasa por objetivo en un determinado contexto puede resultar no serlo en otro. A mi modo de ver, más que de objetividad total o a secas deberíamos en general hablar de grados de objetividad. Usaríamos entonces expresiones como ‘él es más objetivo que ella en eso’ o ‘esta explicación es más objetiva que aquella respecto a ese tema’, etc. Este enfoque de la objetividad nos ayuda a evaluar mejor multitud de situaciones y de juicios y resulta especialmente útil en ámbitos en los que con facilidad se mezclan pensamientos, emociones, pasiones, intereses y demás. Ese es claramente el caso de la política. Difícilmente podría ponerse en duda, por ejemplo, la idea de que mucho de las valoraciones y preferencias políticas que la gente manifiesta tener depende en gran medida del bagaje y del trasfondo ideológico del hablante sólo que, obviamente, el equipamiento ideológico varía de caso en caso. Así, el primer punto aclaratorio que hay que hacer es que nuestro trasfondo natural es el constituido por la clase política de nuestro país, por sus prácticas, su lenguaje, sus valores, etc. Sobre ese trasfondo se inscriben, primero, el sector constituido por toda clase de comentaristas y analistas políticos y, segundo, los ciudadanos en general. Esta estructuración de nuestro panorama político explica lo superficial de las evaluaciones o apreciaciones que día a día se hacen de nuestra vida política. Por ejemplo, es palpable, se siente la ausencia de un lenguaje político apropiado, por lo que los juicios, las evaluaciones y los análisis que se proponen rara vez rebasan el nivel de la charla coloquial y resultan en general ser increíblemente acríticos. Es cierto que, por su uso y abuso durante décadas, el léxico priista tradicional emanado de la Revolución Mexicana se fue desgastando al grado de convertirse en un lenguaje vacuo, pero no es menos cierto que cuando funcionó permitía generar explicaciones suficiente o al menos mínimamente aclaratorias de los sucesos políticos de la época, de los conflictos que se daban, de las decisiones que se tomaban. En la actualidad ya no tenemos ni eso. En nuestros tiempos las evaluaciones políticas brotan de valores y comparaciones que prácticamente no tienen nada que ver con la política en sentido estricto. No se usan categorías políticas para evaluar a los políticos. Más bien se les “evalúa” como personas, como mujeres u hombres, pero rara vez qua “animales políticos”. Así, dado que los políticos mexicanos constituyen una clase altamente homogénea, las posiciones políticas y los juicios de las personas sobre situaciones y personajes políticos se reducen a la mera expresión de gustos; la gente da a conocer sus opciones sobre la base de comparaciones pueriles, a menudo de orden personal y apelando a hechos por todos conocidos. Nos encontramos entonces entrampados en una especie de jaula en la que, por decirlo de algún modo, comparamos siempre lo semejante con lo semejante, lo mismo con lo mismo y eso hace que la gente quede satisfecha con las pseudo-explicaciones que se le dan o simplemente que acabe por volverse totalmente indiferente ante lo que sucede. En un contexto así, no es entonces difícil apelar a consideraciones de orden meramente individual para finalmente evaluar y jerarquizar a los políticos de que se trate: éste era más bien parecido que aquel, el otro tenía una esposa más distinguida que las de los demás, y así indefinidamente. Lo que todo esto indica es simplemente que es normal que dado nuestro trasfondo real de política mediocre el nivel de comprensión y de exigencia de explicación sea en México todavía brutalmente bajo. Es poco lo que el pueblo espera y es poco lo que los especialistas le dan.

Que en principio se podría disponer de un trasfondo diferente de manera que sobre dicha base se pudieran generar mejores explicaciones de los sucesos políticos de nuestro país es innegable, pero para ello tendríamos que tener a la mano no necesariamente teorías muy complejas, pero al menos sí estar en contacto con la vida y las realizaciones de grandes políticos (de antaño o contemporáneos), individuos que tuvieron objetivos impersonales grandiosos, personas a las que sencillamente no se les puede medir con el rasero con que se mide a, digamos, Vicente Fox, hombres que tenían intereses universales, objetivos que concernían al género humano en su conjunto y no meramente a ellos mismos y a sus acólitos. Pienso, desde luego, en seres como Alejandro el Grande, César, Napoleón, Bismarck o Fidel Castro. Si ese fuera nuestro trasfondo, automáticamente entenderíamos lo que es un político de alto nivel, un auténtico líder, alguien que efectivamente aspira a dirigir a su pueblo hacia la salvación y éxito. Un trasfondo así automáticamente exige mejores explicaciones de las acciones y las situaciones políticas de la vida cotidiana por parte de los comentaristas y entonces la gente puede conformarse una visión más objetiva de la realidad política en la que vive. Desgraciadamente, como dije más arriba, ese muy útil trasfondo está de facto vedado, por variadas razones, al ciudadano mexicano común.

Pero, se preguntaré el lector: ¿a qué viene todo esto? Lo que sucede es que, si le damos crédito a la prensa y a la televisión, tendríamos que estar conscientes de que además de los recientes temblores que padecimos se habría producido otro terremoto, sólo que uno político esta vez, a saber, el causado … por la renuncia de Margarita Zavala al PAN!!! Si hemos de creerle a los comentaristas, analistas, expositores, especialistas y demás, ello representaría casi una tragedia para México! Mi pregunta es: ¿no es esto una especie de burla? Por desgracia, creo que no: es simplemente la expresión del nivel de análisis y de discusión políticos del que disfrutamos en México, dado obviamente lo que denominé ‘nuestro trasfondo’. Una evaluación así no es una broma, puesto que quienes la enuncian creen ellos mismos en lo que están diciendo. Pero ¿cómo, sobre qué bases evaluar la tan trascendental decisión de tan trascendental agente político? Yo pienso que los ciudadanos mexicanos tenemos el derecho de preguntar: ¿quién, políticamente hablando, es Margarita Zavala?¿Por qué el hombre de la calle tendría que sentirse angustiado por la vergonzosa cuasi-expulsión de la Sra. Zavala de lo que fuera su partido, esto es, el PAN?¿Por qué la renuncia de la esposa del expresidente Calderón a dicho organismo político y su firme decisión de “seguir trabajando por México” habría de inquietar a la gente? Estas y otras preguntas semejantes exigen un examen, por veloz y limitado que sea.

Quizá debamos empezar por señalar, si queremos expresarnos con pulcritud, que en el fondo Margarita Zavala no renunció a nada sino que, habiendo perdido el juego de las intrigas y las presiones dentro de su propio partido, fue prácticamente expulsada del mismo sin mayores contemplaciones. Tampoco tenía muchas opciones. Su salida es hasta cierto punto comprensible en términos de dignidad, pero lo que ya no resulta tan inteligible es su ulterior intención de lanzarse como candidata independiente para buscar la presidencia de México en 2018! Al respecto, lo primero que se nos ocurre preguntar es: ¿en qué se funda dicha pretensión? Más concretamente: ¿cómo puede alguien querer llegar a la presidencia de México cuando de lo que ha dado muestras es de carecer por completo de una doctrina política que la avale, de una concepción global de México, de su pasado, su presente y su futuro, sin ningún programa específico y sobre todo sin más declaraciones que un montón de banalidades de la forma “México es más grande que todos nosotros”, “Quiero seguir trabajando por México”, “Yo no soy la causa sino el efecto” y fracesillas por el estilo?¿De qué se trata? Su famosa “declaración” mediante la cual anunció su “renuncia” al PAN fue todo lo que se quiera menos una declaración política. Fue una especie de recriminación personal en contra de quien dentro del PAN jugó más habilidosamente que ella, una especie de amarga queja porque las decisiones en su partido y la orientación que se le imprimió a éste no se ajustaron a sus caprichos (o a los de cierto grupo), pero nosotros seguimos en la expectativa: ¿en dónde, en todo ello, aparece la figura realmente política, más allá de las maniobras partidistas? En ningún momento. Es con asombro que nos preguntamos: ¿cómo se atreve una persona en esas condiciones a expresar públicamente su deseo de tomar parte en la contienda por la presidencia de la República?¿Será acaso por sus extraordinarias dotes de oratoria? Pero si se expresa como ama de casa! ¿O se deberá quizá a su formidable ideario político? Hasta donde yo sé nunca se dio a conocer por nada semejante. ¿Por su agudísimo olfato político (nada que ver, por ejemplo, con el de un político avezado como Andrés Manuel López Obrador)? Los hechos hablan por sí solos: está fuera de su partido. Su “renuncia” es la mejor prueba de su ineptitud palaciega y su falta de carisma. ¿Y se supone que tenemos que estremecernos por semejante situación? Lo peor del caso es que el asunto no acaba ahí: lo peor (inclusive para ella) consiste en que todos los mexicanos entendemos que su gran deseo de “seguir trabajando por México” se deriva directamente de lo que parece ser la tremenda nostalgia de su esposo, el ex-presidente de México, Felipe Calderón, por el poder y por todo lo que éste entraña. Esa es la raíz de toda su motivación y de su intenso deseo de “seguir trabajando por los mexicanos”. Lo que ni ella ni sus allegados parecen entender es que políticamente su desempeño sencillamente no tiene otra lectura. Nosotros le diríamos: ¿quiere usted aspirar a la presidencia de México? Por favor prepárese un poquito! Aprenda a hilar ideas, a engarzar pensamientos, a desarrollar temas; háblenos de derechos, de inversión estatal, de soberanía, de libertad de expresión, de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, etc., etc., esto es, de temas políticos genuinos y no nos inunde con los “tengo ganas”, “yo quiero”, “no me dejaron”, etc., etc., que no sirven más que como termómetro para constatar el bajo nivel del juego político y del intercambio de ideas políticas en México. Seamos francos: espectáculo más lamentable en ese contexto es difícilmente visualizable.

Es, pues, evidente hasta para un infante que la fuerza motriz detrás de las aspiraciones de Doña Margarita lo es la colosal ambición de su marido y, sobre todo, lo que debe ser, como ya dije, una insoportable nostalgia por el poder, sentimiento que literalmente ha de agobiar al ex-presidente Calderón. Ese es, dicho sea de paso, otro fenómeno típico de nuestro mercado político digno de ser brevemente examinado. Aquí hay dos elementos involucrados. Por una parte, está el hecho de lo que significa llegar a un puesto (casi podríamos afirmar que el que sea), estar en la posición de ser quien toma (en el nivel que sea, si bien en este caso hablamos de la presidencia de México) las decisiones importantes y ser quien en primer lugar disfruta de todo lo que el poder supremo (en México) proporciona. Por la otra, está la triste realidad consistente en no estar ya en ese lugar clave y en constatar que a partir del momento en que se dejó de ocupar dicho puesto uno se encuentra súbitamente con que ya no es nadie (o casi), que a uno ya no le hacen caso, que de uno hasta se burlan sin que por ello corran a la gente de su centro de trabajo (como sucedió con Carmen Aristegui) y cosas por el estilo. Todo indica que ese es el caso del ex-presidente Calderón. No se necesita ser un vidente, por consiguiente, para adivinar quién sería el verdadero mandamás en México si Margarita Zavala se lanzara como candidata y si por alguna fantástica e inexplicable concatenación de contingencias ella ganara la presidencia de México. Si ese fuera el caso, tendríamos entonces que hablar de una nueva forma de re-elección! Afortunadamente, esa posibilidad es tan remota que cae en los límites de lo lógicamente absurdo.

Toda esta situación de mediocridad absorbente me lleva a compartir un pensamiento, que considero muy atinado, derivado de una experiencia familiar. Por razones de edad, yo tuve muy poco contacto con mi abuelo materno, el Lic. Narciso Bassols, pero creo recordarlo hablar en alguna ocasión y explicarle a alguien de la familia, en tono jocoso, que en relación con los puestos y las personas no había más que dos posibilidades: o el individuo hace al puesto, esto es, le da dignidad y lustre, lo realza, o es el puesto el que hace a la persona, al Don Nadie que momentáneamente lo ocupa. En el primer caso, cuando el hombre superior abandona un cargo es este último el que se ve empobrecido, no él; baja, por así decirlo, de calidad, puesto que de allí en adelante puede ser ocupado por cualquier mediocre con suerte. Cuando es lo segundo lo que sucede, como en la inmensa mayoría de los casos en nuestro país (y no sólo en él: piénsese en los Macri, los Busch, los Aznar, los Temer, etc.), quien ocupa un puesto importante se vuelve de pronto (en su contexto) el gran político, el eminente “doctor”, el supersabio. Naturalmente, tan pronto su periodo termina y él vuelve a ser el señor tal y tal, automáticamente se le deja de hacer caso y la persona en cuestión vuelve sin mucho entusiasmo al anonimato del cual quizá no debió nunca haber salido.

Regresando a Doña Margarita Zavala: ¿por qué tanta alharaca por su “dimisión”?¿Qué peligro corre México porque el grupo Calderón haya perdido la hegemonía dentro de su partido?¿Qué valores patrios están en entredicho?¿Por qué los mexicanos tendríamos que asustarnos por los dimes y diretes de una persona cuyo mayor mérito político es haber sido la esposa de un presidente de México? Respuestas genuinamente explicativas o aclaratorias a estas y a muchas otras preguntas como estas se generan de manera automática sólo cuando disponemos de un panorama de lo que es, como diría F. Nietzsche, la política del gran estilo, el juego político en el que intervienen personajes cuyos intereses personales ni siquiera afloran, cuando por lo que se lucha es por sólidos proyectos de bienestar social global. Si ese fuera nuestro trasfondo ideológico, entonces podríamos evaluar con un más alto grado de objetividad los diversos movimientos de los actores políticos y estaríamos en una mejor posición para apreciar los avances, los estancamientos y los retrocesos a que dan las tomas de decisiones de quienes en nuestro país le dedican su vida a “trabajar por los mexicanos”.

La Pseudo-Democracia en Acción

A decir verdad, no son pocas las cosas que nos disgustan de “La Democracia” en general (y desde luego de nuestra democracia mexicana en particular, pero sobre esto último no me pronunciaré aquí dado que no es propiamente hablando mi tema en esta ocasión). Me bastará con señalar que la democracia es un sistema político plagado de contradicciones, que justifica y legitima la injusticia social prevaleciente y que, por si fuera poco, sale extraordinariamente caro. Y un rasgo no muy importante pero particularmente odioso del concepto de democracia es que muy fácilmente se convierte en un instrumento para la descalificación del oponente político así como para el chantaje ideológico y la imposición de ideas. La maniobra más fácil y expedita para denostar y convertir en objeto público de escarnio a alguien es colocarle en forma efectiva el sambenito de “enemigo de la democracia”, así como la forma más vil y corriente de presentarse frente a los demás como alguien merecedor de todos nuestro respeto es auto-etiquetándose como “defensor a ultranza de la democracia”. Nosotros, que ya conocemos (y hemos padecido) algunas tácticas denigratorias como la mencionada sabemos que, cuando en un debate alguien recurre al “argumento de la democracia” (esto es, se señala que alguien en particular no es un adepto de ella o se le indica a los demás que uno está decididamente en su favor), lo que sucede es que a nuestro interlocutor se le acabaron los argumentos y se le secó el ingenio. O sea, esgrimir “la democracia” como argumento es indicar que se llegó al límite en la discusión racional. Es importante estar consciente de este uso fácil del concepto de democracia porque ello ayuda a comprender mejor algunas de las usuales inconsistencias en las que incurren precisamente quienes se presentan a derecha e izquierda como sus grandes abogados. La verdad es que en ocasiones el espectáculo a que dan lugar los propugnadores oficiales de la democracia alcanza el terreno de lo grotesco y nos quedamos boquiabiertos tratando de comprender cómo se puede ser tan declaradamente incoherente. Aquí el tema interesante, que no me propongo considerar pero que no quiero dejar de mencionar, es si esas inconsistencias se derivan de la naturaleza de la democracia misma o si simplemente responden a la torpeza de individuos concretos. En todo caso, para muestras un botón. Tomemos entonces el caso de Cataluña, es decir, el tema, ya no tan nuevo, de su potencial emancipación de España y del referéndum que el pueblo catalán exige que se lleve a cabo el 1º de octubre. ¿Qué podemos decir respecto a dicho proceso en relación con la democracia?

Para generar mi propia explicación del fenómeno catalán necesito introducir un principio heurístico fundamental y también traer a la memoria algunos datos históricos elementales que, me parece, son relevantes. Debo de entrada advertir que, contrariamente a lo que opinan los detractores de la liberación de Cataluña vis à vis el gobierno central asentado en Madrid, yo hago mío un principio leibniziano (adoptado también por muchos otros pensadores), a saber, el principio de razón suficiente. Lo que este principio enuncia es algo muy simple, viz., que no hay fenómeno (natural o social) que no tenga una explicación racional. Si posteriormente queremos denominar las explicaciones que se den como “causales” o de otro modo, ello es para nosotros aquí y ahora irrelevante. Lo que importa es admitir que lo racional consiste en partir de la idea de que los fenómenos de la naturaleza y el mundo social no son ni gratuitos ni arbitrarios ni ininteligibles. Este principio es muy útil cuando encaramos el problema catalán, porque de inmediato nos hace ver que si millones de personas expresan una tendencia, manifiestan un deseo, aspiran a construir algo que es diferente de lo que existe, ello no se puede ni describir ni presentar como un mero capricho, como algo totalmente incomprensible y hasta absurdo, porque de hacerlo estaríamos automáticamente repudiando el principio mencionado: estaríamos diciendo que hay un proceso histórico que no se explica! Por mi parte, considero que más bien es quien va en contra de la voluntad popular quien da claras muestras de no haber entendido nada y de no ser otra cosa que un fanático que se aferra a sus intereses y objetivos o un vulgar portavoz (en general, pagado) del status quo, con lo cual se pone de manifiesto o su debilidad o su deshonestidad intelectual (o, como diría Bertrand Russell, ambas cosas).

Por otra parte, yo creo que la comprensión cabal del actual fenómeno catalán requiere que esté uno familiarizado con la historia europea y a este respecto lo primero que habría que entender es que junto con sus maravillosos castillos y catedrales, sus tesoros culturales (de literatura, música, pintura, filosofía y demás), su inmensa lista de grandes hombres (César, Sto. Tomás, Galileo, etc.) nos topamos con el incuestionable hecho de que Europa es el continente de la guerra y de la explotación del hombre por el hombre. En todo caso lo que es incuestionable es que desde la conquista de Europa por parte de los indoeuropeos sus poblaciones no han dejado de guerrear. Como todo mundo lo sabe, Europa es un inmenso y complicadísimo mosaico humano, un heterogéneo conglomerado de pueblos, cada uno con sus lenguajes, tradiciones, folklor, complexiones físicas, aspectos, dietas, prejuicios, enemigos jurados, etc. Si hay un concepto de semejanzas de familia ese concepto es “europeo”: no existe la esencia de la “europeidad”, sino que todos los europeos se vinculan entre sí como los miembros de una familia. Un irlandés es muy parecido a un escocés y éste a un inglés, el cual es cercano a los galos y a los sajones, pero la relación entre un irlandés y un sajón ya no es tan fácil de percibir. O podemos empezar con Portugal. De inmediato vemos la conexión con Galicia y de allí pasamos al resto de España y de ésta al Mediodía francés, el cual nos lleva a Italia del norte desde la cual pasamos a Eslovenia y de ahí a Serbia y Rumanía, pero la vinculación entre un portugués y un rumano ya no es nada clara. Y el punto es: todos ellos son europeos. Son como los eslabones de una cadena: unos se vinculan con otros, pero entre muchos de ellos no hay ninguna vinculación obvia. Un polaco es un europeo, pero es muy diferente a un griego y éste de un danés. Sin embargo, usamos uno y el mismo concepto, a saber, “europeo”, para referirnos a todos y a cualesquiera de ellos.

Siendo así Europa, es comprensible que su historia sea una historia de conquistas, expansiones, revanchas, guerras, etc., a través de la cual los pueblos se fueron poco a poco y después de inmensos sacrificios acomodando en el continente y encontrando más o menos “su” territorio (eso no pasa con todas las etnias europeas, porque hasta donde yo sé los gitanos, por ejemplo, no tienen su propio país). Pero eso no quiere decir que la situación actual sea perfecta y refleje y recoja los intereses genuinos de todos los pueblos involucrados. No hay más que preguntarle a los escoceses, galeses, bretones, corsos o vascos, por mencionar sólo a los más prominentes de todos, si están satisfechos y si se sienten realizados formando parte del Reino Unido, de Francia o de España. Y, obviamente, Cataluña pertenece al club de los descontentos con el reparto actual de identidades políticas: los catalanes están convencidos de que no por estar ubicados en la península ibérica tienen entonces que pertenecer a España. Hay que ver entonces si los argumentos que los catalanes ofrecen son no sólo dignos de ser ponderados sino si son válidos y habría que actuar en consecuencia. Esto nos lleva al núcleo del problema.

Históricamente y dejando de lado multitud de detalles, podemos empezar a hablar de España tal como nosotros empleamos el vocablo a partir de la fusión de dos reinos, esto es, el de Isabel I de Castilla y el de Fernando II de Aragón. Es con los Reyes Católicos que, propiamente hablando, nace España. Ahora bien, para cuando esta España originaria nació Cataluña ya existía y no era parte del nuevo reino. Es cierto que Cataluña había quedado ligada a Aragón desde el siglo XII, pero eso no pasó de ser una vinculación meramente formal, puesto que siguió manteniendo sus leyes, su lenguaje, sus costumbres, etc. La anexión de Cataluña se produjo mucho después. Sin embargo, de una u otra manera a lo largo de los siglos los catalanes dieron la batalla y lograron mantener su autonomía. Y, como siempre pasa, mientras los negocios marchan viento en popa (como con la conquista de América) y en general la vida florece, inclusive divisiones esenciales tienden a borrarse y se deja de concederles importancia, pero cuando las situaciones cambian automáticamente esas realidades vuelven a manifestarse, puesto que nunca se extinguieron sino que simplemente estaban desaparecidas. Con el franquismo, la represión y la castellanización de Cataluña llegaron a su cúspide y ni así se logró su asimilación. La anexión de Cataluña a la España franquista y post-franquista nunca fue, vale la pena señalarlo, como la anexión de Austria por Alemania: con todo y sus diferencias, estos dos últimos son un mismo pueblo, tienen el mismo lenguaje y han sido partes uno del otro a lo largo de cientos de años. Ese simplemente no es el caso de Cataluña y Castilla. Por si fuera poco, Cataluña se convirtió en la provincia realmente rica de España y su dinero sirve para sostener al país. Casi el 20 % del PIB español proviene de Cataluña, la cual en recompensa recibe más o menos la mitad. Hasta donde logro ver, hay razones para estar inconforme. Ahora bien, los hechos mencionados conforman un cierto trasfondo comprensible hasta para un tarado, pero los anti-independentistas centralistas recurren una y otra vez a un argumento que hay que discutir. De acuerdo con ellos, el referéndum que planea el gobierno autónomo de Cataluña no se puede realizar, “porque es anti-constitucional”. Intentemos calibrar este argumento.

El conflicto se da entre, por una parte, una constitución que sólo reconoce como entidad política total al país, tal como éste está constituido y, por la otra, un pueblo y su gobierno que quieren hacer valer su derecho de expresión libre y de autonomía, tal como está reconocida por esa misma constitución. Vale la pena señalar también que pretender bloquear, detener o anular un referéndum masivamente solicitado equivale pura y llanamente a ponerle un bozal a la población. Al hacer esto, la constitución en cuestión automáticamente se vuelve inconsistente: incorpora derechos cuyas aplicaciones prohíbe. Es exactamente como si un padre le dijera a su hijo: “Si estudias te llevo al cine”, pero luego el niño estudia y el padre no lo lleva al cine. Aquí es donde aflora la hipocresía de los “pro-democracia” a la que aludí al inicio: el referéndum es anti-democrático, exclaman, cuando lo realmente anti-democrático es impedir que un pueblo exprese libremente su posición y sus más legítimas aspiraciones. Ahora resulta que lo realmente democrático es suprimir la libre expresión de ideas, tener un proyecto político propio y todo en aras de una constitución que avala una situación de sojuzgamiento que el pueblo en cuestión ya no tolera. Esa es precisamente la posición de Mariano Rajoy, el jerarca madrileño quien, no estará de más recordarlo, logró formar un gobierno después de dos intentos fallidos, lo cual da una idea de su popularidad, y que ahora está abocado a reprimir una vez más a la comunidad autónoma de Cataluña. Dado que en el fondo no tiene argumentos válidos para cancelar el referéndum programado para el 1º de octubre, su política no puede ser otra que la de la represión del pueblo catalán. En otras palabras, lo que el gran defensor de la democracia, Mariano Rajoy, hace es simplemente usar los instrumentos de los que dispone para callar a un pueblo que a gritos pide que se le permita expresarse sobre su identidad política y sobre el status de su gobierno. Es así como proceden, en España y en muchos otros lugares, los auto-proclamados defensores de la democracia.

Desde mi perspectiva, no sólo el “argumento de la legalidad” es claramente inválido, sino que pone de relieve la incapacidad política del gran “defensor de la democracia” (dan ganas de decir, “de la democracia madrileña” o también “de la democracia castellana”) que es el Sr. Rajoy para negociar y manejar políticamente una situación conflictiva que obviamente ya se le fue de las manos y que él ya no controla. Con la típica actitud de intolerancia que sistemáticamente adoptan los auto-proclamados “defensores de la democracia”, Rajoy (apoyado por lo que es la suprema corte española, el Tribunal Constitucional) ha iniciado su labor de presión sobre el gobierno autónomo de Cataluña restringiendo partidas (muchos miles de millones de euros) para evitar la organización de casillas, la papelería, la propaganda política usual (spots de radio, televisión, etc.), etc., que se requieren para un referéndum y, obviamente, la participación ciudadana. Pero es evidente que frente a una sociedad de un nivel cultural muy alto, tremendamente politizada (por lo menos a este respecto), con muchos mecanismos a la mano para sortear los escollos que el gobierno central pueda irle poniendo, lo único que el gobierno de Rajoy va a lograr será exacerbar los ánimos y radicalizar la posición independentista de la gran mayoría de los catalanes (muy probablemente no de todos). Lo que está claro en todo caso es que si las presiones económicas fallan, lógicamente el paso siguiente es la represión militar. Aquí hay que preguntarse: a la larga ¿qué prevalecerá: una decidida voluntad popular o una feroz intervención militar? Confieso en voz alta y por escrito mi propio punto de vista: Señor Rajoy: tiene usted perdida la partida!

Lo que llamé el ‘argumento de la constitución’ es claramente falaz y ello no es tan difícil de hacer ver. Para empezar, recordemos (como la idea me gusta la repito cada vez que se me presenta la oportunidad) que las constituciones son productos humanos. No es Dios, el ser perfecto, quien las elabora. Por lo tanto, son susceptibles tanto de ser justas como de ser injustas. Sólo un necio que no entiende nada podría empecinarse y considerar que sí hay constituciones que podrían resultar absolutamente inmodificables. ¿Cuál es entonces la situación? En condiciones de relativa estabilidad, de crecimiento sostenido, de ausencia de crisis humana y de valores, etc., etc., las constituciones efectivamente son los marcos dentro de los cuales fluye la vida social. Ellas la regulan. Pero es igualmente obvio que se pueden generar situaciones en las que es el marco constitucional mismo lo que estaría puesto en entredicho y cuando eso llega a suceder lo más torpe que puede hacerse es apelar al marco cuestionado para contener el reto que significa el haber sido puesto en crisis. Eso es una evidente petición de principio y es precisamente la falacia en la que incurren los cegatones legalistas que saben derivar teoremas pero no cuestionar axiomas. Son francamente ridículos y políticamente muy dañinos. Sólo alguien muy obcecado no percibe que lo que podríamos llamar la ‘revuelta catalana’ es un proceso  social que no lo para nadie y menos un político tan mediocre y tan falto de imaginación como Mariano Rajoy. Las negociaciones casi siempre son viables y cuando se está en una situación que uno en su fuero interno sabe que es tanto justa como imposible de detener, lo que hay que hacer es negociar, conceder, intercambiar una cosa por otra, etc., y no empeñarse en una batalla perdida de antemano. No es Rajoy quien le va a quitar al pueblo catalán lo que ya se volvió una obsesión nacionalista, un objetivo colectivo compartido y un gran deseo de conformar una entidad política con sus propios cuerpos diplomáticos, su presencia con voz y voto en múltiples foros y organismos internacionales, su aspiración a manejar su propio presupuesto, esto es, el que ese pueblo genera con su trabajo cotidiano, sus impuestos, etc. La política “a la Rajoy” lo único que logra es contraponer pueblos, violentar principios y perder importantes posiciones políticas. No cabe duda: esos auto-proclamados “defensores de la democracia” son de lo más contraproducente que pueda haber para la democracia misma.

Rajoy, dicho sea de paso, es un títere que sin poder resolver los problemas que tiene en casa pretende participar en otros tableros políticos internacionales, es decir, inmiscuirse en los asuntos internos de otros países, como si tuviera autoridad política y moral para ello! Sólo así entendemos sus comentarios, porque no son otra cosa, sobre el proceso que tiene lugar en Venezuela, un proceso genuinamente democrático del que él no tiene ni idea y ciertamente no permitiría (si de él dependiera) que ocurriera en España, así como su acerba pero superficial crítica del gobierno boliviariano de Venezuela. El problema para él es que se fue a enfrentar con un auténtico hombre de estado, como lo es el presidente Nicolás Maduro. Éste, ni tardo ni perezoso, le hizo ver que no pasa de ser un parlanchín contradictorio, alguien que va en contra de la libre expresión de los venezolanos para precisamente elaborar una nueva constitución, una constitución que refleje y recoja los avances realizados en el proceso socialista y nacionalista del Estado bolivariano. La verdad es que vale la pena citar al presidente Maduro. Dice: “Para Mariano Rajoy sí es legal una consulta paralela al Estado; pero no es legal el referendo que quiere el pueblo de Cataluña para decidir su estatus ante el Estado español. ¿Sobre qué referencia sacas tú, Rajoy, que el intento del pueblo de Cataluña es ilegal?”. Más transparente ni el agua cristalina de un manantial. Nos queda claro ahora el mensaje del auto-proclamado defensor de la democracia, uno más de esos pseudo-demócratas con quienes la discusión se vuelve un intercambio inservible de etiquetas y slogans: que haya referenda en todas partes del mundo, menos en Cataluña, que se criminalice la oposición política en España pero no en los países en donde se viven procesos emancipatorios permanentemente afectados por la acción ilegal de grupúsculos casi terroristas; que se mantenga y se respete el descarado elitismo español y que se exporte a países que pretenden madurar políticamente. Ese es el mensaje de los auto-proclamados defensores de la democracia, sus verdaderos enemigos, los que usan el bello ideal de la democracia para afianzarse en sus lujos y privilegios y para frenar todo impulso socialmente renovador. Y uno de sus mejores prototipos es el mediocre presidente de España, Mariano Rajoy. Santé!

¿Furia de la Naturaleza o Iniquidad Humana?

¡Pobre México! A la manera de una maldición bíblica, como una de esas plagas que nos cuentan que azotaron a Egipto, de pronto México se vio afectado por una serie de calamidades, a primera vista “naturales” y que, tanto por sus consecuencias como por las expectativas que suscitan, han hundido a sectores considerables de la población en el enojo, en la desesperación y en el miedo. Siguiendo con la interpretación bíblica de los sucesos, casi podríamos decir que así como la ciudad de Sodoma fue destruida por haberse convertido en una ciudad de vicio y de perversión, así también se podrían tener ganas de afirmar que la Ciudad de México habría sido castigada por todas las iniquidades que día a día en ella se cometen. El punto de partida de esta serie de calamidades, es cierto, no habría tenido mucho que ver directamente con la Ciudad de México aunque, en la medida en que una Secretaría de Estado está involucrada, también la capital del país lo habría estado. Me refiero, claro está, al tristemente célebre “socavón del Paso Exprés” de Cuernavaca. Concomitantemente, las lluvias arreciaron y entonces empezaron a sucederse, como año tras año, las cada vez más terribles inundaciones en la Ciudad de México. Y esta serie de catástrofes habría culminado el jueves a medianoche con un mini-terremoto que le puso los cabellos de punta a todos los habitantes de la ciudad. El parangón con Sodoma, inclusive si no lo tomamos demasiado en serio, es de todos modos sugerente.

Me parece que son dos las cosas que de inmediato se nos ocurre decir cuando pensamos en el asunto. Una es que las fuerzas naturales no operan como Dios y por lo tanto no tienen carácter moral y la otra es que tampoco es la Ciudad de México una ciudad de perdición, de depravación, de criminalidad, etc. Yo quisiera intentar cuestionar ambas tesis. Veamos hasta dónde podemos llegar en esta dirección.

Consideremos primero los fenómenos naturales. Obviamente, sería infantil pretender achacarles a los sucesos naturales (movimientos telúricos, lluvias torrenciales, etc.), considerados en sí mismos, un cariz moral. Los fenómenos naturales, hablando de ellos en abstracto, no son ni buenos ni malos. El problema es que nosotros nunca entramos en contacto con fenómenos naturales en, por así decirlo, estado puro: si llueve, llueve en sembradíos o en avenidas, si nieva, nieva en carreteras o en pistas de esquí, si se abre la tierra se hunde una banqueta o una carretera, y así sucesivamente. Es totalmente falseador imaginar el ser humano por un lado, la naturaleza por el otro y luego algo así como un encuentro casual entre ambos. Eso es a todas luces un pésimo cuadro de la realidad y el primer argumento que podríamos ofrecer para mostrar que en efecto lo es consiste simplemente en señalar que nosotros mismos ya somos parte del mundo natural. Por lo tanto, no hay tal distanciamiento, tal corte entre los fenómenos naturales, que serían, por así decirlo, neutros moralmente, y nosotros que, además de miembros del mundo natural, sí somos agentes morales. Con y por nosotros, la lluvia es benéfica o perjudicial, la sequía es útil o dañina, los vientos huracanados son aprovechables o destructivos y así sucesivamente. Esto lo podemos llevar al extremo y confirmar así lo que estoy tratando de afirmar. Por ejemplo,  gracias a que la NASA toma fotos de explosiones de Supernovas o de galaxias siendo tragadas por un hoyo negro o cosas por el estilo, lo que era mera naturaleza muerta se vuelve entonces de interés humano y entonces la naturaleza nos brinda la oportunidad de, verbigracia, disfrutar de colores que de otro modo serían inimaginables. O sea, hasta las más distantes de las estrellas adquieren súbitamente valor porque se convierten en objetos de contemplación estética. Esa es una forma de “aprovecharlas”, de disfrutarlas, de interactuar con ellas. Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con los fenómenos naturales que ocurren en nuestro planeta: en la medida en que entramos en contacto con ellos, los fenómenos se vuelven, por así decirlo, buenos o malos, mejores o peores. Imaginemos, por ejemplo, que cae una terrible lluvia pero que, contrariamente a los hechos, la Ciudad de México contara con una red de desagüe renovada, con un sistema de tuberías de la mejor calidad y de las dimensiones apropiadas, con un sistema hidráulico sin fugas, con un cableado bien tendido, con alcantarillas limpias, bien desazolvadas, etc., etc. En ese caso, el aguacero daría lugar quizá a un magnífico espectáculo. Hasta puedo imaginar que hay lugares en donde eso es precisamente lo que pasa. En cambio, si ese mismo aguacero cae en una ciudad descuidada durante lustros, con la mitad de su tubería rota, plagada de parches y arreglos primitivos, con las cañerías repletas de basura, con mezclas de agua de lluvia con aguas negras y así indefinidamente, entonces ese aguacero es una catástrofe. Me parece entonces que se tendría que admitir que tan pronto entramos en contacto con algún proceso de la naturaleza, automáticamente lo humanizamos, lo transformamos y lo cargamos de valor. Nosotros no lidiamos con fenómenos naturales en estado de pureza. Intentemos entonces extraer consecuencias de dicho resultado.

Consideremos fenómenos como temblores o, más impactantes todavía, terremotos, como el de 1985. Alguien puede exclamar con indignación: “¡Bueno, es claro que se haga lo que se haga, objetivamente el terremoto tiene la fuerza que tiene, es incontrolable y sus efectos serán los mismos bajo cualquier circunstancia!”. El problema es que eso último es justamente lo que es demostrablemente falso. Es obvio que para evaluar qué tan dañino resultó un determinado terremoto es importante saber a qué a clase pertenece, donde está el epicentro, etc., pero de todos modos la intensidad cuenta. Ahora bien, es cierto que a diferencia del de 1985, el terremoto del jueves fue ondulatorio y no tan largo, pero también lo es que la diferencia en efectos fue descomunal: en el de 1985 se cayeron 10,000 edificios y murieron más de 30,000 personas. ¡Comparado con él, el temblor de hace unos días fue casi de risa, a pesar de haber sido inclusive de mayor intensidad! ¿Cómo nos explicamos la diferencia? Desde mi perspectiva, lo que pasó fue que el terremoto de 1985 tuvo un costo humano y material tan alto que los humanos de aquella porción del espacio-tiempo tuvieron que aprender una amarga lección: costó 30,000 muertos y gran parte de la ciudad en escombros para que los ingenieros dejaran de hacer construcciones endebles, para que dejaran de hacer trampas, de engañar a sus clientes (particulares o gubernamentales). En vista del costo material y humano tan elevado, se tuvieron que establecer nuevas reglas de construcción, imponer nuevas exigencias, usar nuevos materiales, etc. Es obvio que mucho de eso no se habría realizado si el desastre no hubiera sido tan grande. Ciertamente se logró vencer la indolencia de ingenieros y arquitectos, las malas costumbres de todos los que participaban en la industria de la construcción, así como la corrupción desenfrenada de quienes otorgan los permisos, etc., etc., pero sólo sobre la base de 30,000 muertos. Y es aquí que el contraste se vuelve interesante: habiéndose establecido por la fuerza de la naturaleza una nueva cultura de la construcción, un temblor de la misma intensidad que el de hace 32 años no generó todo el desastre que causó aquel del 19 de septiembre. ¿Cuál es la moraleja de todo esto? Yo pienso que salta a la vista: dentro de ciertos márgenes establecidos por la acción humana, bastante amplios y elásticos dicho sea de paso, es decir, en la medida en que no nos las estamos viendo con cataclismos de magnitudes absolutamente incontrolables (el huracán Irene, por ejemplo, o el tsunami de Japón), la destrucción que genera un fenómeno natural se incrementa o disminuye dependiendo de si los humanos se desprotegieron a sí mismos, de si emplearon correctamente o mal emplearon sus propias técnicas, etc., o no. Podemos, por consiguiente, razonablemente inferir que si el mundo de la construcción no hubiera estado tan corrompido en el 85 y la catástrofe no hubiera sido tan grande, los efectos de este último temblor habrían sido devastadores.

Es evidente que la naturaleza puede causar grandes daños, pero la magnitud de éstos depende en alguna medida de cuán preparados estemos para enfrentarlos y esto último a su vez depende de cuán corrupta sea una determinada sociedad. La sociedad mexicana en los 80 era terriblemente corrupta en lo que a construcción de edificios concernía, por lo que cuando se produjo un determinado fenómeno natural, un brutal temblor, la sociedad pagó el precio de su corrupción. Huelga decir que en estos ajustes de cuentas no necesariamente pagan los verdaderos culpables o no sólo ellos, pero ese no es el punto porque aquí estamos hablando de manera global. Tal vez al ingeniero tal y tal no se le cayó su casa (porque esa sí la hizo bien), pero quizá se cayó el hospital en cuya construcción él participó y en donde estaba algún pariente o algún amigo suyo. Esas ya son contingencias anecdóticas que sirven sólo o para darle lustre o brillo al relato y no tienen carácter demostrativo. Lo que es importante es que vinieron mejoras y muchos años después frente a un evento similar la sociedad mexicana estaba mejor preparada y ya no tuvo que pagar tanto como en otros tiempos, porque se vio obligada a hacer correcciones a los modos de construir casas y edificios. Y cualquier ingeniero nos podría dar una cátedra al respecto, pero de hecho estaría con ello avalando nuestra explicación. Así, pues, la naturaleza reviste tintes morales precisamente porque en nuestra interacción con ella somos nosotros quienes la vestimos, por así decirlo. Lo que hay que entender es que hay sociedades, como la danesa para dar un ejemplo, que la visten de un modo diferente de como la viste la sociedad mexicana. Allá en Dinamarca los ingenieros y los administradores públicos son menos corruptos y frente a las potencialmente terribles inundaciones que podría provocar el Mar del Norte optaron por construir diques que efectivamente evitan que se produzcan catástrofes “a la mexicana”. En México se requiere siempre pagar un costo social muy alto. Nosotros, por razones de orden lingüístico, ya no diremos que un dios enojado nos castiga, pero sí podemos afirmar que la naturaleza nos hace ver cuán indefensos estamos cuando enfurece.

Consideremos ahora el segundo punto, a saber, el de si hay algún parecido en lo absoluto entre la Ciudad de México y Sodoma para seguir con el paralelismo del castigo por los modos de vida de los habitantes de ambas ciudades. Es poco probable que los vicios y las perversiones sean los mismos. Yo no sé qué otras desviaciones se padecería en aquella ciudad bíblica aparte de lo que desde entonces se conoce como ‘sodomía’, pero lo que sí sé es que en México aparte de esa hay muchísimas otras perversiones y de las más variadas clases. Aquí, aparte de desviaciones de tipo sexual hay desviaciones de corte financiero, político, legal, deportivo, artístico, etc., etc. Todo mundo sabe que en la Ciudad de México a cualquier persona le puede pasar absolutamente cualquier cosa. Eso quiere decir que el habitante de la capital no tiene un mínimo de seguridad: lo mismo lo asaltan que lo estafan que lo matan. Todo se puede, sobre todo porque se puede actuar impunemente. La gente ya se acostumbró a eso. Pero es precisamente ese el elemento que nos permite equiparar a la ciudad de México con la mítica Sodoma.

Consideremos rápidamente las inundaciones y los socavones. Por lo visto, tienen que producirse situaciones tremendas para que se puedan desarrollar políticas que sean efectivamente progresistas. El problema es que socavones e inundaciones, si bien pueden dar lugar a decesos, de todos modos no generan miles de muertos. Por ellos a miles de personas se les destroza la existencia, pero ellas de todos modos siguen viviendo y entonces los responsables no consideran que haya suficientes elementos para introducir modificaciones en sus ámbitos de “trabajo”. Tomemos por caso el socavón del Paso Exprés en Cuernavaca. Allí murieron dos personas, padre e hijo, y “nada más” (¡a cuyos parientes, dicho sea de paso, se les indemnizó con un millón y medio por cada uno de ellos, en tanto que a las dos hijas de la señora suegra del Secretario Gerardo Ruiz Esparza se les indemnizó con 15 millones de pesos a cada una cuando murió al ser atropellada!). Entonces los responsables y culpables no sienten que haya mucho que modificar. No hay suficiente presión social para ello. El problema es que además del socavón de la carretera de Cuernavaca este año proliferaron los socavones en la Ciudad de México, además de las cada vez más terribles inundaciones que tuvieron lugar durante este periodo de lluvias. Pero, de nuevo, no son únicamente las lluvias, los deslaves o los hundimientos los causantes de la desgracia de cientos de familias: son todo eso en un marco formado por burócratas irresponsables, políticos corruptos, técnicos tramposos y empresarios fraudulentos. Toda esa maldad hace que fenómenos naturales se conviertan en terribles desastres. Así, la naturaleza golpea a la sociedad mexicana porque en ésta quienes toman las decisiones, quienes hacen los grandes negocios con las instituciones gubernamentales, los técnicos contratados para realizar las obras, etc., todos ellos hacen mal su trabajo: sólo piensan en aumentar ganancias, de por sí cuantiosas, bajando la calidad de los materiales usados, inventando nuevas necesidades para justificar mayores gastos y en general recurriendo a toda clase de triquiñuelas que tienen como resultado que la infraestructura de la capital sea francamente deplorable. No creo que tengamos que pensar mucho para dar ejemplos: se inundan (algo a primera vista inimaginable) los segundos pisos, cuando uno pasa en ellos de tramo a tramo inevitablemente se pasa por una especie de tope o de hoyo (porque los ingenieros no saben unir dos tramos), la carpeta asfáltica está en el peor estado de su historia y colonias enteras son víctimas de las al parecer inevitables inundaciones. A diferencia de las inundaciones en otros países, por si fuera poco, aquí son de aguas negras, de manera que una vez que una casa quedó inundada prácticamente todo lo afectado tiene que ser tirado a la basura. O sea, todo el trabajo de las personas acumulado en refrigeradores, estufas, salas, etc., se pierde en un santiamén. Las casas mismas quedan dañadas, impregnadas de una pestilencia horrorosa, generando infecciones, etc. El punto es: nada de eso es un desastre “natural”. Casi podríamos presentar la situación como sigue: los seres humanos aprovechan fenómenos naturales para auto-generarse desastres y posteriormente acusan a la naturaleza de los males ocasionados. Pero es una presentación deliberadamente tergiversadora la que le achaca los males a la naturaleza. Los culpables son los humanos y la naturaleza los castiga.

En resumen: es porque en México la corrupción reina en todas las actividades que día a día se realizan que la naturaleza, a través de sus procesos, castiga a los habitantes de la Ciudad de México. Como no se trata de un asunto de impartición de justicia, los mal llamados ‘desastres naturales’ recaen en general sobre los menos preparados, sobre la gente más humilde, en los sectores más pobres de la ciudad, etc. Se puede desde luego seguir echándole la culpa de todo lo que sucede a la Naturaleza, pero eso es en el mejor de los casos un auto-engaño, una forma de evitar de asumir responsabilidades y eso es precisamente lo que se debe a toda costa evitar.

¿Cómo avanzar en un marco de corrupción generalizada? No es fácil responder de manera directa a preguntas globales como esa, pero podemos remplazar la pregunta por otras y así, poco a poco, la vamos respondiendo. La primera que se me ocurre es: ¿cómo pueden producirse inundaciones y socavones sin que haya castigados penalmente? No tiene caso engañarse tratando de buscar culpables directos, porque no los vamos a encontrar, pero sí podemos encontrar culpables políticos, gente que disfrutó de sueldos, que dio órdenes, que hizo jugosos negocios, etc., estando al frente de instituciones y organizaciones, públicas o privadas. Si no hay multas fuertes, encarcelamientos, juicios políticos, etc., entonces seguirá reinando la corrupción, se seguirá actuando en forma anti-social y se seguirán produciendo “desastres naturales”. En otros países y en otras épocas (probablemente más sanas desde diversos puntos de vista) más de uno ya habría sido fusilado. El razonamiento habría sido algo como lo siguiente: “Tú estabas al frente de la institución, el ministerio, la empresa, etc., que se ocupaba de estos asuntos y como cayendo bajo tu jurisdicción se produjeron tales y cuales eventos negativos de magnitud social imposible de minimizar o ignorar. Por lo tanto, tienes que pagar y el pago por el millonario daño ocasionado a cientos de familias, por los muertos, etc., es la horca o el fusilamiento o la silla eléctrica. ¡Elije!”. Yo estoy seguro de que con castigos ejemplares las cosas se irían componiendo muy rápidamente. Y ¿cuál sería el efecto casi inmediato de ello? Que la naturaleza ya no estaría tan enojada y dejaría casi automáticamente de castigar al pueblo de México.

Agonía Imperial

¿Cuál te parece, amable lector, más absurda: la idea de vivir eternamente o la idea de que puede haber un imperio que se mantenga como el Estado protagónico, el Estado Imperial por los siglos de los siglos? Por razones en las que, desafortunadamente, no puedo entrar aquí y ahora, lo cierto es que la obsesión con la idea de una vida sin fin poco a poco se ha ido diluyendo para finalmente casi desaparecer por completo de la conciencia colectiva. Vale la pena señalar que el que semejante pretensión haya ido poco a poco perdiendo vigencia en la mente de la gente no se explica por la formulación de potentes y ultra-claros argumentos, científicos o filosóficos, sino más bien por grandes cambios culturales, alteraciones profundas en los modos de vida que poco a poco fueron desviando la atención y los intereses de las personas en otras direcciones, como por ejemplo el deseo de vivir intensamente esta vida, sin preocuparse mayormente por lo que se supone que podría suceder en la siguiente. La idea de una vida de ultra-tumba quedó reservada para la fabulosa ilogicidad hollywoodense, pero ya no le quita el sueño al ciudadano común, como ciertamente lo hacía hace 10 siglos. A esa persona que piensa en pasarla bien, tener una familia, tener el nivel de vida (i.e., de consumo) más alto posible, tomar mucho alcohol, tener muchas relaciones sexuales y comer muchos tacos al pastor, la idea de una vida futura no le sirve de gran cosa, en el sentido de que no lo orienta en su vida cotidiana. Sencillamente, no la toma en cuenta. Así, pues, de puro obsoleto un deseo como el de querer vivir eternamente, sin saber ni siquiera bien a bien qué se quiere decir, ya no forma parte de nuestra galaxia de ideas y valores y, por lo tanto, no entra ya en nuestras prácticas, en nuestra existencia de todos los días. La idea de vida (individual) eterna pasó de ser una idea rectora a una idea casi incomprensible y enteramente inútil.

Por increíble que parezca, lo cierto es que si bien la idea de eternidad a nivel individual ya no entra en nuestros pensamientos más íntimos, la idea de un Estado imperial eterno en cambio parece resultarle a muchos más viable y, sobre todo, más aceptable. No obstante, en mi opinión una idea así es tan absurda como la idea de vida eterna o más, además de ser en mi opinión relativamente más fácil de desechar. Bien visto el asunto, pocas cosas hay tan ridículas como concepciones políticas que brotan en momentos de exaltación derivados de grandes triunfos concretos pero que son presentadas como si su validez rebasara con mucho sus limitadas coordenadas históricas. Un ejemplo de sandez “teórica” de esa estirpe fue la ridícula tesis del “fin de la historia”, elaborada a raíz del derrumbe del socialismo real y de la extinción de la Unión Soviética. Tan pronto el enemigo jurado del capitalismo monopolisto-financiero-imperialista (o sea, la URSS) finalmente se apagó, los ideólogos y demagogos a sueldo del sistema triunfador (los “Harvard professors” del momento) ni tardos ni perezosos dieron rienda suelta a su euforia ideológica y empezaron a pulular los cuentos de ficción acerca de un país que nunca más volvería a tener un rival digno de ser temido, que a partir de ese momento hasta la destrucción natural del planeta dicho país reinaría en forma indiscutible sobre la faz de la Tierra y cosas por el estilo. Huelga decir que ese país, en el que supuestamente estarían encarnadas todas las virtudes humanas y los valores supremos de los seres humanos, son los Estados Unidos. Aparentemente, la civilización americana era el punto culminante en la historia humana (por no decir del universo!).

Dejando de lado los escalofríos que genera una distopía tan horrenda como esa, lo cierto es que 20 años bastaron para hacer ver que la tesis en cuestión no pasaba de ser un insulso fraude ideológico, que las cosas no son tan sencillas y que la humanidad no evoluciona de manera tan simplista. Ahora bien, dado que “hacer ver” no es lo mismo que “refutar”, para nosotros la cuestión es: dado que los data con los que uno cuenta son congruentes con múltiples teorías: ¿cómo se refuta una “teoría” así? Más aún: dejando de lado lo que de hecho sabemos ¿es en principio factible refutar formalmente una “teoría” como la de que el imperio norteamericano es eterno, construida cuando éste estaba en su apogeo, cuando había alcanzado su clímax?

Yo creo que en este contexto en particular así como no hay demostraciones de nada tampoco hay refutaciones formales de tesis, hipótesis o teorías. Pero eso no significa que no podamos argumentar en un sentido o en otro. Si bien no hay ni demostraciones ni refutaciones sí hay argumentaciones con diferentes grados de plausibilidad; después de todo, algunas propuestas tiene que ser más convincentes o atractivas que otras. Y, como era de esperarse, yo sí creo que hay formas de razonar que llevan a pensar que lo que algunos se imaginaron que era un imperio que habría de durar más de mil años (asumo que sus partidarios querían algo superior al Tercer Reich, que estaba pensado nada más para mil) en realidad está por desmoronarse. Aquí hay dos puntos que quisiera enfatizar. Primero y paradójicamente, el argumento para mostrar que el supuesto imperio eterno no es tal gira en torno a la idea de poderío militar y, por ende, en torno a la idea de violencia bestial como único mecanismo para la resolución de conflictos; y, segundo, que lo que en efecto es imposible prever son las consecuencias derivadas de su derrota final. Veamos esto más en detalle.

Supongamos que pudiéramos tomarle una radiografía política al planeta: ¿qué veríamos? Yo creo que la respuesta es obvia: veríamos algo así como un planeta enfermo. En verdad, se siente la tentación de decir ‘desahuciado’ y desde luego agotado (humanamente, en su flora, en su fauna, en sus océanos, sus subsuelos, su atmósfera, etc.). Pero si quisiéramos explicarnos su estado: ¿a qué le atribuiríamos su situación? Una respuesta a primera vista inobjetable sería que el planeta está así precisamente porque el Estado hegemónico, el Estado imperial, desde un punto de vista histórico probablemente el peor de todos, es decir, el Estado que más que ningún otro le imprime su impronta al planeta, que lo marca y en más de un sentido orienta o dirige, está entrando en una fase ya perceptible de descomposición. Esta fase es inevitablemente de, por así decirlo, sacudidas políticas severas, espasmos sociales violentos, convulsiones económicas cada vez más graves. Pero ¿cómo determinar si efectivamente el imperio americano inició ya su proceso de descomposición, cómo saber (como se dice) “a ciencia cierta” si lo que estamos viendo no es más que una crisis pasajera y que todo lo que se quiera añadir no pasa de ser mero wishful thinking?

En mi opinión, disponemos con suficientes elementos como para sostener que el zenit americano definitivamente ya quedó atrás. Los signos que tengo en mente son tanto internos a dicho país como externos a él. Los más notorios son, sin duda alguna, los factores externos, los cuales muestran de manera objetiva que la expansión del imperio alcanzó sus límites, pero en mi opinión los simbólicamente más relevantes son los internos. Echémosle un rápido vistazo a estas dos clases de realidades políticas.

El dato fundamental en política mundial es que, a diferencia de lo que, quisiérase o no, tenía que admitirse hace todavía un par de décadas, los norteamericanos ya no son los amos del planeta. Es cierto que sus tropas están desperdigadas por todo el mundo en cientos de bases militares, pero lo que ahora todo mundo entiende es que no están allí para imponer y hacer valer la ley, porque ¿cómo podrían ellos ser los abanderados de la legalidad si desde hace mucho tiempo ya dejaron de ser los representantes de las leyes internacionales, si son los primeros en romperlas? Las sanciones impuestas a Rusia, por ejemplo, entran en ostensiblemente en conflicto con las leyes internacionales de comercio, además de ser ridículamente ineficaces. El soldado norteamericano, que otrora se presentara (y se auto-representara a sí mismo) como un soldado de libertad y como defensor de la democracia, se fue convirtiendo poco a poco en un soldado pirata que lo único que lleva a donde hace su aparición es terror, destrucción y muerte. No hay población en el mundo que espontáneamente le dé la bienvenida al soldado norteamericano, que lo reciba como héroe liberador (con la posible excepción de Polonia, y eso de sólo un sector de la población de ese país). A estas alturas, todo mundo entiende ya que el soldado yanqui trabaja básicamente para defender y salvaguardar los intereses de los dueños de su país, esto es, las grandes corporaciones y los bancos. En este sentido, el ejército norteamericano es casi un ejército privado y en ese sentido es, contrariamente a las apariencias, simplemente un ejército de mercenarios, de condottiere. Si no queremos caer en juegos demagógicos burdos: ¿tendría algún sentido siquiera afirmar que el soldado norteamericano está en Afganistán para defender la democracia, la justicia, la libertad del pueblo afgano, para promover la liberación de las mujeres, para luchar en contra de la producción de amapola, para construir escuelas y hospitales?¿O podría decirse que está allá para defender los intereses del ciudadano medio de, digamos, Iowa o de Pennsylvania, porque las familias de esos estados de la unión americana estarían gravemente amenazadas por los talibanes o por el Estado Islámico? Preguntas como esas son hasta chistosas, por lo que no creo que haya una persona en el mundo con dos dedos de sesos y un mínimo de información que estuviera dispuesta a tomarlas en serio y responder afirmativamente a cualquiera de ellas. De hecho, más en general y contemplando las cosas retrospectivamente, ahora podemos decir del militar norteamericano que éste nunca fue un militar liberador, ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial (¿qué clase de “liberador” es alguien que lanza una bomba atómica en contra de una ciudad prácticamente indefensa?). Es verdad que los norteamericanos siguen teniendo primacía militar sobre Rusia y sobre China, pero eso en cierto sentido es ya irrelevante por una sencilla razón: aunque todavía sean superiores militarmente, por lo menos en el caso de Rusia (y de China dentro de una década a más tardar) su superioridad no basta para ganar el enfrentamiento mediante un inicial ataque sorpresa. Entonces aunque sean superiores no lo son ya suficientemente. De hecho, podríamos decir que (afortunadamente y también gracias a la astucia de algunos de sus interlocutores y adversarios) dejaron pasar su oportunidad. Tienen, desde luego, la opción de lanzar un ataque sorpresa y totalmente destructor, pero ellos lo harían a sabiendas de que serían inmediatamente destruidos, por lo que sería tanto criminal como suicida intentar algo así y por lo tanto no es esa una línea político-militar que tenga mucho sentido adoptar. Los nuevos equilibrios militares en cambio sí explican los cambios en las correlaciones de fuerzas y en las actuaciones políticas: hace 20 años al gobierno chino ni siquiera se le habría ocurrido generar islas artificiales en el Mar de China, como lo ha hecho ahora, islas a las que ha convertido en muy útiles bastiones militares. Ya no hay forma de sacarla de allí, independientemente de las amenazas del gobierno imperial. El punto es simple: el gigante guerrero invencible de Norteamérica dejó de serlo. Sus caprichos geoestratégicos ya no son acatados al pie de la letra por todo mundo. Y China no es el único caso. En pocas palabras: el mundo ya no está a disposición del amo norteamericano. Esa fase de la historia ya terminó.

Si ahora examinamos los signos internos para tratar de apreciar el grado de salud del Estado norteamericano, a mí me parece que la situación es inclusive mucho más clara. Para comprender lo que está pasando tenemos que hacer un esfuerzo por entender los cambios que se han venido produciendo. Muy rara vez en otros tiempos, salvo por ejemplo durante las convenciones de los dos grandes partidos, se había visto que la policía norteamericana reprimiera a ciudadanos norteamericanos blancos. Negros, chicanos, habitantes originarios y demás siempre fueron objeto de represión en los Estados Unidos, pero no los ciudadanos de origen anglo-sajón, escandinavo, los “wasps”. Cualquier percibe ahora que el papel de las fuerzas del orden en los Estados Unidos pasó de ser un instrumento de legalidad a ser un instrumento de represión política. Los Estados Unidos poco a poco (y, no obstante, muy rápidamente) se fueron transformando en una cada vez más visible plutocracia, lo cual genera tensiones cada vez más graves entre las clases pudientes y las clases trabajadoras de ese país. Lo que ocultó siempre las contradicciones internas al sistema fue el alto nivel de vida de los ciudadanos, el “full employment” del que gozaron en diversos momentos de su historia, pero eso es ya parte de su pasado. La verdad importante es la siguiente: por primera vez se siente en los Estados Unidos lo que es la lucha de clases. Esta lucha interna ha impedido, por ejemplo, que se construya y eche a andar un genuino sistema público de seguridad social. Si ello no se logra no es porque sean tontos, sino porque hay intereses contrapuestos operantes, los de las compañías aseguradoras, por una parte, y los de los asegurados, la gente en general, por la otra y el gobierno ya no sabe qué hacer. Rara vez son los intereses de las clases populares los que prevalecen. El repudio del “Obamacare”, que era una forma incipiente de seguro social, una componenda que implicaba un inmenso subsidio gubernamental, es un buen ejemplo de ello. En todo caso, lo que hay que entender es que es la sociedad americana en su conjunto lo que está en crisis. La estrategia retórica de D. Trump, consistente en echarle la culpa al resto del mundo por los conflictos internos de su país, es sólo un expediente de demagogia barata, no el resultado de ningún análisis serio. ¿Cómo es posible decir en público que el TLC sólo ha servido a los intereses de México cuando ellos desde el arranque fijaron los principios y las reglas del tratado? Más bien, lo que pasa es que los verdaderos gobernantes en los Estados Unidos se niegan a aceptar que su sistema de reparto de la riqueza está viciado, que su sistema de impartición de justicia está corrompido y que la superación de sus contradicciones sólo puede emanar de una profunda transformación interna. ¿De qué clase de transformación estamos hablando? De un cambio en el que los intereses genuinamente populares triunfen frente a las ambiciones sin límite de las grandes compañías trasnacionales y de la banca mundial (no me atrevo, pero estoy tentado de decir que lo único que pude salvar a los Estados Unidos es lo que sus élites más temen, a saber, el socialismo). El problema es que nada de eso se logra por decreto o por pasajeros movimientos sociales, por virulentos que resulten ser. La transformación social que se requiere para superar las contradicciones de la sociedad norteamericana presupone lo que podríamos llamar ‘incubación política’ (politización, maduración ideológica, etc.) y el pueblo norteamericano apenas está empezando a entrar en ese proceso. Para dar una idea de la clase de proceso preparatorio que tengo en mente daré un ejemplo: la Revolución Rusa requirió de un proceso de incubación de no menos de 100 años. Fue al cabo de un siglo de protestas, luchas clandestinas, proliferación de grupos revolucionarios, manifestaciones violentas y represión (piénsese en, por ejemplo, la Ochrana (ojrana, seguridad, protección), que era algo así como la CIA del zar), surgimiento de grandes figuras, etc., etc., que pudo darse el movimiento político que culminó con el aniquilamiento del zarismo. Yo ni mucho menos pretendo afirmar que tengo alguna idea de cuánto tiempo se requerirá para que la sociedad norteamericana logre despertarse de su “sueño dogmático”. De que no es para mañana podemos estar seguros, pero de que un proceso así ya está iniciado también.

Hablé más arriba de abuso de la violencia y de la fuerza. El Estado que hace 50 años quitaba y ponía gobernantes como más le convenía sin mayores problemas o con problemas pero con mucho éxito, el que organizaba golpes de Estado a derecha e izquierda, tanto en Irán como en Chile, el que llevaba e institucionalizaba la tortura en los países en los que se gestaban los así llamados ‘movimientos de liberación nacional’, ese Estado ya no puede imponerse como antaño. Sus horripilantes planes de dominación son fallidos. Puede ciertamente llevar el horror y la destrucción, pero eso precisamente es el núcleo del argumento: eso es todo lo que pueden hacer. El ejercicio de su poderío no tiene más que una faceta negativa, real, incuestionable, pero meramente negativa. La parte constructiva de su participación en el mundo, parte integral de todo imperio que se respeta, se ha ido opacando hasta volverse casi invisible: la gran superpotencia mundial no ayuda ni a Haití (que es de hecho, desde 1915, un país ocupado por los norteamericanos); sus “negociaciones” se reducen a puras amenazas (esto lo pueden corroborar los actuales negociadores mexicanos del tristemente célebre Tratado de Libre Comercio. El saludo amenaza inicial fue “Si no aceptan nuestras condiciones nos salimos del tratado!”); los Estados Unidos no juegan ya ningún papel civilizatorio positivo o constructivo, están marcados por el racismo y la xenofobia y por increíbles y cada vez más notorias e indignantes diferencias sociales. En los Estados Unidos hay en realidad dos gobiernos (como lo pone de relieve el hecho de que Trump esté en la vía de la destitución), lo cual es un signo innegable de descomposición institucional. En verdad, en lugar del “sueño americano” de ahora en adelante se debería hablar más bien de la “pesadilla americana”. La fase constructiva del imperio norteamericano, si la hubo, quedó rebasada. La bandera norteamericana es ahora la figura siniestra del soldado de lentes oscuros y armado hasta los dientes, una especie de robocop, el policía idealizado por el odioso Verhoeven. ¿Cuál es en estas condiciones el único mecanismo para lidiar con ellos?

Yo creo que la mejor lección que nos da la política contemporánea proviene de un pequeño país asiático, sometido a toda clase de brutales presiones comerciales, diplomáticas y militares (ejercicios permanentes, espiados, amenazados, etc.), pero que optó sin titubeos por la auto-defensa total. Me refiero a Nor-Corea, un país injustamente vilipendiado, deformado a través de una prensa que no es otra cosa que un arma política más y cuya función es la distorsión mental sistemática de los habitantes del planeta. Pero Nor-Corea se aferró a su armamento nuclear (disponiendo ahora ni más ni menos que de bombas de hidrógeno!) y con eso garantizó su existencia. Podemos estar seguros de que los norcoreanos no van a salir a conquistar a nadie, pero no se van a dejar intimidar por la gigantesca maquinaria guerrera norteamericana. Al parecer esa es la fórmula para defenderse de una metrópoli que sólo sabe sobrevivir por la fuerza. Es claro que no todos los países pueden desarrollar armamento atómico, pero todos los países pueden intentar al menos hacer valer sus derechos, en foros internacionales y aprendiendo, como Venezuela, a generar la base social que les permita independizarse del verdadero imperio del mal. Ya es más que tiempo de que el famoso edificio newyorkino del Estado Imperial sea remplazado por un magnífico edificio consagrado a la paz y a la amistad entre los pueblos de la Tierra.

La Política al Revés

Es evidente que en México prevalece una concepción enteramente diluida y distorsionada, una noción primitiva y poco interesante de la política y, por ende, del político. Grosso modo, para el hombre común, para el hablante normal, los bandoleros se dividen básicamente entre los que no tienen el respaldo de la ley y del poder público y lo que sí gozan de ambas cosas. La política es vista en nuestro país, no injustificadamente, como una profesión más sólo que en lugar de que el objetivo de dicha profesión sea la adquisición de conocimientos y de que su motivación sea contribuir en algo al bienestar de la humanidad, la carrera de política (no confundir, desde luego, con la carrera de ciencias políticas) tiene como objetivo, primero, entrar y mantenerse hasta donde resulte factible en las esferas del poder y de la toma de decisiones y, segundo, enriquecerse todo lo que se pueda (lo cual, para que valga la pena, tiene que ser una meta alcanzable sólo en forma ilegítima, obviamente). Quiero informarle al amable lector que eso no es la política y que no es en eso que consiste ser un político, en el sentido genuino de palabra. Un verdadero político es un individuo que, como si tuviera tentáculos o antenas, se nutre simultáneamente en por lo menos cuatro importantes áreas o dimensiones de la vida social. Tiene, desde luego, que ser un hombre hábil, osado, que sepa moverse en el mundo de las traiciones arteras y de las intrigas palaciegas, un hombre que aprenda, con base en la experiencia, a medir situaciones y a calibrar a los seres humanos a fin de lidiar con ellos de manera más exitosa cada día. Pero ni mucho menos se agotan con estas habilidades las cualidades del verdadero político. El verdadero político es un hombre moralmente correcto, lo cual significa en primer lugar que es una persona que, sin esperar a que vengan a hacerlo por él, se auto-impone límites, alguien que asume de entrada que no todo le está permitido y que está consciente de que no tiene derecho a tratar a los demás simplemente como medios para la obtención de sus propios fines, que en su fatuo egotismo él considera superiores. En tercer lugar, un político en serio es también un hombre con objetivos impersonales, imbuido de motivaciones y deseos concernientes al bienestar de la población, lo cual naturalmente quiere decir que tiene preocupaciones sinceras respecto al bienestar y la seguridad de las grandes masas y de los grupos sociales más desprotegidos y vulnerables. Esto, yo creo, es perfectamente comprensible, porque realmente ¿cuál sería el mérito de preocuparse por el bienestar de los que ya viven bien y mucho mejor que los demás? El interés por quedar bien con los poderosos y los super-ricos sólo se explica por el anhelo de congraciarse con ellos para aproximarse, aunque sea a distancia, a su mundo y tratar de llegar a ser parte de él, sin que importe cuán irresponsable y perruna deba ser su conducta para alcanzar el fruto deseado. Ambiciones como esas ciertamente no son parte constitutiva de la personalidad del político en sentido estricto, quien de entrada es un hombre independiente y a quien sería hasta ridículo intentar sobornar con unas cuantas monedas (o casas o lo que sea). Por último, quiero señalar que un político paradigmático es un hombre que no es indiferente a la vida artística, por lo menos en el sentido de que es una persona que sabe hablar, que habla (por así decirlo) “bonito”, un orador que sabe tanto persuadir a su interlocutor como a hacer vibrar un estadio repleto de personas. Un político es, al menos, todo eso. Preguntémonos ahora: ¿es México un país en el que florecen políticos que se ajusten, aunque sea en alguna medida, al perfil que hemos someramente delineado?¿Hay políticos exitosos en México que hayan leído cinco libros, que no sean depravados sexuales, que vivan no de lo que obtienen gracias a los negocios que hacen por ocupar los puestos que ocupan sino de lo que legítimamente tienen, que luchen por ideales que rebasan a sus intereses privados, que tengan personalidades atractivas y un valor per se y no por los aditamentos que los adornan? Le dejo al lector la respuesta sin desde luego olvidar recomendarle que adapte su contestación a todos los niveles de la jerarquía y de la estructura política de nuestro país.

Dando, pues, por supuesto que en México carecemos de políticos en un sentido un poco más noble que en el imperante, hasta un niño de primaria sobre esa base inferiría que la ausencia de auténticos políticos en el panorama nacional (una ausencia que, con las honrosas excepciones de siempre, data ya de muchos decenios) tenía que tener consecuencias nefastas para la sociedad mexicana en su conjunto. Aunque ciertamente deberíamos hablar de una relación dialéctica, de una mutua interacción, entre la población y sus gobernantes, yo pienso que es una falacia muy dañina sostener que es la sociedad lo que corrompió a la clase política y no más bien a la inversa. El peso de la responsabilidad por la omnipresente corrupción que reina en México recae no sobre el miserable chofer que le da su “mordida” al policía de tránsito para poder seguir su camino ni sobre el angustiado comerciante que tiene que ofrecer prebendas en una Delegación para que sus trámites no se detengan o que sus papeles no se extravíen. Definitivamente no! Esa inmensa responsabilidad recae sobre todo en el desfachatado político que llegó a gobernador y que se robó la mitad del presupuesto destinado a hospitales, carreteras o escuelas, por decir algo; recae sobre el escurridizo titular de alguna Secretaría a la que desfalcó o sobre algún grotesco presidente municipal que sirve simultáneamente al Estado y a fuerzas anti-sociales de manera que ni él mismo sabe después con quién ser leal y qué decisiones tomar. Y lo importante en todo esto es entender que la ausencia de verdaderos políticos en el escenario nacional está íntimamente vinculada a la corrupción que está carcomiendo al país. Así, pues, la mera no presencia del Bien está internamente vinculada con la presencia del Mal.

Es interesante e importante notar que el que las riendas del país estén en manos de bandoleros respaldados por la ley y por el poder que confiere el manejo de las instituciones tiene un efecto sumamente perturbador en otra área, a saber, en el área del pensamiento. Lo que deseo sostener es que la corrupción social implementada de manera sistemática termina por corromper a la razón y en esa medida a la misma lógica. Para decirlo sin dar lugar a ambigüedades: la corrupción pudre el pensamiento.  Los esquemas de razonamiento de diputados, gobernadores, embajadores, etc., de un país devorado por la corrupción, como lo es México, casi inevitablemente son falaces, defectuosos, inválidos y por lo tanto, en la medida en que hay una conexión esencial entre lo que pensamos y lo que hacemos, las acciones a que dan lugar las decisiones de gobernantes corrompidos tienen que ser socialmente negativas y desde luego incomprensibles para los ciudadanos en general. Yo creo que es importante ilustrar esta faceta de la podredumbre política en que nos tienen inmersos nuestros dirigentes, las personas a quienes podríamos denominar los “líderes del país”!

Partamos de hechos cotidianos. Apelando a los datos a los que podemos tener acceso, sabemos que por lo menos en lo que va de 2017 prácticamente en todas las formas delictivas (extorsión, secuestro, homicidio, violación, asalto a casa habitación, etc.) los números subieron, por lo menos con respecto a 2016 (lo cual no es poco decir). Eso quiere decir que en su lucha con las organizaciones criminales las corporaciones policiacas van perdiendo la batalla (aprovechando para de paso señalar  que quien está perdiendo la guerra es la población en su conjunto). Es mínimo el número de delitos que quedan satisfactoriamente resueltos. Eso a su vez significa que en esta sociedad la prevención del delito es mínima y que, hablando en general, la policía sólo puede, de manera muy poco exitosa, perseguir a los criminales, pero no adelantárseles para impedir que cometan sus desmanes y atrocidades. El ciudadano, por lo tanto, está desprotegido y es así como se tiene que desplazar, caminar por las calles, manejar su auto (si tiene), etc., etc., y también usar el servicio de transporte público. Pero ¿qué sucede? Que muy a menudo las personas que usan el transporte colectivo son objeto de brutales atracos a mano armada. ¿Qué sucedió durante lustros? Que a la gente impunemente dos, tres o cuatro malandrines le arrebataban sus pertenencias, sus relojes, sus celulares, sus modestos anillos o pulseras, etc., y, desde luego, su dinero en efectivo. Todo esto envuelto en gritos y amenazas, con pistolas apuntando a las cabezas o, lo cual sucedió en muchas ocasiones y sigue sucediendo, causando heridas con armas punzocortantes o simplemente hiriendo o matando a balazos a personas que se resistían a ser robadas, culminando todo en la huida exitosa de los maleantes. Pero ¿qué empezó a suceder?¿Qué fenómeno social empezó a darse? Yo creo que era previsible a priori, pero en todo caso mencionémoslo abiertamente: la gente empezó a prepararse para situaciones como la descrita, la gente empezó a portar armas y en algún momento algunas personas las usaron durante uno de esos ataques en el autobús o en la “combi”. Representémonos entonces la situación: la gente va al trabajo, suben unos malvivientes al camión, amagan y aterrorizan a las personas, a las que van humillando, golpeando y despojando de sus pertenencias hasta que, súbita e inesperadamente, un pasajero saca un arma y dispara. Los asaltantes caen muertos o gravemente heridos, el pasajero se baja y desparece. A pasajeros así se les llama en México ‘justicieros’.

Es a partir de este momento en que se plantea un problema que es a la vez de lógica, de moralidad y de sentido común. Cuando la policía llega y encuentra los cadáveres de los asaltantes interroga a los pasajeros. La reacción generalizada (por no decir ‘unánime’) de la gente es: “Yo no vi nada. No pude ver a la persona que disparó. Todo fue muy rápido y la persona en cuestión desapareció de inmediato”. Primera pregunta: ¿es esa reacción normal?¿Es incomprensible realmente que los pasajeros no quieran entregarle a la policía al hombre que los defendió de un brutal asalto? Con todo respeto, yo lo encuentro perfectamente comprensible: si alguien me va a hacer daño, otra persona interviene y me defiende y luego quieren que yo diga quién fue: ¿sería moralmente correcto que yo, el beneficiado por la acción del interfecto, entregara a quien me protegió? A mí de entrada me parece muy implausible responder diciendo que sí. Segunda cuestión: los fiscales de homicidio, los agentes del Ministerio Público, gente que quizá no tenga ni idea de cómo se desarrolla un asalto y de todo lo que puede suceder en casos así, de inmediato recurren al famoso slogannadie puede hacerse justicia por mano propia! Y esto es presentado como el punto de vista final, definitivo, incuestionable. Por mi parte, quiero intentar poner a prueba dicha “verdad”, porque intuitivamente considero que la frase en sí misma es bella e inatacable, como cuando alguien en algún estado de éxtasis exclama “Todo ser humano tiene un valor intrínseco invaluable!”. Esta segunda frase es prima facie imposible de rechazar, pero ¿la emplearía alguno de sus proclamadores para hablar de un despiadado asesino de dimensiones históricas, como Pedro de Alvarado por ejemplo, o pretendería hacerla valer para el hombre que mandó lanzar una bomba atómica contra una ciudad japonesa?¿Acaso también torturadores de la CIA o miembros de escuadrones salvadoreños de la muerte tienen un “valor intrínseco”? El peor de los asesinos de toda la historia de la humanidad, sea quien sea: ¿también tiene un valor intrínseco incuestionable? Pero regresando a nuestra frase, en mi opinión ésta es aceptable pero sólocuando es empleada en determinados contextos, no en todos. ¿En qué contexto tendría una aplicación imposible de rechazar la frase nadie puede hacerse justicia por cuenta propia o por sus propias manos? Yo pienso que la respuesta es simple: en toda sociedad en la que efectivamente se hiciera justicia a los ciudadanos de manera sistemática. Si se vive en un país en el que cuando se comete un crimen el criminal es juzgado y efectivamente castigado, hacerse justicia por mano propia es incuestionablemente un delito, una conducta definitivamente inaceptable, puesto que para ello precisamente están los órganos de persecución del delito e impartición de justicia. Pero el punto importante aquí es que esa premisa es justamente la que está faltando en el razonamiento del político y del policía que tratan de atrapar al justiciero y de aplicarle la ley como se le debería aplicar a homicidas delincuenciales, es decir, a individuos que asesinaron a personas al pretender despojarlas de sus pertenencias, por venganzas personales, etc. Mi pregunta es: ¿es sensato condenar, aunque sea in absentia, a alguien que mató a un peligroso ser anti-social por defender a un grupo indefenso de personas?¿Es lógicamente coherente sostener algo así? Mi propio punto de vista es el siguiente: desde luego que puede uno aferrarse ciegamente al slogan mencionado, pero quien sostenga que el así llamado ‘justiciero’ debe ser perseguido y condenado nos tiene que decir también cómo, en su opinión, tendrían que actuar o haber actuado los involucrados, englobando con ello tanto a los pasajeros inermes como al así llamado ‘justiciero’. Entonces podremos apreciar que hay a la vez algo de profundamente absurdo e injusto en la respuesta legaloide, porque lo único que van a poder afirmar los defensores del slogan es que la única conducta viable para los pasajeros sería dejarse tranquilamente asaltar! Quiero pensar que los fanáticos de las frases hechas no querrían sugerir que la reacción correcta por parte de los pasajeros consistiría en tratar de convencer a los bandoleros de que lo que estarían a punto de cometer sería una acción condenable desde todos puntos de vista o algo por el estilo, puesto que eso no pasaría de ser una vulgar burla.

Tomé el caso de los justicieros en parte porque es actual y en parte porque es un tópico interesante en sí mismo. Tiene que ver, por ejemplo, con la defensa propia. Se supone que si alguien mata a un asaltante en defensa propia su acción está legitimada, pero si en la misma situación el sujeto mata al delincuente que estaba asaltando o violando a la persona que estaba al lado, entonces su acción ya no tiene el status de legítima, porque no habría sido en defensa propia aunque el crimen cometido sea el mismo. Me parece que el asunto es muy resbaladizo, porque suena plausible decir tal cosa si uno no conoce a la persona asaltada, pero si la persona en cuestión era la madre o la esposa o la hija del sujeto ¿tampoco tenía derecho a defenderla? Aquí hay algo importante que no está claro y es un vértice, por así llamarlo, en el que convergen muchas líneas de pensamiento que terminan por generar un caos conceptual y descriptivo. Pero dejando de lado casos como los mencionados, lo que yo quisiera plantear es algo un poco más abstracto. Yo creo que cuando el derecho y las prácticas de gestión en una sociedad desembocan en situaciones de conflicto teórico que son en el fondo irresolubles, ello se debe a que el espíritu de la sociedad de que se trate está enfermo. No es con consideraciones de derecho como se resuelven los grandes dilemas de la vida social, porque el derecho es regulativo sólo a posteriori. El derecho se ajusta a los requerimientos sociales y es porque la sociedad en su conjunto está regida por instrumentos y mecanismos putrefactos que sistemáticamente se suscitan situaciones que son esencialmente conflictivas y que no tienen una resolución racional. Es, pues, por culpa de la política, lo cual quiere decir ‘por culpa de los políticos que tenemos’, por los dirigentes que en todos los contextos de la vida social se han desentendido de sus verdaderas funciones para no pensar en otra cosa que en sus beneficios personales, pecuniarios u otros, que  se gestan situaciones y conflictos irresolubles. Es porque no tenemos verdaderos políticos que la vida en México se convirtió en un riesgo cotidiano, en una lucha permanente en contra de la injusticia y del despotismo no ilustrado (el gobierno de la Ciudad de México es un paradigma en este sentido). La gran incógnita es: ¿hasta dónde se llegará en el rumbo que se le ha imprimido a México?

Yo estoy convencido de que el primer gran paso en lo que podríamos llamar el ‘proceso de des-corruptibilidad’ de la nación consiste en inculcarle a la gente que se decida finalmente a defender sus derechos. Para neutralizar a autoridades corruptas lo que se requiere es formar organismos de vigilancia, de control de aplicación de reglamentos, de supervisión de quienes, momentáneamente, ocupan puestos en los que se toman decisiones. Hay que enseñarle a los políticos que las distinciones entre las personas no se justifican en términos de poder económico o de belleza física. Se le tiene que hacer entender a los políticos que la verdadera división entre los seres humanos se da entre, por una parte, aquellos que no supieron hacer otra cosa durante su efímera existencia y su veloz paso por el planeta que velar por intereses particulares, peleando todo el tiempo por hacer triunfar su mezquindad y su estrechez espiritual y, por la otra, aquellos que vivieron guiados por la idea de que la única forma de dotar a la vida de un sentido tranquilizante consiste en disfrutarla trabajando siempre para los demás.

Presencia de Moloch

Difícilmente, me parece, podríamos encontrar una palabra más apropiada para calificar el actual panorama mundial que ‘escalofriante’. Dejando de lado a ciertos estratos ultra-privilegiados de personas que están blindadas frente a cualquier crisis imaginable (puesto que son ellos quienes las generan y de las que se benefician) y concentrándonos en las “poblaciones normales”, de seguro que hay algunas regiones en el planeta en donde se vive tranquilamente y en donde la gente tiene la oportunidad de actualizar sus potencialidades, de aplicar sus habilidades, de disfrutar plácidamente su vida familiar y en general de desarrollarse de manera sana y productiva. Paraísos así, creo, los contamos con los dedos de la mano. Quizá en lugares como Finlandia, Islandia, Suiza o Alaska se pueda vivir sin padecer, en forma directa al menos, los efectos de las guerras, las oleadas de inmigrantes, las burbujas especulativas, el paro forzado, la criminalidad rampante y demás. A nosotros, desde luego, nos llena de gusto, aunque se trate de unos cuantos oasis humanos, que haya personas que puedan cumplir exitosamente con los objetivos de la vida. Debo no obstante confesar que, antes que con los privilegiados, mi vinculación sentimental es con el grueso de la población mundial, es decir, con ese inmenso sector de la humanidad para el cual cada día es un nuevo reto, una nueva aventura y cuyo desenlace inevitablemente escapa a su control. Por ejemplo, la gente no puede saber si el día de mañana se producirá una tremenda devaluación o una crisis en la Bolsa de modo que súbitamente todos sus ahorros se podrían ver reducidos a corcholatas y si tendrá entonces algo para llevarse a la boca o algo que llevar a su casa. Dejando de lado a los felices, para el resto de la humanidad el paisaje vital cotidiano, en un espectro muy matizado de situaciones obviamente, dista mucho de ser halagüeño. Piénsese tan sólo en esa zona del mundo sobre la cual parece haber caído una maldición infernal, a saber, el Medio Oriente. ¿Qué es lo que allí tiene lugar día con día? Tomemos como ejemplo a Irak, un país devastado por una guerra completamente injustificada, puesto que el pretexto de la invasión norteamericana era la existencia de armas de destrucción masiva, armas que no existieron más que en las enfermas mentes de los diseñadores de la invasión. Y está Siria, un país que, si los controladores del mundo no hubieran sido tan fanáticos y sus envidias y odios tan bestiales, con un poquito de tiempo habríamos podido incluirla en lista de países privilegiados como los mencionados más arriba. El problema es que eso precisamente era lo que no se podía permitir. Nada más entre Irak y Siria, más de un millón de personas han sido brutalmente arrancadas de su hábitat y obligadas a errar de un lugar a otro, buscando desesperadamente un sitio en donde poder vivir y trabajar, permanentemente estigmatizadas y hacinadas (cuando no mueren en sus travesías) en nuevos campos de concentración. Siria es otro ejemplo de hecatombe injustificada, un hermoso país bombardeado por la potencia más destructora de todos los tiempos, el ejército norteamericano, la maquinaria militar más grande del mundo al servicio ciego de fuerzas oscuras y a final de cuentas manipulada por éstas como ellas quieren. Yo estoy seguro de que si le preguntamos a cualquier ciudadano normal de cualquier país del mundo por qué los norteamericanos bombardean Siria no sabrían qué decir. Y es que no hay ninguna razón objetiva, más allá de las “razones” que emanan de intereses sectarios particulares. Dado que no se ha dado ninguna declaración de guerra entre Siria y los Estados Unidos, no puede haber objetivos militares que destruir. Los bombardeos, por lo tanto, son bombardeos sobre todo de infraestructura y de seres humanos, es decir, están pensados para arrasar con las ciudades sirias y para aniquilar a su población civil. El ejército norteamericano tiene, desde luego, objetivos “militares”, pero no son los que la gente cándidamente podría imaginar. Lo que los soldados norteamericanos hacen en el Medio Oriente es proteger al máximo en su ya inevitable retirada y disolución al Estado Islámico y a todos los grupos de mercenarios y terroristas que ellos mismos organizaron, entrenaron, pagaron y han venido apoyando desde hace años. Dado que los militares norteamericanos están ya muy fogueados en el arte de invadir, torturar y aterrorizar gente (¿habrá algo más siniestro que las cárceles clandestinas norteamericanas?), el espantoso cuadro que presenta hoy una Siria gratuitamente destruida es para ellos más bien causa de regocijo. Pero a la pregunta de por qué hacen eso no se encontrará una respuesta razonable, clara y directa. Sí la hay, pero es inverosímil, tenebrosa y enredada. Sin embargo, no es mi objetivo ofrecer aquí explicaciones, sino simplemente confirmar que la horrorosa situación en la que fue sumergida Siria es la misma que, desde la invasión de 2003, vemos en Irak, en Libia, en Afganistán y en otros países hacia los cuales poco a poco se recorre. El espectro de la guerra y sus eternos acompañantes, la destrucción y la muerte, recorre el grueso del Medio Oriente y va más allá.

Sería, por otra parte, un error de primaria pensar que el horrendo cuadro que presenta el Medio Oriente es privativo de éste. Nada más alejado de la realidad que una idea así. Si nos trasladamos a la África negra de lo que somos testigos es de un desastre humano total y quizá peor: hambruna, desnutrición, enfermedades importadas deliberadamente (SIDA), matanzas atroces, guerras interminables, desertificación acelerada, miseria en todo su esplendor y todo ello para garantizarle a los civilizados países occidentales y a sus castas privilegiadas el acceso a su riqueza (diamantes, petróleo, carbón, marfil, etc.), a su mano de obra regalada, a su agua, etc. En ese continente, por lo menos desde que los civilizados y muy cristianos europeos inventaron el comercio de esclavos, por ahí del siglo XVI, no han dejado de sufrir por igual niños, mujeres y hombres por, una vez más (inter alia), guerras interminables como las de Nigeria, el Congo, Somalia, Sudán, etc., todas ellas debidamente orquestadas, monitoreadas y aprovechadas por las potencias democráticas occidentales.

En Europa Oriental también se están calentando las cosas de una manera altamente peligrosa y que apunta a una situación de potencial desastre humano completo. Uno de los dos gobiernos de los Estados Unidos, el no oficial (congreso y cámara de representantes), parece estar empeñado en llegar a una confrontación con Rusia restringida, suponen ellos, a las fronteras de esta última. Yo creo que eso es una ilusión absurda: por lo menos en mi modesta opinión, ningún choque militar con Rusia podría no tener terribles repercusiones en el territorio norteamericano. Si ello es así, entonces toda esa política consistente en cercar a Rusia con misiles Patriots a lo largo de su frontera con los países de Europa Oriental y Bálticos es una locura que simplemente no puede dar el resultado que quieren. Uno de los objetivos, obviamente, es mantener tranquila a Rusia debidamente amenazada mientras la aviación norteamericana destruye Irán. Hasta un niño entiende que esa política es fatua y no va dar resultado. Lo que en cambio sí es susceptible de generar es un cataclismo de magnitudes planetarias. Sin embargo y por increíble que suene, este panorama digno de las más ridículas películas de Hollywood, se aproxima a nosotros a pasos agigantados.

Alguien podría objetar: “Está América Latina! Ésta ciertamente no es África. No todo está perdido!” Pero ¿quién podría negar que América Latina ofrece un aspecto deplorable y en el fondo, dadas las perspectivas, sin esperanzas? En México el aplastamiento de la población, la contra-revolución, se impuso con fuerza y en todos los planos hace más o menos tres décadas, pero en el resto del continente es un fenómeno más reciente. Con la nunca suficientemente explicada muerte del comandante Hugo Chávez (sólo con su muerte pudieron detenerlo), el proyecto progresista y unificatorio (perdóneseme el barbarismo. Yo sé que la Real Academia no reconoce este término, pero yo encuentro que responde a mis intuiciones lingüísticas, que resulta sumamente útil, que todo mundo entiende lo que quiero decir con él y que no se multa a nadie por emplearlo. Por lo tanto, me permito usarlo) de Latinoamérica y liderado por gente como Néstor Kirschner, Lulla da Silva, Pepe Mojica, Rafael Correa y otros dirigentes igualmente comprometidos con sus respectivos pueblos (obviamente y para vergüenza de todos nosotros, hay que excluir de dicho grupo al abominable Vicente Fox y a sus secuelas) quedó desarticulado. En Colombia la paz no acaba de llegar, en Argentina como nunca en la historia reciente se puso de rodillas económicamente a la población (entre muchos otros “logros” del macrismo); Venezuela está sometida a una guerra de baja intensidad financiada y organizada desde el extranjero, en Brasil se dio lo que técnicamente fue un golpe de Estado con la destitución de Vilma Russet con lo cual se desataron los conflictos sociales de un modo inusitado. América Latina claramente se mueve en la dirección de la entrega de la riqueza nacional a unas cuantas manos, de la pauperización constante de su población, de su embrutecimiento sistemático, de la destrucción de sus tradiciones culturales, alimenticias, etc., de sus diversos pueblos, de su colosal e impagable endeudamiento y así indefinidamente. América Latina, por lo tanto, ocupa un lugar muy distinguido en el mapamundi de los desastres políticos e históricos que culminan de una u otra manera en la confrontación social, por no hablar crudamente de guerras intestinas. Después de todo, no es factible esclavizar a los pueblos indefinidamente.

Queda claro entonces que no se requiere efectuar un análisis particularmente profundo y pormenorizado para apreciar el carácter tétrico de la situación global en la casi totalidad del globo terráqueo, pero si este espectáculo nos preocupa y enardece cuando hablamos de países distantes, cuando pasamos al capítulo “México” lo que nos invade es un sentimiento de desesperación. ¿Estaré equivocado?

Que nuestro país entró en un proceso acelerado de decadencia es algo que de inmediato percibimos tan pronto examinamos su posición frente al mundo. Es obvio que México se transformó y pasó de ser un país líder que, por razones elementales de auto-protección, promovía en todos los foros la auto-determinación y la no intervención, un país receptor de grupos humanos perseguidos, a ser un país lacayuno, defendiendo siempre las peores causas o manteniendo, como en el caso de la población a la vez heroica y mártir de Palestina, el más ignominioso y despreciable de los silencios, dejándose manipular de manera cada vez más descarada por otros gobiernos, en especial naturalmente (mas no únicamente) por el gobierno norteamericano. Con el inexperto pero ambiciosísimo Videgaray a la cabeza, la política exterior de México se convirtió en simplemente un instrumento para el juego político interno! O sea, aquí se toman decisiones de política exterior en función de lo que éstas puedan redituar o significar para el circo político del año entrante (la elección presidencial), es decir, por razones externas a la diplomacia misma y al rol de México en el escenario mundial. Haciendo gala de una torpeza y de una miopía políticas extraordinarias, los dizque representantes de México frente al mundo no sólo no defienden el desarrollo político propio, libre, autónomo, sino tampoco el de países hermanos como Venezuela. Al contrario: de manera zafia pretenden intervenir en procesos en relación con los cuales (en caso de que todavía no lo sepan) sus esfuerzos son de entrada fallidos (les guste o no, este domingo se llevarán a cabo en toda Venezuela, con el apoyo popular y militar desde luego, las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente). Los irresponsables de la política exterior mexicana parecen incapaces de entender que están sentando peligrosos precedentes y que el día de mañana nos aplicarán a nosotros las mismas presiones y las mismas políticas que ahora con México por delante (junto con otros gobiernos latinoamericanos corrompidos) pretenden incautamente aplicarle a un país independiente. México no tiene el menor derecho de inmiscuirse en conflictos sociales que sólo los directamente involucrados pueden dirimir y superar. Si los venezolanos no inciden en los problemas nacionales de México (que son muchos): ¿por qué la inversa no es válida?¿Acaso Venezuela promueve en nuestro país el descontento social por el caso de los jóvenes de Ayotzinapa, por los cientos de miles de desaparecidos, por los asesinatos en serie de periodistas y por múltiples otras hazañas como esas? Igualmente ridícula es la conducta pública de los funcionarios que de uno u otro modo tienen que ver con la renegociación del tratado de libre comercio. Desde hace 30 años el Ing. C. Cárdenas denunció aspectos desventajosos (y hasta anti-nacionales) que para México tenía dicho “tratado” e insistía en que éste tenía que re-negociarse, pero la cobardía de los gobernantes mexicanos es tan grande que nunca se atrevieron a protestar. El colmo: tuvo que hacer su aparición un presidente norteamericano para que se pudiera modificar el tratado en cuestión. Los Estados Unidos, desde luego, entran en la negociación teniendo objetivos muy claros y tratando de sacar el mayor provecho posible (lo cual, obviamente, son malas noticias para el México debilucho de nuestros días), en tanto que en marcado contraste con ellos los funcionarios mexicanos hablan todos con tonos y poses de sumisión, lo cual es un mal augurio para el país. Sin duda que desde un punto de vista técnico sería factible renegociar el tratado de modo que México saliera beneficiado sólo que el problema no está en los tecnicismos, sino en el entreguismo político, el cual se ha convertido en una especie de segunda naturaleza de los políticos mexicanos en el poder. Fox, Calderón y Peña son los mejores ejemplos de ello. Se suponía, por ejemplo, que Pemex era un lastre porque ya se había agotado el petróleo en México. Con la famosa reforma energética y la posibilidad de “marchandear” el petróleo nacional, como por arte de magia empezaron a aparecer unos tras otros nuevos yacimientos. Qué interesante, sólo que ahora habrá que compartir el petróleo mexicano con las trasnacionales especialistas en extraerlo. Dicho sea de paso, que nadie tenga dudas de que las subastas de la riqueza nacional (yo no las llamaría ‘licitaciones’) le dejarán buenos dividendos a más de uno. Pero regresando a la cuestión del debilitamiento de México frente al mundo: por lo menos desde que tildaron al Estado mexicano de “Estado fallido”, México quedó expuesto como un país sin autoridad moral, una entidad política que no representa ante nadie ya ni principios ni valores dignos de ser defendidos, que limita toda su actuación a congraciarse con el amo, el cual naturalmente lo ve con desprecio y se permite cualquier cosa en relación con él. Yo estoy convencido de que si México hubiera mantenido incólume su dignidad y la posición que había alcanzado en el concierto de las naciones, ningún presidente norteamericano se habría atrevido a proponer, y menos de la manera tan ofensiva como lo hizo D. Trump, la creación de un muro entre nuestros países ni se habría tratado a nuestros connacionales en los Estados Unidos con la saña y el desprecio con que se les ha venido tratando en los últimos tiempos (con Obama, uno de los más peligrosos presidentes norteamericanos, llegando a la cúspide en esto último). Los norteamericanos no paran de presumir a diestra y siniestra que no tienen amigos sino socios, pero la abyecta respuesta de los gobernantes mexicanos es que quieren ser amigos de quienes explícitamente los repelen. Lo único que podemos concluir es que lo que los políticos mexicanos han logrado es dejar a México frente al extranjero desprotegido en grado sumo.

El panorama de México ante el mundo es, pues, sin duda patético y decepcionante, pero si le echamos un vistazo a lo que está pasando al interior de nuestro país el sentimiento que nos gana es uno más bien de horror. ¿Por qué?

Para empezar, México ocupa el nada honorable lugar de país más violento del mundo. Por malas políticas internas (sociales, comerciales, pedagógicas, etc.), amplios sectores de la población literalmente fueron llevados a transitar por los senderos de la delincuencia, en toda su amplitud y extensión. La inmoralidad de los gobernantes contagió a la población y ahora no hay ámbito de vida en el que no prevalezca, de una u otra forma, la corrupción. Esto es muy importante: quiere decir que el ciudadano mexicano sencillamente no visualiza su vida, no entiende que ésta pueda fluir por los cauces de la legalidad. Para el ciudadano normal vivir así sería simplemente tonto. Lo que él no percibe, sin embargo, es que con esa actitud se trastoca el todo de la vida en el país y que él es el primero en salir perjudicado. Lo único que saben hacer las personas (una vez más, con las excepciones de siempre: las mujeres que ayudan a los indocumentados a su paso, los estudiantes esforzados que ganan concursos, etc.) es buscar su beneficio personal directo. Eso ha llevado a la desmoralización total de la sociedad. Aquí ya no hay escrúpulos, reticencias, auto-limitaciones. El poder y las instituciones son usados de manera descarada para la obtención de beneficios personales y eso es visto con admiración y envidia por los demás. Esta realidad tiene al país a las puertas del desastre total irreversible y cuyos efectos con fuerza se dejan sentir. Considérese tan sólo el tema de la “delincuencia organizada”, abarque esto lo que abarque. Todos los días hay enfrentamientos entre las “fuerzas del orden” y grupos de delincuentes armados. Todos los días hay muertos de ambos bandos. Así presentado el asunto parecería que las instituciones están funcionando para defender a la población en contra de criminales, etc., etc. De hecho, se podría elaborar un mapa coloreado del país en el que pudiéramos ver qué zonas son las más afectadas, las más peligrosas, etc. Pero imaginemos por un momento que en todos esos focos rojos en lugar de delincuentes armados lo que hubiera en el país fueran auto-defensas, guerrilleros, luchadores sociales. ¿Qué tendríamos que inferir? Que la mitad del país está en guerra civil. ¿Por qué eso no ha pasado? Básicamente, por el bajísimo nivel educativo del pueblo mexicano. La baja educación acarrea consigo la despolitización. Estos niveles bajísimos de educación y de politización son lo que ha permitido la putrefacción del sindicalismo, el triunfo abierto del bandolerismo institucional, etc., junto con la parálisis política de un pueblo al que poco a poco le fueron bajando su nivel de vida hasta llevarlo a los límites de la desnutrición (acompañada, naturalmente, de obesidad, diabetes y multitud de otros padecimientos metabólicos, físicos, etc.). La inconformidad, sin embargo, se tiene que manifestar y se manifiesta espontáneamente por la vía del delito. Contra éste se puede lanzar a las policías y al ejército, pero ¿se podría hacer lo mismo si es la población civil la que se insubordina? Y ¿estamos acaso muy lejos de que algo así se produzca?

En síntesis: lo que vemos, lo que palpamos en el mundo es lo que yo llamaría la ‘voluntad de la guerra’. Parecería que en todos los contextos y en todos los niveles hay gente decidida a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de mantener sus privilegios y de evitar cualquier reforma genuina, cualquier re-distribución de la riqueza. Los Estados Unidos no quieren por ningún motivo dejar de ser la hiper-potencia, algo que tarde o temprano tendrá que suceder. Muchos dirigentes europeos, irresponsablemente poniendo en peligro a sus propias poblaciones, aceptan entrar en un juego que obviamente no les conviene de provocación a la otra super-potencia. Eso no puede dar buenos resultados. Lo mismo pasa con China: hay que detenerla porque en 10 años eso será ya imposible. Y, a nivel local, vemos que la política no sirve más que como profesión para mantenerse en un cierto nivel de vida y no como una labor de trabajo para las grandes masas. Todo esto es como un embudo: conduce a la confrontación, al choque, a la represión y a la guerra. Y dada nuestra inevitablemente visión parcial de lo que sucede en el mundo, la verdad es que no sabríamos decir si lo que se está viviendo y sobre todo lo que inconteniblemente se aproxima es el resultado de una jugarreta diabólica o de un castigo divino.

Historia, Cultura y Política

Cualquiera entiende, quisiera pensar, que el así llamado ‘punto de vista de Dios’ es, inclusive en principio, inasequible para los seres humanos. Los humanos nunca llegarán a tener el punto de vista privilegiado desde el cual se ve todo. ¿Qué se quiere decir con eso? Que a diferencia de lo que pasaría con Dios, nosotros no podríamos nunca conocer la realidad en su totalidad, es decir, las cosas, los fenómenos y los sucesos en sí mismos y en todas las conexiones que mantienen entre sí. Nuestro mecanismo para conocer la realidad es la ciencia y ésta es ciertamente maravillosa y efectiva, pero incompleta e imperfecta. De hecho, nuestra realidad es tan compleja que necesitamos dos clases de ciencias para poder dar cuenta de ella. Nosotros pertenecemos simultáneamente a un mundo natural, del cual se ocupan las ciencias naturales (física, química, biología) y a un mundo social, del cual se ocupan las ciencias sociales y humanas (historia, psicología, sociología, antropología, etc.) y no hay forma de reducir unas a otras. Somos a la vez seres naturales y sociales (por lo menos). Ambos mundos de los que formamos parte son difíciles de conocer y comprender, si bien yo me inclinaría a pensar que el mundo natural es más complicado en tanto que el mundo social es más complejo. Esto, no obstante, bien puede ser un prejuicio, por lo que me contentaré con meramente enunciar la idea. En todo caso, parecería que podemos explicar fenómenos naturales quedando éstos delineados con relativa nitidez, pero eso no es tan fácil de lograr con los fenómenos sociales. Por ejemplo, se puede estudiar el nacimiento de una estrella o de un niño y dar cuenta del fenómeno de una manera que podríamos llamar ‘completa’ sin tener que extenderse indefinidamente. Se pueden conocer todos los factores relevantes, es decir, los que entran en juego (gravitación, luz, partículas, velocidad, densidad, calor, etc., en un caso y cuerpo, sangre, placenta, cordón umbilical, respiración, etc., en el otro). Podemos asumir que el fenómeno natural de que se trate puede en principio ser conocido y explicado, por así decirlo, en su totalidad. Pero, dejando de lado estipulaciones y decisiones arbitrarias ¿cómo lograr eso en el caso de los fenómenos sociales?¿Cómo o sobre qué bases determinar o decidir que tales o cuales factores ya no son indispensables para la explicación del fenómeno? Un ejemplo nos será aquí de gran ayuda.

Tomemos por caso la Revolución Mexicana. Dejando de lado a Zapata, la lucha armada se inicia realmente a raíz del asesinato del presidente Madero y de su vicepresidente a manos de un militar en quien el presidente tenía plena confianza, es decir, el Gral. Victoriano Huerta, a quien la gente después identificaría como “la cucaracha” (y a quien va dirigida la canción). Ahora ¿qué factores hay que tomar en cuenta para explicar el fenómeno de la insurrección, del levantamiento armado? Está, desde luego, en primer lugar la situación general en el campo y el hecho innegable de que con Madero toda reforma agraria real estaba bloqueada por lo que puede suponerse que tarde o temprano la rebelión estallaría. Pero obviamente ese elemento por sí solo no basta. Están los personajes también. Si Huerta no hubiera sido lo codicioso y desmedido que era las cosas hubieran podido pasar de otra manera. De seguro que si el embajador norteamericano no se hubiera entrometido y no hubiera orquestado, como lo hizo, la traición de Huerta, las cosas también habrían podido ser muy diferentes. Aunque una traición es evidentemente algo que un amigo, no un enemigo, hace, podríamos acusar a Madero de falta de perspicacia y de no habérselas ni siquiera olido de que tenía al coyote metido en el gallinero. Si hubiera sido más perceptivo no hubiera caído en la trampa y el movimiento armado no se habría producido, por lo menos como se produjo. Lo menos que podemos decir es que se habría retrasado algunos meses y quizá hasta más tiempo. Es claro, por otra parte, que faltan muchos factores. Supongamos que Villa no hubiera sido lo arrojado que era: hubiera podido ser el caso de que Huerta hubiera asesinado al presidente pero que, no obstante, Villa no se hubiera levantado en el Norte. Y así ad inifnitum, porque contemplando los eventos retrospectivamente no es nada fácil determinar qué factores no eran indispensables para que se dieran los hechos que se dieron. Desde luego que hay unos más importantes que otros, pero ¿en dónde trazamos la línea que separa los factores esenciales o decisivos de los no esenciales o secundarios? Casi podríamos afirmar que si Madero hubiera tenido otra esposa y no se hubiera interesado por el espiritismo, no se habría dejado asesinar del modo casi infantil en que lo fue. Así, llegar a la comprensión total del fenómeno de la Revolución Mexicana, en el sentido de tener un conocimiento exhaustivo de todos los factores que intervinieron es de hecho imposible, porque todos están concatenados, engarzados, conectados unos con otros. Tal vez habría que decir lo mismo de los fenómenos naturales, pero en principio al menos es menos comprometedor teóricamente acotar un fenómeno natural que uno social. Para comprender de manera completa el fenómeno social se requeriría visualizar, por así decirlo, la infinita red de conexiones que se da entre los actores históricos, las situaciones, los trasfondos, etc., y es claro que a una visión así sólo se tiene cuando se accede al punto de vista de Dios, una “ubicación” privilegiada vedada, por así decirlo, a los humanos. El más sabio de los hombres está todavía infinitamente lejos del punto de vista de Dios.

Este preámbulo era indispensable para poder plantear una inquietud que constantemente me acosa, a saber: dejando de lado datos concretos ¿qué tenemos que conocer para comprender, si es que es comprensible, la política (exterior e interior) norteamericana? Porque vista a distancia y dejándonos guiar exclusivamente por la (des)información sistemática dada por la prensa, la televisión, etc., dicha política es simplemente ininteligible. Por ejemplo ¿es comprensible la saña con que los estadounidenses bombardean a civiles sirios cuando Siria es un país que nunca ha hecho nada en contra de los Estados Unidos y sobre todo después de haber llegado a un arreglo con Rusia de cese al fuego hace no más de 10 días?¿Tiene esa política algún sentido? Para los militares y los policy-makers norteamericanos de seguro que sí, pero para el resto de la humanidad es realmente incomprensible. Y es aquí que inevitablemente nos asalta la duda: ¿es realmente contradictoria la política norteamericana o no más bien hay algo que no se percibe a simple vista o que si se percibe no se comprende y que es la clave para entenderla? Hagamos el intento, de profundidad correspondiente al espacio del que gozamos para ello, o sea, de unas cuantas páginas, de responder a esta pregunta.

Quiero públicamente reconocer, antes que cualquier otra cosa, que no hay nada más alejado de mí que la idea de presentarme como un especialista en historia y menos aún en historia de los Estados Unidos, pero lo que sí tengo es un cuadro general del país y de la sociedad norteamericanos que reivindico y que, lo admito, es discutible, y desde luego que no coincide del todo con el que está, por así decirlo, en el aire. Lo importante, sin embargo, es lo siguiente: el “cuadro” que uno se forme de algo demuestra ser útil y por lo tanto fiel a los hechos si posteriormente permite generar explicaciones en forma sistemática. Reivindico algo de eso para el mío, por lo que de entrada me ubico en un plano que no es propiamente hablando el de los historiadores, puesto que no estoy interesado en fechas y nombres, para decirlo de manera un tanto brusca. Ni mucho menos se sigue, obviamente, que el cuadro en cuestión esté fundado en falsedades.

Preguntémonos entonces, en primer lugar, qué factores o clases de factores intervienen de manera decisiva en la estructuración y orientación de la política norteamericana. Hay una respuesta inmediata. Hay desde luego motivaciones económicas involucradas. Después de todo, mantener el bienestar material, el nivel de vida de los habitantes de los Estados Unidos es algo por lo que todo gobierno norteamericano luchará, independientemente de que dicho bienestar sea hecho posible sólo gracias al “malestar” de decenas de países y de millones de personas. Pero no es esto lo que por el momento nos incumbe, así que no tenemos por qué ni para qué entrar en dicho tema. En segundo lugar, encontramos los requerimientos militares. Más que de cualquier otra cosa, quizá, los Estados Unidos viven de la venta de armas. Son un país que, con un breve interludio, prácticamente no ha dejado de guerrear desde la Primera Guerra Mundial. O sea, los Estados Unidos tienen ya un siglo haciéndole la guerra al mundo (Alemania, Corea, Vietnam, Cuba, Irak, Afganistán, Laos, Camboya, etc., etc.). Las justificaciones de sus guerras son de lo más variado, pero el hecho es ese. Así, pues, economía y militarismo explican hasta cierto punto la política americana, pero intuitivamente resulta claro que no bastan como factores explicativos. Por lo menos habría que incluir también factores políticos: exportación de principios, valores e ideales, postulación y defensa de modos concretos de organización política, exaltación fanática de su “way of life”, etc. Eso también es importante, pero a mí me parece que con esos factores todavía no lograríamos construirnos un cuadro inteligible de la política norteamericana. Y es aquí que quisiera yo contribuir con una idea. A mi modo de ver, es también un factor decisivo lo que podríamos llamar el ‘factor cultural’, una cierta idiosincrasia, una determinada mentalidad, una determinada auto-imagen, etc. Intentaré transmitir lo que pienso en forma clara.

Para ello es inevitable decir unas cuantas palabras acerca del país mismo, esto es, de los Estados Unidos de América. El nombre, cuyo origen es asunto de debate y nadie sabe quién lo acuñó, no es importante. Apareció por allá de 1776 y fue adoptado por todos, pero es obvio que ese nombre no cubría ni mucho menos lo que ahora denota. Lo que se independizó de Gran Bretaña a finales del siglo XVIII fueron 13 colonias que ocupaban lo que hoy es más o menos el noreste del país. Con la compra de Luisiana a Francia el país creció, pero estaba todavía lejos de ser lo que es hoy. Tuvo que venir, primero, la guerra con México y el robo (no sé realmente qué otra palabra se podría emplear) de lo que era la mitad del territorio mexicano y que entre texanos y yanquis se apropiaron y, segundo, la guerra de Secesión, la guerra civil, la cual terminó en 1865. Esta, me parece, es la fecha de nacimiento de los Estados Unidos de Norteamérica. Pasa como con México: éste realmente nace con Don Benito Juárez. Lo que hay entre la Independencia y la República juarista son los estados embrionarios, las etapas previas a la constitución del país. Esto es comprensible. Los países no nacen hechos sino que se van haciendo y esto vale por igual para los Estados Unidos.

Y aquí empieza lo interesante para nosotros. Una vez conformados, los Estados Unidos automáticamente se convirtieron en “El Dorado”, en la tierra prometida, en particular para amplios sectores de la población europea. Los Estados Unidos eran un inmenso país sólo que despoblado, tierra virgen realmente, con todo por descubrir y hacer y con unos cuantos pueblos autóctonos fácilmente desplazables, con una población negra recientemente “liberada” (es discutible si al día de hoy la población afro-americana está realmente liberada. Ya no hay esclavos negros trabajando en campos de tabaco o de caña de azúcar, pero el racismo sigue siendo una realidad tan odiosa como innegable. Respecto a la esclavitud, habría mucho que decir, sobre todo en relación con la mano de obra mexicana y la trata de blancas, pero no intentaré profundizar en el tema), lo cual garantizaba una muy barata mano de obra y por lo tanto abría un horizonte inmenso de posibilidades de trabajo, inversión, industrialización, etc., y todo ello lejos de un continente siempre en guerra. Empezaron entonces a llegar oleadas de inmigrantes: suecos, alemanes, irlandeses, etc., y judíos, sobre todo de Europa Oriental, es decir, de zonas que estaban bajo jurisdicción zarista, regiones en donde probablemente las comunidades judías habían recibido el peor trato de su historia. Para finales del siglo XIX cerca de 2,000,000 de judíos se habían instalado ya en los Estados Unidos, en particular en Nueva York y zonas aledañas.

Se produjo entonces en los Estados Unidos un auténtico choque cultural entre la población de un país recién nacido y una población que llegaba con 3,000 años de historia. La verdad es que culturalmente fue un choque tremendamente desproporcionado. Lo que los judíos ashkenazi encontraron en el país que les abría sus puertas era una población de entrepreneurs, de cow-boys y de coristas, una alta burguesía industrial (magnates del acero, el carbón, etc.) de inmensas aspiraciones imperialistas, gente trabajadora y esforzada pero culturalmente ingenua (o, casi podríamos decirlo, sin cultura, aparte de la cultura del trabajo) y un gobierno consciente de su potencial y con aspiraciones abiertamente expansionista (por lo menos en lo que concierne a América Latina, como lo pone de manifiesto la guerra por Cuba con España, a finales del siglo XIX y de la cual prácticamente se apropiaron hasta la llegada de Fidel Castro). Desde mi perspectiva amateur, es decir, para mí nadie mejor que Sinclair Lewis ha descrito la atmósfera que prevalecía en, por ejemplo, el así llamado ‘Midwest’ a principios del siglo pasado, una sección del país habitada por gente simple, llena de sectas protestantes muy activas, en donde reinaba un puritanismo estricto, etc. Lo que en todo caso es claro es que se trataba de una sociedad pujante, de un país que ya para finales del siglo XX sería el más industrializado del mundo, una potencia que muy pronto habría de probarse en los campos de batalla y con una población fuerte, trabajadora pero increíblemente ingenua.

Frente a esa sociedad norteamericana, ambiciosa pero joven todavía, apareció una población con tradiciones sólidas, con una muy bien asimilada experiencia de vida en condiciones hostiles, maestra en el arte del comercio y en general en los servicios. Esa población llegó a los Estados Unidos y naturalmente trajo consigo sus tradiciones, su comida (la comida judeo-polaca, por ejemplo, es poco conocida, pero es sencillamente espléndida), su cultura, sus juegos, etc. Como parte de éste se importó a los Estados Unidos lo que por ejemplo en Polonia se llamaba ‘kabaret’ (que no significa lo mismo que ‘cabaret’ en México. Es más bien como teatro de revista). Los recién desembarcados en Nueva York muy pronto se extendieron en el mundo del comercio y en el de lo que ahora llamaríamos el ‘entretenimiento’. Fue tal el éxito que tuvieron los inmigrantes judíos en Nueva York que ya para principios de siglo, esto es, a los 30 años de su llegada, ésta les resultaba ya demasiado chica. ¿Qué pasó entonces? Que los dueños del incipiente mundo del espectáculo se trasladaron a California y en 1905 crearon en Hollywood los primeros 5 grandes estudios (Metro Goldwin Mayer, 20th Century Fox, Universal Studios, etc.). Pero ¿qué quiere decir eso? Que los judíos norteamericanos crearon la industria del cine.

Lo anterior es tremendamente importante, porque si algo moldeó al mundo americano ese algo fue precisamente el cine y, por si fuera poco, con el cine vinieron la prensa, el radio y todo lo que después se inventó. ¿Podría decirse que son los norteamericanos un pueblo de lectores? Sólo en broma! Lo que el americano medio sabe sobre D’Artagnan o inclusive sobre Cleopatra lo sabe no porque haya leído novelas o biografías, sino porque Hollywood se lo dio ya digerido. Y estoy hablando exclusivamente de la conformación de una mentalidad, porque hay otros elementos de primerísima importancia que ni siquiera he mencionado, como la tristemente célebre y mal llamada ‘Reserva Federal Nacional’, que no es ni “Reserva” ni tiene nada de “Nacional”. Ese es evidentemente otro tema crucial, pero no es en el que quisiera concentrarme. Lo que me importa de todo este relato es la conclusión que podemos extraer de él y que, se supone, nos debería ayudar a entender la política norteamericana actual. Yo creo que es importante y es que es sencillamente un error garrafal hablar de la “cultura americana”, a secas. No hay tal cosa. Lo que hay, lo que sí es real, es la cultura judeo-americana. Si le quitamos al mundo americano la aportación de la cultura judía nos quedamos con el base-ball, la country-music y alguna que otra cosa más y punto. En cambio la inversa no es válida y eso también es digno de ser tomado en cuenta. El blues, por ejemplo, es ciertamente música negra pero, al igual que con el rock and roll y la pop music en general, su comercialización pasó por Hollywood y todo lo que de ella se deriva, o sea, todo (en este ámbito): las compañías de discos, los shows de televisión, los conciertos, etc. Así, pues, no existe la “cultura americana pura”. Siendo un país de inmigrantes, todos los grupos étnicos que llegaron de alguna manera contribuyeron al desarrollo cultural de un país ya unificado, pero ninguno de ellos se integró como lo hicieron los judíos. Éstos supieron moldear mejor que nadie el material humano con el que se encontraron.

Ahora sí tenemos, me parece, un elemento más, una clave para comprender la política norteamericana. Si lo que he dicho se acerca aunque sea un poco a la verdad, sencillamente no hay tal cosa como “política norteamericana”. Lo que hay es política judeo-americana, esto es, una política híbrida dado que en realidad lo que se produjo en los Estados Unidos fue una auténtica fusión entre dos pueblos, un poco como pasó en México con la conquista: se creó una raza mestiza a partir de españoles e indígenas. En los Estados Unidos la fusión no fue en lo esencial de carácter étnico, sino cultural. No hay, pues, forma no digamos ya de separar al americano del judío: ni siquiera son distinguibles; se implican mutuamente.

Lo que hemos descrito tiene obvias repercusiones en política y explica por qué los Estados Unidos no pueden más que tener una política contradictoria. Es obvio que, como cualquier otro estado, los Estados Unidos van a defender sus intereses, van a proclamar sus principios, etc. El problema es que al mismo tiempo van a promover los intereses de un grupo especial de norteamericanos, que son los judíos norteamericanos, los cuales desempeñan en las finanzas, en la cultura y en la política un rol único y preponderante. Entonces por un lado los Estados Unidos entran en guerra por razones de interés nacional, independientemente de que la causa sea justa o no, pero por la otra entran también en conflictos por intereses que son sólo de una minoría norteamericana. Al hacer eso se ganan el odio de media humanidad, pero a la poderosísima minoría con la que vive en un estado de simbiosis eso no le importa. Entonces hay muchas decisiones políticas, militares y financieras importantes que van en contra de los intereses de la mayoría de los norteamericanos, pero que beneficia a la minoría norteamericana que realmente gobierna en los Estados Unidos. Un ejemplo notable de conflicto absurdo e innecesario lo constituye Ucrania, así como lo es el capricho de tener rodeada por un escudo de misiles a Rusia. Eso ciertamente no es benéfico para el país llamado ‘Estados Unidos’, pero responde a los intereses de una minoría de norteamericanos. Lo mismo pasa con los precios del petróleo (se maniobra para que bajen los precios y así se afecta severamente a Rusia, Venezuela, Irán, etc., pero también a las compañías americanas) y con el apoyo incondicional a la feroz política israelí en contra del pueblo palestino. ¿Es esa política algo que el americano medio apruebe? Claro que no, pero lo aprueban los norteamericanos que mandan en los Estados Unidos. Ellos no son extranjeros, son norteamericanos, pero tienen además sus propios intereses. Una vez que entendemos esto, entendemos en qué sentido la política norteamericana es congruente y en qué sentido no lo es.

Es muy importante entender la confluencia de la historia con la cultura y la política. Lo interesante en este caso es el resultado final de la mezcla, la creación de Rambos y “supermanes” y la identificación de la gente con esos íconos, la idea de mujer que se inventó, tan distinta de lo que era la mujer norteamericana hasta la segunda mitad del siglo XX, la auto-imagen de una sociedad plenamente convencida de que en ella encarna la familia perfecta, el matrimonio perfecto, la idea correcta de honor, de dignidad, de amistad, etc., etc. Todo eso es un producto cultural fantástico y de una fuerza que modela el pensamiento del hombre común; y es además de fácil exportación. Aquí la pregunta es: ¿qué pasaría si las contradicciones (culturales, económicas, políticas, etc.) se agudizaran y esas fuerzas que un día se unieron y crearon algo nuevo sobre la faz de la Tierra como el agua y el aceite se disociaran? Eso es algo sobre lo cual sólo quien ocupe el punto de vista de Dios podría pronunciarse.

¿Predestinación Social?

No cabe duda de que sólo a alguien de mente muy superficial se le ocurriría pensar que el impetuoso avance del conocimiento científico y el imparable desarrollo tecnológico que conlleva, así como la expansión económica con la que ambos están entremezclados, podrían constituir y representar el progreso de la humanidad. El asunto es más complejo que eso. Sería ridículo negar los múltiples beneficios que la ciencia, en toda su extensión, aporta, pero sería igualmente de una lamentable ceguera intelectual y espiritual ser incapaz de percibir lo que la ciencia y sus derivados van destruyendo a su paso. Es muy interesante (e importante) poder palpar, verbigracia, la influencia que el conocimiento científico ejerce en las formas comunes de pensar y hablar. Considérese, por ejemplo, la idea de destino y las múltiples expresiones ligadas a ella (‘ese es mi destino’, ‘estoy destinado a sufrir’, ‘su destino era triunfar y morir’, ‘no puedes modificar tu destino’, ‘tu destino es estar ligado a ella pase lo que pase’ y así ad libitum). En relación con esta idea son obvias dos cosas: primero, que hubo un periodo en la historia humana en el que la gente se la tomaba en serio y, segundo, que en la actualidad prácticamente no tiene aplicación. No estará de más preguntar: ¿para qué se empleaba esa expresión?¿Cuál era su función? Podemos delinear un esbozo de respuesta. Para empezar, es obvio que esta idea estaba asociada con otras, como las idea de castigo o de premio divinos. Así, por ejemplo, si alguien sufría alguna desgracia para la cual no tenía la menor explicación (el ser pobre y el estar consciente de que iba a estar ligado a su porción de tierra toda su vida), entonces expresaba su desasosiego diciendo que “ese era su destino” (“Dios así lo quiso”); pero se apelaba por igual a la misma idea de predestinación cuando a alguien la suerte le sonreía: “ya estaba escrito” que las cosas sucederían de tal o cual manera (“Así lo dispuso el Señor”). Naturalmente, formas como esas de expresarse no son meras manifestaciones de nuestra capacidad de hablar, de decir algo. Tenían un efecto consolador o aterrador, según las circunstancias. De alguna extraña e incomprensible manera, el sujeto que creía que tenía su destino fijado de antemano de uno u otro modo se sentía vinculado sentimentalmente con el mundo. Él era parte de esa gran maquinaria que Dios manejaba. La idea de destino entonces cumplía una función importante.

Con el fulgurante desarrollo científico y tras años de ideología cientificoide, es decir, con la (válgaseme el barbarismo) la “superficialización” del pensamiento, la idea de vinculación personal con el mundo se perdió; la ilusión de una totalidad manejada por su creador, quien habría de llevarla por el mejor de los caminos posibles, se desmoronó. Ahora todo es asunto de (por decirlo de algún modo) sumas y restas, de predicciones, demostraciones, manipulaciones, experimentaciones y demás, todo muy empírico, todo muy crudo. Y sin embargo, curiosamente, la idea de predestinación sigue más o menos vigente, sólo que esta vez avalada no por la voluntad de Dios sino por cosas como estadísticas, estudios económicos, políticas públicas y demás. Pero ya no se trata, evidentemente, de una idea religiosa de predestinación, sino de una prosaica idea de carácter político-económico que proporciona cuasi-certeza en relación con los complejos procesos de manipulación social. En efecto, ahora se puede con relativa seguridad sostener que tal o cual sector de la sociedad está destinado a no crecer, a ir bajando su nivel de consumo, a ir perdiendo posibilidades de desarrollo, de obtención de satisfactores, a desaparecer. Por ejemplo, a menos de que se produzca un milagro, la población palestina está destinada a ser aniquilada por el gobierno de Israel, país que obviamente no tiene nada que ver con Dios. Y a la inversa: se puede también sostener, por ejemplo  que hay sectores sociales que están, por así decirlo, predestinados a enriquecerse cada vez más  (aunque ya no sepan ni qué hacer con todo el dinero que acaparan). Quizá pronto se pueda afirmar de un recién nacido, por ejemplo, que está destinado a ser el rey del mundo pero, una vez más, eso tiene que ver con cuestiones de férrea estratificación social, no con sentimientos religiosos de ninguna índole. Asumo que el lector habrá de inmediato notado que si bien ahora como en la Edad Media se tenía la idea de “estar destinado a algo o para algo”, la atmósfera semántica cambió radicalmente. Antes la idea de predestinación era básicamente de aplicación individual y cada quien podía usarla en su propio caso para hablar de sí mismo para indicar que no sabía qué iba a ser de su vida. Ahora al contrario: es una noción que unos le aplican a otros y que sirve, entre otras cosas, para expresar relaciones más o menos fijas de poder y de sumisión. El fenómeno actual de la predestinación, como veremos, atañe además no sólo a los seres humanos. Intentemos explicar esto.

Pienso que es perfectamente factible defender la idea de que los tres grandes sectores de los seres vivos (separando un tanto arbitrariamente a animales de humanos) están sentenciados en el sistema capitalista. Lo que quiero decir es lo siguiente: si vemos cómo opera y cómo y por qué se sostiene, tendremos que concluir que en el sistema capitalista sabemos a priori que plantas, animales y seres humanos están destinados a sufrir y a extinguirse. Considerémoslos rápidamente en ese orden para luego preguntarnos si hay alguna forma de escapar a nuestro “destino”.

Que la vida vegetal en el planeta está siendo aniquilada es algo tan evidente que hasta el más terco de los seguidores de Donald Trump tendría dificultades para negarlo. La desertificación a nivel planetario es un hecho, no una mera hipótesis. En todas partes del mundo (no incluyo a Rusia en esto), los requerimientos de la agricultura, la tala de árboles, la deforestación acelerada, etc., han transformado los paisajes naturales en auténticos paraísos de cemento y acero. Se cuentan por miles de hectáreas las que diariamente se pierden en aras de la expansión de las ciudades, de las industrias, etc. Ahora hasta pistas de aviones y hoteles hay en medio de las selvas, por no hablar ya de las catástrofes (naturales o causadas por el hombre), como los incendios y la quema de pastizales, lo cual se sigue practicando en muchos lugares del mundo (como México, por ejemplo). Todas las plantas, los árboles, las raíces, etc., se industrializan y se convierten en productos de uso cotidiano (papel, perfumes, medicamentos, etc.), lo cual quiere decir otra cosa que ‘en objetos de compra y venta’. Que el reino vegetal ha sufrido el impacto directo del sistema de vida en el que todo es mercancía, actual o potencialmente, es incuestionable. De ahí que el reino vegetal está destinado a sobrevivir sólo en la medida en que deje de ser natural y se convierta en un reino de mercancías. Un parque, por ejemplo, no es un objeto natural. Es la reproducción humana de un objeto natural y que cumple, entre otras, funciones comerciales. Lo único que al respecto podemos señalar es que no siempre fue así y que no tendría por qué ser así. Cómo tendría que vivir la especie humana para que la destrucción del reino vegetal no tuviera lugar es un tema tremendamente complejo sobre el cual no me pronunciaré a la ligera.

Consideremos ahora a los animales. Todo mundo sabe que día con día desaparecen especies y la lista de especies amenazadas de extinción es enorme. El hombre le ha robado a los animales todos sus espacios. De esto hay pruebas que llegan a lo grotesco. Lo que hace algunos años eran excitantes programas de animales salvajes, digamos de África, se ha convertido en la actualidad en una especie de circo más bien siniestro. Hasta en donde los animales comen o se reproducen hay carreteras, camiones, turistas tomando fotos a derecha e izquierda, interrumpiendo los procesos naturales, etc. Los únicos animales que han resistido el ataque y la depredación humanos son los que se hunden en la tierra (como las ratas) y los insectos. Añádase a esto los desastres ocasionados por la cacería (¿no fue vergonzosa y detestable la foto del rey de España junto a su presa, un hermoso elefante? Pero ¿qué se puede esperar de la gente del jet set si no es precisamente el consumo voraz de todo lo que hay? En este sistema eso es una manifestación de éxito), los experimentos, los laboratorios, la crueldad humana en todo su esplendor bajo la forma de peleas de animales, corridas de toros, mascotas enjauladas, etc. No voy a hablar ya de los animales destinados ( es decir, que no tienen opción, puesto que sabemos qué es lo que va a pasar con ellos) a la alimentación de los humanos y que viven en auténticos campos de exterminio (pollos, cerdos, reses y demás). De hecho, a eso parece reducirse el futuro de los animales: sobrevivirán en las condiciones que los humanos (i.e., los comerciantes de la carne, del cuero, del marfil, etc.) les impongan y sólo aquellos que sirvan para satisfacer requerimientos humanos (circos, zoológicos, etc.). Para entender el destino de los animales lo único que se necesita es simplemente entender la lógica del sistema. Su destino no podría ser diferente. Considérese, por ejemplo, el mercado de marfil. Se necesitan tantas y cuantas toneladas de ese material para hacer adornos, piezas de instrumentos, muebles, etc., para lo cual entonces se hacen los cálculos de cuántos elefantes hay que matar anualmente y eventualmente se generarán criaderos y con eso basta. En otras palabras: en un sistema de vida en el que todo se compra y se vende, los animales están sentenciados; están predestinados a ser convertidos en mercancías. Como todo en el capitalismo, ello es cosa de tiempo.

No sé si sea lo más horroroso de todo, pero ciertamente el panorama de la vida humana en el actual sistema es para llorar. Millones de personas tienen desde su nacimiento su destino fijado y no para llevarlas a las alturas, sino para hundirlas en la decadencia, en la miseria y en la destrucción. Considérese nada más lo que es ahora la dieta y la forma de vida de millones de personas. La industria requiere, por una parte, que los productos para procesar (frutas, vegetales, granos, etc.) sean cada vez más baratos, para lo cual hay que modificarlos genéticamente. Así, lo que antes se obtenía en, digamos, 10 hectáreas y 6 meses ahora se obtiene en 1 hectárea y dos meses. Sí, pero ¿a cambio de qué? De alterar artificialmente los productos naturales con graves consecuencias para la salud humana, aparte de que se van perdiendo las especies naturales. Dado que la gente tiene que trabajar todos los días y desplazarse de un lugar a otro, no queda más que consumir toneladas y toneladas de comida chatarra. La consecuencia natural de esta situación es que la silueta humana quedó transformada, quizá para siempre. Dada la cantidad de saborizantes, colorantes, hormonas, etc., con que vienen los alimentos es altamente probable que de ninguna se pueda volver a tener un cuerpo no adiposo, proporcionado, etc. Salvo gente que se dedica a cuidar su línea (quizá porque no tienen otra cosa en la cabeza), lo que vemos ahora en todas partes del mundo es gente obesa y plagada de problemas cardiovasculares, metabólicos, etc., todo lo cual hace de su vida un infierno y les asegura una muerte prematura. Aquí lo que importa es entender lo siguiente: la gente está condenada de antemano, porque nace, crece, se reproduce y muere en un sistema de vida anti-natural, volcado hacia el consumo y que necesita para perpetuarse la producción permanente y creciente de objetos de toda índole al alcance de la mano y de consumo inmediato. Dadas las condiciones reales de vida, esto es, las que conocemos, el ser humano no tiene escapatoria, es decir, tiene su futuro pre-establecido. Hay, desde luego, excepciones. Lo que digo no vale, naturalmente, para gente como el así llamado ‘rey de la comida chatarra’, Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo y que se hizo rico (y, por lo tanto, respetable) enfermando gente a base de chocolates que son pura grasa y refrescos que representan cucharadas y cucharadas de azúcar (de hecho, él es el mayor accionista individual ni más ni menos que de la Coca-cola, un sabrosísimo veneno embotellado). Gente así no consume lo que produce, pero hay un sentido en el que tampoco son parte de la humanidad y por lo tanto no son ellos quienes nos preocupan ni ellos a quienes tenemos en mente.

Yo creo que el problema para quien reflexiona un poquito sobre lo que pasa en el planeta no consiste en detectar las nefastas consecuencias del modo de vida imperante (están a la vista) ni en entender que vivimos hundidos en contradicciones (las padecemos a diario), sino en qué hacer para escapar a lo que parece un destino ineluctable. Todo indica que estamos predestinados o programados a vivir de una cierta manera y la verdad es que no parece haber una forma de liberarnos de dicha maldición. ¿Qué habría que hacer para dejar atrás este modo de vida que, peor que el de los aztecas, sacrifica día a día a millones de personas en aras del bienestar de otras? El intento más atrevido de la historia por remplazar este sistema, es decir, el socialismo real, falló. Dios ya no es una solución y la guerra atómica tampoco. ¿Tendremos entonces que vivir presenciando toda esta destrucción?¿Tendremos que conformarnos con no ser de los más afectados?

En gran medida el problema consiste en que no podemos ni siquiera visualizar qué habría que hacer para vivir de otro modo. Tomemos el caso de las enfermedades. Muchas de ellas son claramente productos de la civilización actual. No imagino, por ejemplo, al hombre de la Edad de Piedra sintiéndose “estresado” o padeciendo enfisemas pulmonares. El problema es que nuestro modo de vida crea los problemas pero no nos los resuelve realmente. Por ejemplo, para una enfermedad moderna, como la diabetes (estoy seguro de que no faltará un papanatas que salga con la peregrina información de que “se han detectado casos de diabetes en la antigua China” o algo por el estilo), la ciencia encuentra un medicamento apropiado, sólo que ese medicamento apropiado para la diabetes bloquea el funcionamiento normal de diversos órganos o inclusive los daña; para contrarrestar los efectos negativos del medicamento en cuestión, se inventa otro que será de alguna ayuda pero que a su vez tendrá otras consecuencias negativas; y así indefinidamente. Pero en lo único en lo que no se piensa es en cómo vivir de modo que la enfermedad, que como todo también tiene un carácter histórico y social, no surja! Esa sería la medicina ideal, sólo que para ello habría que modificar las dietas y hábitos alimentarios de todos, para lo cual habría que controlar a las grandes compañías trasnacionales de alimentos y eso sería entrar en conflicto con los detentadores del capital y, por ende, del poder. Ergo, tendremos que seguir por la senda de la creación de males y descubrimientos de remedios. El problema es que en esta lucha entre el bien y el mal es claramente el mal quien lleva la delantera.

Lo que quizá deberíamos preguntarnos es si la idea misma de un mundo diferente, de un modo de vida radicalmente distinto al actual, es siquiera congruente. Podría pensarse que si es difícil hasta imaginarlo es porque sería imposible imponerlo. Pensamos que es posible porque sabemos que hubo otras edades en las que la gente no vivió así, pero que en el pasado todo haya sido diferente no significa ni implica que en el futuro pueda serlo. Las personas comunes y corrientes ni siquiera visualizan cómo podrían vivir sin agua caliente, sin electricidad, sin autos, etc., así como tampoco los habitantes de Grecia y Roma hubieran podido imaginar (y desear) vivir en mundos radicalmente diferentes de los suyos, en el nuestro por ejemplo. El problema, claro está, no es nada más el agua caliente. Después de todo, hubo reyes y reinas que vivieron sin luz y que para bañarse calentaban su agua de otra manera (o no la calentaban), así como hay millones de personas en la actualidad que, quiéranlo o no, tienen que bañarse con agua fría (no podemos olvidar que el sistema capitalista es esencialmente injusto). El problema, por lo tanto, es el agua caliente más nuestros medios de transporte, más la cocina, más la computadora, etc., es decir, todo! Es visualizar un todo diferente lo que es colosalmente difícil. Y, sin embargo, es algo que nos urge ser capaces de lograr. Es obvio que el mundo necesita un nuevo visionario, alguien que nos indique un nuevo camino, porque si no aparece tendremos que seguir caminando en las tinieblas.

Preguntarse si el capitalismo es superable es a final de cuentas preguntarse si se puede construir un mundo más justo y más en armonía con la naturaleza. La pregunta entonces se va complicando: ¿es imaginable un mundo con menos asimetrías sociales y más en armonía con la naturaleza?

Mi punto de vista es que lógicamente sí es posible, en el sentido de que imaginarlo podría no resultar auto-contradictorio, pero creo también que la evolución del mundo humano, y por ende de todo lo que pasa en el planeta, no puede saltarse fases. Creo, por ello, que el sistema capitalista no es derrotable más que por la fuerza (lo cual quiere decir, sólo mediante la destrucción total del planeta), pero pienso también que es agotable y que es sólo cuando haya llegado a su etapa de agotamiento que podrá ser modificado drásticamente. El problema no es de fechas, sino de procesos. ¿Cuándo se habrá agotado el sistema capitalista? Me parece que la respuesta, a grandes rasgos, está implícita en lo que dijimos: cuando el mundo natural se haya convertido en una mera fábrica, cuando las selvas, los bosques y hasta los parques hayan sido sustituidos por malls y por shopping centers, cuando los animales estén todos encarcelados, cuando la tierra se haya vuelto árida por tantos fertilizantes, herbicidas, cuando la contaminación haya formado una especie de nueva atmósfera alrededor del planeta, etc., pero sobre todo cuando los humanos vuelvan a dividirse de manera nítida en amos y esclavos, en dueños y trabajadores.

Yo pienso que lo que puede y debería hacer uno cuando no está uno a las puertas de alguna gran transformación es modificar su vida, no vivir de acuerdo con los patrones, los esquemas, los prototipos impuestos por un sistema de vida anti-natural y anti-humano. No podemos acabar con el capitalismo, pero tal vez podamos liberarnos de él desde dentro del sistema, por lo menos en alguna medida. Hay que optar por la libertad de expresión, porque ésta es lo que el sistema más teme. No hay que someterse a la burda racionalidad de la mercantilización de la vida. Hay que aprender a despreciar los valores supremos del sistema: la codicia, la búsqueda loca de ganancias, las pretensiones de consumo sin ton ni son (más camisas, más zapatos, más jabones, más autos, más viajes, más sexo, más películas, etc., etc., es decir, más de todo), todo ello hasta donde sea posible. Hay que rechazar las reglas y las jerarquizaciones de clase para tratar a los demás por lo que son, no por lo que tienen. Qué fácil es decir esto y qué difícil lograrlo! El problema es que si ni siquiera lo intentamos, entonces estaremos siendo como actores de una tragedia griega en la que, hagamos lo que hagamos, no podremos evitar que nuestro destino se cumpla.

Máscaras Democráticas

Amable lector: confieso que por primera vez en mucho tiempo puedo empezar un artículo con un pensamiento alegre (aunque no sé qué tan esperanzador): muy pronto, Miguel Ángel Mancera dejará por fin el gobierno de la Ciudad de México. Por qué es esa una noticia para regocijarse es algo tan obvio que lo que a continuación expongo me parece hasta redundante!

Para poder abordar de manera fructífera nuestro tema, necesitamos primero sentar las bases de la argumentación y, por razones que irán aflorando, a mí me parece que para ello lo mejor es enunciar un par de reflexiones sueltas sobre el concepto de democracia. Todos sabemos que una de las nociones más manoseadas y que más fácilmente se prestan al chanchullo ideológico es el concepto de democracia. Si, por los procedimientos que sean, se logra endosarle a alguien el epíteto de “anti-demócrata”, el sujeto en cuestión queda automáticamente descalificado. Qué signifique ser un “demócrata” o un “defensor de la democracia” es algo que a final de cuentas no importa. Lo que cuenta es aparecer ante los ojos de los demás como un “verdadero representante de la democracia”, como su defensor a ultranza, y cómo se comporte uno en la vida es ya algo secundario o irrelevante. En la actualidad, en el debate político lo que importa es ante todo determinar quién es quien administra la etiqueta “demócrata” o “democrático”. Si teóricamente la discusión es vacua, estéril o aburrida no importa. Lo único que importa es proclamar hasta el hartazgo que uno es un ferviente “partidario de la democracia” y que el malo de la película, i.e., el opositor, es un enemigo de la misma. Una vez establecido eso, el debate queda sellado.

Aquí trataré de zafarme de los cauces convencionales de discusión y tomaré en serio el concepto de democracia. Ciertamente no forma parte de mis planes hundirme en un análisis técnico y detallado del contenido del concepto en cuestión, un contenido de larga y muy variada historia. No es ni el lugar ni el momento para ello. Unas cuantas palabras serán suficientes. El genio de Estagira, por ejemplo, en su Políticatraza unas muy interesantes clasificaciones de formas de gobierno y reconoce básicamente tres, las cuales pueden en principio tener tanto una expresión más o menos positiva como una negativa: la aristocracia, la oligarquía y la democracia. A esta última la describe Aristóteles como el “gobierno de los pobres”, por lo menos debido a que en todos los sistemas de vida de todos los tiempos los pobres (aunque sea en un sentido relativo) han constituido siempre la mayoría y se supone que la democracia es el gobierno de la mayoría. Si esa intuición de Aristóteles fuera acertada y tuviéramos que ubicarla en el núcleo de la definición de ‘democracia’, tendríamos que admitir que no ha habido, no hay y muy probablemente no habrá nunca un sistema realmente democrático, puesto que es hasta risible pensar que algún día los pobres del mundo tomarán y ejercerán el poder político. Hasta donde yo logro ver, al menos, siempre han sido los poderosos y los ricos quienes han gobernado en el mundo y ahora más que nunca. Lo que sí podría argumentarse es que el concepto de democracia evolucionó y que la concepción aristotélica quedó rebasada. Así, por ejemplo, con el tiempo fueron surgiendo, en otros contextos históricos, concepciones de la democracia muy diferentes de la de Aristóteles, como las de los pensadores ingleses y franceses de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, etc.). En la actualidad tenemos un concepto de democracia complejo y ligado de manera esencial a cierta clase de procesos políticos como lo son las elecciones de diversos grupos de gobernantes (diputados, gobernadores, presidentes, senadores, delegados, etc.), es decir, de nuestros supuestos representantes. No obstante, por lo menos en el imaginario colectivo un gobierno democrático tendría que tener además ciertos rasgos o características tales que, si efectivamente los tuviera y pudiéramos identificarlos, estaríamos entonces en posición de examinar cualquier gobierno que de hecho exista y podríamos entonces tildarlo con certeza y justificadamente de “democrático”, de “no democrático” o inclusive como “anti-democrático”. Echémosle un vistazo a esta cuestión.

Preguntémonos, pues, para empezar y sin abandonar el plano de la conversación informal: ¿de qué hablamos cuando hablamos de un gobierno democrático? Yo creo que tendríamos en mente a un gobierno con por lo menos las siguientes características:
a) se trataría de un gobierno que recoge, encarna y representa los intereses de las mayorías. Esto no quiere decir que entonces se tendría un régimen en el que las minorías fueran abusadas o sojuzgadas, pero lo que claramente no podría suceder sería que los intereses de una minoría, caracterizada como se quiera (desde una perspectiva étnica, sexual, religiosa, etc.), estuvieran por encima de los intereses (valores, principios, objetivos, etc.) de la mayoría. Esto es verdad por definición.
b) De seguro que hablar de un gobierno democrático sería, asimismo, aludir a un gobierno que consulta regularmente a su pueblo para la toma de por lo menos las decisiones que de manera directa más lo van a afectar en su vida cotidiana; estaríamos entonces hablando de un gobierno que no practica una fácil política de actos consumados, esto es, de un gobierno que no se limitaría a anunciarle a la población qué decisiones que la afectan directamente fueron ya aprobadas o entraron ya en vigor sin tomar en cuenta cuán drásticamente alteren la vida de los ciudadanos.
c) Sin duda alguna, un gobierno democrático no podría tener como uno de sus objetivos, pero tampoco como uno de sus resultados, la pauperización de la gente. Independientemente de cómo se auto-presente o se auto-describa, si un gobierno de hecho explota al pueblo, por ejemplo agobiándolo con impuestos e imposiciones económicas de diversa índole, ese gobierno no podría ser calificado como “democrático”.
d) Definitivamente, un gobierno arbitraria e injustificadamente represor, un gobierno que tiraniza a la población, por ninguna razón podría ser considerado como democrático. No sé quién podría sensatamente poner en cuestión esta característica.
e) Tampoco podría considerarse como democrático a un gobierno conformado por gente que antepone sus intereses personales a los intereses reales de los habitantes, un gobierno conformado por personas autoritarias y dogmáticas (independientemente de cuán sonrientes aparezcan en los periódicos) y en el que todo lo que se hace se hace con miras a alcanzar objetivos personales, gente que, aunque sea oscura o indirectamente, manifiesta un gran desprecio por sus “súbditos”, por más que (aunque sea de manera nada convincente) se presente ante los demás como liberal, comprensiva, inclusive adoptando abiertamente grotescas actitudes paternalistas o, como más bien deberíamos decir en este caso, maternalistas.
f) Por último, creo que no podríamos concebir como democrático a un gobierno que, como cuestión de hecho, es intolerante, en el sentido de que no permite, tolera o asimila la crítica objetiva externa.

Es claro que las características que hemos enunciado son simplemente parte de una lista mucho más larga de cualidades que habría que completar para tener un perfil adecuado de lo que es un estado democrático, pero para efectos de estas divagaciones con las que hemos enunciado nos basta. Yo creo que ahora sí estamos en posición de plantear la pregunta que nos motiva y que es la siguiente: con base en los criterios enunciados ¿podría sensatamente alguien afirmar que el gobierno de Miguel Ángel Mancera Espinosa podría ser considerado como un gobierno democrático? Mi propio punto de vista es que una respuesta positiva sí es factible, pero sólo a condición de que estuviéramos bromeando o en estados cerebrales alterados. Si tomamos como base lo enunciado más arriba, podemos sostener que se puede demostrar que el gobierno de Mancera será lo que se quiera, menos democrático. Procedamos entonces a la demostración.
1) Que el gobierno de Mancera subordinó sistemáticamente los intereses de las mayorías a los de sus minorías privilegiadas es sencillamente innegable. En su afán de “reorganizar” la vida y el tráfico de la ciudad, con Mancera se impusieron los intereses de unos cuantos miles de ciclistas y motociclistas sobre los de más de 5 millones de conductores; se beneficiaron abiertamente los miembros del movimiento lésbico-homosexual sobre las tendencias de millones de padres de familia y de ciudadanos heterosexuales. Si eso no es imponer intereses de minorías, entonces yo ya no sé qué pueda ser.
2) Ni sobre ampliaciones del metrobús ni sobre reglamentos de tránsito ni sobre medidas de contingencia ambiental ni sobre la reducción irracional de calles en colonias populosas de la ciudad de México para crear carriles para ciclistas y patinadores se hizo la más mínima consulta a los vecinos y más en general a los habitantes de la ciudad. Es una infamia que haya un carril para circular en auto y a un costado otro para las bicicletas cuando por la calle pasan 10,000 carros al día y por el otro pasan 20 bicicletas cuando mucho. Algo más contrario a la razón será difícil encontrar. En otras palabras, Mancera es el gran especialista en manejar una metrópoli como la ciudad de México sin el consentimiento de sus habitantes al tiempo que les  trastorna brutalmente su vida cotidiana.
3) En silencio pero sin titubeos nos subieron los costos de multitud de trámites, pagos en la Tesorería, expedición de documentos, alzas en los prediales, verificación vehicular, catastro, agua, etc. Todo eso representa un grave atentado al nivel económico de por sí ya bajo de multitud de familias de la Ciudad de México. ¿Quién se atrevería a denominar esas prácticas como ‘democráticas’?
4) Con su eternamente repudiado y odiado reglamento vehicular para la Ciudad de México, un instrumento esencial en su política descaradamente recaudatoria, el gobierno de Mancera extrajo de los bolsillos del ciudadano (y se jacta de ello, por si fuera poco) cientos de millones de pesos a través de una auténtica cacería citadina de conductores que se ven acosados 24 horas al día en sus trayectos a sus trabajos, en los altos, al estacionarse, al dar la vuelta, etc. En lugar de concebir la ley para proteger al ciudadano, con el gobierno de Mancera (siempre en el lenguaje de las “políticas públicas” y babosadas por el estilo) se pervirtió el espíritu de la ley y se ha estado haciendo un uso perverso de la misma convirtiéndola en un instrumento para la persecución del ciudadano. A los conductores de autos se les convirtió en delincuentes potenciales todos los días!
5) Imposible no resentir y repudiar la actitud abiertamente condescendiente y desdeñosa que adoptan diversos miembros del gabinete de Mancera cuando tienen que dar alguna explicación al público. Nunca falta alguna de las brillantes sub-secretarias del gobierno de la Ciudad de México que, como si fuéramos retrasados mentales, nos explica con lujo de detalles que tenemos en la Ciudad de México graves problemas de contaminación, de movilidad, de seguridad, etc. Lo que no se nos dice es que muchas de las medidas que se toman no son más que el resultado de una fácil  pero torpe importación de decisiones tomadas en otros países, en donde obviamente se vive (se respira, se transita, se gana, se come, etc.) en circunstancias muy diferentes. Si en Inglaterra (por dar un ejemplo) se determinó que la velocidad ideal para no tener accidentes es de 35 kms por hora, ese es un resultado para un país con las brumas, las lluvias, el pavimento, los autos, los conductores, etc., de Inglaterra, pero no para México. Sin embargo, los colonizados culturales, como no saben hacer sus propios estudios, lo único que hacen es efectuar una simple adopción de resultados (aparte de sentirse muy sabios o sabias). Eso es una prueba palpable de tercermundismo. El resultado neto de esas geniales políticas es que la ciudad de México fue convertida en un estacionamiento permanente, que va a ser muy difícil volver a echar a andar y que nos mantiene semanas de nuestras vidas en el auto. Pero eso sí: se parlotea todo el tiempo acerca del “transporte colectivo” apropiado, el cual dicho sea de paso nunca llega y del que hoy todos los usuarios se quejan amargamente.
6) Hace casi exactamente un año se dio la noticia en la Ciudad de México de que un joven estudiante de nombre ‘Emiliano Morales Hernández’ había sido asesinado. La razón que se aducía para explicar su muerte era que el susodicho se había atrevido a criticar en público, durante un evento oficial y delante de él, al gobernador de la ciudad, acusándolo de “fascista”. Posteriormente, hay que decirlo, la noticia fue desmentida y es probable que en efecto el estudiante en cuestión no haya sido ejecutado, pero lo que sí se sabe es que precisamente a raíz de su al parecer insolente participación, el estudiante en cuestión fue amedrentado a través de multitud de mensajes telefónicos y de correos electrónicos. Lo que esto pone de manifiesto es que el Sr. Mancera no es particularmente afecto a la crítica y un gobernante que cierra los conductos de la crítica ciudadana, que no es capaz de enfrentarla y que se esconde tras la represión desde el anonimato, es todo lo que se quiera menos un “demócrata”.

La verdad es que el gobierno de Mancera ha sido fatal para la capital de la República, una ciudad a la que por motivaciones políticas en el peor sentido de la palabra hasta el nombre le cambió. Pero lo que es importante entender es lo que está detrás de decisiones así, decisiones naturalmente nunca consultadas o consultadas sólo con sus allegados, en petit comité. Nada más el costo del cambio de papelería en toda la documentación oficial significó millones y millones de pesos del erario público, fondos que hubiera sido mejor utilizar (por consideraciones de “políticas públicas”) en infraestructura para evitar las terribles inundaciones que afectan a cientos de familias. Las inundaciones en cuestión, dicho sea de paso, no son como las que uno ve en Alemania o en Bélgica: son inundaciones no de ríos potables (que no tenemos), sino de ríos de aguas negras, por lo cual mucho del patrimonio familiar inevitablemente se pierde. Pero el cambio de nombre (injustificado, en mi opinión, puesto que el gobierno federal sigue teniendo su sede en esta ciudad, lo cual la hace especial, y entonces ¿por qué modificar el nombre que la distinguía? Si ahora la Ciudad de México es un “estado” más, ¿por qué sigue siendo la capital de la República y si es la capital por qué ya no es el Distrito Federal?) era una presea que el señor gobernador del Distrito Federal tenía que auto-regalarse. Lo mismo con la famosa “constitución” de la ciudad de México, sobre la cual en otro momento me pronuncié, por lo que no regresaré sobre el tema. Lamentable documento! Desde luego que el gobernador Mancera se puede presentar como candidato de la “izquierda” pero, como argumenté en otro lugar también, dado que la categoría “izquierda” es ya prácticamente inservible, resulta que a quien realmente él representa es a sí mismo.

El proyecto político del Lic. Mancera Espinosa es algo que tenemos ante los ojos. En un par de meses estará iniciando su campaña para darse a conocer a lo largo y ancho del país. Es claro que como candidato del PRD o como candidato independiente, Mancera se va a lanzar cueste lo que cueste a la carrera por la presidencia de la República. El problema es que hasta él mismo sabe que no va a ganar y, no obstante, se lanza. ¿Por qué? Porque su función política es pura y llanamente quitarle votos a Andrés Manuel López Obrador. Esa es la misión política que le fue asignada a Mancera. Por eso nadie se mete con él, no le exigen ninguna rendición de cuentas, él puede hacer y deshacer en su feudo, que es la Ciudad de México, siempre y cuando cumpla con el pacto. Pero lo que queda claro es que hasta el último momento de su mandato, Mancera se habrá ensañado con los capitalinos. Ya recibimos su último presente: las nuevas reglas para tirar la basura. Sobre esto hay que decir al menos unas cuantas palabras, porque da la impresión de ser big business!

Se supone que a partir del 8 de julio los ciudadanos de la capital del país tendremos que dividir la basura en al menos 3 clases de bolsas (la cuarta ni la considero, por lo absurdo que es. No tengo ni la menor idea de cómo alguien que quiera deshacerse de una computadora vieja o de una bicicleta mohosa podría meter dichos artefactos en bolsas para debidamente entregárselas a los caballeros que recogen la basura. De risa!). ¿Por qué esta decisión? La respuesta, en concordancia con los lineamientos del régimen, tiene que venir en términos de lo que se hace en otros países. Se me ocurre Dinamarca, por mencionar alguno. Por lo pronto, nos ponen a hacer una clasificación de basura que va más allá de lo que estaríamos en principio obligados a hacer dado el sistema de recolección de basura que tenemos. Si ni siquiera dividiendo la basura en orgánica e inorgánica la división ha sido particularmente exitosa, entre otras razones porque (como todos sabemos) los ciudadanos se toman la molestia de dividir la basura en bolsas separadas y lo primero que hacen los recolectores de basura es mezclar todo de nuevo. Si eso es porque son idiotas o porque así se les ordena que lo hagan es algo que una persona común y corriente no puede saber. Por lo tanto, tenemos que hacer asunciones y yo asumo que no es por casualidad ni porque sean tontos que los recolectores de basura hacen lo que hacen. Lo hacen porque hay gente empleada para realizar la faena de separar posteriormente los residuos. Pero entonces en las condiciones mexicanas, tal como las conocemos: ¿cuál es el sentido de una medida como la que se ha venido anunciando? La panorámica incluye lo siguiente: en primer lugar, deben tener ya preparado un fabuloso sistema de extracción de dinero (perdón, quise decir ‘de multas’) para quienes no acaten la nueva reglamentación ecológica; sin duda alguna, se pretende hacerle más fácil el trabajo a las compañías particulares involucradas en la recolección y el procesamiento de la basura. Casi podemos adivinar lo que piensan: que lo hagan los ciudadanos, que son quienes la generan! Así deben pensar los cretinos que quieren a toda costa quebrarle la columna vertebral de la voluntad al ciudadano del antiguo (y añorado) Distrito Federal. Como si se pudiera comprar carne o verduras o cuadernos o lo que sea y no llevarse el producto en algún envoltorio! Pero eso no significa que seamos nosotros quienes “generamos” la basura. Por otra parte, si se pone a la población a hacer un trabajo que no le corresponde, se ahorran fondos, salarios, prestaciones, etc., en otros contextos. Esto se llama ‘esclavización de la ciudadanía’, puesto que alguien se beneficiará con el trabajo no remunerado de otros. Con todo respeto, Gobernador Mancera et aliaestoy en contra, como lo estará todo ciudadano  víctima en esta ciudad. Lo que usted nos quiere imponer es una arbitrariedad y sinceramente no creo que vaya a funcionar. De lo que sí podemos estar seguros es de que la basura va a florecer, pero en la vía pública. Proliferarán las ratas, las enfermedades infecciosas, etc., y todo por un caprichito de unas cuantas mentes ensoberbecidas que creen que pueden “meternos en cintura” a como dé lugar, aunque sea para ponernos al servicio de la irracionalidad.

En resumen: ¿deja el gobierno de la ciudad de México alguien que nos tiranizó durante varios años? Sí! ¿Fue el gobierno de M. A. Mancera un gobierno democrático? NO! ¿Podemos tener esperanzas de que nuevas políticas orienten al nuevo gobierno? Tengo serias dudas al respecto. Las cosas deben estar muy bien amarradas, de modo que lo más probable es que seguirá cayendo sobre nosotros la maldición de un gobernante de sonrisa fácil, pero cargado de propósitos políticos que no podemos denominar de otro modo que como ‘declaradamente anti-democráticos’.

Caos Categorial y Parálisis Política

Para describir el carácter de esta contribución necesito una palabra especial y como no quiero usarla sin un mínimo de justificación empezaré con un breve recuento de datos. Como todo mundo sabe, la maravillosa obra de Platón se compone básicamente de unos 28 diálogos (incluidos algunos “apócrifos”) y de algunas cartas. Los diálogos a su vez se dividen en diálogos de juventud, del periodo intermedio, de madurez y, como formando un grupo aparte, su último (espléndido) texto, Las Leyes. Concentrándonos ahora en los primeros diálogos, éstos son conocidos como “diálogos socráticos”, no sólo porque en ellos, como en casi todos, Sócrates lleva la voz cantante, sino porque son textos en los que se plantea un problema, se le discute, se examinan y descartan diversas respuestas, pero el diálogo no termina con ningún resultado concreto. El tema es o demasiado difícil o Platón no tenía todavía la suficiente experiencia filosófica y entonces la temática queda abierta. Diálogos así son caracterizados como “aporéticos”. Ahora sí puedo prevenir al lector y decirle que lo que va a encontrar en estas líneas es un texto “aporético”, en el sentido en que puede haber exposición de ideas, desarrollo de argumentos, información empírica, etc., pero no creo llegar a ningún resultado definitivo, porque el tema más que difícil es complejo y escurridizo. Veamos de qué se trata.

El conjunto de los enemigos del género humano (porque los hay) está constituido por todos aquellos que quieren ver a la humanidad hundida físicamente en la desintegración social y en la decadencia y mentalmente en el caos y la incomprensión. De lo primero no me ocuparé en estas páginas, pero no sería muy difícil rastrear la fuente de la que emanan los poderosamente apoyados objetivos “anti-humanos”. Habría que incluir en los promotores del mal humano, por ejemplo, a todos aquellos que generan grandes crisis económicas pero que, si bien destruyen el patrimonio de la gente, ellos mismos se ven altamente beneficiados por ellas; o podríamos incluir a todos aquellos interesados en destruir todo lo que al día de hoy a todos los seres humanos de todos los tiempos y lugares les ha parecido como lo más normal, como la familia, o que quieren hacer pasar por virtuoso lo que siempre ha sido considerado como anti-natural y aborrecible. Todos esos hijos de Satanás han encontrado el modo, a fuerza de falacias, mentiras, patrañas, calumnias y toneladas de dinero, no tanto de convencer como de forzar a la gente a aceptar lo que en principio nadie pensaría en aceptar. Por ejemplo, ahora se habla del “uso lúdico” de la marihuana, queriendo con eso decir simplemente usar marihuana para inducir los estados semi-anestésicos que a muchos gustan. En la medida en que con ello se alteran las funciones normales del cerebro, eso es drogarse. Así, pues, eso que durante siglos todo mundo entendió que no podía ser la mejor práctica posible para las personas ahora es de buena gana aceptado por muchos hasta como algo saludable! Yo quisiera ser claro en este punto: yo no tengo problemas en entender que, por tales y cuales razones de orden factual (dinero, ociosidad, desempleo, miseria, inclinación al placer, etc.) fuera imposible acabar con la producción, el tráfico y el consumo de marihuana y que tuviéramos que aceptar que millones de personas (incluyendo nuestros seres queridos) sistemáticamente la consumieran. Se trataría de una nueva mercancía, que estaría en el mercado, generando puestos de trabajo, mano de obra, circulación de dinero, etc. Eso es inteligible, pero que la gente conscientemente admita como inofensivo o inocuo o hasta benéfico el uso de la marihuana es lo que ya no resulta tan comprensible: ahora resulta que una adicción que tiene efectos dañinos bien conocidos, efectos tanto corporales como mentales con los que se paga el placer que genera el producto en cuestión, no es perjudicial para el consumidor ni para la gente del entorno. Exagerando un poco, parecería que de lo que se trata ahora es de forzar a los no consumidores a que feliciten y premien a los consumidores! Desde mi humilde perspectiva, quienes desde las sombras promueven “teóricamente” el consumo de marihuana sin duda alguna pertenecen al conjunto de lo que llamé ‘enemigos del género humano’. Yo al menos, lo confieso, no pienso dejarme convencer de que lo blanco es negro y lo negro blanco.

Al igual que con la marihuana, hay muchos otros vicios y desviaciones de diversa índole que a toda costa se pretende hacer pasar por virtudes. Lo más alarmante del caso, sin embargo, es que los defensores de la decadencia humana han acaparado tanto poder que han llegado al grado de lograr que cualquier protesta, cualquier expresión de repudio o de asco inclusive, automáticamente queda descalificada. Los adjetivos con que sepultan a sus opositores sobran, por lo que no los traeré a colación. Yo pienso que estamos apenas empezando a resentir los efectos de un movimiento que ciertamente está adquiriendo momentum y es por eso que sus nefastas consecuencias son por ahora difíciles de vislumbrar. Todo ello se debe tanto a la perseverancia de los enemigos de la humanidad como a la candidez de la gente y a la hipocresía, la cobardía o el oportunismo de muchos que, plenamente conscientes de lo que está en juego para nuestros congéneres de ahora y los del futuro inmediato, optan por callar y por adaptarse a las nuevas circunstancias, tratando claro está de sacarle a la situación todo el provecho que sea posible (por ejemplo, auto-erigiéndose en defensores de derechos humanos). La moraleja es muy simple: los adversarios ocultos de la humanidad tienen el camino prácticamente libre para poder reforzar sus actividades de debilitamiento y corrupción de la sociedad en su conjunto.

Di sólo un ejemplo para ilustrar lo que sería la labor de zapa en relación con vicios de consecuencias físicas negativas para las personas, porque no es mi propósito polemizar aquí con abogados de los incontables (y más bien obvios) casos de deterioro físico, psicológico y social que afectan masivamente a la población del mundo. Quizá en otro momento estemos en el estado de ánimo apropiado para ello. De lo que quiero ocuparme ahora es más bien de algunas confusiones intelectuales que, de no ser corregidas, seguirán impidiendo que se tenga una visión justa del pasado más o menos reciente y clara del presente. Me refiero en este caso exclusivamente a categorías políticas. De éstas hay un número considerable, pero aquí me ocuparé de las más básicas. Pienso en categorías como “izquierda”, “derecha”, “nacionalismo”, “comunismo”, “democracia”, “totalitarismo” y “radicalismo”, por no mencionar más que las primeras que me vienen a las mientes. Nuestra pregunta es: ¿a qué confusiones dan lugar categorías como estas?¿Acaso no son esas nociones suficientemente claras?

Antes de entrar en el análisis categorial propiamente hablando sería conveniente decir unas cuantas palabras acerca del status de las categorías en general. Al respecto, quisiera rápidamente explicar dos cosas: qué son y qué rasgos tienen. Respecto a lo primero, un sencillo contraste puede ser útil y suficiente. Diremos entonces que así como un arado es un instrumento para sembrar, una “categoría” es un instrumento del pensar. En otras palabras, es por medio de y gracias a nuestras categorías que podemos comprender el sector de realidad del que nos ocupemos. En este caso, nos interesa la dimensión política de la vida humana y se supone que por medio de los “instrumentos” en cuestión podemos trazar una especie de mapa de ella, puesto que la dividimos, por así decirlo, en partes suficientemente discernibles. Nuestras categorías, naturalmente, siendo instrumentos pueden ser mejorados, es decir, podemos ir refinando nuestro aparato categorial y entonces nuestra comprensión de la realidad (política, en este caso) será cada vez más exacta y sofisticada. Pero, y este es el segundo punto que quiero mencionar, nuestras categorías son, por así decirlo, “movedizas”. Lo que quiero decir es que sus aplicaciones cambian notoriamente en el espacio y en el tiempo. De hecho, eso pasa con todos nuestros conceptos y no nada más con los políticos. Tomemos el caso del concepto “horrendo”. Si alguien ha vivido toda su vida en un lugar apacible, con un nivel de vida elevado, en donde nunca han aparecido ni indigentes malolientes ni inmigrantes andrajosos ni asesinos seriales, el que un perro o un gato, digamos que por un desafortunado accidente, sean atropellados les resultará “horroroso” a los habitantes de ese idílico pueblo imaginario. Supongo que es claro, sin embargo, que para un ciudadano, digamos, iraquí, es decir, para un sobreviviente de bombardeos de aviones y de atentados terroristas, alguien que vio morir a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, etc., el accidente de un perro sin duda podrá parecerle un evento triste pero podemos asegurar que su idea de algo horroroso no se aplica en este caso: si se le preguntara, la persona en cuestión diría que prefiere reservar la palabra ‘horroroso’ para situaciones espantosas como las que todos los días se producen en su país y que afectan a cientos de personas. La palabra ‘horroroso’, por lo tanto, no tiene un significado fijo sino que sirve ante todo para marcar un contraste y éste depende de las circunstancias. Ahora bien, si queremos insistir en que la palabra debe tener un mismo significado siempre, entonces confieso que no tengo ni idea de qué adjetivo utilizaría el habitante del pueblo de ensueño imaginado si lo pusieran súbitamente frente a las situaciones de masacre padecidas por el ciudadano iraquí. Mucho me temo que el afortunado ciudadano del pueblito de los felices tendría que reconocer que tiene un vocabulario más bien limitado.

Con las categorías políticas pasa lo mismo y algo más. Ellas también están sometidas a las presiones del cambio y del tiempo, pero además son fácilmente tergiversables. Consideremos, por ejemplo, la categoría “comunismo” o “comunista”. La palabra ‘comunismo’ probablemente fue usada por primera vez en tiempos de la Revolución Francesa por personajes como Babeuf, el célebre líder posteriormente guillotinado de la así llamada ‘conspiración de los iguales’. No obstante, es innegable que fue con el marxismo que el concepto de comunismo se volvió, por así decirlo, moneda corriente en el mundo de la política. Ahora bien, cuando Marx habla de “comunismo”, cosa que hace en raras ocasiones, lo que realmente hace es postular o intentar visualizar una sociedad perfecta y justa, es decir, una sociedad que surgiría cuando la división del trabajo hubiera sido superada, cuando el periodo de la dictadura del proletariado hubiera terminado, cuando la propiedad hubiera quedado totalmente socializada, etc. O sea, Marx no habla del comunismo como de algo real, sino que siempre deja en claro que lo considera ante todo como un ideal, algo que más que alcanzable es como un faro que serviría para orientar la acción política. Dicho de otro modo: comunismo (y por lo tanto, comunistas) no ha habido, no hay y probablemente nunca lo(s) habrá. Pero contrastemos este uso con lo que podríamos llamar el ‘uso norteamericano’ (o macarthista) de la palabra (los ‘commies’). ‘Comunistas’, ‘comunismo’, etc., en la jerga americana no significaba otra cosa que ‘soviético’ y por lo tanto, por razones elementales, ‘ruso’. Ahora bien, identificar un ideal político con una nacionalidad es simplemente destruir el concepto original. La tergiversación conceptual, por otra parte, aunque claramente inducida no era ni gratuita ni tonta: se peleaba con un modo de vida alternativo pero para tener a población de su lado se exacerbaba su fanatismo nacionalista haciéndole pensar que ‘ruso’ y ‘comunista’ significaban lo mismo, lo cual era obviamente falso. Una vez engatusada la población, resultaba prácticamente imposible disentir en los Estados Unidos de la política del gobierno en funciones, puesto que era entonces fácil acusar a quien lo hiciera de “anti-patriota”, “anti- americano”, etc., etc. El problema con esta clase de manipulaciones es que quienes están interesados en estudiar temas políticos se quedan sin una noción útil, porque la que todo mundo maneja quedó desfigurada. Es evidente que lo mismo sucede, mutatis mutandis, con nociones como las de libertad o democracia.

Las circunstancias concernientes al modo como hicieron su aparición las nociones políticas son a veces importantes, a veces totalmente irrelevantes y en ocasiones dañinas. Por ejemplo, durante la Revolución Francesa, en la Asamblea Nacional los más radicales ocupaban la parte superior del recinto del parlamento y entonces se hablaba de ellos como los de la Montaña. Esa palabra (y sus derivados, como ‘montagnard’, o sea, ‘montañés’) cayó en desuso, pero otras de la época siguen vigentes. Fue por el hecho casual de que defensores de ciertas ideas de cambio social, progresistas y demás estaban a la izquierda de un recinto y que quienes defendían la monarquía, las jerarquías sociales, el orden establecido, etc., estaban a la derecha que entraron en circulación las categorías políticas “izquierda” y “derecha” y que quedaron como etiquetas obligadas para el ulterior pensamiento político. Y la verdad es que durante mucho tiempo, dada la simplicidad y la nitidez de las oposiciones políticas, categorías así, simplistas y de fácil aplicación, pudieron seguir siendo usadas. Pero esa simplicidad, como en muchos otros casos, se logra a costa de la exactitud. Si a lo largo del siglo XIX la población se dividía básicamente entre proletarios y burgueses, categorías como “izquierda” y “derecha” resultaban útiles, pero si la vida política se complicaba un poco, que fue lo que pasó en el siglo XX, entonces no sólo no sirven sino que son contraproducentes: ocultan diferencias e inducen a pensar en términos de etiquetas y a que nos desentendamos de los contenidos de los programas políticos de los agentes involucrados, ya sean individuos, partidos o grupos de otra índole. Veamos rápidamente algunos casos.

Preguntémonos: ¿ha habido en México movimientos de izquierda? Claro que sí, pero hay que entender que el asunto es tanto contextual como una cuestión de grados, exactamente como pasa con el espectro de los colores. El juarismo es un magnífico espécimen de movimiento exitoso de izquierda. Pero ¿era Juárez de izquierda porque estaba ubicado a la izquierda de algo, una estatua, un monumento, una sala o porque era miembro de algún partido comunista? Claro que no. Era de izquierda porque era radicalmente anti-clerical en una época en la que el clero representaba la reacción, el empobrecimiento de la población, el estancamiento educativo, en tanto que Juárez era el portavoz del recién nacido nacionalismo mexicano y, por consiguiente, valientemente anti-extranjerizante, el mayor representante de la integración nacional, o sea, de la incorporación de todas las etnias en un solo pueblo, el pueblo de México, tenía ideas progresistas, una visión nueva y positiva del país, etc., etc. El zapatismo con su demanda de reparto efectivo de la tierra también era un movimiento agrario de izquierda, pero ¿lo era también el maderismo? Ya no está tan claro, porque si bien es cierto que en el Plan de San Luis se alude vagamente a víctimas de abusos realizados con base en la Ley de Predios y de restitución de tierras, realmente el objetivo principal del plan de Madero era derrocar a Porfirio Díaz, o sea, la lucha anti-re-eleccionista. Y eso, por lo menos en el caso del dictador Díaz representaba un progreso y entonces podría ser visto como de izquierda. Sin embargo, sería falsificar la historia si se le adscribieran a Madero objetivos revolucionarios. Sus objetivos tenían que ver ante todo con procedimientos gubernamentales, con tomas de decisiones, pero él mismo no estaba interesado (como tampoco V. Carranza lo estaba) en una transformación radical de la sociedad mexicana. Podríamos decir entonces que había pálidos elementos de izquierda en su programa, pero hasta ahí. Y ahora, en nuestros días, ¿sirve de algo la categoría “izquierda” para de alguna manera caracterizar el panorama político de México? Sería una buena broma afirmar algo así. En México hubo en algún momento una izquierda tercermundista, plagada de merolicos que terminaron por hacer de la terminología marxista una jerga inservible y con la que Octavio Paz barrió sin mayores problemas. Paz y sus seguidores, en efecto, acabaron con el endeble pensamiento izquierdista que había en México. Hay que decirlo con todas las palabras: de la izquierda mexicana no quedó nada. A Paz le resultó fácil acabar con la izquierda mexicana entre otras razones porque no había en México pensamiento autóctono de izquierda, teóricos mexicanos de izquierda, vocabulario de izquierda y cuando los hay se les reprime sin misericordia (véase el caso Ayotzinapa). Obviamente, si se pretende usar la categoría “izquierda” para hablar del PRD y demás organismos políticos mediocres, pues entonces es mejor renunciar a esa categoría. Dicho sea de paso: ¿es el gobierno actual de la ciudad, el gobierno de M. A. Mancera, un gobierno de izquierda? Hasta un niño entiende que no! Es un gobierno claramente anti-popular, tiránico, déspota, extractor de dinero de la población a base de impuestos, multas, permisos y demás mecanismos de extorsión estatal y cuyas decisiones vienen envueltas en el fácil lenguaje a-teórico de “servimos a la gente”, “trabajamos para la gente” y demás frasecitas insulsas como esas. El gobierno de la Ciudad de México es un oscuro gobierno de derecha disfrazado con el lenguaje del liberalismo estándar. Asimismo, podemos afirmar que confrontado con los programas priista y panista de venta de lo que queda del país (le llaman ‘inversiones’) y la cada vez más obvia pérdida de soberanía (se habla de convenios internacionales), el programa de Andrés Manuel López Obrador es claramente un programa de izquierda.

Si pasamos al plano internacional nos volvemos a encontrar con multitud de falacias, distorsiones históricas y manipulaciones ideológicas. Pregunto: ¿por qué el nacional-socialismo y el fascismo son sistemáticamente presentados como movimientos de derecha? No lo eran. La principal razón de que sean así presentados es que el Tercer Reich entró en guerra con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, siendo este país el emblema oficial de la izquierda. Pero la diferencia entre el nacional-socialismo alemán y el socialismo staliniano o socialismo real era ante todo (aunque no únicamente) ideológica. Los alemanes de la época del nacional-socialismo tenían los mismos enemigos que los soviéticos, pero tenían ideologías radicalmente opuestas. Estas ideologías, sin embargo, no eran otra cosa que banderas para presentarse ante el mundo, pero en el fondo los sistemas alemán y soviético coincidían en múltiples puntos esenciales (aunque obviamente también había importantes diferencias entre ellos). Naturalmente, el que haya dos regímenes o movimientos de izquierda enemigos entre sí no vuelve a ninguno de los dos de derecha! Es perfectamente imaginable que estallara una guerra entre Inglaterra y Francia (una más) y no por ello uno de los dos países dejaría de ser un país capitalista, promotor del bienestar social, etc. En general, es más fácil encontrar gobiernos paradigmáticos de derecha que gobiernos de izquierda igualmente representativos. El gobierno de M. Macri, por ejemplo, es desde el punto de vista que se quiera adoptar (relaciones obrero-patronales, sumisión a la banca y a los grandes propietarios agrícolas o industriales, recortes presupuestales, alzas brutales en precios y estancamiento o retroceso en los niveles de consumo de la población, etc.) un gobierno radical de derecha, y como el de él hay muchos (creo que no tenemos que ir muy lejos para encontrar uno), pero un gobierno de izquierda radical ni el del comandante Chávez, aunque sí el del comandante Fidel Castro.

Dado que, sea como sea, las aspiraciones legítimas de la gente recibirán de uno u otro modo una expresión política, en países como México la “izquierda”, completamente acéfala desde un punto de vista teórico y muy sometida y acorralada desde un punto de vista práctico, no puede tener otra expresión que el así llamado ‘populismo’. El populismo es, por así decirlo, la izquierda en estado bruto o embrionario, la izquierda espontánea, casi dan ganas de decir la izquierda animal. Representa intereses elementales de las clases trabajadoras y más en desventaja. ¿Sirve de algo decir que es un movimiento de izquierda? Me inclino a pensar que por el momento la dicotomía <izquierda/derecha> no es particularmente útil. En los USA, por ejemplo, también se habla en ocasiones de “radicales” y de “izquierdistas” para hablar de miembros del Senado o de la Cámara de Representantes. Esa es la mejor prueba de que esas categorías ya no tienen prácticamente ningún sentido. Tenemos que aprender a examinar las propuestas, los movimientos, los programas, los pronunciamientos en sí mismos y en contraste con otros. Tenemos que aprender a defendernos ideológicamente y a no permitir que se nos obligue a pensar en paquetes (izquierda, anti-establishment, orgullo gay, democracia y libre comercio), porque si pensamos en paquete no podremos actuar dado que los paquetes nunca son del todo coherentes. Hay que tomarse la molestia de examinar caso por caso. Sólo entonces podremos discernir los movimientos ocultos de los enemigos del género humano y hacer con ellos lo que más temen, a saber, sacarlos a la luz del sol de la verdad.

Reacciones Sociales

Hace un poco más de 10 días, Valeria, una niña de 11 años, se paseaba con su papá en bicicleta cuando empezó a llover. Al padre se le hizo fácil, para evitar que se mojara, hacerle la parada a un vehículo de transporte colectivo que iba vacío y subió a su hija, para que la adelantara alrededor de 6 cuadras. El padre siguió en bicicleta al vehículo, pero en cierto momento el chofer aceleró y desapareció. Naturalmente, cuando el papá llegó al lugar donde la niña tenía que haber bajado no la encontró. Empezó entonces una búsqueda afanosa hasta que, al otro día, fue hallado el cuerpo sin vida de Valeria. Había sido violada. Esta es, llamémosla así, nuestra primera “premisa”. Unos cuantos días más tarde, el chofer, un tal José Octavio “N”, fue atrapado y confesó su crimen. Fue enviado al penal de Neza-Bordo y, al tercer día de haber sido ingresado, amaneció colgado de una ventana de su celda. La hipótesis del suicidio es tan ridícula que la menciono sólo para de inmediato olvidarme de ella. Esta es nuestra segunda “premisa”. El tercer dato importante tiene que ver con las reacciones de la gente en torno a este odioso episodio. Para empezar y siguiendo con la tradición, de entrada el agente del ministerio público se negó a admitir que pudiera haberse cometido un delito. La “hipótesis” original era que la niña “se había ido con su novio”. Una vez descubierto el cadáver, la reacción de la gente fue exigir que se hiciera justicia. Finalmente, después de enterarse de que el asesino (confeso) había sido “ajusticiado” y aunque con ello a Valeria misma no se le beneficiaba en nada, de todos modos se dio una explosión popular de satisfacción.

El suceso relatado se inscribe en el marco de una cada vez más frecuente aparición espontánea de “justicieros”, esto es, personas que en presencia de un asalto, en defensa personal o colectiva, ejecutan a los malhechores. La reacción general de la gente es sistemáticamente la misma: no vieron nada, no cooperan con la policía, hacen retratos hablados engañosos, dan datos contradictorios, etc. Y ¿cuál es la repuesta mecánica de las autoridades? Ya tienen la frase hecha lista: “No se puede hacer justicia por su propia mano”. Mi intuición me dice que algo tiene que estar mal con esta respuesta. Lo difícil es exhibir con claridad qué. Intentemos esclarecer, hasta donde sea posible, el tema.

Lo primero que tenemos que señalar es que un cliché, por acertado que sea, no basta para diagnosticar una situación, para superar un dilema o para resolver un conflicto. La frase (Nadie debe hacerse justicia por propia mano) sin duda es buena sólo que a condición de que venga acompañada de un contexto apropiado, porque de lo contrario sólo sirve para engañar a los interlocutores. ¿Cuál es el contexto que aquí falta? Está constituido por dos verdades: primero, que la ciudadanía carece de genuina protección por parte de las autoridades y, segundo, que los asaltantes, violadores, ladrones, plagiarios y demás no reciben prácticamente nunca el castigo que merecen. Por deficiencias legaloides, corrupción judicial, ineptitud de los fiscales, bestialidad de los agentes policiacos, etc., lo cierto es que los delincuentes a menudo salen más rápido de lo que tardan en entrar a los reclusorios. En esas condiciones ¿sigue resultando tan convincente el slogan mencionado? Tengo mis dudas.

Una de las tácticas de quienes se rehúsan a examinar y enfrentar seriamente el problema que plantea la delincuencia, organizada o espontánea (como la ejemplificada en el caso de Valeria), consiste en hacer siempre planteamientos grotescos, en proponer medidas descabelladas y en exigir de los demás LA solución a los problemas, asumiendo obviamente que ésta tiene que venir codificada en una fórmula simple y de aplicación inmediata. Eso realmente equivale a una burla y no es más que una forma de eludir la verdadera controversia. La existencia de la delincuencia tiene muchas causas, operando todas simultáneamente, y lo que eso implica es que la solución tiene que ser compleja. Hay desde luego causas de orden económico, pero cualquiera entiende que la existencia de la criminalidad no se agota en su dimensión económica. Es no sólo imaginable sino un hecho verificado en múltiples ocasiones que hasta en las familias más pobres en las cuales pululan los delincuentes hay también personas que encaminan sus vidas por la senda del trabajo, de la vida comunitaria sana, etc., así como en multitud de familias acomodadas proliferan villanos de las más variadas clases. Por lo tanto, la explicación economicista de la delincuencia es totalmente insuficiente. Lo mismo pasa con la perspectiva educativa. Es obvio que hay una relación fuerte entre la tasa de actos delictivos y la educación de la población pero, una vez más, limitarse a considerar nada más los niveles de educación no basta. De nuevo, así como hay criminales entre gente rica así también los hay entre gente educada (y mucho más de lo que uno podría imaginar) y a la inversa: entre la gente ignorante, que en nuestro país congrega a sectores muy amplios de la población, hay gente buena y que, habiendo inclusive tenido la oportunidad de hacerlo, no está dispuesta a hacerle daño a los demás. Por lo tanto, pretender explicar la delincuencia exclusivamente en términos educativos es, una vez más, perder el tiempo. La educación (o la falta de educación) es ciertamente un factor más en la gestación y expansión de las actividades delictivas, pero ni es el fundamental ni es el decisivo. Por último, una tercera perspectiva que se puede adoptar para explicar y tratar de controlar la vida criminal es, obviamente, la perspectiva policiaco-judicial. Esta tercera perspectiva pretendería explicar el fenómeno del surgimiento y la expansión de la vida criminal apuntando a las deficiencias de las instituciones dedicadas a la persecución del delito, a lo tremendamente defectuoso de los códigos penales vigentes y al estado de putrefacción del sector judicial. A mí en lo personal me parece que este factor es mucho más (por así decirlo) “operativo” que los otros dos, es decir, está ligado de manera mucho más inmediata a la criminalidad que los factores económico y educativo.

Es evidente que la lucha contra la delincuencia tiene que contemplar estos y otros factores y atacar los problemas en sus respectivas áreas. Una sociedad de gente bien comida pero imbuida de valores despreciables seguirá produciendo criminales, al igual que una sociedad de gente bien educada pero viviendo en la inopia. Un régimen dictatorial, en cambio, inclusive con una población viviendo en niveles de subsistencia y con niveles de educación muy bajos de todos modos podría, con una legislación adecuada y cuerpos policiacos y judiciales suficientemente confiables, mantener bajo control a la casta de criminales. De hecho algo ligeramente parecido a eso era lo que pasaba en los antiguos países socialistas de Europa Oriental. En Varsovia, en los años 70, se podía uno pasear a las 3 de la mañana por toda la ciudad y no le pasaba absolutamente nada. Claro que siempre hubo pequeños ladrones, alguno que otro estafador, etc., pero es innegable que los niveles de criminalidad en aquellos países eran increíblemente bajos, sobre todo comparados con los de América Latina, de África o inclusive con los de los Estados Unidos. De ahí que podamos inferir que el principal frente, el ámbito en el que de manera más decisiva se juega el éxito o el fracaso de la criminalidad, es ante todo el de lo policial y de lo jurídico. México, hay que decirlo, está a nivel mundial a la vanguardia en lo que concierne a las tasas de criminalidad (secuestros, asesinatos, violaciones, etc.). Por ejemplo, en lo que a asesinatos de periodistas concierne nos llevamos la presea de oro.

Confieso que las consideraciones de carácter social, las predicciones o proyecciones más o menos probables, las estadísticas y en general toda clase de correlaciones empíricas no son particularmente de mi interés, por lo que no me ocuparé ni de las relaciones entre el crimen y la economía ni de las que se dan entre el crimen y la educación. En cambio las relaciones entre el crimen y las leyes me interesan más por lo que me propongo examinar, de manera muy general, el tema de modo que podamos responder a preguntas como las siguientes: ¿quién tiene razón: quien aboga por el slogan de que nadie puede hacerse justicia por cuenta propia o quien sostiene que ese principio vale sólo si se vive en una sociedad en la que la gente está de hecho protegida? O planteado de otra manera: ¿es justificado el enojo de quienes ven en la ejecución del asesino de Valeria un vulgar homicidio más o está justificado el pueblo en sentir júbilo por su ejecución?¿Quién está en lo correcto: los legisladores o el pueblo?¿Por qué habría que optar: por una justicia que, por las razones que sean, nunca llega, nunca se materializa, o por el justiciero que elimina a bandoleros para proteger a personas que iban a ser de una u otra manera violentadas?¿Quién tiene razón: el abogado o el sentido común?

Independientemente de si se le acepta o no en su totalidad, hay un texto sagrado, a saber, El Antiguo Testamento, el cual sin duda alguna contiene algunas consideraciones esenciales sobre la justicia. Así, en Éxodo 21, precisamente cuando se enuncia lo que podríamos considerar como la legislación básica del pueblo hebreo, claramente se dice “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (24). Esto es la universalmente conocida “Ley del Talión”. ¿Por qué es tan importante este principio?
Yo pienso que la Ley del Talión nos da la esencia de la justicia. Por lo pronto, tiene dos implicaciones de primera importancia:

a) rechaza la impunidad
b) equilibra el castigo

Lo primero que la Ley del Talión nos enseña es que no puede haber una sociedad justa en la que se cometan arbitrariedades, actos delincuenciales, crímenes de la clase que sean si no se tiene previsto un castigo para ellos. En otras palabras, lo que no puede suceder, en aras de la justicia tanto divina como humana, es que se cometa algún acto ilegítimo en contra de alguien y que no se haga nada al respecto, que no pase nada. Aprendemos la lección cuando entendemos que el principio en cuestión se encuentra en los fundamentos no sólo de la sociedad hebrea de aquellos tiempos, sino en los de cualquier sociedad humana posible. Sólo en una sociedad en la que las personas no tienen el mismo valor, en donde hay jerarquías entre humanos, en una sociedad racista o de algún modo segregacionista, en una sociedad en la que pueden cometerse actos de agresión en contra de una persona sin que se busque en serio castigar al culpable, la Ley del Talión no vale. En otras palabras: hay que optar: ¿qué se prefiere ser: segregacionista o partidario de la Ley del Talión? Me parece que la respuesta podría ser: “Hasta la duda ofende!”.

Por otra parte, desde luego que es correcto castigar a quien cometió un ilícito sólo que el sentido común, incorporado en la Lex Tallionis, deja en claro que el castigo del culpable tiene que caer dentro de cierto marco, es decir, no puede ser ni excesivamente blando ni demasiado duro. En verdad, esto es una idea con la que hasta el mismísimo Aristóteles habría estado de acuerdo. En su formulación clásica no se nos dice ojo por ojo y diente, ni ojo y diente por ojo, sino simplemente ojo por ojo. O sea, la sanción tiene que ser más o menos equivalente al daño ocasionado; de lo contrario se vuelve a caer en la injusticia. Ahora bien, se ha objetado que es imposible aplicar literalmente la Ley del Talión: es obvio que no se le va a cortar la oreja a quien cortó la oreja de alguna persona, que no se le va a sacar los ojos a quien le sacó los ojos a otra persona y así sucesivamente. Pero esto no es una objeción propiamente hablando. Tal como la conocemos, la Ley del Talión es simplemente una fórmula expresada en un lenguaje no literal, dado que esa es la única clase de formulación a la que se puede recurrir cuando no se tiene una constitución, un código (penal, por ejemplo) bien elaborado, con artículos precisos, etc. El pensamiento quedó enunciado de manera tan brillante que se puede recurrir a él en prácticamente cualquier situación imaginable.

Un problema para los legisladores en general era encontrar algún o algunos castigos que siempre pudieran infligirse, puesto que era demasiado complicado tener tantos castigos como delitos, pues entre otras cosas ello haría inviable la impartición de justicia. Los castigos a los que se redujeron todos los demás fueron finalmente dos: multas y privación de la libertad. A partir de ese momento lo que se requiere son convenciones: para tal delito, tal multa o tantos días de cárcel. Debe quedar claro que para la elaboración de las listas de castigos no hay ciencia alguna: todo depende de las intuiciones de quienes elaboran las leyes, de sus prejuicios, de su sentido común, de las tradiciones prevalecientes en su marco cultural, etc. Dicho de otro modo, estrictamente hablando en los códigos penales no hay nada objetivo. El Derecho no es una ciencia natural más. Para un mismo delito, las leyes de Noruega, las de Bolivia y las de Tailandia pueden reservar castigos diferentes. No obstante, detrás de todos ellos, implícitamente, sigue vigente la Ley del Talión. Pero ahora ¿en qué consiste el problema? En que dada la hipocresía de nuestros tiempos, se pretende ponerle un límite al rango de aplicación de tan útil ley: lo que se pretende es, por un sinnúmero de vericuetos y túneles argumentativos, limitar por principio el alcance de la Ley del Talión de manera que ésta no se aplique a quienes asesinan a otras personas. En los casos más terribles no se quiere aplicar lo de ojo por ojo. ¿Por qué hablo de hipocresía en este contexto? Me refiero a un rasgo de la cultura actual. Como resultado de sus actuaciones en sus respectivos ámbitos, los políticos y los juristas de hecho condenan diariamente a muerte a miles de personas, pero se sublevan indignados ante la idea de juzgar y condenar a muerte a un detestable criminal del fuero común. O sea, los políticos de todo el mundo, los portavoces de la democracia, los defensores de derechos humanos, toda esa ralea de administradores públicos y de legisladores y juzgadores convive tranquilamente con la realidad de niños calcinados por bombas de fósforo o ahogados a la mitad de su travesía en el Mar Mediterráneo, con la de cientos de miles de mujeres convertidas en esclavas sexuales, con la de multitud de asesinatos de personas cuyos cadáveres van a dar a fosas clandestinas, etc. Todo eso ellos lo aceptan y conviven apaciblemente con ello, pero en cambio no toleran la idea de condenar legalmente a muerte al asesino de una niña. Por paradójico que parezca, es precisamente para los casos graves para los cuales la Ley del Talión es rechazada. Naturalmente, si uno rechaza lo que constituye el núcleo de la justicia, cualquier situación, por absurda que sea, se puede dar. Supongamos, por ejemplo, que una persona mata a otra y que, por razones “humanitarias” no se le condena a muerte sino a un cierto número de años de cárcel. Digamos que se tasa la vida de la persona asesinada en, por decir algo, 25 años de reclusión. Pero supongamos ahora que el delincuente en cuestión asesinó a 2 personas: ¿cuál es entonces el castigo justo? Uno diría, haciendo aritmética elemental, 50 años. Pero ¿y qué tal si el sujeto en cuestión asesinó a, digamos, 15 personas? Hay muchos asesinos así. Uno se pregunta: ¿qué caso tendría dictarle una pena de 375 años? Eso sería más bien como mofarse de la sociedad en su conjunto. Por otra parte, una cosa es matar por algún agravio terrible y otra violar y matar a sangre fría a una persona indefensa, inocente, con un futuro por delante, miembro de una familia que queda destrozada hasta el fin de sus días. En este segundo caso: ¿también 25 años de prisión sería un castigo justo? Me parece a mí que forma parte de la discusión la sugerencia a quienes pretenden mutilar nuestro concepto de justicia que por un momento imaginen que la persona despiadadamente asesinada es su hija o su hermana. ¿Seguirían manteniendo su ecuanimidad y actitud “humanista”? A todos nos encantaría conocer el resultado de ese “experimento de pensamiento”. Pero regresando al punto importante: es un hecho que la justicia mexicana no aplica ni respeta la Ley del Talión para los casos realmente graves, ostentosamente ofensivos para la sociedad. El Estado mexicano es, pues, esencialmente injusto.

La sociedad mexicana, sin embargo, no siempre lo es y de cuando en cuando se inconforma con las decisiones que le imponen. Es por eso que nos encontramos con ese contraste brutal de reacciones, esto es, las reacciones de académicos, políticos y leguleyos que repiten como pericos “Nadie debe hacerse justicia por su cuenta” y la de las personas que sienten que “por fin se hizo justicia”. Yo pregunto: si efectivamente “se hizo justicia: ¿importa mucho quién la hizo? El ideal, evidentemente, no es que cada quien “se haga justicia” por cuenta propia. El problema con esto es que quien dice que se hace justicia por cuenta propia las más de las veces comete una injusticia, delinque para hacer algo que no tiene justificación. Eso no es hacerse justicia por cuenta propia. Eso es ser un delincuente descarado. El verdadero dilema es: ¿qué es mejor, psicológica y socialmente: que se cometa una injusticia por negarse a imponer el castigo merecido o que se haga justicia al margen de la ley? Es a esa pregunta que los legisladores y políticos nacionales tienen que responder ofreciendo razones. ¿Por qué es mejor la primera opción?¿Por qué es mejor no violar la ley y dejar intacta una situación de injustica que corregir una situación injusta violando la ley? Lo que aquí se necesita son argumentos, no meros pronunciamientos.

Difícilmente podría negarse que en gran medida la lamentable situación que prevalece en México tiene entre sus causas la corrupción jurídica (no nada más la judicial). Desde luego que el espectáculo de un linchamiento es espantoso, pero no lo es menos el de la situación en la que el pueblo se queda con hambre y sed de justicia. Yo me pregunto una y otra vez: ¿realmente sería peor el mundo (o México al menos) si se implantara en el país la pena capital para crímenes como el de Valeria, si se eliminara a través de un juicio a asesinos seriales, a grandes criminales del fuero común, a gente que sin derecho alguno privó de la vida a otras personas causándole con ello un tremendo daño a sus seres queridos?¿No oyen los constructores de nuestro marco legal lo que a gritos les dicen las reacciones espontáneas de la gente? Y respondiendo a las preguntas que planteamos más arriba: ¿no está justificada la reacción de júbilo de la población ante la noticias de la ejecución del violador y asesino de Valeria?¿No era ese un derecho que tenían los padres de la niña, un derecho del cual la legislación vigente los había privado pero que, casualmente, otros delincuentes, por las razones que sean, les restituyeron?¿No está la figura del justiciero (del Robin Hood local) reivindicada y sancionada por el pueblo, quien por fin encuentra a un defensor real? Y, por otra parte, ¿no se supone que en los sistemas democráticos es del pueblo de donde emana la soberanía?¿No es en la democracia el pueblo el que manda y no se supone que nosotros vivimos en una democracia?¿Por qué entonces tienen primacía los prejuicios y las preferencias de los legisladores sobre el sentir popular? Si las reacciones de la gente sirven de alguna manera como termómetro para medir el grado de auténtica representación de los intereses populares en las esferas del poder, lo menos que podemos afirmar es que el pueblo y sus dizque representantes en los poderes de la Unión viven en dos universos que, como las galaxias en el cosmos, cada día se alejan más uno del otro.

Venezuela 1 – México 0

Tal vez deba empezar por señalar que no me estoy refiriendo al partido de fútbol de la Copa Mundial Sub 20 en el que Venezuela venció a México por ese marcador. Me estoy refiriendo a la lastimosa derrota diplomática sufrida no por México sino por su representante ante los países del mundo, el candidato de Enrique Peña Nieto a la presidencia de la República, el mediocre Secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray. Dicha derrota tiene que ser explicada y comentada. Hagamos, pues, eso.

Lo primero que tenemos que hacer es sacar a la luz los elementos del bochornoso suceso. Cualquier evento, para ser debidamente comprendido, requiere ser contextualizado. En este caso son dos los ingredientes básicos: la creciente crisis del Estado venezolano y el despreciable y cada vez más descarado lacayismo del gobierno de México frente a las administraciones norteamericanas. Dado que esto último es algo a lo que se nos ha acostumbrado desde hace ya muchas décadas, mucha gente lo ve como algo más o menos normal, pero sería bueno que recordara que no siempre fue así y, sobre todo, que no tiene por qué ser así. Pero vayamos por partes.

Que la situación en Venezuela es desastrosa todos lo entendemos, pero lo que no siempre se entiende es por qué. La respuesta no es muy difícil de dar: muy a grandes rasgos, porque los Estados Unidos no van a dejar vivir en paz a ningún país, y menos de América Latina, en el que se pretenda implantar un modo de vida diferente al que conviene al status quo mundial y que básicamente ellos modelan e imponen. No es ciertamente el bienestar del pueblo de Venezuela lo que les importa, sino su petróleo, sus playas, su posición estratégica, etc. La Revolución Bolivariana luchó exitosamente en contra de multitud de vicios típicos del capitalismo tercermundista: analfabetismo, delincuencia organizada, feudalismo agrario, corrupción, saqueo de la riqueza nacional, etc., al tiempo que introdujo una nueva ideología de corte socialista hábilmente camuflageada bajo la inatacable imagen del Libertador, Simón Bolívar. Liderada por el comandante Chávez, Venezuela inició una nueva vida en la que, por primera vez en ese país, los intereses de clase de la población se hicieron valer y se vieron protegidos. Eso es verdadera democracia. Naturalmente, esa protección sólo se alcanza si se logra romper con el yugo de los industriales, los banqueros, los grandes terratenientes y demás miembros de la élite económica del país y Chávez lo logró. Con un líder tan carismático como él a la cabeza, Venezuela se convirtió en muy poco tiempo en el país políticamente vanguardista en América Latina y, por consiguiente, en el más incómodo para Washington. Desde el punto de vista de los intereses norteamericanos era imperativo detener a cualquier precio el proceso venezolano y ello empezó con el aniquilamiento físico del líder de la Revolución Bolivariana. No nos engañemos: Chávez murió como Arafat, es decir, asesinado. Es cierto que tuvo cáncer, pero lo que no se aclaró nunca es si el cáncer fue inducido. Nunca lo vamos a poder demostrar pero en realidad eso no importa, porque lo que importa es el significado político de su muerte: políticamente, el comandante Chávez fue asesinado puesto que ver en su deceso un mero fenómeno natural es políticamente dañino y en el fondo tanto torpe como ingenuo. Y la prueba política de que su muerte no fue un fenómeno de la naturaleza es que ya sin su líder resultó más fácil echar a andar el complejo proceso de desestabilización del país. Para eso no hay en el mundo nadie más apto que los aparatos de Estado norteamericanos: la CIA, el Departamento de Estado, el Pentágono. Lo que en cambio nadie se esperaba es que el sucesor de Hugo Chávez, Nicolás Maduro, resultara un hueso tan duro de roer y ello por varias razones. Primero, porque por su condición de clase, Maduro no traicionó los ideales del chavismo y, segundo, porque por su carácter mostró que es un hombre decidido y valiente. Él sabe perfectamente bien lo que le espera el día que lo saquen de la Casona, esto es, la residencia presidencial, y por lo tanto no va a titubear en la defensa de la soberanía de Venezuela. Ahora ¿cómo se orquesta un programa de desestabilización? La CIA debe tener manuales de ello. Detengámonos un momento en este punto.

¿Cómo se destruye un régimen político? Entran en juego muchos y muy diversos factores, pero por lo pronto podemos apuntar a acciones coordinadas en al menos los siguientes 5 frentes: el frente militar, el económico, el interno, el propagandístico y el político-diplomático. En el caso de Venezuela, hace lustros que la prensa mundial se ejercita cotidianamente desinformando a la población mundial. CNN, por ejemplo, ha sido atrapada en mentiras flagrantes, deformando de manera monstruosa lo que sucedía en las calles, con reportajes no ya tendenciosos sino abiertamente falseadores de la realidad. En los canales de televisión tanto nacionales como internacionales todos vimos una y otra vez lo que parecían inmensas manifestaciones populares en contra del gobierno legalmente establecido de Maduro, pero si veíamos la misma aglomeración desde otro punto de vista nos dábamos cuenta de que todo había sido una ilusión visual: no había masas, sino un reducido grupo de personas protestando. En cambio, de las colosales manifestaciones populares de apoyo al gobierno nunca se supo nada. Trucos como esos abundan y son aprovechados sistemáticamente. En el frente interno nunca faltan, como bien sabemos, los agitadores profesionales, los pseudo-héroes presentados como mártires caídos en la lucha “por la democracia”, una retórica tan vacua que ya se tornó inefectiva. Leopoldo López y Henrique Capriles ejemplifican a la perfección a los líderes del sabotaje interno, a los dirigentes encargados de sembrar el odio entre la población y las peores actitudes frente al gobierno. En el frente militar lo que hasta ahora encontramos son las bases en Colombia, los movimientos de tropas, los ejercicios militares, todos esos movimientos diseñados para generar temor entre la población, inquietud en los militares, preocupación entre los políticos. Sobre las agresiones comerciales y financieras habría tanto que contar que no podríamos hablar de otra cosa. Las fluctuaciones brutales en los precios del petróleo son el resultado de manipulaciones para acabar con la gran fuente de divisas con lo cual se le cierran a Venezuela las puertas a los mercados internacionales para la compra de medicinas, comida y toda clase de mercancías. ¿No recuerda nadie estas tácticas aplicadas en, por ejemplo, Chile, durante el gobierno de Salvador Allende? Dejemos que, velozmente, Neruda nos las traiga a la memoria:

Honor a la victoria apetecida
Honor al pueblo que llegó a la hora
A establecer su derecho a la vida
Pero el ratón acostumbrado al queso
Nixon, entristecido de perder,
Se despidió de Eduardo con un beso
Cambió de embajador, cambió de espías
y decidió cercarnos con alambres.
No nos vendieron más mercaderías
para que Chile se muriera de hambre
Cuando la Braden les movió la cola
Los momios apoyaron la tarea
gritando Libertad y Cacerolas
mientras que los patrones victimarios
pintaban de bondad sus caras feas
y disfrazándose de proletarios
decretaban la huelga de señores
recibiendo de Nixon los dineros
Treinta monedas para los traidores.

El esquema de la agitación, el sabotaje, el boicot y todas las demás técnicas de desestabilización han sido puestas en práctica en Venezuela. Nos faltaba la presión política y diplomática. Y es aquí que el gobierno de Peña Nieto hace su aparición a través de deplorables y ridículas denostaciones por parte de un Secretario de Relaciones Exteriores que a ojos vistas no tiene la menor formación ideológica y que no pasa de ser un burócrata infectado de aspiraciones presidenciales. Con un gesto acartonado e inexpresivo, Videgaray critica en los foros latinoamericanos en los que se presenta, el “ataque a la democracia” que en realidad no es otra cosa que la defensa que hace un gobierno legítimo de la soberanía de su país. Pero me parece que estamos hablando en un lenguaje que en México hace mucho tiempo dejó de emplearse: “soberanía”, “intervencionismo”, “defensa del patrimonio nacional”, etc. Ese no es el léxico que manejan los políticos mexicanos desde por lo menos la época de Miguel de la Madrid. El problema es que en este caso las cosas no le funcionaron al pobre aprendiz de diplomático, porque ni tarda ni perezosa la Ministra de Relaciones Exteriores de Venezuela le hizo un recordatorio muy pertinente de su falta total de autoridad moral para criticar al gobierno bolivariano de Venezuela. ¿Qué le señaló la Ministra Delcy Rodríguez al canciller mexicano? La verdad es que estuvo formidable, clara y directa. Empezó por recordarle el enojoso caso de su enriquecimiento semi-incomprensible al adquirir una propiedad de millones de pesos justo cuando estallaba el escándalo de la Casa Blanca que tan mal parado dejó al presidente y a su esposa. Le recordó que México es el país en donde más mueren periodistas y en donde, por lo tanto, la libertad de expresión se ha ido reduciendo a su más mínima expresión. No tuvo empacho en señalarle que en Venezuela no ha habido casos como el de Ayotzinapa, no aparecen decenas de cadáveres en decenas de tumbas clandestinas y que si bien Venezuela tiene problemas económicos graves por lo que de hecho es un bloqueo semi-continental no presenta el cuadro crónico de injusticia social y de desproporciones económicas que presenta nuestro país, un país con uno de los niveles más bajos en el sector educativo, dicho sea de paso (diga lo que diga el inefable Secretario de Educación Pública, quien nos exhorta a que convirtamos México “en el mejor país del mundo” (sic), frase pronunciada en una alocución en la que estaba presente el Ministro de la Defensa Nacional, una fantochada que sólo el pueblo de México se traga). La Ministra tuvo a bien recordarle a su par mexicano que México es un país en donde florece el narcotráfico, el tráfico de personas y que se vive en una atmósfera de permanente violencia. Yo creo que nosotros podríamos añadir que vivimos también en el país del fraude electoral por excelencia y que ese fraude lo orquesta el partido político al que el Secretario Videgaray pertenece. La pregunta es entonces: ¿le vamos a conferir, por lo menos nosotros, los mexicanos, algún valor a las palabras de un individuo que adquieren peso sólo porque ocupa un puesto importante en la actual administración, de un sujeto que dejó su puesto en la Secretaría de Hacienda un par de días antes del gasolinazo, que dejó un peso ultra-devaluado y cuyo único mérito político consiste en haber invitado a Trump durante la campaña de este último, una arriesgada apuesta política que habría podido costarle mucho a México si H. Clinton hubiera ganado? Yo coincido con el diagnóstico de Delcy Rodríguez: las acusaciones de Videgaray son simplemente “infames”.

Lo que no deja de ser francamente ridículo es la respuesta de Videgaray. Frente a una crítica tan explícita como la de la ministra venezolana, lo menos que se podía esperar era una contestación vigorosa, en términos de principios tanto políticos como morales, una defensa profesional y articulada de México. Pero no fue esa la posición de nuestro ilustre Canciller y ello, desafortunadamente, es hasta cierto punto comprensible. Lo indefendible es indefendible y no hay nada que hacer al respecto. Su respuesta fue (y lo cito verbatim): “México no responderá a los señalamientos en contra del gobierno mexicano que ha hecho la ministra de Relaciones Exteriores de Venezuela, Delcy Rodríguez”. Y afirmó también que “No vamos a responder a esas provocaciones, ni a responder calificativos con calificativos” (!). Pero es obvio que nadie estaba pidiendo un intercambio de insultos, porque lo que la ministra Rodríguez aseveró no era una injuria sino una descalificación plenamente justificada. Tampoco era México a quien le correspondía responder, porque la crítica de la ministra venezolana no estaba dirigida en contra del pueblo de México, sino en contra de alguien que se ostenta como su representante ante el mundo y que a final de cuentas no es más que un manipulador más. El Sr. Videgaray no debería echar en saco roto la idea de que para saltar a la tribuna y externar posiciones políticas críticas de otros hay que estar preparado, hay que tener un mínimo de autoridad moral, tener un respaldo político, porque a final de cuentas él está hablando no en su nombre sino en nombre del país, al que hace quedar mal. Pero todo se aclara cuando entendemos que el rol que se le asignó consiste simplemente en ser portavoz de puntos de vista dictados desde otras latitudes y que él repite como grabadora con no otro objetivo que el de congraciarse con quien (aunque por el momento lo niegue) habrá de darle el visto bueno para la carrera hacia la presidencia el año entrante. No hay en verdad otras palabras para calificar su desempeño que ‘vergonzoso’ y ‘patético’.

Yo me inclino a pensar que Venezuela ya pasó el peor momento, el más peligroso. Con el apoyo popular masivo a la Asamblea Nacional Constituyente y la consistente actuación del presidente Maduro, el estado de derecho queda automáticamente asegurado. El apoyo del pueblo a la iniciativa del gobierno ha sido una demostración palpable de participación democrática. Yo creo que nuestros conocidos, los priistas, deberían por fin entender que la fuerza popular no se logra con acarreados, así como los verdaderos ejércitos no pueden ser meramente ejércitos de mercenarios. Qué extraña coincidencia: Venezuela nos ganó uno a cero en futbol y nos volvió a ganar por el mismo marcador en el ring de la diplomacia y la dignidad.

Miedos Mundanos y Miedos Trascendentales

Los fenómenos sociales tienen una forma particular de explicación. Yo me inclinaría por pensar que dicha forma de explicación es más compleja que la de las ciencias naturales, las así llamadas ‘ciencias duras’, si bien (aunque ello es desde luego debatible) quizá menos complicada. Esto que afirmo no es una contradicción, como tal vez estaría tentado de inferir más de uno, puesto que complejidad y complicación son, obviamente, cosas diferentes. Por ejemplo, explicar por qué Julio César fue asesinado en los Idus de marzo requiere de datos simples quizá, pero muy numerosos concernientes a sus planes de guerra, sus dolencias, su creencia en los adivinos y las profecías, su relación con Cleopatra, sus vínculos con los conspiradores, etc., etc.; en cambio, explicar la trayectoria de un cometa requiere de unas cuantas variables pero de cálculos matemáticos complicados. Es en este sentido que digo que las explicaciones históricas son complejas en tanto que las físicas son más bien complicadas. En las ciencias naturales se busca en general proporcionar explicaciones causales, las cuales tienen una estructura harto conocida; en cambio, en las ciencias sociales no es tanto causación lo que interesa, sino que más bien se aspira a cierta clase de “comprensión” que tiene que ver con deseos, motivaciones, tendencias, pensamientos y demás, todo lo cual es enteramente irrelevante en las ciencias naturales. Esto yo creo que es suficientemente claro: no es lo mismo estudiar y manipular cromosomas o procesos como los de oxidación y combustión que entender las motivaciones de un individuo para tomar tal o cual decisión y que lo llevaron a la victoria o a la derrota. Uno controla y por ende predice fenómenos naturales, pero uno “comprende” los eventos humanos, no los manipula ni los reproduce. Batalla de Austerlitz sólo hubo y habrá una a lo largo de la historia de la humanidad. Es cierto que en algunas ciencias sociales se puede también hacer proyecciones (de precios,  de elecciones, etc.), pero los resultados son en general pobres y pueden llegar a ser patéticos. Pero disciplinas como la historia, por ejemplo, no tienen como objetivo “reproducir” casos una y otra vez, sino comprenderlos en toda su complejidad y unicidad. Los fenómenos sociales (las guerras de Napoleón, la conquista de México, la Primera Guerra Mundial, el asesinato de J. F. Kennedy y así indefinidamente) se comprenden sólo si se les contextualiza debidamente, es decir, sobreponiendo planos explicativos unos sobre otros o, si se prefiere otra metáfora, encuadrando las explicaciones dentro de marcos que se van estrechando y que llevan desde lo más general hasta lo más particular del caso, es decir, hasta que llegamos al evento en el que lo que entran en juego son los pensamientos, los deseos, las motivaciones, etc., de los agentes involucrados. Por ejemplo, si queremos comprender el fenómeno de la conquista de América por parte de los españoles tenemos que tener una plataforma básica, la cual muy probablemente sería de índole económico. Eso constituiría el marco más general dentro del cual se irían acomodando poco a poco los complementos explicativos. Así, sobre la base del sistema de producción imperante en la época y de la situación económica prevaleciente podríamos insertar el conocimiento científico y los avances tecnológicos de la época: la geografía de los mares, las técnicas de navegación, el retraso armamentista de los pobladores del Nuevo Mundo, etc. Esto constituiría otro marco que contribuye a la explicación global o total del fenómeno que nos interesa. Posteriormente podríamos incluir las intrigas palaciegas y diplomáticas, el poder de la Iglesia Católica, la derrota de los moros, etc. Por último, podríamos incorporar cosas como las ambiciones personales de los Reyes Católicos, los sueños de los navegantes y comerciantes, etc. Lo que quiero sostener es que es sólo si se nos ofrece una descripción de corte piramidal como la delineada que el fenómeno histórico conocido como ‘conquista de América’ resulta comprensible. Dicho de otro modo: si lo que queremos es explicar y comprender el crucial suceso histórico que fue la conquista de América, lo único que no se debería hacer es tratar de ofrecer simplistas explicaciones de la forma (p causó q), aunque vengan acompañadas de leyes, precisamente porque lo que no se estaría ofreciendo sería una explicación de tipo causal estándar, de corte puramente mecanicista. Desde luego que se requiere de datos y de conjuntos de leyes naturales para explicar fenómenos naturales, pero se requiere de todo un entramado de datos, acomodados jerárquicamente, para dar cuenta de situaciones humanas (de orden histórico, social, político, etc.), las cuales requieren o presuponen un trasfondo, puesto que son significativas de un modo en el que los fenómenos naturales (el surgimiento de una estrella, la estructura de las esmeraldas, las propiedades del tejido nervioso, etc.) no lo son.

Lo anterior viene a cuento por lo siguiente: me interesa llamar la atención del lector sobre el hecho de que hay, por ejemplo, fenómenos culturales que quisiéramos explicarnos y que no se sabe bien a bien cómo hacerlo. Deseo sugerir que eso sucede muy a menudo precisamente porque lo que se intenta hacer es tratar de generar una explicación que para los fenómenos sociales de que se trate que no es de la clase apropiada. La noción de causa, ya sea en el sentido aristotélico-tomista de causa eficiente (“a es la causa de b”) ya sea en el sentido de explicación causal tal como se ejemplifica a través del modelo nomológico-deductivo (Leyes + datos referentes al caso particular), es prácticamente inservible en las disciplinas que se ocupan de “lo humano” y como es a esa noción de causa precisamente que una y otra vez se apela para dizque dar cuenta del fenómeno que nos interesa, a lo que se termina es a un fracaso. Un fracaso en las ciencias de lo humano, en la historia por ejemplo, equivale a no comprender por qué sucedió lo que sucedió. Con esto en mente, podemos ahora examinar el tema en torno al cual quisiera permitirme divagar un poco.

Es obvio que los seres humanos responden conductualmente de un sinfín de maneras a las múltiples estimulaciones que todo el tiempo los están afectando. Así, por ejemplo, si le tocan el claxon con insistencia a alguien, la persona en cuestión puede responder bostezando, otra podría empezar a conducir más lentamente aún, otra podría bajar el vidrio y gritarle algo al conductor impaciente, otra persona podría bajarse furiosa de su auto e increpar al osado conductor, etc. ¿Hay alguna ley que permita predecir qué pasa cuando le tocan el claxon a uno en forma impertinente? La respuesta es simple: no! No hay tal ley. Inclusive la misma persona en dos ocasiones diferentes puede actuar de dos modos completamente distintos. Este ejemplo es de una situación muy simple. Las hay más complejas, pero antes de abordar una que en particular me interesa considerar, necesito hacer un par de veloces recordatorios.

El primero tiene que ver con la verdad casi trivial de que los seres humanos actúan a menudo en función de los miedos que sienten. Sin duda que el miedo es, por así decirlo, un motor muy efectivo para la acción. Nadie podría seriamente cuestionar el hecho de que las personas hacen o dejan de hacer muchas cosas por miedo de que algo en particular suceda o les suceda. Así, pues, el miedo, usando el término en forma muy general de modo que queden incluidas bajo dicho rubro todas las sub-clases o variedades de miedo (miedo al castigo, miedo a la difamación, miedo físico, miedo a sentirse abandonado, etc., etc.) fija límites a las potenciales acciones de la gente. Llamaré a los miedos de que algo nos suceda aquí y hora ‘miedos mundanos’. Eso por una parte.

Por la otra, y este es mi segundo recordatorio, quisiera traer a la memoria el hecho de que la ciencia ha contribuido de manera contundente y definitiva a cancelar ciertos miedos que en otros tiempos los seres humanos tenían. Esto ha sido evaluado como una saludable consecuencia liberadora de la investigación científica, pero a mí me parece que esa loa se puede poner en entredicho y en un momento diré por qué. Por lo pronto, lo que es innegable es que, paulatina pero inexorablemente, la ciencia (la física, la biología, la química, etc.) fue destruyendo todo o casi todo el sistema de creencias que mantuvo unificado al mundo occidental por lo menos durante 10 siglos. Me refiero, claro está, a las creencias religiosas como la creencia en la creación a partir de la nada, la creencia en la encarnación de Dios en su Hijo, etc., etc., y, desde luego, a la creencia en un Juicio Final o supremo, así como las ideas de premio o castigo eternos que dicha creencia trae aparejadas. Lo que me interesa destacar de esto es simplemente el hecho de que durante siglos la gente vivió con esas creencias, es decir, se las tomaba en serio. Dicho de otro modo: movida o limitada, según quiera verse, por un terrible miedo, por el gran temor que inspiraban el infierno y el sufrimiento eterno por los pecados cometidos en la Tierra, lo cierto es que de hecho la gente hacía o dejaba de hacer multitud de cosas en función de dichos miedos. Era porque la gente se tomaba en serio la creencia de la vida después de la muerte y de un potencial y terrible castigo si no se había conducido en esta vida en concordancia con determinados cánones, es decir, porque estaba inspirada en el miedo, que mucha gente al menos no estaba dispuesta a arriesgar tanto y por consiguiente a realizar determinadas acciones. Llamemos a estos miedos ‘miedos trascendentales’.

El desarrollo científico acabó con ese sistema de creencias y lo hizo, por así decirlo, de manera imparcial: acabó tanto con su faceta cognoscitiva como con su faceta edificante. Ahora gozamos de una visión científica del universo y de la vida; en otras palabras, ya no tenemos ni, en un sentido importante, volveremos a tener una concepción religiosa del mundo. En el mundo no hay retrocesos. Qué acabe con la visión científica del mundo es imposible de prever, pero que la ciencia acabó con la religión es tan innegable como ‘2 + 2 = 4’. Lo que no se puede negar, sin embargo, es que ese cambio de paradigma resultó muy costoso. El mundo ya no es un milagro, sino algo que se explica causalmente. Lo mismo con la vida: dejó de ser una maravilla para convertirse en un fenómeno natural más, subjetivo cuando mucho. Obviamente, la gran ventaja que la ciencia acarrea consigo es que permite manipular los fenómenos naturales, cosa que ciertamente la religión nunca pudo hacer. Cuando faltaba el conocimiento, la gente se confiaba a asociaciones más o menos aceptables, inducciones fáciles, correlaciones obvias (presentadas en ocasiones como milagros). etc., y sobre todo a una fe ciega en que las cosas no iban a ir tan mal porque había un Ser Supremo que estaba cuidando del mundo. Ahora nos atenemos a lo que nos dicen los eruditos médicos, los calculadores astrofísicos, los controladores de la vida, es decir, los biólogos, etc. Antes era más simple: la gente confiaba en Dios y así vivía y moría.

Huelga decir que con el triunfo arrollador de la ciencia no se acabaron los miedos. Sería grotescamente ridículo pensar algo así. Yo supongo que después de ver un video del estallido de una bomba de hidrógeno hasta el más valiente de los inconscientes sentiría pavor si el personal apropiado le dijera de manera convincente que le van a dejar caer en la cabeza una bomba así allí donde está. Por lo tanto, el miedo sigue llenando la vida de la gente, pero lo que el triunfo de la ciencia significa es, si nos referimos a los miedos, simplemente el triunfo total de los miedos mundanos sobre los miedos trascendentales. Ahora la gente sólo tiene miedos mundanos: miedo de que la asalten, miedo a enfermarse, miedo a que su hijo no nazca sano, miedo a que la esposa lo traicione con su mejor amigo, miedo a que le nieguen el ascenso, etc., etc. Los miedos son de este mundo y no hay más. Pero, y este es el punto que estaba interesado en establecer como parte de una explicación que sin duda tendría que incorporar muchos más factores para ser completa, esta sustitución de una clase de miedos por otra no es en lo absoluto inocua sino que es más bien tremendamente dañina, de consecuencias nefastas, y eso es algo que, si aceptamos las premisas aquí introducidas, será difícil rechazar.

Consideremos brevemente el repulsivo juego de la vida política contemporánea. Si no estoy en un error y en concordancia con lo que he venido sosteniendo, la primera condición para ser un político exitoso es haber aprendido a tener sólo miedos mundanos. ¿A qué le temen los políticos en general (y muy en especial los nuestros, con las honrosas excepciones de siempre)?¿A tener cargos de conciencia? Sería hasta chistoso pensar algo así! ¿A sentirse mal por haber defraudado al pueblo que depositó en él su confianza y sus esperanzas? No pensemos como niños! Eso es lo que menos les importa. Temores típicos de los políticos de nuestros días, tanto en México como en cualquier otra parte del mundo puesto que la ciencia impera en todo el planeta, son, verbigracia, el temor de que se les descubran desfalcos al presupuesto nacional, negocios turbios con voraces compañías trasnacionales, que no puedan ocultar su enriquecimiento ilícito y éste salga a la luz pública, que los atrapen pactando y haciendo negocios con traficantes de la índole que sea, que si mandaron matar a personas porque estorbaban en sus planes se les asocie con los crímenes de que se trate, que si vendieron a su país y comprometieron a las generaciones venideras con un futuro peligroso y sin mayores perspectivas de crecimiento y felicidad para millones de personas sus hijos no tengan ni idea de quiénes fueron sus padres o madres (aquí ciertamente sí se da la igualdad de género) y así ad infinitum. Pero ¿le teme el político actual al juicio de la historia?¿Lo mueven sentimientos de solidaridad y de obligación hacia la gente pequeña, hacia la gente modesta y sencilla, que de uno u otro modo depende de él?¿Lo guía para su toma de decisiones alguna consideración sobre el bien y el mal, sobre el sentido de la vida humana, sobre su oportunidad desperdiciada de hacer algo por los demás en esto que es su única vida? Yo creo que se tendría que ser, en el sentido de la novela del gran F. Dostoievsky, un “idiota”, para razonar de esa manera. Dostoievsky sí sabía de lo que hablaba, puesto que mejor que nadie él expresó la idea que aquí nos mueve: si Dios no existe, todo está permitido. Y lo que sucede en el terreno de la vida política no es más que una de las múltiples consecuencias negativas operadas por medio de la ciencia. A mi modo de ver es evidente que la ciencia y lo trascendental, bueno o malo, son simplemente incompatibles. Si esto es acertado, entonces estamos en posición de elaborar un diagnóstico del político de nuestros tiempos: un rasgo fundamental del político actual, del nivel que sea, es que es esencialmente irreligioso; sus ambiciones son inmanentes y los límites de su acción sólo los fijan las correlaciones de fuerza. No hay mucho más detrás de un político actual común.

Si bien el caso de la política en el sentido de ‘manejo del Estado día con día’ es probablemente el más conspicuo ciertamente no es el único ámbito del que fueron expulsados los miedos trascendentales. Eso que se llama ‘terrorismo’, sobre todo (aunque no únicamente) el estatal, esto es, el que es totalmente impersonal, burocrático, a distancia, masivo y que es tan representativo de nuestra cultura científica (una cultura en la que una persona no es más que un expediente, un número), muy probablemente habría horrorizado hasta al más cruel de los emperadores chinos. Todo en la vida, esperanzas y temores, objetivos y peligros, sentimientos y relaciones personales, éxito y fracaso, todo eso y más quedó violentamente circunscrito a lo inmanente, a lo terrenal, a lo inmediato. Todo se evalúa en función de lo que se gana y se pierde ahora. Y eso, obviamente, tiene el efecto de desligar a las personas de todo lo que es profundo, realmente valioso, importante. Ese es el mundo que con un ímpetu imparable la ciencia contribuyó a crear. Con la ciencia todo se convirtió en objeto y todo objeto en (por lo menos en principio) adquirible y manipulable. El problema es que al mismo tiempo con ello se extinguió el sentido natural de la vida y si bien nos dejó dueños del mundo también nos dejó cada día más perdidos en él.

 Regreso en dos semanas, Deo volente!

Sobre la “Reforma Educativa”

A la rabiosa jauría desatada en contra del candidato del pueblo, el Lic. Andrés Manuel López Obrador, se sumó la semana pasada el mandamás en turno de la Secretaría de Educación Pública, el Mtro. Aurelio Nuño Mayer. Éste, movido por alguna clase de súbita inspiración, pronosticó que en caso de la eventual victoria del Lic. López Obrador en la competencia por la presidencia de México la famosa “reforma educativa” se vería amenazada y que, muy probablemente, se produciría un retroceso hacia formas superadas de prácticas de corte clientelar, de bien conocidos mecanismos de corrupción como venta y herencia de plazas, sobresueldos, ausentismo, trabajos dentro y fuera de las escuelas y demás. No cabe duda de que el Mtro. Nuño es una persona sumamente discreta, pues entre otras cosas se abstuvo de decir que eso de lo que sin que se haya producido todavía ya acusa al candidato de MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional) es parte de lo que su partido, el PRI, le heredó al país. El descaro de los priistas, hay que decirlo, es realmente fantástico: ellos, que se constituyeron en los maestros del fraude y la corrupción, son quienes ahora acusan a diestra y siniestra a sus adversarios políticos de lo que ellos tan exitosamente institucionalizaron! El Mtro. Nuño habla de peligros potenciales en relación con eventos potenciales, por lo que yo me inclinaría a sostener que su seriedad y su indignación también son potenciales, pero no entraré en el análisis detallado de su conducta verbal porque no es ese realmente el tema que me interesa. Me limitaré a señalar que el Mtro. Nuño ejemplifica a la perfección la práctica camaleónica priista de transformación mágica de un día para otro: el lunes es Jefe de la Oficina de la presidencia y el martes es Secretario de Educación Pública. Ese fenómeno es de lo más común entre los priistas los cuales, con la mano en la cintura, pasan sin problemas de la Secretaría de Hacienda a la de Relaciones Exteriores para luego pasar a la Sedesol (Secretaría de Desarrollo Social) o al Instituto Mexicano del Seguro Social o a la dependencia gubernamental que sea. Eso no importa! Ellos se creen preparados para pasar del sector salud al sector educacional, de éste al energético y así ad infinitum. A todas luces, esa costumbre priista de pasar del amateurismo a la profesionalización (un proceso que les puede llevar hasta 30 años!) a costa del pueblo de México que es quien paga por sus errores de iniciación, llegó para quedarse. En lo que al Mtro. Nuño concierne, dejando de lado su triste papel en el infame caso de la “Casa Blanca” (un caso en el que él defendió lo que hasta el mismo presidente después públicamente consideró que había sido un “error”) y sus poses de lord (sin duda, importados de Oxford, si bien habría que señalar que el “college” en el cual él estuvo, esto es, St. Anthony’s, que es un colegio básicamente para graduados y extranjeros, ni siquiera tiene “formal dinners”, que son de la clase de prácticas típicas de Oxford de las que se le habría podido impregnar algo que permitiera explicar sus actitudes de barón, tan fuera de lugar en un universo como el de la SEP), no podemos menos que preguntarnos sobre qué bases puede él desarrollar una auténtica reforma educativa, pensada para los niños y las niñas de este país, cuando él se formó en una universidad católica privada. ¿Qué contacto tuvo él antes de llegar al puesto que ahora ocupa con alumnos y maestros de ciudades pequeñas diseminadas a lo largo y ancho de México, de zonas agrarias, con escuelas públicas aquí mismo en la ciudad de México, en la Candelaria de los Patos, en la Merced, en Tláhuac, etc.?¿Qué visión de lo que es y debe ser la educación nacional puede brotar de alguien que habla como hacendado y que llegó al puesto por una jugada de ajedrez político, pero ciertamente no por méritos pedagógicos o relacionados con el sector educativo? Todo esto hace pensar que cuando hablamos de “reforma educativa” se puede estar hablando de cosas muy diferentes según quién use la expresión. Por lo pronto, yo estoy persuadido de que el Mtro. Nuño y el Lic. López Obrador tienen en mente cosas distintas cuando hablan de “reforma educativa”. Propongo entonces que, para aclararnos a nosotros mismos qué está en juego le echemos un vistazo al “Modelo Educativo” que, de acuerdo con los miedos del Mtro. Nuño, podría verse en grave peligro en caso de que el candidato de MORENA ganara, como la razón indica que debería suceder, la presidencia de la República el año entrante.

Antes de entrar en materia permítaseme hacer un veloz recordatorio para ubicar mejor el proyecto de reforma. Como todos sabemos, el sector magisterial fue un sector sumamente combativo y de vanguardia hasta que, a punta de golpizas y tácticas represivas, fue destrozado durante el gobierno de Adolfo López Mateos, respaldado e incentivado por su Secretario de Gobernación, el sanguinario Gustavo Díaz Ordaz. Para controlar a los maestros, los gobiernos priistas se apoderaron del sindicato y practicaron de la manera más descarada la política de control de los maestros a través de la corrupción del sector. De ahí surgió el monstruo que, primero, fue destruyendo poco a poco la educación en nuestro país, convirtiéndose ante todo en un órgano activo del PRI y del gobierno, muy útil en particular durante los períodos electorales, con nefandos líderes enriqueciéndose de manera tan increíble como ofensiva y que terminaron creyéndose indispensables en el sistema. El problema fue que con la destrucción sistemática del sistema educativo nacional el propio Estado empezó a sentirse asfixiado y, medio siglo después de lo que pasara con Othón Salazar y el movimiento magisterial de finales de los años 50, entendió que por meras razones de sobrevivencia había que modificar la política en el sector educativo. Los primeros en protestar, naturalmente, fueron los líderes y ahí empezó una lucha que muy rápidamente terminó metiendo a la cárcel a la lideresa suprema, Elba Esther Gordillo, de cuyas hazañas prefiero no hablar. Así, lo que ahora se llama ‘reforma educativa’ constituye simplemente la implantación de una política correctiva, pero sin dejar de tener el control sobre el sindicato de los maestros y sin dejar de sembrar la discordia y la división entre ellos. Yo no creo que ni a corto plazo ese programa tenga éxito.

Con ese trasfondo, podemos entender entonces qué es la “reforma educativa”. Sí hay efectivamente una política de reforma en el sector, pero es todo menos educativa. Viene desde luego revestida en un lenguaje pseudo o cuasi-académico, pero es totalmente vacua desde el punto de vista de la educación propiamente hablando. Esto no es inexplicable: eso que se llama ‘reforma educativa’ debería llamarse más bien ‘reforma gubernamental del sector magisterial’. Eso sería un apelativo mucho más acorde a lo que se propone. Y podríamos estar de acuerdo con la idea de regenerar la escuela primaria y secundaria de México si todo se redujera a eso, pero cuando examinamos con un mínimo de atención los cambios y la orientación que se le quieren imprimir a la educación infantil mexicana, entonces es difícil no darse cuenta de que lo que se está promoviendo es una reforma educativa anti-nacional o apátrida. Y esto, pienso yo, no es muy difícil de hacer ver.

Que todo el “modelo” está marcado ideológicamente de principio a fin es algo que se revela desde la primera página del texto en el que está plasmado. La SEP se formó en 1921, bajo la presidencia del Gral. Álvaro Obregón quien al frente de la cual puso al conocido intelectual mexicano José Vasconcelos. Sobre el desempeño de Vasconcelos en la SEP hay mucho que decir, pero no entraré en detalles aquí y ahora. Es innegable, por otra parte, que tanto en su primer periodo como durante su segundo periodo como Secretario de Educación Pública (en el sexenio de López Mateos, precisamente), el Mtro. Jaime Torres Bodet fue un destacado ministro. Ambos están mencionados en el preámbulo. Pero lo que es una distorsión y una auténtica canallada histórica es que en el texto ni siquiera se mencione la distinguidísima labor educativa desarrollada por el Lic. Narciso Bassols ni lo que, unos cuantos años más tarde, vino a ser conocido como la ‘educación socialista’, impulsada por el Gral. Cárdenas. O sea, el programa de Nuño (con el visto bueno, desde luego, de la presidencia) borra de golpe el periodo más glorioso de la educación mexicana, el periodo durante el cual realmente se sentaron las bases de la educación popular en México. Si el Mtro. Nuño ignora eso lo único que podemos hacer es recomendarle que se instruya, que vaya a la escuela.

Ahora sí, me parece, podemos echarle un vistazo al “modelo”, lo cual requiere también un par de aclaraciones previas. En la SEP, ignoro por qué, son muy afectos a las modas y desde hace ya varios sexenios en ella se ha acogido a toda clase de oportunistas, los cuales se incrustan en la institución e influyen en su orientación general y en las políticas pedagógicas que desde la Secretaría se implementan sin que les importe mayormente sus efectos en la niñez mexicana. Durante el periodo de Luis Echeverría, argentinos y chilenos expulsados de sus respectivos países y a quienes justamente se les dio asilo en México impulsaron reformas que eran obviamente negativas para el país y que tuvieron consecuencias desastrosas, como por ejemplo la introducción de las letras de molde en lugar de la escritura normal. Durante el periodo de E. Zedillo la palabra mágica en la SEP era ‘valores’: había que educar “con valores”, “inculcar valores”, “transmitir valores” y así ad nauseam. Saltaba a la vista que esa moda, importada de algunas universidades norteamericanas, no tenía ni sentido ni valor, pero ¿quién, aparte del presidente, disuade a un Secretario de Estado en este país? Era más fácil convencer a un virrey que modificara algún edicto que lograr que un Secretario no haga su capricho. En todo caso el punto importante es que ahora también el nuevo “modelo” incorpora sus palabras clave, las cuales revelan que no se tiene ni idea de qué es lo que se pretende implantar. Voy a dar un par de ejemplos para ilustrar.

Teóricamente, la noción crucial del “nuevo modelo pedagógico” es la noción de “aprender a aprender” (está también la noción “aprender a convivir”, pero como lo que diga sobre la primera vale, mutatis mutandis, para la segunda, no me ocuparé de esta última). La “justificación” para apelar a esta idea es que la memorización es inadecuada en los tiempos de la “sociedad del conocimiento” (otra de las execrables expresiones meramente importadas y, por ende, usadas sistemáticamente de manera descontextualizada). Lo que se requiere es que los alumnos (niños y púberes) aprendan a resolver problemas, a pensar críticamente y cosas por el estilo. El slogan fundamental, el nuevo apotegma de la reforma educativa, es “hay que aprender a aprender”. ¿Por qué es eso una falacia atroz? Voy a tratar de explicarlo.

Hay verbos que son, llamémoslos así, de primer nivel. Usamos el verbo para indicar directamente que una acción se está llevando a cabo. Verbos como ‘comer’, ‘platicar’ ‘estudiar’, etc., son claramente verbos de primer nivel. Tenemos, sin embargo, verbos que de alguna manera recogen o apuntan a lo que se logra cuando se realizan acciones de primer nivel. Llamemos a estos verbos ‘verbos de segundo nivel’. O sea, por medio de verbos de segundo nivel hablamos de las acciones indicadas por los verbos de primer nivel. Esta es una de las múltiples jerarquías de las que está lleno el lenguaje. Pero si existe esa distinción entre verbos y expresiones de primer nivel y palabras de segundo nivel es porque los términos involucrados no significan de la misma manera. Cuando decimos que, por ejemplo, Luisito aprende rápido, lo que queremos decir es que Luisito responde de inmediato a las preguntas en el examen, que Luisito memoriza fielmente los poemas que oye y cosas por el estilo. En otras palabras, cuando usamos el verbo ‘aprender’ no estamos designando ninguna actividad en particular. No existe una actividad que se llame ‘aprender’, porque aprender no es un verbo de primer nivel. Por lo tanto, cuando alguien dice que hay que “aprender a aprender” lo que está diciendo, salvo si lo dice en contextos teóricos u otros muy peculiares, es una reverenda tontería. Si, per impossibile, nos permitiéramos preguntar: ¿cómo se aprende a aprender?, lo único que podríamos sensatamente responder es. “practica la lectura, escribe todos los días una página y corrígete, memoriza bien las tablas de multiplicación” y así ad libitum.

Es evidente que falacias de esta clase inundan el habla de muchas personas. Hay quien gusta de decir, por ejemplo, que hay que aprender a amar, pero aparte de una frase que podría ser útil en determinadas circunstancias y para determinados efectos, en el nivel del lenguaje coloquial: ¿qué se podría querer decir con ella? Sería una tontería decir algo así. ¿Por qué? Porque, una vez más, ‘amar’ es un verbo de segundo nivel: Juan ama a María porque la quiere, la respeta, la trata bien, etc.; Toño ama a su perro puesto que le da de comer, lo baña, lo cuida, etc., pero ¿qué clase de orden le estaría dando alguien a una persona si le dijera que tiene que “aprender a amar”? Aprender a amar es algo que se hace amando a personas concretas, a seres vivos, conduciéndose de cierta manera, etc. Es, por así decirlo, amando como se aprende a amar y, este el punto relevante para nosotros: es aprendiendo como se aprende a aprender. Por lo tanto, trasladar el énfasis de los procesos educativos del nivel real de aprendizaje, que es el nivel 1, a un fantasmagórico nivel 2 que sería el del aprendizaje del aprendizaje no es más que jugar con palabras y burlarse de la gente. Eso es lo que se hace en el “modelo educativo 2016”.

Podemos ahora extraer ciertas conclusiones, muy tristes debo confesarlo, respecto a lo que es el verdadero proyecto educacional para México incorporado en la tan cacareada “reforma educativa”. Al desestimar la verdadera educación, que es la educación de asimilación de conocimientos (de historia, de matemáticas, de biología, de español, etc.), lo que se pretende hacer es precisamente alejar a los niños y las niñas del mundo de conocimiento real. En el texto del “modelo pedagógico” se habla una y otra vez de la “sociedad del conocimiento”. Nunca se define dicha noción (ni se intenta hacerlo), pero podemos tener una idea de lo que se quiere decir. Lo que se quiere decir es simplemente que en la actualidad los individuos que no están preparados cognoscitivamente (no ‘cognitivamente’, como se dice en el texto. Esto último quiere decir otra cosa) no podrán ascender en la escala social, con todo lo que eso entraña. Por otra parte, ¿qué significa ‘estar preparado cognoscitivamente’? Entre otras cosas, haber asimilado mucha información. El que la información a nivel mundial crezca exponencialmente día con día no significa que haya que ignorar la que ya se acumuló ni que sea factible brincarse las etapas. No es así como se podría pasar de la primaria al doctorado por mucho que el alumno haya “aprendido a aprender”. Eso aparte de falaz es una patraña inmensa. Al desdeñar la asimilación concreta de información lo que se proyecta hacer con la niñez mexicana es moldearla de manera que, para cuando se haya transformado en adulta, conforme una población de taxistas habilidosos, de boleros ingeniosos, de meseras locuaces y así sucesivamente. Los planeadores de la SEP no pueden pretender engañarnos haciéndonos creer que el conocimiento es en última instancia superfluo y que sólo cuentan o son importantes las “habilidades”. De nuevo, ‘habilidad’, como ‘inteligencia’ para dar otro ejemplo, son palabras de segundo nivel. Se es hábil porque se sabe redactar, hacer operaciones matemáticas, dibujar mapas, programar, etc., pero no tiene el menor sentido decir que se puede preparar a alguien para que “desarrolle habilidades”, en abstracto: las habilidades sólo se desarrollan realizando actividades concretas exitosamente. ¿Y qué es esto último? Saber leer, saber historia, saber biología, etc. Por increíble que parezca, eso es de lo único que no se habla en el super “modelo educativo 2016”.

Llama la atención en el texto, aparte de ser “anti-cognoscitivo” en espíritu de arriba a abajo, la total carencia de alusiones a México, a la patria, a nuestros héroes, a nuestro lenguaje, etc. Hay mucho de “igualdad de género”, de “aprender a convivir” (otra locura del texto) y cosas por el estilo (se trata en verdad de un texto verborreico insufrible), pero el sano nacionalismo está notoriamente ausente. Éste no forma parte  de la perspectiva con la que se quiere imbuir a la SEP. Si justamente México es un mosaico étnico, son dos los ejes por los que se debe transitar simultáneamente: el del cemento nacional y el de las peculiaridades contextuales. Desde luego que se tienen que reforzar las culturas y los lenguajes indígenas y éstos varían de estado en estado, pero también se tiene que reforzar la unidad nacional, la idea de México como una nación indisoluble, ligada por un pasado compartido, un lenguaje común y un futuro único, independientemente de acentos y localismos. Ni una sola reflexión de esa naturaleza encontramos en el citado “modelo educativo”.

Yo creo que ahora sí estamos en posición de evaluar el juicio del Mtro. Nuño sobre el Lic. López Obrador. ¿Teme que la “reforma educativa” quede cancelada cuando éste llegue a la presidencia? Yo creo que se equivoca. Yo creo que el Lic. López Obrador está muy consciente de que el gobierno tiene que dejar de controlar al sindicato de maestros, que lo que hay que hacer es re-estructurarlo, limpiarlo (sobre todo de sus líderes) y dejarlo que actúe como lo que debería ser, esto es, como un instrumento de defensa y promoción de los derechos de los trabajadores de la educación y no como un mero apéndice y un instrumento de los gobiernos en turno. Pero yo creo que también el Lic. López Obrador está consciente de que sencillamente no se ha realizado ninguna reforma educativa en el sentido literal de la expresión y que eso está todavía por diseñarse e implementarse. Y con eso creo que sólo un priista a la vez dogmático y fanático podría estar en desacuerdo.

Notas sobre Terrorismo y Guerra

El tema del terrorismo es un tema a la moda, lo cual de inmediato “huele mal” y nos alarma, porque el mero hecho de estar a la moda indica que lo más probable es que haya quedado profundamente tergiversado por los comentaristas de los medios de comunicación y nos alarma porque ello hace nuestra labor de esclarecimiento mucho más ardua. Por otra parte, si el tema está efectivamente a la orden del día es porque el fenómeno del terrorismo se ha esparcido, es decir, se ha convertido en una realidad cotidiana que, de uno u otro modo, afecta a millones de personas en todo el mundo. El terrorismo, obviamente, es un fenómeno sumamente complejo. Se trata inevitablemente de un tema que despierta en todos quienes se ocupan de él las actitudes más radicales y las posiciones más apasionadas. Yo aquí me propongo tan sólo y en unas cuantas líneas intentar decir algo sustancial sobre el terrorismo de manera que tan importante fenómeno social se pueda comprender aunque sea un  poquito mejor. Toda caracterización adecuada, en mi opinión, tiene que ser no sólo coherente, sino también operativa o funcional, es decir, debe permitir efectuar diagnósticos y dar cuenta de situaciones reales y de casos concretos de actos terroristas o de situaciones de terror. Desde luego que no pretendo ofrecer una definición formalmente correcta y materialmente adecuada de ‘terrorismo’, pero confío en que la caracterización que ofrezco no resulte totalmente insatisfactoria. En todo caso, debo decirlo, lo que sí reivindico para mi punto de vista es que es éticamente neutro. En otras palabras, mi análisis es conceptual, no político.

Quizá no sería inapropiado dar inicio a nuestra labor recordando que la palabra ‘terrorismo’ es un término del lenguaje natural y aunque en tanto que término de la politología es quizá de cuño reciente, de todos modos se deriva de nociones que no lo son. Las modalidades del terror son y han sido de lo más variado. A lo largo de la historia, han implantado el terror los padres, los maestros, los gobernantes, los eclesiásticos, los sardos, los filibusteros, los para-militares, etc., es decir, quienes de uno u otro modo ocupaban puestos de autoridad o estaban en posición de imponer su voluntad por la fuerza. Nótese, sin embargo, que un rasgo importante del fenómeno contemporáneo del terrorismo consiste precisamente en que ahora el terror también se impone desde fuera de las esferas del poder, por minorías o grupos que luchan en contra de quienes lo ejercen. Pero vayamos paso a paso.

Habría que señalar que en general el tratamiento del tema del terrorismo queda si no determinado sí prácticamente prejuzgado y orientado en una dirección específica por lo que es el enfoque inicial, por las connotaciones con las que viene cargada la palabra, por lo que se debe ser particularmente cuidadoso con lo que serán las categorías o distinciones de arranque. Así, yo sugiero que se tome como distinción fundamental la dicotomía <terrorismo de Estado (A)/terrorismo contra el Estado (B)>. Yo creo que es sólo sobre la base de esta clasificación inicial que se podría después pasar a considerar objetivos, métodos, valores, etc., del terrorismo real y estar en una mejor posición para comprenderlo y juzgarlo objetivamente. Por lo pronto, soy de la opinión de que se puede sostener con alto grado de plausibilidad la idea de que es lógicamente imposible que haya “terrorismo B” si previamente no hubo o no hay “terrorismo A”. En otras palabras, no tiene mayor sentido hablar de terrorismo de grupos, sectas, facciones o individual si no se vive o no se padeció en algún grado el terrorismo de Estado.

Con esto en mente, tal vez podríamos intentar trazar ahora una especie de mapa conceptual, una lista general de verdades referentes al terrorismo. La idea es indicar una serie de rasgos del fenómeno tales que si detectamos su presencia podríamos entonces hablar del terrorismo de manera sensata. Naturalmente, no hay tal cosa como la esencia del terrorismo: como la gran mayoría de nuestros conceptos, el de terrorismo es un concepto de semejanzas de familia, lo cual significa que es posible que haya casos en los que estarán presentes algunos rasgos que no estarán presentes en otros, si bien en todos ellos podremos seguir hablando de terrorismo. Por lo pronto, creo que podemos incluir entre las notas aclaratorias del concepto a las siguientes:

1) en ninguna de sus modalidades es el terrorismo un fenómeno en principio incomprensible, es decir, no brota de la irracionalidad humana. Obviamente, comprensión y justificación son dos asuntos diferentes e independientes.
2) El terrorismo es un fenómeno de carácter esencialmente político. Se tiene que poder distinguir entre el fenómeno del terrorismo y las prácticas sanguinarias de toda clase de sicarios, para-militares, gangsters, etc.
3) El fenómeno universalmente conocido, esto es, el que encontramos en multitud de países y en prácticamente todos los tiempos, es el terrorismo de tipo A (desde, por decir algo, los primeros emperadores chinos hasta la CIA). El terrorismo de tipo (B) es un fenómeno más bien reciente (aunque también siempre lo hubo. Por ejemplo, un tiranicidio o inclusive un magnicidio son ejemplos de terrorismo de tipo (B)).
4) El terrorismo (A) es una forma de violencia y, más precisamente, una modalidad de guerra (pública cuando se ejerce contra una nación enemiga o secreta y casi silenciosa cuando se practica contra su propio pueblo).
5) El terrorismo en su modalidad (B) es ante todo una reacción. Básicamente, es una consecuencia de la lógica de la violencia estatal. Por consiguiente, el terrorismo (B) tiene causas concretas que debería ser posible especificar (muy probablemente el terrorismo (A) sea siempre una de ellas).
6) El terrorismo (B) tiene un componente simbólico fundamental. Volar la estatua de un dictador no causa víctimas, pero es un acto terrorista de protesta. De ahí que el terrorismo (B) no necesariamente implique víctimas (inocentes o no), aunque en la gran mayoría de las veces sí las tiene. El terrorismo (A) es impensable sin víctimas.
7) La lucha contra el terrorismo (B) tiene dos grandes vertientes y puede consistir en (a): un intento por extirparlo de raíz, es decir, por la fuerza, y (b) una política tendiente a erradicar las causas de las que se deriva.
8) El terrorismo de tipo (A) es la forma más pura de violación de derechos humanos.
9) El terrorismo de tipo (A) es ante todo un instrumento político, un mecanismo de imposición política.

Es obvio que la lista (1)-(9) no pretende ser exhaustiva y que probablemente hayamos dejado de lado muchos rasgos importantes del terrorismo sin mencionar. No obstante, me parece que como plataforma inicial es aceptable. Veamos ahora cómo podemos expandir nuestro análisis.

Consideremos primero el terrorismo (A), es decir, el terrorismo estatal. El estado puede practicar una política de terror frente a:

  1. individuos concretos (líderes políticos, sindicalistas, estudiantiles, opositores, etc.)
  2. grupos humanos relativamente fáciles de identificar (por raza, por religión, por status social, etc.)
  3. poblaciones enteras.

Por otra parte, como ya fue mencionado, el terrorismo estatal puede materializarse frente a poblaciones de un país enemigo en tiempos de guerra (que es claramente, por ejemplo, el caso de Israel y el pueblo palestino) o en tiempos de paz como represión en contra de su propio pueblo. Históricamente, ambas clases de casos están ampliamente ejemplificadas y no sería muy difícil dar largas listas de ellos.

Con las clasificaciones recién trazadas podemos catalogar como “terroristas” muchos estados de cosas o muchas situaciones que normalmente no calificaríamos de “terroristas”. Ello no es particularmente difícil de ilustrar. No estará de más notar, por otra parte, hablar de “terrorismo en tiempos de paz” es un tanto paradójico por no decir contradictorio, pero es innegable que esa situación se da. Me refiero a situaciones de represión estatal brutal, solapada o abierta, en condiciones de vida social relativamente estables. Los asesinatos de dirigentes estudiantiles u obreros a todo lo largo y ancho de América Latina son un claro ejemplo de (a), puesto que son acciones de resultados funestos y alcanzados por completo al margen de la legalidad mientras la sociedad vive más o menos normalmente; las masacres de cátaros y demás herejes por parte de la Inquisición son buen ejemplo de (b); la persecución de indígenas en Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX o la vida infra-humana a la que son sometidos de manera inenarrablemente cruel y despiadada los palestinos ilustran (c). De hecho los ejemplos sobran, por lo que resultaría absurdo y dogmático pretender negar que tiene sentido hablar de terrorismo estatal en “tiempos de paz”.

Pero ahora preguntémonos: ¿en qué consiste el terrorismo estatal? Tiene básicamente que ver con la utilización sin restricciones, esto es, al margen de la ley, de los aparatos de represión del Estado (policías, ejércitos, servicios secretos, espionaje, etc.) con miras a imponer o sostener un determinado status quo el cual tuvo que haber generado una gran inconformidad social. El terrorismo (A), por lo tanto, sirve en general para reforzar una política de desigualdad y de injusticia que genera descontento popular y contra la cual no hay antídotos políticos. Si el Estado en cuestión surgió de un putsch (como el gobierno de A. Pinochet), entonces es de entrada un estado dictatorial, ilegítimo, etc., y entonces la política de ese Estado será por principio una política de terror (persecución, tortura, etc.), por lo menos en alguna de sus fases. Aquí podemos establecer una nueva conexión conceptual: aunque no todo Estado terrorista surge como un Estado ilegítimo, todo Estado ilegítimo será en algún momento un Estado terrorista. Las violaciones de los derechos humanos, por otra parte, pueden revestir toda una multiplicidad de formas. Lo característico del caso de política de terror estatal es que a los grupos disidentes afectados se les niega de antemano la posibilidad de negociar y llegar a arreglos. La política de terror por parte del Estado se practica cuando los estrategas políticos calculan que pueden vencer por la fuerza y el objetivo no es otro que la aniquilación material de la oposición. Pero no debemos pasar por alto que no todo terrorismo estatal reviste necesariamente una forma policiaca o militar. Una variante de terrorismo estatal es el terrorismo fiscal. Si se usan las instituciones hacendarias para, por ejemplo, clausurar negocios, efectuar auditorías arbitrariamente, imponer multas, impuestos sin que hayan sido aprobados por las Cámaras, etc., los ciudadanos se verán desprotegidos por y ante su propio Estado y no tendrán a nadie a quien apelar para defenderse. Eso también es terrorismo estatal y violación de derechos humanos. Aquí la cuestión inquietante que es imposible no plantearse es, sin pretender formular una pregunta meramente retórica, lo siguiente: si como reacción frente al terrorismo de tipo (A) se producen acciones violentas de tipo (B): ¿son éstas ilegítimas o condenables a priori?¿Hay algún sentido en el que sería legítimo o justificable luchar contra el terrorismo estatal por medio del terrorismo anti-estatal? La cuestión, obviamente, es demasiado complicada y no se dirime en unas cuantas líneas.

El tema del terrorismo estatal en épocas de guerra desemboca de inmediato en áreas más amplias de discusión, puesto que se toca con el controvertible tema que es el de la así llamada ‘guerra justa’. Podría pensarse que en general las guerras son precisamente la encarnación, por así decirlo, del terrorismo, pero que hay excepciones y que hay guerras que no son así puesto que son “justas”. Yo creo que eso es una falacia, pero antes de pronunciarme sobre el tema habría que decir unas cuantas palabras respecto al concepto de guerra justa.

Vale la pena notar que al hablar de “guerra justa” nos encontramos aquí frente a lo que prima facie es una formulación internamente incongruente, porque ¿cómo podemos hablar de “guerras justas” si precisamente las guerras son fenómenos humanos esencialmente injustos, consistentes en la producción de situaciones atroces en las que mueren niños, mujeres y hombres inocentes, durante las cuales se destruye lo construido por generaciones y se acaba con el patrimonio de los pueblos? Dado que eso no podrá nunca ser visto como justo, al hablar de “guerra justa” se tiene que querer estar diciendo otra cosa. A lo que se alude es, me parece, a dos cosas principalmente:

a) la motivación inicial para entrar en guerra

b) la regulación de la guerra misma

En relación con (b), la “guerra justa” (jus in bello) sería la guerra conducida en concordancia con ciertos principios básicos, ciertos pactos firmados previamente por los países, como las Convenciones de Ginebra; la injusta sería en cambio la guerra en la que todo estaría permitido, la guerra total. ¿Cuándo podríamos hablar de “guerra justa” en este sentido sin tener por ello que hablar al mismo tiempo de terrorismo bélico? Una vez más, estamos aquí en una especie de contradicción, puesto que de lo que estamos hablamos es de acciones destinadas a causar el mayor daño posible pero realizadas de la manera menos salvaje posible, lo cual es incongruente. En todo caso, algunas de las condiciones para poder hablar de “guerra justa” que no fuera una guerra terrorista contra otro país serían por lo menos las siguientes:

a) proporcionalidad entre causas de guerra y medios empleados
b) distinción sistemática entre población civil y ejércitos
c) trato humanitario a heridos, prisioneros, civiles, etc.
d) respeto a las convenciones internacionales y pactos firmados.
e) no recurso a armas prohibidas

El problema es que si bien las intenciones de limitar la conducta desenfrenada de los soldados durante los conflictos son laudables, lo cierto es que son en general ineficaces. Por ejemplo, los actuales bombardeos de Arabia Saudita en contra de Yemen pecan abierta y descaradamente en contra de las Convenciones de Ginebra; bajo ninguna descripción podría sostenerse seriamente que los bombardeos norteamericanos y la destrucción de Irak ilustran lo que sería una “guerra justa”! La verdad es que la idea de guerra justa nos pone inevitablemente frente a una paradoja, porque si ella es la máxima expresión de la violencia y la violencia toma cuerpo en acciones o reacciones incontroladas: ¿cómo se puede pretender regular lo incontrolable? En el fondo ¿no es hablar de guerras justas como hablar de matanzas justas, de pillaje justo, de destrucción justa y así sucesivamente? Desde este punto de vista, por lo tanto, toda guerra, por cuidadosamente planeada que esté, será terrorista.

Hay otro sentido de ‘guerra justa’, el cual tiene que ver no con el modo como se hace la guerra sino con la motivación del conflicto armado. La pregunta ahora es: ‘¿si una declaración de guerra estuviera mínimamente justificada: no podríamos ya hablar de terrorismo estatal en lo absoluto?’. Yo creo que la repuesta no es del todo simple, pero examinemos primero lo que tendrían que ser algunas de las condiciones que se deben cumplir para que podamos aplicar sensatamente la expresión ‘guerra justa’ en el sentido de ‘guerra justificada’. Así, podemos hablar de “guerra justificada” por lo menos cuando:

1) se trata de repeler una agresión (defensa propia)
2) está en grave peligro la existencia del estado o la nación
3) otro estado tiene exigencias insensatas y desmedidas
4) es claro que los procedimientos políticos entre gobiernos dejaron  de  funcionar
5) los males de la guerra no pueden ser mayores que los de aceptación de las potenciales
condiciones de una derrota

En casos en los que se cumplieran condiciones como estas quizá se podría hablar de guerra justificada, pero lo relevante para nosotros no es eso. La pregunta es: si la guerra es justa en el sentido considerado ¿serían las acciones bélicas del Estado atacado o sometido “acciones terroristas”? El intento por responder a esta pregunta hace ver que en el fondo no hay un concepto “objetivo” de terrorismo, sino que es quien dispone de los medios propagandísticos apropiados quien determina si ciertas acciones son terroristas o no, independientemente de si la causa por la que se realizan es justa o no. El concepto de terrorismo es ante todo un concepto estratégico: sirve para describir las acciones del enemigo. Ahora bien, quién sea el enemigo y por qué lo es es irrelevante. La etiqueta es independiente de la causa. De ahí que la idea de terrorismo estatal no tenga mucho que ver con la justicia. Me parece, por lo tanto, que podemos concluir que en general no tiene mayor sentido hablar de “guerras justas” y que inclusive si las hubiere, ello no las despojaría de su carácter de conjuntos de acciones terroristas. Y esto es importante, pero el que no podamos en sentido estricto distinguir entre guerras justas y terrorismo estatal prueba que no hay justificación posible para la guerra. Toda guerra, “justa” o no, será terrorista y en la misma medida inaceptable.

Me parece que podemos empezar a extraer ciertas conclusiones generales importantes. El terrorismo es en primer término una práctica estatal, una forma brutal de implementar políticas las cuales pueden estar dirigidas hacia el exterior, en contra de otros pueblos, o hacia el interior, en contra del propio pueblo del Estado de que se trate. Nos las habemos con casos paradigmáticos de terrorismo estatal frente a otros países cuando se producen crímenes contra la paz (preparación de la guerra), crímenes de guerra (usos de armas no permitidas) y crímenes contra la humanidad (genocidio, masacres, etc.).[1] El horizonte de las guerras nos lleva desde guerras que carecen por completo de justificación (la invasión de Siria, por ejemplo) como las así llamadas ‘guerras justas’, llamadas ‘justas’ tanto por sus causas como por el modo como son practicadas. La conclusión correcta es casi un enunciado analítico, si bien yo no la presentaría como resultado de una mera estipulación lingüística sino como resultado de un examen conceptual y es que toda guerra es de carácter terrorista.

Vimos someramente lo que sería el terrorismo estatal dirigido contra otro Estado (país, nación, etc.), pero habría que decir algo del terrorismo estatal en contra de la propia población del Estado en cuestión. Aunque es relativamente claro lo que es el terrorismo de Estado y, asimismo, que se trata de un fenómeno más bien cotidiano, también es cierto que lo que en general más se discute es el terrorismo en su modalidad (B), esto es, el terrorismo no practicado por el Estado sino más bien en su contra. La pregunta inquietante es: ¿podría haber alguna forma justificada de terrorismo no estatal?

 
 
[1] Para la clasificación de crímenes de Estado véase el libro Le Tribunal Russell. Le Jugement de Stockholm (Paris: Gallimard, 1967).

Los Efectos de la Hipocresía

Debo empezar por decir que disfruté mucho el diagnóstico oficial que hizo el gobierno chino sobre el estado de los derechos humanos en los Estados Unidos para 2016. Esta iniciativa china es la respuesta de una superpotencia a un país que, sin que nadie se lo pidiera, se auto-nombró a través de su Departamento de Estado juez internacional supremo y auto-facultado para calificar la conducta “democrática” de los países,  determinar en cuáles no se respetan los derechos fundamentales de las personas y actuar en consecuencia. Esto es obviamente una forma poco sutil de intervencionismo descarado. Cuba en algún momento le dio la respuesta apropiada a los intentos norteamericanos de desestabilización de la isla y ahora le tocó el turno a la República Popular de China. Creo que vale la pena citar parte del reporte:
En 2016, la política del dinero y los tratos de poder-por-dinero controlaron la elección presidencial, la cual estuvo llena de mentiras y farsas. (…). No hubo garantías de derechos políticos, en tanto que el público respondió con olas de boicot y de protestas, poniendo plenamente al descubierto la naturaleza hipócrita de la democracia de los Estados Unidos.

Yo creo que lo que el gobierno chino dice es algo que todo mundo sabe pero que, curiosamente, no todos se atreven a decir en voz alta. El gobierno mexicano en particular, por ejemplo, tendría muchas y muy buenas razones para emitir un pronunciamiento por lo menos tan crítico como el del gobierno chino. Para la mayor deshonra nacional, sin embargo, la expresión de repudio por parte del gobierno mexicano tanto del discurso político norteamericano actual como de las políticas de hecho implementadas por ese país en contra de México ha sido ridículamente tímida; prácticamente, el gobierno de México se ha quedado callado y ello ciertamente no por falta de oportunidades, porque éstas abundan. Frente a los ridículos infundios de que México se ha aprovechado de los USA a través del Tratado de Libre Comercio, como si un adulto hubiera estafado a un niño, el gobierno mexicano no ha dicho nada respecto a cómo ellos se han beneficiado con dicho tratado, cómo por ejemplo desde el día siguiente al que fue firmado el tratado nos inundaron de buenas a primeras con toda clase de chácharas de consumo casero, comestible, productos industriales, etc., arrasando con compañías e industrias mexicanas, o cómo vaciaron el campo mexicano haciéndonos totalmente dependientes de ellos hasta en maíz y frijol; frente a las fáciles patrañas de D. Trump, pensadas desde luego para consumo del americano medio, en el sentido de que los mexicanos son violadores y narcotraficantes, el gobierno mexicano ni siquiera ha intentado refutarlo con datos referentes a cómo y con qué brazos se levantan las cosechas en el país vecino, en qué condiciones viven y qué salarios reciben los trabajadores mexicanos (porque son trabajadores en su inmensa mayoría) en el país de la democracia y las oportunidades; frente a la provocación que representa la creación del muro y la cínica pretensión de que sea el pueblo mexicano, a través de sus impuestos, quien lo pague, el gobierno mexicano no sólo ha mantenido un discreto silencio (en lugar de haber hecho una gran alharaca), sino que nunca amenazó con medidas diplomáticas elementales, como podría ser la de exigir que los ciudadanos estadounidenses por lo menos paguen por visas para entrar a nuestro país! Como todos sabemos, aquí el ciudadano estadounidense entra como Pedro por su casa, con sólo una identificación americana. Ni siquiera se le exige pasaporte! ¿Por qué si Brasil pudo imponerles visa a los turistas norteamericanos México no puede o más bien no se atreve a hacerlo? El trato es completamente asimétrico entre los norteamericanos y los mexicanos, porque aquí en general hasta los delincuentes son bien tratados, en tanto que allá detienen a mexicanos que van tranquilamente caminando por las calles sin haber cometido ninguna acción ilegal. ¿Por qué entonces el gobierno de México no se ha inconformado a través de un dictamen oficial sobre las violaciones de derechos humanos en los Estados Unidos, aunque fuera restringiéndose exclusivamente al caso de los ciudadanos mexicanos? ¿Por qué el gobierno de México no ha dicho ni esto ni mil cosas más que se pueden decir y ha permanecido vergonzosamente callado frente a las injurias del país del norte (que tampoco son tan nuevas, dicho sea de paso)? Pero claro, se nos olvida que el gobierno mexicano no es un gobierno popular (ni populista) como el de la República Popular de China. Las diferencias radican entonces en las distintas relaciones que se dan entre los gobiernos y sus pueblos.

A mí me parece que la gente pensante compartiría de buena gana la idea de que el gobierno de los USA es efectivamente el más hipócrita del mundo. Ahora bien, aunque el tema de la hipocresía de un gobierno, esto es, un gobierno que proclama una cosa y hace otra completamente distinta, es interesante per se, el estudio de sus potenciales efectos en la conciencia individual puede resultar todavía más interesante todavía. Planteemos, pues, el asunto desde su raíz, a sabiendas de que por razones de espacio no podremos desarrollar el tema todo lo que quisiéramos.

Independientemente de cuán frecuentes puedan ser, lo cierto es que hay determinadas experiencias que nunca nadie querría tener. Tenge en mente en particular la experiencia consistente en, por así decirlo, llegar a descubrir algo importante concerniente a nuestras vidas cuando ya no hay absolutamente nada que hacer, darse cuenta súbitamente de que en realidad uno vivió creyendo algo que era falso de arriba a abajo. Ahora bien, si lo que queremos es evitar el típico error (que a tantos parece complacer) de meter en un mismo saco cosas que son discerniblemente diferentes, es menester trazar aquí ciertas distinciones. Ilustremos el punto. Supongamos que después de enterrar a su amada esposa un hombre de edad ya avanzada a la semana descubre que esa mujer a la que él le consagró su existencia lo engañó sistemáticamente con su mejor amigo. La situación es perfectamente imaginable. Después de todo, así como hay conspiraciones que triunfan hay secretos que nunca salen a la luz. De hecho, se podría sostener con relativa confianza que es muy poco probable que haya alguien que se vaya a la tumba sin secretos. Pero ya sea real o meramente imaginaria, no cabe duda de que la experiencia a la que aludimos tendría que ser sumamente dolorosa, pues equivaldría a enterarse de que se cometió un fraude con uno, que uno fue durante años objeto de escarnio, que se abusó de su buena fe. Eso es precisamente lo que un hipócrita exitoso lograría generar en alguien y no veo por qué lo que vale para una persona no valdría también para un gobierno o para un Estado. El caso es psicológica y existencialmente interesante pero, debo decirlo, no es tampoco exactamente la clase de experiencia de la que quisiera ocuparme aquí. Lo que yo quisiera indagar es no tanto situaciones en las que a uno lo engañan, sino más bien situaciones en las que uno se engaña a sí mismo. De nuevo, es imprescindible trazar distinciones, porque hay sub-grupos dentro de este grupo de casos de auto-engaño que son radicalmente diferentes unos de otros. No me propongo ocuparme, por ejemplo, de casos de akrasia, de ilogicidad notoria, de acciones voluntarias que chocan abiertamente con lo que son nuestros mejores juicios y cosas semejantes. Tampoco es mi objetivo ocuparme de casos de auto-engaño vinculados a disfunciones mentales, ni de casos de sujetos con creencias irracionales (incomprensibles, injustificables, incompartibles, etc. (delusions)). ¿Cuál es entonces mi tema? Aquí me interesa considerar exclusivamente el caso de creencias asumidas conscientemente por una persona, la cual estaría plenamente convencida de ellas porque estarían basadas en argumentos que la gente en general tendería a dar por buenos, creencias asumidas y compartidas por multitud de personas, al grado de que hasta podríamos quizá referirnos a ellas como creencias “decentes”. Esta forma de presentar nuestro material nos obliga a ser un poquito más precisos todavía.

Debo, pues, decir, que lo que me interesa considerar, aunque sea  superficialmente, es el caso de creencias muy generales concernientes a, por ejemplo, modos de vida, sistemas políticos, convicciones religiosas y cosas por el estilo, creencias, puntos de vista, convicciones que normaron la existencia de una persona durante prácticamente toda su vida, que le imprimieron seguridad, que le dieron una orientación precisa a lo largo de su existencia, que le permitieron ocasionalmente sentirse feliz, totalmente integrada a su sociedad pero que, por alguna razón, hacia el final la persona en cuestión se ve llevada a repudiar. Nuestro experimento de pensamiento consistiría entonces en imaginar cómo sería y qué le pasaría a una persona que en su última etapa de vida racional, por inspiración divina, evolución personal, por casualidad o por cualquier otra razón, se percata o llega a la conclusión de que esas hermosas creencias en función de las cuales vivió en el fondo son totalmente falsas, que ella las adoptó sin haber tenido nunca la oportunidad de ponderarlas con el cuidado que ameritaban, porque básicamente habría sido inducido desde que tenía edad de razón a hacerlas suyas de modo que se fueron convirtiendo poco o a poco en una especie de férula mental que habría fijado para siempre su estructura doxástica, su cosmovisión. La pregunta es: ¿de qué tendría que ser testigo una persona para que tuviera una experiencia así?

Es evidente, supongo, que una situación como la imaginada puede materializarse cuando de lo que hablamos es de creencias de carácter político, de posiciones ideológicas (en el sentido más simple o menos técnico de la palabra), de convicciones religiosas. Se sigue que el trauma intelectual causado por una decepción de la clase que estoy considerando estaría asociado a ciertas nociones básicas y muy generales, indispensables en nuestro discurso y actuar cotidianos, como por ejemplo las nociones de libertad (y todo lo que ella acarrea: libertad de pensamiento, de expresión, de acción), de democracia, de derechos humanos y así indefinidamente. Pero ahora sí podemos ser más concretos e iniciar nuestra disquisición. Imaginemos entonces a un ciudadano norteamericano que hubiera nacido, crecido y se hubiera desarrollado en lo que desde niño se le hubiera inculcado a decir que era “el país de la libertad”, “el país democrático por excelencia”, “el país paladín de los derechos humanos en todo el mundo”, “el país exportador de ideales superiores”, “el país igualitario por antonomasia” y así sucesivamente. Asumamos también que estamos hablando de un individuo suficientemente honrado intelectualmente como para ser susceptible de pasar por un proceso de deconstrucción y reconstrucción de hechos y que cuando ya está en la etapa final de su vida de pronto  “redescubre” a su país. ¿Qué es lo que él habría tenido que percibir para sentirse engañado al grado de sentirse forzado a repudiar sus queridas ideas y convicciones? La verdad es que en el caso de los USA no creo que ello sea tan difícil de enunciar! El sujeto en cuestión habría visto que los Estados Unidos son el país exportador de guerras más grande de la historia, que no hay continente en donde no haya soldados norteamericanos sembrando el terror y la muerte, drones, helicópteros, submarinos, bombarderos, misiles, paramilitares, escuadrones de la muerte, tortura, etc. El país que más golpes de Estado ha organizado, que a más dictadores ha apoyado (América Latina fue su gran campo de experimentación durante un siglo y lo sigue siendo, si bien ahora mediante nuevos métodos, y ciertamente no el único), que más bombas ha dejado caer y probablemente el que más civiles inocentes haya sacrificado en aras de sus maravillosos ideales, el único que ha bombardeado un país con armas atómicas y no una vez sino dos! El norteamericano imaginario en cuestión se percataría de que eso que se llama ‘democracia’ y en nombre de la cual muere tanta gente degeneró muy rápidamente en un juego político que reduce la participación ciudadana a una ridícula ceremonia de votación cada cuatro años, en tanto que los dos partidos que se reparten el poder no son otra cosa que los instrumentos de un poder oculto mayor que los financia y para el cual trabajan. Yo creo que ese pobre ciudadano norteamericano imaginario realmente podría quedar muy afectado si de pronto se percatara de que su país ha vivido a base de tratados disparejos, desiguales, injustos, asimétricos, ventajosos, impuestos por la fuerza o aprovechándose descaradamente de la miseria y el retroceso de otros pueblos para finalmente consumir la mitad de lo que en el globo terráqueo se produce, o sea, lo que producen diariamente millones de seres que trabajan en todas las latitudes del planeta. Y creo que podemos ir todavía un poco más lejos y divagar sobre qué pasaría con ese ciudadano norteamericano si súbitamente entendiera que la libertad de la que habría gozado durante toda su vida era total pero dentro de marcos rígidamente establecidos y bastante estrechos a final de cuentas. O sea, él se habría dado cuenta de que en su país se era libre siempre y cuando lo que se hiciera sirviera  para apoyar, reforzar, fortificar el American Way of Life, pero que no se es libre si se quiere ser crítico, adverso o contrario a los pilares de su tan querida “libertad”, que la libertad de asociación está restringida (el Partido Comunista, por ejemplo, está proscrito en los Estados Unidos. No se tiene el derecho de formar un partido así!), que el ciudadano medio es el más espiado del mundo y muchas cosas más. Pero una vez que efectivamente hubiera caído en la cuenta de que fue sistemáticamente engañado no por una persona sino más bien por un modo de vida: ¿qué le pasaría a un ciudadano así? ¿Se suicidaría? Es poco probable. Lo que no es improbable, sin embargo, es que se llenara de amargura y de odio por haberse dejado engañar, por constatar que vivió imbuido de creencias semi-absurdas que lo habrían llevado no por los derroteros de la realidad social e histórica, sino por los de la fantasía política y la manipulación práctica.

Yo tomé el implausible caso de un norteamericano renegado, porque al preguntarme sobre lo que puede pasar con alguien que descubre en su propio caso lo que son las trampas de la hipocresía estaba tomando el caso de un país y una sociedad altamente representativos y cuyos roles a nivel mundial nadie sensato cuestionaría. El problema es que de pronto me asaltó a mí la duda de si eso que podría pasarle en la actualidad a un ciudadano norteamericano no podría suceder también en otras latitudes, a ciudadanos de otros países. Resulta entonces imposible no preguntar: ¿estaremos acaso nosotros, los mexicanos, a salvo de un fenómeno semejante?¿Acaso es lógicamente imposible que una decepción tan grande como la de nuestro norteamericano imaginado le sucediera a un mexicano de nuestros días? Después de todo, también aquí en México se proclama a diestra y siniestra que éste es un país de libertad en el que la gente puede expresarse sin tapujos, pero ¿y si eso fuera falso? Recordemos rápidamente, sin entrar en detalles, que la hipocresía consiste en fingir algo que no se es, en decir lo que no se piensa y también en no decir lo que se piensa. Mucho me temo entonces que sí podríamos encontrarnos en una situación muy semejante a la de mi norteamericano imaginario. La verdad es que las diferencias entre esa entidad imaginada y un mexicano real que llegara a abrir los ojos sobre su mundo son sólo  de grado: los estadounidenses son más fanáticos que nosotros y por lo tanto adoptan con mayor dogmatismo y vehemencia sus creencias políticas que nosotros las nuestras. Pero la diferencia es, como dije, meramente de grado. De todos modos la inquietud persiste: ¿qué pasaría con un paisano que llegara a entender cuánto dolor, cuánto sacrificio, cuánta injusticia, cuánto desperdicio de recursos nacionales se requiere para construir la sociedad que tenemos?¿Pudiera llegar a darse el caso de que nunca más quisiera volver a cantar México lindo y querido?

¿Y si se hubiera equivocado?

Quiero empezar por confesar que desde que adopté la perspectiva marxista del desarrollo social siempre he pensado que el ser humano es esencialmente un ser maleable. Lo que quiero decir con esto es, dicho de manera un tanto gruesa, que sus modalidades de ser están históricamente condicionadas. Esto a su vez implica que cada civilización, cada cultura, cada sociedad tiene su propia forma de crear y destruir, de progresar y retroceder, de amar y odiar, de respetar la vida o de hacer de ella un infierno. Hay, obviamente, un sentido en el que los seres humanos son los mismos en todas partes y en todos los tiempos (biológicamente, por ejemplo, e inclusive en ese terreno se dan cambios), pero hay otro sentido, igualmente importante, en el que ciertamente no lo son. Me parece, por ejemplo, que la racionalidad y la irracionalidad están también condicionadas históricamente y desde luego este condicionamiento depende en gran medida del modo como se produzca y se distribuya la riqueza generada, pero también está mediado por grandes creencias que permean a las sociedades en cuestión, las cuales tienden a ser incompartibles por seres humanos de otras culturas y que, por ende, les resultan ininteligibles. Es claro, por ejemplo, que era no sólo racional sino vitalmente indispensable para los aztecas arrancarle el corazón a niños y jóvenes y ofrecérselos a sus dioses, puesto que ellos estaban convencidos de que de eso dependía el que hubiera un “mañana”. Esa conducta, socialmente aceptada en aquella extraña y para nosotros ciertamente incomprensible sociedad (sería francamente ridículo argumentar que el mexicano contemporáneo comparte mucho de su concepción del mundo con los habitantes del Valle de México de hace 600 años sólo porque vivimos donde ellos vivieron; inclusive esto último es en algún sentido debatible, puesto que si de pronto apareciera algún azteca genuino entre nosotros, lo único que no reconocería sería su Valle de Anáhuac, su “región más transparente”. Pienso, pues, que estamos justificados en deducir que Valle de Anáhuac y Valle de México no son lo mismo) sería totalmente inadmisible en la nuestra. ¿Eran entonces irracionales los aztecas? Decir algo así sería manifestar una gran torpeza. Lo que habría que decir es más bien que su cosmovisión estaba regida por otra racionalidad, por un sistema de creencias y valores drásticamente diferente del nuestro y que para nosotros resulta incompartible e incomprensible. Pasar luego a decir que una es mejor o superior a la otra ya no es decir nada que valga la pena debatir.

Ahora bien, a pesar de las diferencias profundas que podemos discernir entre civilizaciones, culturas o sociedades, se pueden no obstante trazar distinciones que permiten agruparlas de diverso modo, esto es, en función de los intereses teóricos que persigamos. Una clasificación así es entre sociedades de las cuales podemos decir que, aunque lo hagan de manera diferente en cada caso, van hacia adelante, se mueven en la dirección del progreso, entendido como mejoramiento medido por los parámetros de su propio marco histórico y cultural. Y al revés: hay sociedades que, medidas con sus propios criterios, van hacia atrás. Hay sociedades que aunque intentan ir hacia adelante, de todos modos sus esfuerzos pueden terminar en un estrepitoso fracaso. Considérese por un momento el gobierno de D. Trump, tratando de entenderlo por así decirlo “internamente”, esto es, al margen de sus relaciones con México o con otros pueblos y religiones, porque entonces automáticamente irrumpen las emociones y entonces el enfoque objetivo se vuelve imposible. Preguntémonos: ¿con qué se enfrentó Trump en los Estados Unidos? Con una clase política putrefacta, conformada por vividores en gran escala de la política que fueron perdiendo su credibilidad y que no juegan ya realmente su rol de representantes de los genuinos intereses del pueblo norteamericano; con una situación económica que empieza a ser desesperante (desempleo, marcados contrastes sociales, a más de graves y profundos problemas en los ámbitos de la educación, la salud, la vivienda, etc.). Y ¿qué es lo que hace Trump, es decir, cómo reacciona frente a esa alarmante situación? A diferencia de lo que hacía Obama y que habría hecho H. Clinton, Trump (y lo que él representa, naturalmente) intenta resolver la crisis de su país. Dejando de lado el hecho de que prácticamente no lo dejan gobernar y de que lo que se libra en los Estados Unidos es un gran conflicto político interno de grandes repercusiones a corto, mediano y largo plazo, se puede argumentar que muchas de sus políticas están mal pensadas y que, por consiguiente, no van a dar los resultados que él confía que darán, pero obviamente no es ese nuestro tema ni lo que me interesa discutir. Lo que a mí sí me interesa destacar es el hecho de que la sociedad norteamericana, lo logre o no, intenta ir hacia adelante  rompiendo esquemas de acción política, económica, militar, etc. Es perfectamente imaginable que el trumpismo termine siendo un fracaso total y que la sociedad norteamericana finalmente pierda su oportunidad de regenerarse, pero lo que es importante enfatizar es el hecho de que hay una conciencia nacional respecto a en qué dirección moverse, inclusive si el esfuerzo en última instancia es fallido. Una y otra vez Trump afirma que su objetivo es rehacer los Estados Unidos: reconstruir puentes, líneas de ferrocarril, carreteras, acabar con el pandillerismo, etc., etc. Por lo menos allá están conscientes de qué es lo que se debería hacer. Que lo logren o no ya es una cuestión de hechos, pero obviamente no es de hechos de lo que me estoy ocupando sino de un modo particular de encararlos.

Cuando volvemos la mirada sobre nuestro país, lo que dolorosamente los hechos nos hacen percibir es que, a diferencia del esfuerzo norteamericano, fallido o no, de “ir hacia adelante”, México es un país que decididamente va hacia atrás. ¿Qué queremos decir con eso? Algo tan simple como lo siguiente: en México la población actúa de miles de formas que inciden en contra de sus propios intereses y el Estado, a través de sus aparatos y operadores políticos, no hace nada para detener, redireccionar y modificar la conducta popular. Para no hacer de estas afirmaciones aseveraciones sin fundamento, demos algunos ejemplos de conducta socialmente irracional (o sea, que es dañina, que se sabe que es dañina, pero que no obstante se sigue practicando) y ello nos permitirá extraer de manera justificada la conclusión ya anunciada.

Son incontables los rubros que habría que considerar y, naturalmente, sería imposible examinarlos todos, pero ni mucho menos es esa mi pretensión. Tengo en mente objetivos muchos más modestos, por lo que me concentraré en temas comunes y prosaicos como el agua, la basura, la contaminación y auto-boicot social, tanto a nivel individual como institucional. Diré unas cuantas palabras sobre cada uno de esos temas respecto a los cuales, debo advertir, no soy ni pretendo presentarme como un especialista.

Que la Ciudad de México está condenada por sus requerimientos insaciables de agua es algo que a estas alturas difícilmente se podría negar. Poco menos de la mitad del agua que se consume en la ciudad se tiene que traer desde una distancia de más de 100 kilómetros. Dejando de lado multitud de factores, lo que esto significa es pura y llanamente que se le roba el agua a otros estados para mantener con vida a la capital del país. El resto del agua que se consume se extrae del subsuelo de la ciudad. Esta succión llevó, entre otras cosas, a la desecación del Lago de Texcoco, como está empezando a hacerlo ahora en la zona de Xochimilco. Hace unas cuantas semanas se vio como se formaba un gran hoyo por donde literalmente se vaciaba todo un sector de la zona de las chinampas. El nivel del agua bajó considerablemente (como pasó en Chapala, en Pátzcuaro y en tantos otros lugares). Dejando de lado los alardes patrioteros de “zona protegida”, “patrimonio de la humanidad” y muchas otras fórmulas huecas como esas, la verdad es que Xochimilco se ha ido transformando en un basurero lacustre. Da una mezcla de pena, vergüenza y asco ir de visita por allí. Cuando uno se sube a una trajinera se tarda uno media hora en salir del amontonamiento de barcas por lo que no queda más que hacer un recorrido por canales cercanos, todos plagados de basura, plásticos, papeles y demás, obviamente sin vida y sin poder ir hacia canales más limpios pero más lejanos so pena de ser asaltado. Aquí automáticamente se plantean dos preguntas y con igual celeridad se obtienen dos respuestas inequívocas: 1) ¿quién daña la zona con basura, desperdicios, etc., y a quién perjudica de manera directa esa situación? Respuesta: los habitantes de la zona tanto la arruinan como padecen su deterioro. En otras palabras, ellos mismos destruyen su habitat; y 2) ¿“quién” no sabe, no puede y no quiere tomar las medidas necesarias para transformar Xochimilco en la zona que podría ser? Planteo la pregunta en términos personales, porque es la forma sencilla como el lenguaje nos permite expresarnos, aunque todos entendemos que no estamos hablando de personas. Respuesta: es el gobierno de la ciudad de México, las autoridades delegacionales, el gobierno federal, las entidades políticas que se han revelado como totalmente incapaces para resolver los problemas de Xochimilco. ¿Cuál es el diagnóstico? Muy simple: estamos hundidos en una situación prácticamente insoluble dado que los incontables intereses involucrados se contraponen de modo que el deterioro ambiental es tanto imposible de detener como irreversible. Esta situación ilustra lo que quiero decir cuando digo que una sociedad va hacia atrás.

Tomemos el caso de la basura. México es el campeón de los tiraderos al aire libre. Vaya uno a donde vaya en el país, con lo que se va a encontrar es con zonas, en general fuera de las ciudades pero no necesariamente muy lejos de ellas, en donde elegantemente planean los zopilotes, pululan las ratas, hiede de manera repugnante y en donde, para “resolver” el problema de los excesos de basura, ésta se quema generando un soberbio desastre ambiental. Todos nos preguntamos una y otra vez: ¿por qué en México no hay un centro de procesamiento de las miles de toneladas de basura que todos los días se generan? La situación es complicada. Nosotros en nuestras casas separamos la basura, pero los trabajadores de la basura la vuelven a juntar porque todo se deposita en lugares en donde se reclasifica la basura. Para ello, hay ejércitos de los así llamados ‘pepenadores’ y éstos están organizados laboralmente. Hay, por lo tanto, intereses económicos, políticos y financieros involucrados y una estructura que de hecho no se puede tocar. Imagínese nada más si hay una huelga de los trabajadores de la basura en la Ciudad de México por más de 48 horas! Nos comen las ratas y nos aniquila el tifo. Pero ¿cómo es posible que una metrópoli como la ciudad de México no cuente con una refinería moderna de basura?¿Acaso no hay ingenieros en México que puedan construir y echar a andar una empresa así? Claro que los hay sólo que, una vez más, hay fuerzas sociales que están en contradicción: el trabajo de miles de personas contra la eficiencia laboral, los grandes negocios de los caciques de la basura frente a los intereses de los ciudadanos particulares, los objetivos políticos del gobierno de mantener ciertos equilibrios, etc., etc. El resultado neto es la parálisis respecto a la solución a fondo del grave problema de la basura. En México, podríamos decir, se traslada la basura de un lugar a otro, pero el problema de la basura sigue sin resolverse. Aquí no se superan los problemas, sino que se les tapa con otros problemas. Por lo pronto yo, contra mi voluntad, confirmo mi dicho: en relación con la basura, el país va para atrás.

Si consideramos el aire y la contaminación no sólo en la Ciudad de México (la cual a menudo ya presenta las apariencias de una ciudad fantasma, lo cual sería gracioso si no fuera por el detalle de que el aspecto fantasmal se debe al veneno atmosférico que respiramos todos los días y que de múltiples maneras daña en forma terrible nuestra salud), sino en muchas otras grandes ciudades del país (Monterrey, Guadalajara, León, etc.) se nos ponen los cabellos de punta. El problema técnicamente tiene solución pero factualmente no, puesto que para implementarla se requeriría una reforma tan profunda de los procesos económicos de las ciudades, reformas de impuestos, laborales, regulaciones de tránsito, de transporte colectivo, etc., etc. Así, se puede vivir todavía con tranquilidad en las grandes aglomeraciones mexicanas siempre y cuando no se tenga la ilusión de que los problemas de contaminación del aire se van resolver. Si se quiere vivir en ciudades como la Ciudad de México se tiene que haber interiorizado la idea de que habrá cada vez más seguido contingencias ambientales, se aplicará cada vez más el doble (y luego el triple) “hoy no circula” y cosas por el estilo. ¿Qué significa todo esto? Que en este rubro el país no va para adelante y esto a su vez quiere decir que simplemente no hay mecanismos de solución de problemas, esto es, que el progreso en esta área no es para quienes vivimos aquí una opción.

Si le echamos un vistazo al  tema de los ríos el efecto en nosotros es como el de un mazazo en la cabeza: nos marea, nos duele, nos vence, nos acaba. México de por sí siempre fue un país con poca agua. Comparado con Francia o con Brasil, por ejemplo, México es de una orografía más bien pobre. Pero ese ya no es ahora el problema. El problema ahora consiste en que se acabaron los ríos que había en México. Yo reto al más erudito de los geógrafos a que nos indique en qué ríos de México hay todavía vida, qué ríos no están saturados de toda clase de desechos (industriales, caseros, petrolíferos, etc.), en qué ríos se puede uno meter a bañarse sin salir con problemas de piel, infecciones y demás. Hay desde luego pequeños meandros, pequeñas barras en donde todavía puede uno adentrarse y disfrutarlos, pero a nivel nacional realmente no cuentan (ni cuantitativamente ni en términos de productividad, piscícola, turística o de cualquier otra naturaleza). Yo por lo menos no le aconsejaría ni a mi peor enemigo que metiera el pie en lo que queda del río Lerma (sobre todo en ciertas partes del Estado de México!). Por si fuera poco, muchos ríos no sólo están contaminados y son ellos mismos fuentes de contaminación, sino que ya están entubados, es decir, ya dejaron de ser ríos, propiamente hablando. ¿A qué se debe este desastre ecológico de grandes dimensiones? No tenemos que ir muy lejos por la respuesta: industriales, agricultores, campesinos, la gente en general usó los ríos para tirar sus desechos (si alguien tiene dudas respecto al comportamiento de la gente y a la ineptitud de las autoridades que le eche un vistazo a los Dinamos para que se convenza), para evitar gastos e inversiones, llenándolos de detergentes, químicos, residuos animales, etc., a ciencia y paciencia de los gobiernos estatales y de los diversos gobiernos federales, incapaces de forzar a la gente (empresarios o simplemente habitantes de la zona) a convertirse en agentes económicos que respetan el patrimonio nacional. Obviamente, la naturaleza se desquita: se contaminan las aguas, el ganado se envenena, los productos agrícolas (espinacas, lechugas, etc.) absorben químicos, materia fecal, etc., y esos productos se venden en los mercados y son alimento tanto para niños como para adultos. ¿Hay forma de detener toda esa locura? Teóricamente, sí; en la vida real, no. Son demasiadas las contradicciones entre los actores sociales de manera que no hay propuesta que salvaguarde los intereses  ni siquiera de la mayoría. O ¿piensa alguien que los ríos en México tienen una posibilidad real de reconstituirse? Pago por que me contagie su optimismo.

Es relativamente fácil seguir el derrotero mexicano si lo contemplamos a distancia. Detectamos la brutalidad del gobierno cuando de los intereses populares se trata, sólo que esta brutalidad se tiene que compensar con algo y eso se logra volviendo laxas e inefectivas multitud de reglas elementales de convivencia, legislaciones y en general la normatividad que debería imperar. Como se mantiene a la gente en un estado de sumisión, se le permite (dentro de ciertos márgenes) que haga lo que quiera. En marcado contraste con la brutalidad hacia las clases bajas, encontramos la sumisión gubernamental frente a las élites, frente a los “inversionistas”. Por otras razones pero con un efecto parecido (aunque peor, por ser de mayores magnitudes), la ley no se hace respetar por los propietarios, las grandes empresas (piénsese nada más un momento en el daño tanto ecológico como humano que causan los compañías mineras canadienses), nunca se les marcan límites para nada (en playas, por ejemplo). Es, pues, normal que los gobiernos municipales, estatales y federal conciban su acción y su toma de decisiones como no teniendo otro objetivo que mantener el status quo, es decir, la estabilidad social, aunque tenga ésta fundamentos enclenques y corroídos. Pero hay un problema: eso no es gobernar. Eso es sentar las bases para la desintegración paulatina de la nación. Así, los gobiernos por un lado y los diversos grupos sociales por el otro, lo cierto es que todos contribuyen a que resulte imposible resolver de manera sensata los problemas que aquejan a todos. Por lo tanto, sí se puede afirmar que el país no cuenta con los mecanismos apropiados para generar progreso. Todo además es causa y efecto de la formidable corrupción que está matando a México. Aquí todos velan por sus intereses personales de corto plazo y la idea misma de bienestar colectivo o de obligaciones hacia la comunidad es una idea que no pasa nunca por las cabezas de las personas. Por ejemplo, en cualquier predio que se encuentre en, digamos, la Delegación Benito Juárez, el empresario o la compañía que tenga los recursos de inmediato construyen un inmenso edificio, habitacional o para oficinas. Cualquier edificio acarrea un complejo sistema de tuberías, porque en todos los pisos de todos los edificios se va a usar agua, mucha y que además se desperdicia. Por qué el gobierno de la Ciudad de México no impone restricciones y sigue permitiendo que se construyan en serie condominios en, por ejemplo, la Colonia del Valle, en las zonas de mayor aglomeración de la ciudad, es algo que no vamos a poder entender. Es incomprensible que en el gobierno de la ciudad no se sienta la necesidad (no digamos la urgencia) de diseñar planes para detener el crecimiento elefantiásico de la capital, con todo lo que ello entraña, o sea, más consumo de agua, más basura, más inseguridad, etc. En condiciones como las nuestras: ¿es siquiera visualizable la posibilidad de progreso en esas condiciones? Le dejo al amable lector la respuesta.

Yo quisiera poder, como Voltaire, decir No es ya a los hombres a quienes me dirijo, sino a Ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos y elevar entonces un plegaria para que a través de Su intervención se le diera solución a los problemas del mundo. Esa, sin embargo, no es nuestra forma de expresar nuestro desasosiego. Se nos ha enseñado desde siempre que Dios es omnisciente y que, por lo tanto, el ser humano, su invención, es la maravilla del mundo y la cúspide de la creación. Pero viendo lo que los humanos de nuestros tiempos y nuestras latitudes hacen, las bajezas, ruindades y vilezas que día con día cometen, la barbarie en la que viven y obligan a los demás a vivir, si como Voltaire me atreviera a dirigirme a Dios, yo me contentaría con preguntarle de la manera más humilde posible: Señor: tu aparente joya está destruyendo el mundo. ¿Está excluida la posibilidad de que te hubieras equivocado y no sería acaso para volver a intentarlo todo de nuevo que esto que hoy existe se está acabando?

La Perspectiva Nacional

No se necesita ser un experto en historia de México para saber que las reglas del juego político en torno a la sucesión presidencial son drásticamente diferentes ahora de lo que eran hace 30 años. Otrora, las reglas eran claras y el resultado incierto, en tanto que ahora es difícil no tener la impresión de que las reglas fueron sustituidas por coyunturas y los resultados están más o menos a la vista de todos. En aquellos tiempos quién resultara ser el “tapado” era, para la gran mayoría de las personas, una cuestión de adivinanza, pero las reglas eran relativamente claras: el presidente en turno tenía la última palabra y él determinaba no sólo quién sería el sucesor sino los tiempos de la campaña. El presidente era el fiel de la balanza de tan importante proceso. En la actualidad las reglas son otras. Primero, porque ya no hay tal cosa como “El Candidato” y el presidente no tiene injerencia en la elección de los candidatos de otros partidos que no sean el suyo; y, segundo, porque ya ni en el suyo es la decisión del presidente totalmente personal. Ahora tiene que “consensuar” su decisión de un modo como no tenía que hacerlo antaño. Todo eso significa que el sistema presidencialista mexicano se debilitó. La moraleja es simple: ahora estamos ya como en los Estados Unidos: si pudo ser presidente de México un individuo como Vicente Fox, entonces efectivamente cualquiera puede ser presidente de México.

Lo anterior viene a cuento por el hecho de que podemos detectar desde ahora una cierta transición gradual de carácter cognoscitivo respecto de quiénes serán los protagonistas del próximo espectáculo electoral. En primer lugar y concentrándonos exclusivamente en las candidaturas, esto es, en decisiones partidistas y no en cuestiones factuales (alguien se enferma, le pasa algo, etc.), MORENA es el partido de mayor claridad y ya tiene a su candidato que, obviamente, es Andrés Manuel López Obrador. Él es el líder político y moral de ese partido y es incuestionable su primacía. En segundo lugar está el PRI. No podemos afirmar con el mismo grado de certeza quién será el candidato, pero hay multitud de síntomas que dejan entrever con un alto grado de probabilidad que el candidato del presidente es Luis Videgaray. Se han tomado decisiones importantes en las que este último ha participado, se ha tratado de protegerlo (frente al gasolinazo, por ejemplo) y él ha venido jugando un rol cada vez más prominente en la política nacional de manera que, a todas luces, Videgaray lleva la delantera. Es posible equivocarse desde luego, pero el margen de error es más bien reducido. En tercer lugar presenciamos una disputa casi de vecindario entre el presidente del PAN, Ricardo Anaya, y la esposa del ex-presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa, esto es, Margarita Zavala de Calderón. Aquí hay demasiados estiras y aflojas de manera que por el momento no se puede determinar cuál de los dos candidatos terminará siendo el abanderado del blanquiazul, pero algo sí es relativamente claro: los ambiciosos improvisados, con unas ganas de llegar a la cima del poder que no saben ni disfrazar, como el gobernador de Puebla, no van a llegar a la fase final. No tienen, al interior de su partido, la fuerza suficiente. Y, por último, está el PRD. Aquí a lo que asistimos es a una vulgar rebatinga de la que no es improbable que el mayor beneficiado sea el gobernador de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera. Después de todo, hay que aprovechar las ventajas que aporta el saqueo de los bolsillos de los conductores a base de multas hasta por rebasar 10 centímetros con el carro la marca peatonal y en ese sentido el Dr. Mancera estaría, si el criterio es financiero, a la vanguardia. En este caso, un problema se resuelve con otro: Mancera es apartidista, pero el PRD no tiene en este momento a nadie realmente representativo. La otra posibilidad es, claro está, que el PRD, después de una pelea de perros interna saque a su propio candidato y Mancera se lance como candidato independiente. Ese es más o menos el panorama visual de la carrera por la presidencia. Lo interesante es que hay también “lo no visual”. Trataré de ser claro.

Yo diría que, dejando de lado desde luego a Andrés Manuel López Obrador, el rasgo común, la característica compartida de los candidatos en perspectiva se llama ‘mediocridad’. ¿Cómo se explica eso? La explicación es simple. Lo que pasa es que en México la política conforma una dimensión de la vida en la que, como sucede con tantas otras, la excelencia profesional y moral de los involucrados es lo único que no cuenta. En el medio político nacional nadie tiene escrúpulos como para rehusar una candidatura aunque sepa en su fuero interno que, por así decirlo, es un(a) incapaz y que no tiene el nivel para ella. Aquí los criterios que permiten seleccionar gente no son criterios de calidad, porque ¿quién los impondría? Yo diría, por ejemplo, que un candidato a la presidencia tendría que tener un record laboral impecable, pero ¿alguien se atrevería a afirmar tal cosa de la labor del Secretario Videgaray al frente de la Secretaría de Hacienda? Sólo de broma. Asimismo, yo supondría que si alguien se propone tratar de llegar a la presidencia de México debería tener una visión política bien estructurada, sutil, ramificada, ser capaz de ofrecer explicaciones sistemáticas de situaciones tanto internas como internacionales, no recurrir al lenguaje de las amas de casa, pero ¿pretendería alguien en serio sostener que Margarita Zavala es alguien que viene cargada con una dosis de ideología y de teoría política que le permitiría enfrentar y manejar con éxito los problemas del país? Si se está parloteando en una cantina sí se podría decir algo así, pero no confundamos el destino de México con las intrigas de una telenovela, por popular que sea! Siendo francos: ¿de dónde sale la Sra. Margarita con aspiraciones presidenciales si no es por la ambición desenfrenada de su marido de volver a residir en Los Pinos? Y por si fuera poco: ¿cuál es la orientación política de dicho ex-presidente? Como todos sabemos, acaba de compartir con el público su última escenita de político retrógrada y de peón al servicio de las más despreciables fuerzas en su fracasado intento de ir a Cuba a entrevistarse con la odiosa disidencia cubana. Con toda razón el gobierno cubano le negó la entrada. Como era de esperarse, el Secretario de Relaciones Exteriores, miembro de otro partido político pero del mismo partido ideológico que Calderón, ni tardo ni perezoso se apresuró a decir que el gobierno de México “lamentaba profundamente la decisión del gobierno de Cuba”. Pero eso aparte de una maniobra diplomática intervencionista es hipócrita y unilateral, porque ¿acaso dejaría entrar México a Raúl Castro para que se fuera a entrevistar con los padres de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa? No se lo permitieron ni al Papa! O ¿dejarían los hipócritas que ocupan los puestos decisivos en el gobierno mexicano que viniera, por ejemplo, el ex-presidente de Irán, el gran  Mahmud Ahmadinejad, a entrevistarse con la dirigencia zapatista?¿O le negarían la entrada? La respuesta es tan evidente que hasta un débil mental daría con ella, por lo que me la ahorro. Aquí tenemos, dicho sea de paso, otro ejemplo de cómo se han venido rompiendo antiguas reglas del juego político en México: anteriormente, una regla importante y sana era que una vez que dejaba alguien de ser presidente ya no intervenía más en política. Esa regla era útil, porque permitía gobernar y mantener un cierto equilibrio. Aquí los panistas, Fox y Calderón, han ido lo más que han podido en contra de dicha regla. Claro que es muy fácil para el ejecutivo volver a ponerlos en su lugar puesto que, como es obvio, les saben muchas cosas. Por ejemplo, en el caso de Fox, que es un hablantín insoportable, cuando empezó a rebasar ciertos límites se le hizo públicamente el recordatorio de que los hijos de su señora esposa tenían cuentas pendientes y entonces automáticamente se calló (por un rato). El problema para nosotros, los ciudadanos apartidistas, es que la banda de los presidenciables, dejando de lado una vez más a Andrés Manuel López Obrador, son del mismo club ideológico que Calderón, o sea, lacayunos, sometidos, cobardes políticamente (por ejemplo, frente a los Estados Unidos. Las declaraciones de Videgaray en relación con la situación creada por la llegada de D. Trump a la Casa Blanca son casi ridículas). Lo primero que un ciudadano se pregunta es: ¿esos son los que nos van a defender cuando lleguen al poder? No nos hagamos ilusiones: una vez más, estamos condenados.

Y, sin embargo, sí podemos hacernos ilusiones, porque sí podemos visualizar el triunfo del personaje político al que, en este momento y en las circunstancias por las que atraviesa el país, le corresponde históricamente convertirse en el presidente de México, esto es, Andrés Manuel López Obrador. Es incontrovertible (por favor, lector, no digas ‘controversial’, como la mayoría de nuestros encumbrados políticos y alguno que otro “agente cultural”) que políticamente la presidencia le corresponde al hombre a quien ya se la robaron dos veces! Yo no sostendría que el Lic. López Obrador tiene absolutamente todas las virtudes del político perfecto. Aparte de tonto, hacer una afirmación de esa clase es infantil y confieso que no soy proclive a esa especie de exabruptos. Lo que sí sostengo, en cambio, y en esto coincido con lo que siente (aunque no lo sepa expresar en una prosa impecable, pero para eso precisamente estamos nosotros) la gran mayoría del pueblo de México, es que Andrés Manuel López Obrador es notablemente superior como político (y en la mayoría de los casos como persona) a cualquier de sus potenciales contrincantes. No sólo es un hombre de una honestidad a prueba de calumnias y patrañas, un hombre con una sólida y bien armada perspectiva nacionalista, identificado con y por el ciudadano mexicano desde Baja California hasta Yucatán, si no también una persona con genuina experiencia política, un gran organizador y constructor y al que, como sabemos, lo respalda un desempeño administrativo formidable (a pesar de la, como todos lo recordamos, infame guerra que le declaró el entonces presidente de las botas de charol a Andrés Manuel cuando éste era Jefe de Gobierno del Distrito Federal, entidad a la que dicho sea de paso el presidente ranchero dañó criminalmente a través de brutales reducciones presupuestales que no tenían otro objetivo ni otra justificación que empañar la labor del entonces Jefe de Gobierno. La actitud de Fox es curiosa, porque es una extraña y patológica mezcla de odio político y profunda envidia personal). Desafortunadamente, ser un hombre honrado y tener una orientación progresista es precisamente lo que los políticos comunes y mediocres no perdonan. Esto explica algo de lo que está pasando.

Las declaraciones de los políticos del momento dejan en claro una cosa: por encima de las divergencias tanto inter-partidistas como intra-partidistas los une el pavor que les inspira una victoria masiva de López Obrador en las elecciones del año entrante. ¿Por qué? Por lo menos por dos razones. Primero, porque con López Obrador en la presidencia se acabarían multitud de chanchullos, prebendas, atracos a la nación, negocios fraudulentos, crímenes de cuello blanco y así sucesivamente. Pero si eso llegara a pasar entonces la política, tal como ha sido entendida ya desde generaciones por quienes se dedican a ella aquí en México, perdería su sentido, puesto que aquí no es más que una forma de ganarse la vida a través de actividades de una u otra manera relacionadas con el patrimonio nacional. Podemos hablar de sueldos (en la suprema corte saben algo de eso, según creo) o de puestos clave para hacer negocios (concesiones, concursos, licitaciones, etc.). Ejemplos no es lo que nos faltaría, me parece. Los gobernadores priistas son maravillosos y famosos ejemplares de esa concepción de la política, de modo que ni pierdo mi tiempo en dar nombres. Todo mundo los conoce. Y, en segundo lugar, los políticos de carrera le temen a la victoria de Andrés Manuel porque saben que a la cabeza del país con éste se operaría un golpe de timón. Pero todos los ciudadanos debemos estar plenamente conscientes de que a los profesionales de la política no les importa que eso justamente sea lo que el país necesita. Un cambio radical es un obstáculo en sus proyectos privados y eso no se puede permitir. Por consiguiente, van a hacer todo lo que esté a su alcance para impedir el triunfo popular, es decir, el de López Obrador. No importa que, como ese maravilloso lugar que alguna vez fue Xochimilco, México acabe de hundirse. Lo único que les importa es que López Obrador no llegue a la silla presidencial. Es muy importante entender que hay aquí una oposición radical: están por un lado los intereses y objetivos de los políticos profesionales y por el otro los del pueblo de México. Va a estar difícil que una pandilla, por poderosa que sea, gane esta vez.

Es penoso constatar, por otra parte, que además de las calumnias, patrañas, mentiras descaradas y toda clase de denuestos en contra del político hoy por hoy más aclamado en México proferidos por los dirigentes partidistas y gente así, se unan a esa campaña difamatoria catervas de novelistas y panfletistas a la moda (y sería bueno analizar la moda en cuestión). Un ejemplo paradigmático de lo primero lo tenemos en el actual presidente del PRI, E. Ochoa Reza, un sujeto que combina maravillosamente la mala fe y una verborrea infernal con una especie de inocencia psicológica que da como resultado declaraciones ridículas. Por ejemplo, todos sabemos quién es y tenemos una idea de lo que hizo Javier Duarte mientras fue gobernador de Veracruz. Era un gobernador priista. Lo que hizo es no solamente ilegal sino moralmente repugnante. Ahora bien, la brillante estrategia del Sr. Ochoa consiste en ligar a Duarte con el Lic. López Obrador y con MORENA y exige entonces a grito pelado una investigación al respecto! El caso es más o menos como sigue: alguien llega a casa de un criminal, al que deja escapar, pero estando en la mansión del criminal se encuentra con un llavero de otra persona y entonces se olvida del criminal y pretende desviar toda la atención pública y la investigación policiaca sobre el propietario del llavero, asumiendo que hay tal propietario. ¿No es eso francamente ridículo? El Sr. Ochoa es un especialista en bravuconadas y pretende que el Lic. López Obrador se ponga al tú por tú a debatir con un energúmeno. Bien vistas, son chistosas las declaraciones de Ochoa cuando afirma que no puede creer que López Obrador viva con sólo 50,000 pesos mensuales! A esto me refería cuando hablaba de su candidez psicológica: él se está auto-exhibiendo cuando dice eso. Está involucrada en lo que dice lo que se llama una “implicatura conversacional”: el Sr. Ochoa asevera una cosa, pero sin darse cuenta da a entender otra. En pocas palabras: es grotesco. Por otra parte, están los revisionistas de nuestra historia, la gente encargada de desfigurar a muchos mexicanos del pasado que se destacaron por alguna hazaña o alguna realización en favor de México. Es el caso de Francisco Martín Moreno, estrella de televisión y columnista de diversos diarios, además de novelista. Este sujeto es digno de una investigación especial, por lo que no me abocaré a analizar su trayectoria aquí y ahora, pero es imposible no señalar su permanente ataque a Andrés Manuel. Lo que queda claro cuando uno lo lee es que ataques como los suyos son todo menos espontáneos. Son, podría pensarse, como algunos de sus libros: sobre pedido (y quizá hasta escritos por otros). Es con escritores así como se realiza esa simbiosis político-intelectual (ejemplificada en “Ochoa/ Martín Moreno”) y entonces la maquinaria empieza a funcionar. El resultado es el acoso cotidiano y desde todos puntos de vista que se les ocurra a López Obrador. La preocupación de muchos es: ¿lograrán acabar con él?

Es obvio que no. Las injurias y los improperios, las difamaciones y las afirmaciones insidiosas le hacen a López Obrador “lo que el viento a Juárez”, o sea, nada. No es así como se combate al verdadero adversario ideológico, pero es que en el fondo en toda esa jauría desatada en contra de López Obrador no hay un solo rival a la altura de su perseguido. Cualitativamente, están perdidos. Pero hay además un argumento mayor en contra de la coalición de los mediocres, a saber, que ni Zavala, ni Videgaray ni Anaya ni ninguno de los que están preparándose para la competencia por la presidencia encarnan el espíritu de los tiempos, la necesidad de un cambio profundo, los intereses populares, los valores nacionales. Todos bailan al son que les tocan y ellos lo saben. En el espectro mexicano, por lo tanto, no hay más que un político que auténticamente represente a los mexicanos en su conjunto (no a todos, desde luego, puesto que eso es imposible inclusive en la más perfecta de las democracias, pero sí a la gran mayoría), un político con quienes los jerarcas del país deberían ya llegar a un acuerdo definitivo si no quieren ver a México sumergido en un pantano del cual ya no podrá salir. Ese político se llama ‘Andrés Manuel López Obrador’ y es quien representa la perspectiva mexicana.

Lenguaje Político y Sentimientos Nacionales

Una de las funciones que todos los días cumplen (o deberían cumplir) los políticos profesionales es hacer declaraciones. Dependiendo de las épocas y de los personajes, las relaciones comunicativas entre individuos que ocupan puestos políticos importantes (presidentes, primeros ministros, líderes supremos) y la gente son de lo más variado y van desde el mutismo casi total hasta una relación cotidiana de explicación al pueblo sobre las decisiones que se toman. Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, cuando era Jefe de Gobierno del Distrito Federal tenía todos los días una entrevista de prensa a las 8 de la mañana, una sana pero pesada costumbre que, evidentemente, ningún otro político mexicano se ha auto-impuesto. El Comandante Chávez, por ejemplo, tenía un programa de radio todos los días de varias horas que se llamaba ‘Aló, Presidente?’ (retomado ahora por el presidente Nicolás Maduro) durante el cual él le explicaba a los radioescuchas (la ciudadanía en su conjunto) los problemas que aquejaban a su país y las soluciones que su gobierno iba implementando. Chávez le esbozaba a los venezolanos un cuadro de la situación general que prevalecía tanto al interior como al exterior de Venezuela, así como entraba en detalles sobre temas particulares (cambios en su gabinete, problemas con tal o cual empresa, etc.) de modo que la población estaba más o menos enterada de lo que realmente sucedía en el país y fuera de él. Es evidente que para poder hacer eso hay que tener algo que decir y eso por lo que se ve no se le da a todos. Otro ejemplo de político de altos vuelos que mantenía una comunicación permanente con su pueblo era Fidel. Éste, como todos sabemos, no se limitaba al radio: él aparecía por igual en televisión y, más importante aún, se presentaba personalmente en las fábricas, en los centros agrícolas, en las escuelas, etc., y permanentemente dialogaba con cubanos y cubanas de todas las edades. Para poder hacer eso hay que tener mucha confianza en sí mismo y estar seguro de que lo respalda a uno el bien social que ha logrado generar. Eso no lo hace cualquiera. Es inimaginable, por ejemplo, ver a Mauricio Macri conducirse de un modo parecido. Vale la pena notar, por otra parte, que las actitudes comunicativas genuinas no se limitan a los gobiernos (llamémosles así) “progresistas”. Tienen que ver más bien con una concepción de cómo debería ser la relación entre gobernantes y gobernados, independientemente de la ideología que se adopte. En los Estados Unidos, por ejemplo, la comunicación entre presidente y ciudadanos se daba básicamente por televisión y a través de entrevistas de prensa. Con D. Trump, sin embargo, eso cambió notoriamente, porque éste optó por hablarle directamente a su gente, por comunicarse con su pueblo de un modo como una política momificada como H. Clinton era totalmente incapaz de hacer suyo. Y ¿qué características tiene esa forma de comunicación? La respuesta está a la vista de todo mundo: Trump afirma a derecha e izquierda que el objetivo último de su política es el bienestar del pueblo norteamericano, informa a la población sobre muchos temas que los políticos profesionales de siempre mantienen en la oscuridad, como si fueran privados, habla en un lenguaje coloquial comprensible por todas las personas, dejando de lado el lenguaje acartonado y semi-vacuo de los políticos comunes; toma en serio a la gente  y se dirige a su público casi como si estuviera dialogando con él, lo cual es una evidente marca de respeto. Y hace además algo que le da mucho gusto a la gente: denuesta a la omniabarcadora prensa establecida, a las grandes cadenas de televisión y rechaza hablar con ellos, los denuncia y los acusa públicamente de mentir y de engañar a la gente en forma sistemática y cínica, lo cual es totalmente cierto. Aunque sin duda recurre a otros medios, lo que quiere decir lo transmite básicamente de manera presencial. Es importante que la gente se percate de que esa clase de interacción que se da entre Trump y el pueblo norteamericano es uno de los factores que lo hizo popular y lo llevó al poder. Desafortunadamente, hay que reconocerlo, es una forma de interactuar entre gobernantes y gobernados casi por completo desconocida en el México contemporáneo.

Dije unas cuantas palabras sobre una forma particular de comunicación entre políticos y pueblo, pero ¿podríamos decir algo sobre sus contenidos? En la forma de comunicarse con la gente a la que me refiero se tiende a dar datos precisos, se alude a problemas concretos y no se mantiene uno en el plano del discurso impersonal, como si se estuviera dando una clase, proporcionando datos que al 99 % de las personas no les dicen absolutamente nada. El político con el perfil delineado tiene en general, hay que decirlo, un lenguaje nacionalista y no se cansa de exaltar los valores de su país y de su cultura. Como es obvio, y dejando de lado una vez más a México, siempre encontraremos elementos de esta clase de discurso en cualquier político que se respete, en cualquier político serio. Hablaban o hablan así (y en ocasiones hasta fanáticamente) personas tan diferentes entre sí como Margaret Thatcher, Marie Le Pen o Vladimir Putin. Por otra parte, también es fácil reconocer a los políticos del estilo lingüístico opuesto. H. Clinton, M. Macri y los presidentes mexicanos de Miguel de la Madrid en adelante son buenos representantes de él. Nosotros, en México, ya estamos adaptados a esa otra forma de hacer declaraciones políticas, pero es justamente aquí que quisiera apuntar a un problema, un problema que es en parte social y en parte político: ahora podemos constatar que la clase de discurso que se impuso en México tiene efectos sociales negativos en tiempos más o menos apacibles y en épocas de conflictos más serios la ausencia del estilo vivaz de relacionarse con la población desde el poder tiene efectos pura y llanamente devastadores. Si en situaciones de peligro, de amenaza externa, de desasosiego, la comunicación entre la población y los miembros de la cúpula política sigue siendo la estándar, la aburrida, la de siempre, la gente se deprime y, como pasa ahora, se siente no sólo decepcionada sino, una vez más, defraudada y desprotegida. ¿Cómo se podría etiquetar el discurso político que hemos muy a grandes rasgos caracterizado? La respuesta es más que obvia: hablamos de lenguaje o de discurso (permítaseme emplear la palabra prohibida) populista. Dada la compleja situación actual, lo menos que podemos decir es: cómo nos hace falta!

Yo no sabría decir aquí y ahora si Trump es un presidente “populista”, en parte porque el concepto mismo de populismo ha sido tan manoseado que realmente casi no permite hacer ninguna descripción precisa de nada. Ahora bien, independientemente de cómo evaluemos su desempeño, lo cierto es que el actual presidente de los Estados Unidos se ganó la simpatía y el apoyo de millones de norteamericanos con su promesa, que como político populista parecería que tiene todas las intenciones de cumplir, de erigir un muro a lo largo de la frontera con nuestro país. Se trata de una decisión con importantes implicaciones para ambas partes a corto, mediano y largo plazo y desde muy diversos puntos de vista (comercial, político, de seguridad, cultural, etc.). Aquí mucha gente a título personal ha manifestado su repudio, su rechazo, su crítica de la política delineada en Washington, pero lo que no deja de asombrarnos es que siendo este un conflicto (porque lo es) entre dos gobiernos, los diversos personajes políticos de alto nivel que se han expresado al respecto lo han hecho en el lenguaje declaradamente no-populista y hasta anti-populista típico de los últimos 40 años. A estos políticos de lenguaje pulcro y rígido no parece importarles que hasta el más simple de los mexicanos hubiera esperado de ellos, y sobre todo del presidente y de sus allegados, un mínimo de alocuciones en defensa abierta de la soberanía nacional, una exposición seria por parte del presidente de cuál es la situación, de que amenazas se ciernen sobre México, de cómo puede México reaccionar para defenderse, de qué significa la unidad nacional, etc., frente a lo que a primera vista es una agresión. Pero ¿cuál ha sido más bien la retórica de los políticos nacionales? Hagamos un poquito de memoria.

Que el populismo en México, signifique éste lo que signifique, fue convertido en una postura política de antemano condenable e imperdonable lo muestra el hecho de que ser tachado de populista es para los políticos mexicanos la vergüenza mayúscula, la etiqueta que a toda costa hay que evitar. Esto explica quizá la bochornosa escena en la que Peña Nieto advierte sobre los peligros del populismo y el mismo Barack Obama le responde en esa reunión que hay que tener cuidado porque muy probablemente él (o sea, Obama) sea un presidente populista! O sea, ni en los Estadios Unidos es el populismo tan  temido y detestado como en México. Cuando se suscitó el problema de la cancelación del viaje del presidente Peña Nieto a los Estados Unidos para entrevistarse con el entonces recién nombrado presidente Trump, quienes primero hicieron declaraciones públicas fueron el Secretario José Antonio Meade y el actual Secretario de Relaciones Exteriores, el político consentido del sistema, Luis Videgaray. Y ¿cuál fue el tenor de sus dichos? Frente a un discurso de Trump que para nosotros era prepotente, chauvinista e impositivo pero para ellos era “populista”, la respuesta (si es que eso es una respuesta) vino en términos desde luego no populistas, sino más bien en términos de “intentos de negociación”, de recomendaciones de no abandonar nunca los “canales de la diplomacia” y, perdóneseme la expresión, burradas de esas magnitudes. A lo más que Videgaray ha llegado, movido sin duda por el hecho de que ya es imposible no percibir que se presenta casi oficialmente como el sucesor de Peña Nieto (y desde luego pontifica como si lo fuera) ha sido decir que de “ninguna manera México pagará por el muro”. Definitivamente: qué anti-populista!, pero también qué pobreza de expresión, qué débil vinculación con los ciudadanos! Da lo mismo decir eso que no decir nada. Aparte de timorata, hay que señalar de paso que se trata de una posición fácilmente desmontable. El gobierno norteamericano tiene muchos mecanismos para arrebatarle a México el dinero que cueste la construcción del famoso muro. Pero como Videgaray se limita a unas cuantas palabras, lo que se revela es su actitud de fondo, una actitud de “no hay nada que hacer. Ya lo decidieron por nosotros!”. Así precisamente es como se expresan los no populistas. Ahora bien, el punto culminante de la ignominia y la desvergüenza sin duda se produjo cuando el Secretario Meade expresó su opinión acerca de cómo tenía que reaccionar México. Como fenómeno más bien raro, fue tan indignante su respuesta y tan repulsiva su actitud (desde luego, no populistas) que inclusive periodistas de Televisa encontraron que lo que decía era inaceptable! El mismo Carlos Loret de Mola no aguantó y se atrevió a increparlo en vivo, reclamándole (con justa razón, pienso yo) por la tibieza (por no decir, ‘por la cobardía’) de su posición. Ante lo que obviamente era una afrenta al presidente de México, el Sr. Secretario Meade aconsejaba guardar la compostura, no olvidar la diplomacia y sandeces por el estilo. Aquí lo que me interesa enfatizar es que estamos precisamente en presencia de un típico discurso político no populista. ¿Qué quiere decir eso en nuestras circunstancias? Un discurso político miedoso, entreguista, sometido y a final de cuentas anti-mexicano, un discurso en el que no se alude a la nación en su conjunto, a la necesidad de integrarse en un nuevo pacto social, a la urgencia por encontrar mecanismos de defensa que tenga el aval y el apoyo del pueblo de México. Por ello, desde mi muy humilde punto de vista, esas declaraciones de Meade bastan para descalificarlo definitivamente de toda competencia por la candidatura del PRI a la presidencia de la República. Definitivamente, no puede ser candidato a la presidencia (si alguna vez tuvo esa ambición) y mucho menos presidente un sujeto que ante una situación de amenaza externa, una situación que dista mucho de ser una broma, se revela como un ser incapaz de expresar puntos de vista patrióticos, de diseñar políticas realistas pero nacionalistas, de defender el orgullo nacional (¿por qué los norteamericanos sí tendrían derecho a ello y nosotros no?) y aprovecha la ocasión para auto-presentarse más bien como alguien sensato que quiere congraciarse con quien nos ofende, como alguien sin voluntad de defensa de los intereses nacionales y doblando públicamente la cerviz de la manera más desvergonzada posible. El problema es que básicamente esa ha sido la dieta retórica con la que nos han alimentado, una dieta de carácter obviamente no populista.

¿Esperábamos algo grandioso por parte de las autoridades mexicanas? En relación con estos (y con muchos) temas, los mexicanos siempre han sido modestos. Esperábamos solamente una reacción digna, no una reacción cobarde y tonta. A nadie se le ocurre pensar en conflictos con los Estados Unidos de una naturaleza que no sea económica, comercial o política, pero es que ellos tampoco piensan en eso. El infame rumor de que Trump había amenazado con enviar tropas a México es, como todo mundo sabe ahora, una patraña más de la prensa mundial para intensificar las tensiones entre México y los Estados Unidos. El problema es de relaciones complicadas, no de odios insuperables, pero lo que a mí me interesaba destacar es cómo el lenguaje político “mesurado”, “pro-positivo”, “constructivo”, etc.,  de los políticos mexicanos hace nacer en la población un sentimiento de frustración y de traición. Cómo sería útil ahora un discurso más comprometido con los requerimientos y las expectativas nacionales, es decir, un discurso populista!

¿Por qué esa clase de discurso está vedada en México? Curiosamente, la expulsaron del país grupos que ahora más nunca la necesitarían. Ahora que la retórica y la vida política en los Estados Unidos cambió, porque de hecho cambió y lo hizo de un modo y en una dirección inesperados, quienes se solazaron criticando toda clase de visión nacionalista, de conexiones con nuestro pasado, minimizando políticas represoras y conflictos de clase, todos ellos carecen ahora de un discurso político vigorizante, útil; ahora vemos que son ellos los incapaces de generar un discurso que contenga otra cosa que tres datos baratos de economía y que les permita hacer algo más que prognosis que rayan en lo ridículo (hay, en este  sentido, un par de comentaristas de televisión que son verdaderamente de antología!). Pero el problema sigue y ahora tenemos no sólo el derecho sino la necesidad de preguntar: ¿cómo se unifica y encauza a la población?¿Con datos sobre las tasas de interés?¿Cómo puede un gobierno anti- populista tomar decisiones auténticamente nacionalistas, que es lo que ahora se necesita?¿Qué apoyo tiene un gobierno cuando ante una situación como la que enfrentamos se reúnen en torno al Ángel de la Independencia unos cuantos miles de personas? Ahí quedó exhibida la fractura entre el Estado mexicano y el pueblo de México. Esa es precisamente la clase de manifestaciones públicas a las que da lugar el discurso político usual. Eso se tiene que recomponer, aunque sea por estrictas razones de supervivencia, pero para ello es indispensable galvanizar a la población con un lenguaje político renovado, hacer valer mitos políticos nacionalistas (como los tienen todos los pueblos), desechar el aletargador discurso en torno a la “democracia” y cosas por el estilo. Se necesitan nuevos ideólogos, gente con mente fresca y consciente de que está en juego el futuro del país y de que los políticos de hoy no parecen ser capaces de defenderlo en su integridad y en sus derechos. Pero claro: un nuevo lenguaje político implicaría un drástico viraje en las políticas públicas y es eso lo que todavía y a toda costa se quiere evitar. Por eso el discurso político mexicano sigue siendo frío, aemocional, telegráfico, inútil. Por ello, aunque es obvio que tienes asegurado tu futuro y que tarde o temprano estarás de nuevo en circulación, lo menos que podemos decir por ahora, antes de que las cosas se pongan más difíciles todavía, es: Ay! Populismo, cómo te extrañamos!

 

Viaje a Disneylandia

No es nada inusual en nuestro medio que importantes decisiones políticas se tomen en función no de los requerimientos y necesidades reales de la población y del país en general, sino en función de proyectos y caprichos personales vinculados a ambiciones políticas a menudo hasta difíciles de ocultar. Dicho de manera coloquial, con tal de obtener lo que consideran útil para la promoción de sus objetivos personales, los políticos están dispuestos a actuar en forma egoísta sin percatarse de que muy pronto sus acciones pueden resultar negativas y hasta contraproducentes, quizá no para sus propias causas pero sin duda sí para la población en su conjunto. Por ejemplo, me parece que ese es precisamente el caso que quedó muy bien ejemplificado en la incesante presión que el actual Gobernador de la Ciudad de México ejerció sobre los miembros de la comisión encargada de redactar la nueva constitución de la capital del país. Todo mundo pudo apreciar que el Sr. Mancera estaba obsesionado con la idea de que dicho documento tenía que quedar “listo” para el 5 de febrero, esto es, tenía a fuerzas que coincidir con el centésimo aniversario de la promulgación de la Constitución de 1917. Esta insistencia tenía obviamente que ver con su proyecto presidencial, pues como él mismo lo confesó públicamente hace algunos meses, “claro que quiero ser presidente de México”. Es, pues, evidente que si alguien está interesado en interpretar debidamente su desempeño político, lo que tiene que hacer es determinar cómo se vincula el discurso que pronuncie (frente a quien lo hace, por ejemplo), su participación en tal o cual evento (de quién está acompañado o a quién acompaña), las medidas que tome (si son efectivas para recaudar fondos, por ejemplo) y así sucesivamente con el proyecto presidencial, que es la columna vertebral de su conducta política. El Sr. Mancera, por alguna razón que se me escapa, veía la promulgación de la nueva constitución como absolutamente crucial para seguir adelante con su plan. Yo pienso que todo ese proyecto está destinado al fracaso y no sólo porque hay otros candidatos, porque él es un ilustre desconocido en provincia y cosas por el estilo, sino sobre todo porque los habitantes de la Ciudad de México no le vamos a perdonar el daño que nos hizo con su letal (y probablemente de efectos irreversibles) reglamento de tránsito. Desde luego que al actual gobernador de la Ciudad de México lo deja completamente indiferente lo que los ciudadanos sientan y opinen sobre él hasta que llega el momento de las elecciones, naturalmente. El Sr. Mancera es, a no dudarlo, un hombre hábil. Para poderse manejar en forma autónoma, uno de sus primeros movimientos fue distanciarse muy oportunamente de su antiguo jefe, Marcelo Ebrard y, por consiguiente, del candidato natural a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador. Y ¿cómo no mencionar lo que podríamos llamar su ‘programa de asalto lícito al ciudadano’, encarnado en un reglamento de tránsito cuyos efectos devastadores no terminamos de ver? Todos somos testigos de cómo los conductores se sienten literalmente desvalijados por las multas legales pero ilegítimas que se nos imponen por tratar de agilizar el tráfico cuando ello es viable o cuando hay que pagar por haber circulado a 60 kms por hora en Insurgentes cuando ello era perfectamente factible. Todo eso es una práctica de la que Mancera y su grupo abiertamente se jactan. Hace no mucho leía en el periódico que comunicaban orgullosamente que llevaban acumulados más de 260 millones de pesos de fotomultas! Yo ya me he pronunciado sobre el tema en numerosas ocasiones, pero aprovecho la ocasión para expresar una vez más mi repudio de esas vulgares tácticas recaudatorias. La verdad es que con su administración de pronto todo se volvió una cuestión de multas, pagos, impuestos, resellos, verificaciones, actualizaciones de la ley, etc., etc. Yo estoy seguro de que la ciudadanía no se olvidará cuando de todas esas afrentas y en su momento lo harán sentir, pero también creo que ya es hora de que alguien (algún presidente, Trump, Dios) empiece a mandarle la cuenta por las nefastas consecuencias de sus mal pensadas decisiones. Los resultados están a la vista: peligrosos índices de contaminación, un cada vez más insoportable tráfico, incontables daños a autos ocasionados por esos infames “reductores de velocidad vial” (todo un negocio, como lo pone de manifiesto su carácter esencialmente superfluo o gratuito), por hoyos nunca tapados, por topes que proliferan por todos lados, la contaminación visual de miles de señalamientos completamente innecesarios (uno tras otro tras otro tras otro, sin ton ni son), la inseguridad en aumento galopante (se disparó, por ejemplo, el robo de motocicletas) y así indefinidamente. Habría que incluir todo lo que son “regularizaciones” en relación con prediales, agua, etc., el cambio de nombre de la ciudad y de la papelería con todo lo que ello entrañó (gastos fantásticos!). Es claro que toda esa “política” ha representado entradas masivas de dinero. Nosotros, naturalmente, no somos ni contadores ni trabajamos en la Secretaria de la Función Pública ni nos interesa estar rastreando fondos, pero lo que nos llama la atención es el contraste entre el flujo pecuniario y la inversión pública. Es cierto que se pusieron jardincitos verticales en las columnas del Periférico, pero ahora que la basura se está comiendo a la ciudad: ¿se empezó acaso a construir una gran procesadora de basura que viniera a remplazar a los pestilentes basureros al aire libre? Yo no recuerdo haber transitado en otros tiempos por calles y avenidas en el estado tan lamentable en el que está ahora la carpeta asfáltica de la ciudad. Y así como el Sr. Mancera aprovecha cualquier evento, cualquier situación (el gasolinazo, por ejemplo) para darle retoques a su imagen pública (él “se deslinda”, pero ¿y eso de qué sirve?): ¿no debería también aceptar abiertamente su responsabilidad (y su fracaso) en relación con el obvio deterioro de la ciudad y el desquiciamiento de la vida en ella? Pero eso es obviamente pedir demasiado, porque el plan de lucha por la presidencia está más vigente que nunca.

El panorama que presenciamos es en verdad espeluznante, pero no hemos mencionado todavía la cereza de este pastel podrido que es la política del actual gobernador de la Ciudad de México. ¿Cuál podrá ser esta? La respuesta es evidente de suyo: la constitución de la Ciudad de México, un texto elaborado a marchas forzadas para que el señor gobernador pudiera tener su juguete justo a tiempo, esto es, en el centésimo aniversario de la Constitución de 1917 y pudiera pasar con éxito a la siguiente etapa de su plan general de trabajo. Que el texto constitucional tenía que terminar siendo lo que ahora tenemos me parece que es el resultado natural de un capricho más del señor gobernador, un logro más en lo que a todas luces pretende ser su carrera hacia la Presidencia de la República. Independientemente ya de cuándo entre en vigor, la Constitución ya está redactada. El que ésta se haya cocinado al vapor no es algo que parezca importarle mayormente al Sr. Mancera, puesto que lo que a él le interesaba era básicamente disponer de dicho documento para dejar en claro en la arena política su eficiencia administrativa, su control de la cámara de representantes y cosas por el estilo. Yo en lo personal creo que logró sus objetivos, sólo que el precio es tremendamente alto. ¿Por qué? Porque el texto que se le entregó a la ciudadanía es como un cuento de hadas, un conjunto de pronunciamientos sin mayor relación con la realidad. Debe quedar claro que a nosotros el destino político del Sr. Mancera no es algo que nos interese, pero sí es de nuestra incumbencia el hecho de que por la premura en tener listo el texto constitucional de la ciudad de México (confieso que yo añoro hablar del Distrito Federal) lo que se logró fue confirmar que México es un país en donde por un lado están las leyes, los reglamentos, las edictos, los protocolos, los mandatos, etc., y por otro la vida canalizada por los requerimientos prácticos cotidianos y no por cuentos de hadas jurídicos. El resultado en el caso de la flamante constitución es que tenemos un texto desbordante de palabras pomposas, promesas, pronunciamientos, declaraciones y demás, todos ellos maravillosos, pero que no son otra cosa que palabras huecas. Veamos rápidamente por qué hacemos aseveraciones tan osadas.

La verdad es que a mí me encantaría poder pedirle al Sr. Mancera, siendo él además abogado, que me explicara qué entiende él por ‘derechos humanos’ y, dado el uso de la expresión en su constitución, le estaría muy agradecido (y no sólo yo) si pudiera, por ejemplo, darnos una lista, por mínima que fuera, de “nuestros derechos humanos”, una noción que permea el texto de arriba a abajo. Por ejemplo ¿es un derecho humano mío el respirar, el comerme unos tacos en la calle, el cruzar la avenida corriendo, el usar paraguas si llueve, oír música en mi auto? Yo sé que tengo los derechos que explícitamente emanan de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos y de los códigos que se deriven de ella, pero si ahora además se me dice que tengo “derechos humanos” lo menos que puedo hacer es preguntar cuáles son éstos! Yo en verdad quisiera saberlo, asumiendo (quizá erróneamente) que son los mismos que los de cualquier otro ciudadano. Para no extendernos, a mi modo de ver lo que hay que decir es simple: no hay tal cosa como “derechos humanos”. Me parece ya oír a más de un abogado o de algún honorable miembro de alguna organización no gubernamental elevar la voz y responder indignado: “pero es evidente que todos los seres humanos tenemos derechos humanos!”. Eso es una hermosa tautología, aparte de que la repuesta no podría reducirse a un “es obvio”. Aquí no hay nada obvio y lo que sí hay es una confusión conceptual. Esto no es muy difícil de entender. Los derechos que los ciudadanos tienen son, como dije, los derechos que están recogidos en la Constitución de México y en los diferentes códigos que se han ido elaborando y que cubren distintas facetas de la vida social. Pero debería quedar claro que no hay otra fuente de derechos que la Constitución. Si eso es así, entonces ‘derechos humanos’ significa lo mismo que ‘derechos positivos’ o ‘garantías individuales’ y si a su vez ese fuera el caso: ¿para qué querríamos una nueva expresión? Es obvio que ello no puede ser así. La expresión ‘derechos humanos’ es muy útil, pero tiene que ser empleada en conexión con por lo menos otra. Lo que los destacados leguleyos, intelectuales y demás que tomaron parte en la redacción de la nueva constitución parecen ignorar es el simple hecho de que el concepto fundamental no es “derechos humanos” a secas, sino “violación de derechos humanos”, queriendo eso decir ‘violación de los derechos positivos, de las garantías individuales de una persona por parte de las autoridades”. Eso sí que tiene sentido. Pero decir, como se dice en 4.A.1 del texto constitucional que “En la Ciudad de México las personas gozan de los derechos humanos y garantías reconocidos en la Constitución ….” es decir una reverenda tontería. Es como decir “En la Ciudad de México las personas gozan de las garantías y de las garantías reconocidas en la Constitución …”. En otras palabras, el texto está ajustado a la retórica política en circulación independientemente de si equivale a un engaño y, obviamente, a un auto-engaño. Ahora, no todo está mal: lo que se afirma en, por ejemplo, 4.A.5 (“Las autoridades deberán prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos.”) es perfectamente correcto. Pero 4.B vuelve a ser un conjunto de sinsentidos. El texto es una mezcolanza de afirmaciones sensatas y afirmaciones asignificativas.

El artículo 2 es alarmante. Independientemente de lo que se diga en otra parte del texto (y si no concuerdan es porque el documento es pura y llanamente incoherente), el punto 2 indica explícitamente que se tiene proyectado no planear la expansión poblacional de la ciudad. Cito: “La Ciudad de México se enriquece con el tránsito, destino y retorno de la migración nacional e internacional”(¡). A menos de que tenga un significado oculto, lo que se está diciendo es que aquí puede venir a instalarse quien quiera y cuando tenga ganas de hacerlo. No se prevén restricciones, ordenamientos, re-organización, nada. La bandera es: “libertad absoluta”, aunque sea en detrimento de los habitantes y de la vida en la ciudad. O sea, en una ciudad que ya no se da abasto con el agua (que se desperdicia a chorros todos los días, porque la mitad de la tubería es obsoleta y no se le ha dado el mantenimiento apropiado), cuyo aire está literalmente matando a miles de personas (aunque rehúsen dárnoslos y traten de mantener ocultos los datos concretos de habitantes de la ciudad con graves problemas respiratorios, cutáneos, oculares y demás), los legisladores se dan de todos modos el lujo de dictaminar que quien quiera puede venir a instalarse aquí. O sea, hasta que la Ciudad de México no se funda con Cuernavaca, Pachuca, Puebla o Toluca no se prevé que se impongan restricciones para vivir en la capital del país. Eso es, según ellos, cuidar su futuro!

El carácter fantasioso de la nueva Carta Magna se deja sentir desde el inicio. Por ejemplo, en I.6 se nos dice que “Para la construcción del futuro la Ciudad impulsa la sociedad del conocimiento, la educación integral e inclusiva, la investigación científica, la innovación tecnológica y la difusión del saber.”. Eso es demagogia en gran escala. ¿De cuándo a acá la investigación científica (digamos, sobre la formación de galaxias o de la reproducción de tarántulas) ha dependido de las autoridades de la Ciudad de México? La idea de una “sociedad del conocimiento” es simplemente irreal. ¿A qué sociedad se refieren quienes redactaron este documento? Dejando de lado a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, cuyos orígenes se remontan desde luego a Andrés Manuel López Obrador quien cuando la creó le había imprimido una orientación perfectamente clara y justificada, hablar de la “sociedad del conocimiento” en abstracto es simplemente generar expectativas, jugar con palabras, expresar deseos fantasiosos y dar los lineamientos de una ciudad de un mundo al que la Ciudad de México, para bien o para mal, sencillamente no pertenece. Aquí, en mi opinión, lo que necesitamos, y con urgencia, es la sociedad de la gente sin hambre, la sociedad de los niños de la calle, la sociedad de las personas asaltadas y violadas y así sucesivamente. Pero ¿necesita la Ciudad de México, dejando de lado desde luego sus grandes centros académicos, como la UNAM y el CINVESTAV (no son los únicos, desde luego), que se impulse desde el gobierno de la capital algo así como una “sociedad del conocimiento”, una expresión que además ni siquiera es definida, de manera que ni siquiera sabemos de qué se está hablando?¿Es eso serio? Mi diagnóstico es que tenía que ser así por la precipitación con que fue redactada. Y ¿por qué tal precipitación? La respuesta es automática: por los tiempos políticos del Sr. Mancera.

Se supone que el texto de la Constitución de la Ciudad de México debería constituir el marco normativo supremo de la vida en la ciudad y, por lo tanto, debería contener únicamente prescripciones, reglas, normas, recomendaciones. Curiosamente, sin embargo, contiene también enunciados que no tienen ningún carácter normativo, como 1.7, en donde se afirma que “La sustentabilidad de la Ciudad exige eficiencia en el uso del territorio, así como en la gestión de bienes públicos, infraestructura, servicios y equipamiento”. Suena bien, pero ¿es aquí que se va a cumplir todo eso?¿Y se va a cumplir simplemente porque está la idea recogida en un texto?¿Por decreto? Eso es ridículo. No hay ni siquiera atisbos de cómo se podrían generar u obtener los bellos resultados visualizados por quienes pasaron un buen rato elaborando el texto. Se nos debería decir algo, aunque fuera muy a grandes rasgos, sobre cómo se podría pasar de la vida en el desperdicio (pienso, por ejemplo, en las toneladas de productos del campo que diariamente se desperdician en la Central de Abastos) a una vida en la que privara la eficiencia en la administración de los recursos. Pero naturalmente sobre los temas difíciles, esto es, los que exigen tomas de decisiones valientes, no se nos dice una sola palabra.

Hay secciones que, por agramaticales, son simplemente vergonzosas. Considérese el Articulo 3.2.en donde se lee: “La función social de la Ciudad, a fin de garantizar el bienestar de sus habitantes, en armonía con la naturaleza”. Así como está es un sinsentido, pero no sería justo afirmar que el texto es asignificativo dado que hay una frase introductoria previamente enunciada y que dice: “La Ciudad de México asume como principios:” y a continuación viene, entre otras cosas, lo que cité más arriba. El problema es que esa aclaración no sirve de gran cosa, porque: ¿qué diablos significa eso de “la función social de la ciudad”? ¿Qué es eso? Un lector cándido no tiene ni idea. Hay, por otra parte, sentencias que no sólo son falsas o por lo menos altamente cuestionables, sino que son grotescas. Considérese por ejemplo la siguiente: “La vida digna contiene implícitamente el derecho a una muerte digna”. Aparte de ser de un sentimentalismo barato y fuera de lugar, eso es claramente falso y, peor aún, torpe. Es perfectamente imaginable que alguien haya vivido “dignamente” (sin saber realmente qué es lo que se está afirmando) y que hacia el final de su vida se hubiera convertido en un gran criminal. Alguien así: ¿tiene derecho a una “muerte digna”? Supongamos que sí, pero si tiene derecho a una muerte digna haga lo que haga, entonces ¿para qué hablar de vida con dignidad, si independientemente de cómo sea ésta de todos modos se tiene derecho a una muerte digna? El texto es, pues, ridículo, pero ¿por qué esa formulación? Porque, como todo en el texto, es una fórmula demagógica y falaz (ya que por medio de ella se apela descaradamente a los sentimientos de la gente para que se le dé el visto bueno), porque ¿quién querría cuestionar la idea de una vida en la dignidad? Nadie. Esa expresión no sirve más que para confundir.

Si he de ser franco, leer el texto de la nueva constitución se vuelve muy pronto una experiencia harto desagradable, porque resulta imposible no ver en ella un texto politiquero de la peor calaña: parecería que de lo que se trataba era de quedar bien con todo mundo y con todos los sectores poblacionales, identificados desde todos los puntos de vista posibles: se queda bien lo mismo con autoridades que con empleados, con niños que con comunidades lésbico-homosexuales, con policías que con pueblos originarios, con estudiantes que con el sector magisterial, y así indefinidamente. O sea, esta constitución no pretende dirigir la vida de la ciudad en ninguna dirección concreta y precisa. Para ser la primera, eso es un gran fracaso. Nosotros podríamos seguir analizando el texto e ir sacando a la luz sus incontables fallas, pero obviamente no es esa nuestra función. A mí lo que de entrada me llamó la atención y me chocó fue la ansiedad del Jefe de Gobierno de verla ya terminada, sin que importara mucho cómo iba a quedar redactada. Lo que importaba era la constitución como arma política, no como un marco regulatorio que permitiera aspirar a realidades benéficas pero asequibles. Lo que se elaboró fue una especie de cuento de hadas con muy poco valor práctico. Eso sí: se habla de la ciudad de los derechos humanos, de la ciudad democrática, de la ciudad educadora, etc., etc. Eso no es lo que se esperaba. Lo único que se hizo fue traspasar, en un champurrado inservible, trozos de constituciones de otros países copiadas y amalgamadas aquí para hacer de la constitución de la Ciudad de México “la más avanzada”, “la más progresista”, etc., del mundo, y de paso la más inútil. Una vez más, venció el engaño político, la ambición personal o de grupo y, una vez más, perdieron la ciudadanía y las generaciones que vienen. El recorrido del texto es como un viaje virtual a un lugar de recreo, digamos, Disneylandia, y en ese sentido es medio entretenido. Pero tiene un problema y es que cuando despertamos de toda esa excursión al país del wishful thinking, encarnado en artículos dignos de una legislación de novela fantástica, nos volvemos a topar con la realidad y volvemos a constatar que en México la vida habrá de seguir por el doble cauce de las inservibles fantasías políticas, por un lado, y de las amargas verdades cotidianas, por el otro.

Decisiones Últimas

Desde hace ya algún tiempo se ha venido haciendo del dominio público una gran multitud de documentos y de información en torno a lo que sería la verdadera personalidad de la expareja presidencial norteamericana, esto es, Barack y Michelle Obama. De él hacía tiempo que corrían rumores un tanto desconcertantes referentes a su pasado, a sus hábitos de juventud, a su conducta como adulto y desde luego como político, pero era natural pensar que todas esas historietas no eran otra cosa que chismes e infundios puestos en circulación por sus enemigos políticos. Se decía, por ejemplo, que había serios problemas con sus documentos personales (acta de nacimiento, pasaporte), los cuales nunca habían sido sacados a la luz pública. El mismo Donald Trump, durante su campaña, no tuvo empacho en públicamente acusar a Obama de ser el presidente menos transparente en cuanto a su vida personal en la historia de los Estados Unidos. Poco a poco, sin embargo, todos esos rumores se han venido reforzando y ahora circula una gran cantidad de datos sorprendentes sobre el pasado y la vida personal de Obama que ya no se puede tranquilamente ignorar o simplemente desdeñar. Por ejemplo, el pasaporte original de Obama deja perfectamente en claro que él no nació en los Estados Unidos. Al parecer su madre, de nombre ‘Ann Dunham’, siendo una teenager izquierdosa, se habría ido a radicar a Hawai, en donde supuestamente habría conocido a quien Obama dice que es su padre. El problema es que está prácticamente demostrado (y eso se constata además cuando se confrontan las fotografías de los interfectos) que el verdadero padre de Obama fue más bien un amigo de su mamá, a saber, un activista político de nombre ‘Frank Marshall Davies’. Es con éste y no con Barack Obama Senior que ella habría tenido a Obama siendo soltera. O sea, el padre biológico de Obama no es quien Obama dice que es. Se sabe, por otra parte, que por una serie de triquiñuelas administrativas, Obama pudo inscribirse y mantenerse en la Universidad de Columbia, en Nueva York,  a pesar de sus no muy buenas calificaciones (algo que logró, según se cuenta, por estar inscrito como estudiante extranjero de intercambio). Es cierto que posteriormente él estudió derecho en Harvard, en donde enseñó alrededor de 10 años. Posteriormente pasó a Chicago, que es donde realmente empezó su carrera política. En 2004, Obama ganó un puesto de elección popular y se convirtió en senador por el partido demócrata. Para entonces ya había llamado la atención de importantes y muy efectivos operadores políticos, como David Axelrod, Valery Jarrett y Lester Crown, quienes al parecer coincidieron en ver en él al potencial primer candidato negro a la presidencia de los Estados Unidos.

De su juventud se sabe, como ya dije, que no fue un estudiante destacado, pero al parecer sí consumía cantidades considerables de mariguana y era muy fiestero. Esto pudo haber sido la regla para muchos jóvenes de la época, pero si lo que se cuenta de Obama es cierto lo menos que puede decirse es que él con mucho habría rebasado los límites de la decencia y de lo que pasaba por normal. Circulan ahora, por ejemplo, testimonios de gente que tuvo un trato íntimo con él y que lo describe de un modo que resulta hasta difícil de creer. Larry Sinclair, por ejemplo, quien en una audiencia pública reconoce ser homosexual, extraficante de droga, falsificador de cheques, de haber usado tarjetas de créditos robadas, de ser convicto y haber estado en la cárcel, declara haber conocido a Obama en Chicago, en 1999. Él cínicamente reconoce haber estado en busca de compañía masculina y entonces es puesto en contacto por un conocido común con el senador Obama mismo. De acuerdo con su relato, Obama por teléfono habría conseguido la cocaína que los dos, en la limusina rentada de Sinclair, habrían consumido, aparte de practicar felatio con él. Posteriormente, sin embargo, este sujeto habría iniciado un litigio en contra del senador Obama por hostigamiento y amenazas. Muchos datos se pueden añadir a la lista de los que ya disponemos, pero con toda franqueza no es la vida privada de Obama lo que me interesa. Lo que me incumbe es lo que su vida privada y algunos detalles que de ella se conocen dejan entrever acerca del modus operandi de la política en los Estados Unidos de hoy y en la orientación  que se le está imprimiendo. Antes de abordar dicho tema, sin embargo, quisiera decir unas cuantas palabras sobre quien todos suponemos que es (o era, si es cierto que ya está en proceso su divorcio) la esposa de Obama, a saber, Michelle Obama.

Al igual que con Obama, ya hay mucha investigación sobre la niñez y la juventud de Michelle pero, al igual que lo que me pasa en relación con su marido, no es su vida privada lo que me atrae. Es imposible, sin embargo, no tocar ciertos temas que son ahora del dominio público. A decir verdad, el caso de Michelle me parece un poquito menos claro y quizá más el resultado de una manipulación y una construcción que el caso de Barack, pero de todos modos es muy difícil no tener serias dudas respecto a su persona cuando se examina el material que circula en internet. Lo que se dice y se intenta mostrar a través de todo un arsenal de fotografías, análisis anatómicos, videos, gestos, muecas, etc., es simplemente que Michelle Obama es un … transgénero! Lo “trasgénero” no tiene una única caracterización, pero en el caso de Michelle Obama lo que se quiere decir es simplemente que el sexo que oficialmente se le reconoce (i.e., femenino) no coincide con su conducta, su anatomía, sus reacciones. Dicho de manera breve, lo que se sostiene es ni más ni menos que Michelle Obama es un hombre. Habiendo sido ella hasta hace un mes y durante ocho años la primera dama de los Estados Unidos, un alegato como ese no puede ser simplemente ignorado, puesto que de ser cierto se trataría de un tremendo engaño y una increíble burla de los estadounidenses.

¿Cuáles son las fuentes de estas visiones de la ex-pareja presidencial norteamericana? Hay muchas, pero una de ellas fue quien tuviera en Hollywood uno de los programas de chismes, básicamente sobre actores y políticos, más populares en los Estados Unidos. Me refiero a la famosa Sra. Joan Rivers, Ésta se caracterizaba, como es bien sabido, por una personalidad mordaz y provocativa y era un personaje quizá más que respetado temido en el mundo de la televisión. Ahora bien, como se sabe, hay una veloz entrevista con ella en la que explícitamente describe a Michelle como transgenérica, dejando dicho sea de paso boquiabierto al periodista que le hacía la entrevista. Lo curioso del caso es que un par de semanas después de su temible declaración en público la famosa conductora de programas estaba muerta, dejando una herencia de cerca de 100 millones de dólares.

Nosotros, estando lejos y siendo totalmente externos al espectáculo político de los Estados Unidos, no podemos hacer otra cosa que tratar de obtener información generada y procesada allá. Los datos no los generamos nosotros; nosotros no somos ni pretendemos ser fuente de información. Lo que sí podemos hacer es reflexionar libremente sobre la información recabada y no cabe duda de que el escándalo que se está gestando en los Estados Unidos ante el descubrimiento de que Obama era un homosexual y Michelle una transgénero tiene que estar diciéndonos algo sobre lo que son los procesos políticos en ese país. Antes de emitir alguna hipótesis al respecto, sin embargo, quisiera considerar otro caso.

Diré, pues, unas cuantas palabras sobre el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Quizá debería empezar por decir que, dejando de lado las apariciones de Trump como candidato y como presidente, he visto algunos videos en los que él aparece. Concretamente, vi tres. A decir verdad, el señor Trump, porque eso es lo que era en los videos mencionados, me resultó simpático. La primera vez lo vi cuando lo entrevistaba un individuo sumamente turbio del cine, un sujeto que dirigió y actuó en una famosa película llamada ‘Borat’. Me refiero, claro está, a Sasha Baron Cohen. Sobre este último me voy a limitar a un par de datos por la sencilla razón de que es bien conocido, además de que no estoy interesado en ocuparme de él. Ahora bien, esta persona tenía en Inglaterra un famoso programa de entrevistas y estaba acostumbrado a poner a temblar a miembros de la Cámara de los Comunes, a artistas, etc., con preguntas insolentes, capciosas, tendenciosas, provocativas. Él mismo es un agente provocador, como todo mundo sabe. Pues bien, en el video que vi él pretende meter en su circo al Sr. Trump pero éste no se lo permite: tan pronto empiezan las preguntas ridículas, le desea suerte, lo saluda, se levanta y se va. A mí me cayó muy bien Trump en esa ocasión. Las otras dos veces que vi al Sr. Trump fueron una en la lucha libre y otra en una pelea de box por un campeonato mundial de peso completo. Él era el promotor en ambos casos. En el caso de la lucha libre, que en los Estados Unidos es todo un espectáculo, en un momento dado él mismo empieza a pelear con un luchador, se caen al suelo, él lo golpea o hace como que lo golpea, etc., etc., recibiendo los aplausos frenéticos de la audiencia. Quien ha visto alguna vez un show de lucha libre norteamericana entenderá que la participación de Trump era parte del espectáculo, independientemente de si el show mismo es o no un fraude total. Lo que nadie puede negar es que ciertamente es muy entretenido.

Lo que sugiero ahora es que consideremos de manera conjunta los casos mencionados, esto es, los de los Obama y el de Trump. Por un lado tenemos, si lo que se afirma es cierto, a una pareja totalmente fraudulenta, gente que se hizo pasar por lo que no era, que engañó descaradamente a la sociedad estadounidense (y al mundo) o, para ser precisos, que se burló durante ocho años ante todo del pueblo norteamericano. Según algunas fuentes, ni siquiera son de ellos las niñas a quienes presentan como sus hijas, sino de unos amigos muy cercanos y ciertamente no se les parecen. Dicho de otro modo, en los Estados Unidos habrían tenido como presidente durante 8 años a un homosexual y consumidor de cocaína, o sea, la droga por la que han obligado a que se entrematen poblaciones enteras de muchos países, por ejemplo en América Latina. Eso es un fraude total, una estafa imperdonable y que rebasa con mucho las fronteras y los intereses de los Estados Unidos. Por otra parte, me parece que se tiene derecho a preguntar: ¿ese personaje que aparece forcejando con luchadores profesionales  (en un auditorio repleto de gente), revolcándose en el piso, es el presidente del país más poderoso del mundo? Confieso que me cuesta mucho asociar los dos roles. ¿Cómo nos explicamos estos casos?¿Qué nos dicen de los procesos políticos de los Estados Unidos?

A mí me parece que hay de entrada dos posibles líneas de explicación. La primera es rechazar la veracidad de la información en circulación y minimizar lo más que se pueda los casos: nada de lo que se afirma por aquí y por allá está probado, las escenas con Trump son perfectamente comprensibles (él era un empresario, estaba en su negocio, había que hacer ciertas cosas, etc.). En pocas palabras, no hay nada que explicar. A mí, lo confieso, esta primera línea de respuesta me parece superficial e inaceptable. El cuadro total que una respuesta así permitiría elaborar resulta a final de cuentas ininteligible, plagado de huecos explicativos e insatisfactorio intelectualmente. Opto, por lo tanto, por la segunda línea de respuesta que consistiría en aceptar como verídica la información, cada vez más completa, y en razonar tomándola como plataforma. Lo que vemos entonces es lo siguiente: en los Estados Unidos ya encontraron el mecanismo ideal para poner al frente del gobierno a personas que, por su pasado oscuro, son perfectamente controlables y manejables. Tienen que ser, obviamente, personas inteligentes, hábiles, audaces, que saben hablar y con muchas otras cualidades, pero eso no les quita su status de peleles. El punto crucial, por lo tanto, es que hay algunas personas en los Estados Unidos, ciertamente no muchas, que son quienes los eligen y los hacen llegar al puesto más alto. Lo que los casos de los Obama y de Trump ponen de manifiesto es que detrás del gobierno oficial de los Estados Unidos hay un gobierno sombra, un gobierno profundo, un gobierno secreto que es el que realmente decide, en función de sus intereses ocultos, quiénes son los candidatos, quién tiene que ganar y, desde luego, qué es lo que tiene que hacer quien gane una vez en la Casa Blanca. Es ese gobierno sombra el que fija la agenda política, militar, financiera, social, cultural, deportiva, etc., etc., de la presidencia de los Estados Unidos y, a través de ella, de un gran sector del mundo y es para alcanzar sus objetivos que necesitan a individuos como Obama y como Trump. Después de todo, es mejor tener a un drogadicto y a un buscapleitos como presidentes, puesto que son mucho más fácilmente chantajeables, manejables o manipulables que políticos más serios, más profesionales, un poco más idealistas quizá (pienso en alguien como Bernie Sanders, aunque si la hipótesis del gobierno sombra es acertada, ni Bernie Sanders ni nadie que tome parte en el juego político puede sustraerse al dinero del gobierno cuyo inmenso poder se deja sentir, pero no se deja identificar).

Si adoptamos la hipótesis aquí propuesta, entonces muchas cosas súbitamente se aclaran. Ahora entendemos por qué Barack Obama tenía que ser el primer presidente de los Estados Unidos en promover los matrimonios entre personas del mismo sexo, rompiendo con una tradición muy arraigada en ese país, es decir, yendo en contra de valores que se suponía que él iba a hacer respetar. Pero la promoción de la homosexualidad en los Estados Unidos, y por ende en el mundo, es parte de un programa que se echó a andar hace ya muchos lustros y que con Obama alcanzó su zénit. Podemos entender también el de otro modo incomprensible y a todas luces injustificado odio de Obama por Rusia y por su máximo dirigente, Vladimir Putin. Claro: Obama simplemente estaba siguiendo las directivas de los grupos realmente poderosos interesados en imponer a como dé lugar un “nuevo orden mundial”, pero que tenían (y es de esperarse que tienen) en Rusia a un opositor decidido e igualmente poderoso. Ahora podemos entender toda la política norteamericana de destrucción y muerte en el Medio Oriente. Obama lo único que hacía era articular dichas políticas, darles expresión, pero los objetivos mismos de dichas políticas no los fijaba él. Así, pues, de acuerdo con esta hipótesis, el presidente de los Estados Unidos es simplemente el lacayo de los ultra-poderosos y de los super-super ricos norteamericanos. Siendo coherentes con eso, creo que tendría que decirse que lo mismo vale, con las variantes que cada caso entraña, para Donald Trump. Todo su discurso en contra de los musulmanes, un discurso ridículo y sin fundamentos, está dirigido a preparar un escenario político y de guerra que es francamente espeluznante.

Y eso nos lleva entonces a examinar la situación actual y a interpretarla desde la óptica que hemos adoptado. La verdad es que lo que vemos es aterrador. Todo mundo puede darse cuenta de que muchas de las medidas del gobierno de Trump no tienen la menor justificación, aunque nos las repitan y escriban 1000 veces al día. Considérese, por ejemplo, la actual retórica militar norteamericana tendiente a convencer a todo mundo de que Irán es un peligro para la seguridad de los Estados Unidos. ¿Quién podría creer tan descarada mentira?¿Cerca de qué costas del continente americano están los submarinos o los portaviones iraníes que puedan amenazar el territorio yanqui? Ni un niño se cree semejante patraña. ¿Por qué el empresario de boxeo y lucha libre tiene desde hace meses un discurso de acercamiento con Rusia? La respuesta es obvia: la encomienda consiste en tratar a toda costa de contener a Rusia para tener las manos libres con Irán. Si para poder actuar libremente con Irán (esto es, destruirlo) hay que regalarle Ucrania a Rusia (habría que decir más bien “devolverle”, pero no entraré en el tema en este momento), pues hay que tenderle la mano, negociar con ella y proceder como se tiene planeado hacerlo. O sea, la política que el gobierno sombra le ordenó a Obama practicar, esto es, la política de la confrontación con Rusia, de las sanciones, del boicot, de la presencia militar en las fronteras, etc., ya no funcionó. Hay que cambiarla. Hay que optar, por lo tanto, por la negociación, el diálogo, las concesiones, etc., pero sin olvidar el objetivo central que es la destrucción de Irán. No se fueron a pasear al Océano Indico los portaviones norteamericanos. La consigna que viene de los amos del mundo es acabar con Irán al precio que sea. Trump lo único que hace es orquestar las órdenes que recibe de “más arriba”. Aquí la pregunta inquietante es: ¿hasta dónde están dispuestos a llegar y cuál podría ser el costo de ese capricho?

Sería conveniente tomar en cuenta, me parece, que los dirigentes de la República Islámica de Irán están perfectamente conscientes de lo que se avecina. Las declaraciones de Trump, completamente gratuitas, en el sentido de que Irán es el país terrorista más peligroso del mundo, son la indicación verbal indirecta de que Irán está en la mira de los militares estadounidenses. Por eso los militares iraníes han perfeccionado sus misiles, sus drones, su marina, etc. Por otra parte, es altamente dudoso, por no decir imposible, que Rusia se venda, que abandone por razones dizque pragmáticas a su mejor aliado y que renuncie a la columna vertebral de su política exterior, una política de contención de las agresiones norteamericanas. Éstas no paran. Todos los días, sin permiso del gobierno sirio, aviones norteamericanos bombardean poblaciones sirias y matan a decenas de personas en sus bombardeos. ¿Con qué derecho? Con el derecho que da la fuerza para diseñar provocaciones, para cometer crímenes contra la paz y crímenes de guerra. Yo sinceramente no creo que Trump sea más sagaz que Putin. El problema es que todo indica que los Estados Unidos ya se decidieron por la guerra. No es por casualidad (ni por el festejo de toma de posesión) que dentro de unos 10 días B. Netanyahu estará en los Estados Unidos. La visita de Netanyahu es exactamente una calca de la visita de Ariel Sharon a G. W. Bush y que sirvió para ultimar los detalles de la invasión a Irak (una vez más, una invasión completamente injustificada). No es por casualidad que los mandos supremos de la OTAN hacen todo el tiempo declaraciones beligerantes en contra de Rusia. Se trata de disuadirla a toda costa para que acepte la remodelación completa del Medio Oriente, empezando por la destrucción de Irán. El panorama ya está más o menos claro: son los Estados Unidos, la OTAN e Israel contra Rusia, China e Irán. Que no quepa duda alguna: se están poniendo las piezas en el tenebroso tablero de la guerra total.

El panorama delineado sólo cumple una función: sirve para hacer ver hasta dónde se puede llegar cuando la población (el pueblo) queda efectivamente al margen de las decisiones políticas, cuando las masas dejan de contar, cuando los procedimientos democráticos (elecciones, por ejemplo) fueron corrompidos, cuando se rompió el contacto entre la gente y su gobierno o, para decirlo de otra manera, cuando la gente dejó de tener su gobierno. Eso precisamente fue lo que pasó en los Estados Unidos. Cuando el poder es ejercido vía terceros, a través de alguien; cuando ya no se tiene que dar cuenta de nada, cuando ya no es necesario dar explicaciones y justificar decisiones; cuando los programas gubernamentales ya no están dirigidos hacia el bienestar de la gente, de la población, de nuestros congéneres, cuando el poder se ejerce desde la oscuridad; cuando todo eso sucede, entonces la humanidad pierde su  status de fin último y se convierte en un objeto más de negociación, de compra y venta, en una vulgar mercancía. Cuando ya no tiene importancia si mueren o viven millones de personas, entonces la vida política empieza a girar en torno a planes demenciales de megalómanos desquiciados, de gente ebria de poder completamente desorientada, de gente que perdió ya el sentido de la realidad y que se cree Dios. Yo no tengo dudas de que esa gente volverá a poner los pies en la tierra, pero cuando ya sea demasiado tarde, cuando la destrucción toque a su puerta y entonces entienda, cuando ya todo esté perdido, que para lo único que sirvió fue para ser un instrumento en los planes de Satanás.

Política, Intereses y Odio

Es realmente lamentable que el presidente Donald Trump acapare al grado que lo hace la atención mundial. Eso desde luego no es culpa de él, sino una consecuencia inmediata de la guerra desencadenada en su contra por la televisión y la prensa mundiales. Dado que, en forma general, la prensa mundial no está interesada en presentar a Trump bajo una buena luz, el cuadro que se genera de él termina por ser una caricatura de su persona. Desde luego que Trump ha tomado algunas decisiones que son altamente criticables, pero también es innegable que frente a dichas decisiones hay otras que son sumamente laudables y en relación con las cuales no sólo no se dice prácticamente nada, sino que en general se les tergiversa. El resultado neto de la acción de la prensa y la televisión mundiales es la deformación sistemática y la incomprensión total del actual presidente norteamericano, con lo cual se crea un abismo entre él (su administración) y la población, americana y mundial. Esta oposición a Trump es de ramificaciones alambicadas y no es fácil llegar hasta su raíz, pero hay cosas que son relativamente obvias como para pasar desapercibidas. La prensa y la televisión, como los mercados y las bolsas de valores, no se mueven solitos, por una inercia física. No! Alguien los mueve, alguien los dirige, así como alguien toma las decisiones de subir o bajar los precios de las mercancías, las tasas de interés, las fluctuaciones entre divisas y demás. Sería ridículo echarle la culpa “al mercado” por alguna catástrofe financiera. Debería ser evidente que cualquier evento así es causado por agentes económicos concretos, aunque obviamente ocultos, a quienes ello beneficia. Lo mismo pasa con la prensa y en general con los medios de comunicación. Para decirlo de manera simplista, “alguien” tiene que decidir qué se suprime, qué se anuncia y cómo se debe presentar el material destinado al consumo de las grandes masas. Por consiguiente, si Trump es permanentemente atacado o vilipendiado por la prensa y la televisión, lo que eso indica es que hay tensiones entre él y quienes manejan los medios de comunicación. Son conflictos de alto nivel que sólo se manifiestan, pero que no salen a la luz pública. Yo en lo personal creo que Trump ha cometido errores, algunos de ellos graves, pero me parece que muchos de ellos, como el conflicto con México por ejemplo, son obviamente el resultado de inexperiencia política. La ventaja de que esos errores tengan esa causa es que, por lo menos en principio, son corregibles y sus resultados reversibles. Es obvio que Trump necesita empaparse de experiencia política y urge que se le enseñe algo que se supone que debería saber pero que él claramente muestra que no sabe, esto es, que el capitalismo no se maneja, controla o gobierna por decretos. El capitalismo es mucho más complejo que el mundo circunscrito de negocios (por millonarios que sean) al que Trump pertenecía y en el que se pueden eventualmente tomar decisiones arbitrarias para, por ejemplo, acabar con un competidor indeseable. Pero no se puede proceder de esa manera a nivel global, a nivel de países. De modo que exabruptos como el de que si México no quiere pagar por la construcción del muro, y en lo cual está 100% en lo correcto (de hecho, habría una rebelión nacional si el gobierno cediera a la presión norteamericana), entonces se subirán los aranceles de los productos mexicanos de exportación, son de un simplismo político y de una ceguera económica y comercial que simplemente los exhiben como lo que son, esto es, como baladronadas infundadas por parte de alguien que todavía no entiende ni aprecia bien lo que es estar al frente del gobierno de los Estados Unidos. Las consecuencias que una política tan atrabiliaria como la enunciada tendría si se implementara serían muy graves y no poco inconvenientes para los Estados Unidos, a condición, claro está, que el gobierno mexicano sepa responder y comportarse a la altura de las circunstancias. En todo caso, para bien o para mal, lo cierto es que el capitalismo no es tan simple como Trump parece haberlo imaginado. De igual modo, la clase de decisiones personales y unilaterales a la que Trump estaba acostumbrado como empresario, que vale para mundos reducidos de competidores económicos, no se puede sencillamente traspasar a otros dominios ni permite generar políticas sensatas (internas o externas), puesto que lo que de inmediato generan (como ya se vio) son el caos, distorsión económica, turbulencias gratuitas que el mundo en general no está ya dispuesto a aceptar. Cuesta mucho llegar a ciertos equilibrios para que un individuo (y “su” administración) de un plumazo derribe todo lo construido a lo largo de lustros. Así, por ejemplo, el proyecto trumpiano del muro a lo largo de la frontera con México, que se veía como viable al momento de la campaña por la presidencia, ya desde la presidencia se ve pura y llanamente como algo imposible y hasta contraproducente, a corto, mediano y largo plazo. Aparte de completamente injustificable desde casi todo punto de vista (quizá no de todos: si sirviera, por ejemplo, para detener el flujo de armas de Estados Unidos hacia México al menos cumpliría una función benéfica), se trata de un proyecto destinado al fracaso, una inversión absurda puesto que es obvio, me parece, que si se llegara a construir en unos cuantos años habría que derribarlo. El muro que Trump, motivado sin duda por razones patrióticas mal digeridas, soñó en construir no tiene futuro. Ese proyecto suyo pertenece justamente a la clase de planes que se pueden considerar cuando no se está tomando en serio la naturaleza indómita del capitalismo. Yo pienso que Trump tendrá que entender que no se manejan como él pensó que se manejaban las complejas relaciones entre países en el sistema capitalista, en donde hay acuerdos, organizaciones, instituciones, pactos, etc., a nivel mundial y que de uno u otro modo las regulan. En verdad, ahora el problema de Trump es cómo echar marcha atrás sin perder demasiado la cara, es decir, sin hacer demasiado el ridículo.

Ahora bien, los errores crasos de Trump no deberían opacar sus ideas positivas, algunas (como dije) altamente laudables. ¿Por qué entonces atacarlo por ellas también? Se nos preguntará: ¿qué ideas o propuestas de Trump son claramente positivas? Hay una respuesta inmediata: el proyecto de acercarse a Rusia, de convertirla en aliada, de acabar junto con ella con el terrorismo mundial, de instaurar un periodo de paz. Pregunto: ¿hay quién en sus cabales podría estar en contra de una propuesta así? Desafortunadamente, la respuesta es que sí. Yo diría, inclusive, que si hay un proyecto que más genere una enconada oposición en los medios políticos norteamericanos importantes (empezando por el Congreso) es precisamente esa idea, esto es, la idea de levantar las sanciones económicas (esas sí, completamente arbitrarias e injustas aunque no demoledoras) en contra de Rusia, de arreglar de una vez por todas la situación de Ucrania (una región del mundo que siempre estuvo ligada a Rusia), de formar un único frente para acabar con ISIS, de eventualmente llegar a un acuerdo de reducción de armamentos nucleares, de incrementar los niveles de comercio, intercambios culturales, etc. Evidentemente, quienes están en contra de esos proyectos son quienes dirigen la prensa y la televisión contra Trump y quienes a toda costa pretenden desprestigiarlo y hasta (si se puede) sacarlo (como sea) de la presidencia. Es obvio que en cualquier momento se inventan un nuevo “watergate” para lo cual ya casi está el trasfondo listo, a saber, la dizque “inconformidad popular”. Aquí la incógnita, la pregunta que todos deberían hacerse es: ¿por qué hay gente que está en contra del acercamiento con Rusia? Parafraseando nuestra pregunta: ¿Por qué hay gente decididamente en contra de la paz mundial?

Es obvio que los Estados Unidos están viviendo un proceso nuevo, a mi modo de ver tremendamente interesante, y que hasta cierto punto ha tomado a todos por sorpresa. Cambios así no son impuestos a la fuerza por una persona. Más bien, una persona es en un momento dado la expresión de la necesidad de un cambio, un cambio que la sociedad, de una u otra manera, está exigiendo. Cambios como el que está teniendo lugar en los Estados Unidos y que no sabemos hasta dónde pueda llegar, es decir, que tan radical pueda ser, representan la oxigenación política del país. El “cambio Trump” es simplemente la expresión del rechazo masivo de un sistema en el que estándares económicos, ideales políticos y procedimientos y mecanismos de gobierno ya no estaban coordinados, ya no encajaban unos con otros. El fenómeno Trump no es más que la expresión de esa insatisfacción. Ahora bien, tratar de superar esa “insatisfacción” implica inevitablemente entrar en conflicto con las fuerzas políticas (entre otras) del status quo, es decir, con quienes se benefician de él y quienes obviamente no quieren el cambio. Los gritos en los aeropuertos, las emociones colectivas frente a un edificio, etc., etc., que tanto exaltan la televisión y los periódicos, no tienen mayor peso. Las masas son siempre manejables. Esa es una lección perenne de los maestros por excelencia de la manipulación ideológica, esto es, los medios de comunicación actuales (sobre todo, aunque no únicamente, los anglo-sajones). Pero entonces ¿con quién y por qué está en conflicto Trump cuando pretende entablar relaciones, digamos, amistosas con Rusia? Está desde luego el ahora insignificante y mal recordado Obama, pero desafortunadamente no es el único.

Dije más arriba que una de los objetivos de los medios masivos de comunicación mundiales era desviar la atención de la población de asuntos fundamentales concentrando el interés de las personas en la “caricatura Trump”. El caso de las relaciones entre los Estados Unidos y Rusia es un ejemplo perfecto de ello. De hecho, el propio Trump en un twitter da un atisbo de lo que estoy sosteniendo. Lo transcribo para evitar malos entendidos. Escribe Trump:

  • Senators should focus their energies on ISIS, illegal immigrationand border security instead of always looking to start World War III.
  • Los senadores deberían enfocar sus energías sobre ISIS, sobre la inmigración ilegal y la seguridad fronteriza, en lugar de estar siempre tratando de iniciar la Tercera Guerra Mundial

Aseveraciones como esta de parte del presidente de los Estados Unidos, sea quien sea, no son algo que se pueda tomar a broma. Son declaraciones muy serias y de una clase no muy usual, puesto que sacan a la luz lo que son tensiones internas del gobierno norteamericano, sin duda alguna muy fuertes. ¿A quién se refiere Trump en su twitter?¿Quiénes son los senadores en cuestión? Ni más ni menos que los promotores de guerra más explícitos que pueda haber, a saber, John McCain y Lindsay Graham, senadores republicanos por Arizona y Carolina del Sur respectivamente. Ahora bien, ellos obviamente no son otra cosa que los voceros de una posición determinada; a decir verdad, son como muñecos en las rodillas de alguien y a través de los cuales ese otro alguien habla. No voy a entrar aquí y ahora en las zonas oscuras de la política norteamericana. Me interesa más bien destacar una consecuencia práctica de la oposición a Trump y tratar de construir algunos pensamientos al respecto. Veamos de qué se trata.

El Congreso norteamericano, dirigido de arriba a abajo por promotores de guerra (como siempre) giró indicaciones precisas al Pentágono y a los diversos servicios de inteligencia para que realizaran un estudio sobre las probabilidades de sobreviviencia de dirigentes rusos y chinos a lo que sería un súbito ataque nuclear norteamericano. Entendámonos: esto no es una, por así llamarla, investigación académica. Esta orden tiene objetivos concretos. Sirve para hacer cálculos político-militares, pero ¿de qué clase? Tienen que ver ni más ni menos que con la destrucción del mundo. El tema del estudio solicitado es el de determinar qué tan probable sería que los dirigentes de China y Rusia pudieran seguir, desde por ejemplo, escondites subterráneos, dando instrucciones y responder a lo que sería un súbito ataque nuclear con uno de magnitudes semejantes. Pero ¿quién que no sea un demente puede intentar implementar un plan de ataque con las clases de armamentos, de radares, satélites, submarinos, etc., que ahora se tienen?

Debo decir que mi instinto me dice, aunque obviamente se trata de cuestiones tremendamente complicadas que no se manejan por medio de “intuiciones”, que afortunadamente el resultado de la investigación será negativo. La paridad atómica entre los Estados Unidos y Rusia (no así todavía entre los Estados Unidos y China), con todo lo que ello entraña, es básicamente imposible de modificar. No hay forma de que un agresor atómico se salga con la suya. Pero lo que no es imposible es volver a forzar a Rusia a entrar en el “juego” de la carrera armamentista. ¿Cuál es el interés de ello? Son muchos los objetivos que se logran, pero en lo fundamental se trata de reactivar la economía de los Estados Unidos, de volver a hacer grandes, grandes negocios y de retrasar el progreso económico ruso lo más que se pueda; se trata de echar otra vez a andar el potente complejo militar-industrial de los Estados Unidos para volver a unir en un ciclo económico virtuoso a la industria, la defensa y las universidades y así reactivar el mercado interno, el comercio, etc., y sobre todo, como ya dije, el big, big business. El problema es que un plan así ya no es viable al modo como lo fue mientras existió la Unión Soviética. En la confrontación con esta última, esa modalidad de presión constante sobre ella funcionó maravillosamente por la clase de sistema económico que prevalecía en aquel país: para los soviéticos, aumentar el presupuesto militar significaba inevitablemente quitárselo a la educación, a la inversión interna, etc., en tanto que con los Estados Unidos pasaba exactamente lo contrario. Pero esa fundamental condición en la Rusia actual ya no se da (y en China menos). ¿Cómo se explica entonces la insistencia en querer a toda costa ganar una nueva guerra fría a sabiendas de que la “guerra caliente” es imposible de ganar? Nótese que eso es a lo que aspiran los enemigos de Trump en los Estados Unidos.

Yo desde hace ya mucho tiempo dejé de ser, por toda una serie de razones que he ofrecido en otros escritos, consumidor de películas (aunque quizá nunca se pueda llegar a una abstinencia total en ese sentido), pero hay algunas entre las muchas que vi que me siguen resultando dignas de ser vistas. Una de ellas es de Stanley Kubrick intitulada ‘Doctor Strangelove’. La película combina comedia (por no decir parodia) con un tema álgido en aquellos tiempos (principios de los años 60, poco después de la crisis cubana), a saber, precisamente la confrontación nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Lo que el director con mucha perspicacia detectó y de manera un tanto jocosa presentó es el inmenso riesgo que de hecho se corre cuando se llevan las cosas al límite. En la película es un fanático militar norteamericano quien se encierra y da una orden de ataque nuclear y el ataque tiene lugar, con las consecuencias previstas. Quizá las cosas no sean tan simples ahora y que un militar aislado no pueda dar una orden de ataque a submarinos y bombarderos, pero cuando hay nuevos riesgos hay nuevas posibilidades de traspasar los límites. ¿Qué se requiere para eso? Yo creo que los ingredientes son relativamente pocos y simples. Se requiere ser de un fanatismo brutal, estar imbuido de un odio tan grande que se prefiere destruir el mundo (y morir con él, desde luego) a presenciar un mundo en el que sus queridos ideales y los valores que le inculcaron desde niño son superados por otros que ni siquiera intenta conocer. Se necesita haber pasado por un proceso de profunda des-espiritualización para no saber apreciar otra cosa que costos y beneficios, ganancias y pérdidas, poder y superioridad sobre los demás. Es revelador que haya gente que esté dispuesta a llevar las cosas hasta sus últimas (en todos los sentidos de la expresión) consecuencias con tal de no aceptar la derrota de su concepción del mundo. El problema es que gente así tiene mucho poder y está en puestos clave en el gobierno más poderoso del mundo. Esos son algunos de los enemigos de Trump.

A mí me parece que algunas decisiones abruptas de Trump han tenido buenas consecuencias, aunque éstas sean mínimas y hayan sido provocadas por malas razones. Por ejemplo, el absurdo y totalmente injusto decreto trumpiano de no dejar llegar  musulmanes a los USA (una especie de trampa que él mismo se puso, pues ahora tiene que cumplir con lo que prometió durante su campaña) generó en algunos sectores de la población norteamericana una reacción muy positiva: por fin la gente se dio cuenta de que los “musulmanes” también son personas, de que también tienen familias, sentimientos, actividades productivas, que pueden ser grandes amigos, que también hay musulmanas hermosas, etc., y súbitamente dejaron de percibirlos como habían sido acostumbrados a hacerlo por la prensa y la televisión, esto es, a través de meras etiquetas, despersonalizándolos por completo. Poco a poco, a través de una política un tanto errática, el pueblo americano se va politizando, va abriendo los ojos a muchas realidades que hasta antes de Trump no veía. Es de esperarse que este despertar político se oriente hacia el control cada vez más efectivo de los verdaderos enemigos de la humanidad, los imperdonables promotores de guerras, los grandes e insaciables negociantes, quienes trafican y lucran con la vida humana, yo diría los “sin Dios” que se apoderaron del gobierno norteamericano para convertirlo en el vampiro de los pueblos (América Latina, África y Asia dan testimonio de ello sin problemas). Yo desde luego que repudio muchas de las cosas que Trump hace y dice pero, sea Trump o sea quien sea, si un presidente de los Estados Unidos trabaja para la paz mundial, no veo qué podría sensatamente decirse para condenarlo, dejando de lado desde luego las toneladas de calumnias y patrañas con que se le quiere enterrar.

 

Palestina, mi amor

Desde 1948, el año en que se creó el estado de Israel, el mundo ha evolucionado de una manera pasmosa. Multitud de sucesos de lo más variado, eventos que considerados cósmicamente no tienen ningún valor pero que para nosotros, los humanos, fueron decisivos, conforman dicha evolución. Sin duda pertenecen a esa cadena de hechos que va de la fecha mencionada al día de hoy muchos acontecimientos positivos, aunque habría que apuntar tal vez que no son tan numerosos como hubiera sido deseable. Podríamos incluir, desde luego, a las revoluciones cubana y bolivariana, la integración de China al mundo, la llegada del hombre a la Luna, toda una gama de descubrimientos científicos y algunas cosas más. Dicha lista, sin embargo, queda opacada cuando se le equipara a la de los sucesos negativos que desde entonces tuvieron lugar. Se produjeron las horrorosas guerras de Corea y Vietnam, se popularizó la práctica de la eliminación de individuos por parte de los Estados (de líderes políticos, estudiantiles, sindicalistas, etc. Kennedy, supongo, es un buen ejemplo de ello), el mundo quedó sometido a los caprichos de unos cuantos estados y de una cuantas instituciones (me parece que se hablaba en conexión con esto del “consenso de Washington”), se derrumbó el experimento social más bello de la historia, esto es, el “socialismo real”, se aprendió a experimentar con crisis económicas para enriquecer a unos cuantos y dejar en la miseria a amplios sectores de la población mundial, se alteraron ópticas morales saludables, niveles de vida, rangos de libertad individual, se exacerbó la explotación del planeta (de sus mares, sus bosques, su subsuelo, sus animales, etc.) y así indefinidamente. Todo eso y mucho más pasó, pero hay una cosa que en lo esencial no se ha modificado desde entonces, a saber, el estado de sufrimiento, de hostigamiento brutal permanente, de humillación cotidiana, de trato incomprensiblemente cruel del cual han sido objeto los palestinos, todo ello conjugado con una casi total indiferencia por parte de los gobiernos y (sobre todo por ignorancia) de la población mundial. Eso que no ha cambiado en un mundo esencialmente mutante es el proceso de aniquilación lenta, pero que se pretende volver inexorable, del pueblo palestino.
La historia moderna de Palestina ha sido ya contada en innumerables ocasiones y no tiene mayor caso repetirla. Todo mundo está enterado de cómo los habitantes de Palestina fueron masacrados y expulsados a raíz del surgimiento de Israel, de la guerra de los 6 días y de la invasión de Líbano. En total, más de un millón de personas tuvieron que abandonar sus tierras, sus propiedades, su marco vital y ahora ni los sobrevivientes (por ejemplo, de las masacres de Sabra y Chatila) ni sus descendientes pueden regresar a la tierra de sus ancestros. Poco a poco pero sistemáticamente, los territorios palestinos que todavía constituyen la Franja de Gaza y Cisjordania son literalmente deglutidos por lo que en realidad es una potencia internacional, la cual goza (no por casualidad, desde luego) de múltiples y poderosos apoyos de toda índole (militar, financiero, ideológico, etc.) en muchos lugares del mundo y con la cual el pueblo palestino obviamente no puede rivalizar. No hay televidente en el mundo que no haya visto escenas de “enfrentamientos” entre ciudadanos palestinos arrojando piedras y soldados israelíes usando el mejor armamento imaginable, escenas que expresan el desbalance y la asimetría entre los protagonistas del conflicto. Esta “confrontación” entre, por una parte, el ejército de un estado que exporta armas, que entrena ejércitos para la represión en sus propios países (como sucedió en América Central en los años 80 del siglo pasado, en particular en Guatemala, durante las grandes matanzas de poblaciones indígenas por los kaibiles. Dicho sea de paso, el ejército mexicano en Chiapas podría contarnos algo acerca de cómo se “beneficia” de la experiencia militar israelí), que posee armamento nuclear, químico y biológico, que recibe de regalo submarinos, miles de millones de dólares anualmente en aviones, radares, misiles, etc., y, por la otra, una población cercada, a la que se le restringe en la actualidad la electricidad a tres horas al día, se le raciona el agua, a la que se le retienen sus fondos de cuentas bancarias de manera que nada puede florecer en su cada vez más exiguo territorio por falta de inversiones, cuya infraestructura es una y otra vez inmisericordemente demolida, que ha sido blanco de bombardeos con armas prohibidas (bombas de fósforo blanco, por ejemplo), que no tiene un ejército ni mecanismos elementales de defensa, a la que no se le permite recibir ayuda (recuérdese los casos de las flotillas atacadas por la marina israelí), es una “confrontación” que parece más una lograda creación de literatura de horror que una secuencia de hechos incuestionables. Sin embargo, no es tanto sobre los contenidos de las descripciones que abundan sobre el tema sobre lo que quiero reflexionar. Es más bien la posibilidad misma de ese estado de cosas lo que quisiera considerar. ¿A qué se debe, cómo se explica que el mundo tolere esa situación, una situación obviamente repulsiva moralmente y que inevitablemente hace que uno se sienta, por una parte, horrorizado e indignado y, por la otra, inundado de compasión y de deseos de tender la mano, de ayudar a esa pobre gente? Nuestra duda es: ¿hay realmente una explicación de esa situación infernal?¿Responde ella a una determinada lógica histórica y política o es meramente el resultado de un sinnúmero de contingencias?

Lo primero que habría que hacer es señalar que no todo ciudadano israelí ni todo judío que vive fuera de Israel apoya la actual política gubernamental. Hay multitud de judíos que, por sus propias experiencias pasadas, por la historia, por su conciencia moral, por sus convicciones religiosas, por sus posiciones políticas sencillamente no está de acuerdo con lo que pasa todos los días en Palestina. Hay gente respetable, de primer nivel, como Ilan Pappé o como Norman Finkelstein, simultáneamente aclamado en universidades de prestigio pero sistemáticamente acosado laboralmente en su país (USA), bienvenido en universidades europeas pero vilipendiado por la prensa mundial (en estos días está en Alemania impartiendo conferencias). Como ellos hay muchos otros, menos conocidos, dentro y fuera de Israel, gente que no acepta convivir tranquilamente con el estado de semi-esclavitud en el que se mantiene a la población palestina. Hay importantes grupos de religiosos ortodoxos que rechazan, sobre bases bíblicas, la existencia misma del Estado israelí y que ciertamente no son nazis sino judíos, tan legítimos como sus opositores o más. Hay dentro de Israel artistas e intelectuales, todo el tiempo hostigados y violentados, que protestan en contra del status quo impuesto por el actual gobierno, desgraciadamente apoyado todavía por sectores importantes de la sociedad israelí. Hay de hecho un interesante portal que se llama ‘Rompiendo el Silencio’ (http://www.breakingthesilence.org.il/), un portal de internet en el que los soldados israelíes cuentan sus experiencias durante las incursiones en los territorios ocupados. Es, obviamente, un portal de auto-crítica, no de auto-vanagloria. Hay cantantes encarceladas y hostigadas y muchos librepensadores descontentos con la situación en relación con la población palestina. Los genuinos opositores judíos, sin embargo, siguen todavía siendo una minoría, si bien una minoría que emana del pueblo mismo, de gente que extrae su religión del Antiguo Testamento y que deja que éste guíe su vida cotidiana, y no textos muy posteriores, como el Talmud y la Cábala, que exaltan más bien otras clases de sentimientos y actitudes. Pero si no hay unanimidad en el seno de la población judía mundial respecto a la política a seguir con los palestinos y hay un gran repudio internacional: ¿cómo entonces se explica dicha política?

Yo pienso que hay toda una variedad de factores que coinciden y que, considerados de manera conjunta, están en la raíz de la terrible situación que se vive día a día en Palestina, pero el punto que hay que entender es el siguiente: ninguno de esos factores por sí solo podría llevar a la situación actual. Es su conjunción lo que adquiere el poder causal cuyos efectos conocemos.

Todo tiene que ver con la historia. Israel es ciertamente un país joven, pero las comunidades judías asentadas tanto en Europa como en los Estados Unidos tienen una historia milenaria. Desde hace mucho tiempo ya son comunidades perfectamente bien establecidas, sumamente exitosas económicamente y en muchos casos podemos calificarlas como las más exitosas del mundo. Las fortunas más cuantiosas que hay son básicamente (si bien no únicamente) de gente de origen judío, muchos de ellos ligados desde luego a la banca mundial, pero también al petróleo, a los garitos, etc. El dinero fluye hacia Israel de muchas formas, pero sin duda alguna los cuantiosos apoyos de banqueros y magnates de toda clase le han infundido una gran fuerza y confianza a los sucesivos gobiernos israelíes. El poder económico judío, particularmente fuerte en los Estados Unidos, y su consecuencia lógica, o sea, su decisiva influencia en las políticas gubernamentales, se ve reforzado por lo que se conoce como el “quinto poder”, los mass media, los aparatos de entretenimiento y propaganda que son parte integral de cualquier sociedad. En los Estados Unidos prácticamente todas las agencias noticias, los canales de televisión, el cine, todos los periódicos conocidos, todo el mundo del show-business, Hollywood en general, todo eso está básicamente en manos de judíos. Desde luego que ello no es ilegal. Es simplemente un hecho que hay que indicar y tomar en cuenta para explicar otros fenómenos. Además, no es ningún secreto. Lo sabe todo mundo y se sabe en todo el mundo. Pero justamente es esa realidad lo que explica por qué un intento de apuñalar a un soldado israelí es objeto de artículos incendiarios en la prensa mundial y en cambio si quien es arteramente baleado, si quien es quemado en su cuna, si a quien le demuelen su casa es un palestino, entonces sencillamente no hay ninguna noticia que reportar. Riqueza y propaganda conforman ya ellas solas un factor político de una formidable fuerza.

En tercer lugar encontramos el factor político. Propaganda y dinero abren puertas, lo cual explica por qué en los Estados Unidos sobre todo hay tantas personas en puestos fundamentales que son americanos de origen judío. Sería ridículo negar la importancia de los lobbies judíos, siendo el más importante desde luego el AIPAC (Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos), pero hay muchos otros (Anti-Defamation League, B’nai B’rith, el World Jewish Congress, etc.), todos ellos sumamente poderosos e influyentes. Es a través de dichos grupos de poder como sus allegados van ocupando puestos clave del gobierno norteamericano. Como un ejemplo paradigmático de este fenómeno podemos señalar a Victoria Nuland y a su esposo, Robert Kagan, quienes forman en verdad una extraordinaria pareja: ella, por ejemplo, organiza el golpe de Estado en Ucrania y él entonces promueve jugosos negocios armamentistas. En general, los así llamados ‘neoconservadores’ (Wolfowitz, Perle, Feith, etc.) son casi todos ellos de origen judío y todo mundo sabe que fueron ellos quienes orquestaron la guerra de Irak. Poder político, por lo tanto, sí tienen.

En cuarto lugar podríamos mencionar el grandioso plan político del gobierno israelí, esto es, la idea del “Gran Israel”, un plan de expansión territorial que se ha ido decantando cada vez con mayor nitidez. El éxito portentoso de los grupos judíos aliados del gobierno israelí hace que éste se vuelva cada día más agresivo, más prepotente, más ambicioso y que sus políticos sean cada día más fanáticos y más decididos. Israel no le rinde cuentas a ninguna institución mundial ni acata ninguna disposición tendiente a limitarlo. Así, lo que hace 20 años era en principio un plan aceptable de dos Estados independientes hoy ya se volvió obsoleto y no representa ya nada atractivo para los actuales dirigentes israelíes, puesto que ahora ellos están conscientes de su enorme fuerza. No tienen entonces para qué negociar si pueden imponer sus objetivos y ciertamente actúan en consecuencia.

En quinto lugar está el chantaje intelectual que a través de todos los medios posibles se ha pretendido ejercer esta vez no sólo nada más sobre los palestinos sino sobre todos los ciudadanos del mundo y consistente en hacerles digerir la ecuación “anti-sionismo = antisemitismo”. Esa identificación es a la vez una mentira y una falacia. Cualquier crítico serio de las políticas israelíes de inmediato es catalogado como “anti-semita” y a partir de ello se inicia su persecución. Obviamente, después de 68 años de haber usado y abusado de esta táctica, el procedimiento ya se desgastó. Dejando de lado la historia del concepto, en la actualidad el sionismo es sencillamente la política del gobierno israelí. “Antisemitismo” y “anti-sionismo”, por consiguiente, son conceptos lógicamente independientes y para ilustrar lo que estoy afirmando haré algo que no me gusta, a saber, me daré a mí mismo como ejemplo. Yo he tenido muchos amigos judíos en diversos lugares (en Polonia, en Inglaterra, en América del Sur), pero lo único que nunca he tenido han sido pensamientos anti-semitas, esto es, nunca he sentido la menor tentación por rechazar a una persona sólo porque profesa una cierta religión o pertenece a una determinada etnia o comunidad. Y como yo hay muchos anti-sionistas que no son antisemitas. En la medida en que el verdadero anti-semitismo es una forma vulgar de racismo, yo soy el primero en oponerme a él. Empero, ello no me ciega para ver las barbaridades cometidas todos los días en contra de una población prácticamente indefensa por parte de un gobierno que le hace lo mismo que lo que le hicieron a su propio pueblo en otros siglos. El problema es que tan pronto alguien quiere alzar la voz, de inmediato la Liga Anti-Difamación (Anti-Defamation League) o cualquier otra organización como esa echa a andar sus mecanismos de desprestigio, vituperación, amenazas, etc., en contra del atrevido hasta que éste queda o en la ruina o es golpeado, amenazado o, lo que también puede suceder, se vuelva un enemigo acérrimo activo del sionismo, como sucedió en Francia con Alain Soral y Dieudonné M’Bala M’Bala, lo cual a final de cuentas le resultó al beligerante movimiento sionista francés altamente contraproducente.

Por último, está una ideología inculcada desde los primeros años, una ideología de odio, de desprecio por los sentimientos, valores, cultura, etc., del pueblo vecino. Esta ideología es la prueba de que pocas cosas hay tan maleables como el ser humano, porque ese niño que grita “hay que matar niños palestinos” podría haber sido educado de manera que gritara “hay que ayudar a los niños palestinos”. Si los adultos son manipulables, los niños más.

Ahora sí podemos atar cabos y comprender por qué se da la situación que prevalece en esa zona del Medio Oriente, por qué se puede en el siglo XXI atormentar a un pueblo desamparado tal como lo hace el gobierno israelí con los mártires palestinos. Es la conjunción de los factores mencionados lo que constituye la plataforma sobre la cual se erige el anti-palestinismo israelí. Poder, dinero en exceso, manipulación de las mentes, una historia agitada, gobiernos oportunistas, dirigentes políticos tan ambiciosos como inescrupulosos y una ideología no de amor sino de odio, todo eso conjugado es lo que constituye los cimientos sobre los que se erige el trato inhumano del pueblo palestino. Y si a eso le añadimos la fácil identificación del palestino con el terrorista, la pseudo-justificación de la auto-defensa, la auto-conmiseración por sufrimientos pasados, entonces entendemos la modalidad agresiva de racismo que se despliega en un territorio en donde en la actualidad sólo hay presas y depredadores.

Ahora bien, con toda esa ventaja militar, financiera y propagandística que tiene el gobierno israelí sobre el pueblo palestino, de todos modos es difícil pensar que tiene su triunfo asegurado. Y si algo nos asiste en esta idea es la profunda convicción de que un gobierno que cínicamente despliega una política como la del gobierno de B. Netanyahu nunca tendrá el apoyo de la población mundial. Por más que la gente ajena al conflicto esté sometida al bombardeo propagandístico pro-israelí, por más que se llene el espacio con noticias tergiversadas sobre lo que pasa allá todos los días, el hecho es que nunca será la gente indiferente y nunca estará sentimentalmente del lado del prepotente y del abusador, porque esa causa no es noble puesto que exige el exterminio de un pueblo para triunfar. Hay lazos naturales de solidaridad humana que la euforia triunfalista de un grupo, por poderoso que sea, no puede romper. Lograrlo equivaldría a haber destruido la naturaleza humana. Un mínimo de sentido histórico debería hacerles pensar a quienes hoy se ensañan con el pueblo palestino que no es posible sostenerse indefinidamente en el lado victorioso de la “confrontación” y aplastar a los “enemigos” indefinidamente, hasta el fin de los tiempos. No es así como fluye la historia. Por eso pienso que la decisión del presidente D. Trump de pasar la embajada norteamericana de Tel-Aviv a Jerusalem, si bien a primera vista será la expresión del triunfo total del proyecto sionista, será más bien una victoria pírrica y marcará el momento en el que dicho proyecto político estará entrando en su primera etapa de descomposición y de desintegración definitiva.

Obama, Trump y México

Por fin podemos con júbilo exclamar que llegó a su término el periodo presidencial de uno de los mandatarios norteamericanos más siniestros de los últimos tiempos, esto es, Barack Obama. A pesar de su francamente cursi y ultra-demagógico discurso de despedida – una especie de canto de cisne ridículo en el que hábilmente sintetizó vanagloria con auto-elogios por supuestos logros más ficticios que reales, manifestando abiertamente actitudes de superioridad moral sobre todos los pueblos de la Tierra, tratando a toda costa de conminar a la administración entrante, mediante insinuaciones y descaradas exhortaciones, a que adopte sus lineamientos de odio, en especial en contra de Rusia – el record de Obama no se altera y sigue siendo negativamente formidable. Decididamente, el mundo está en una peor situación ahora que cuando Obama tomó las riendas del gobierno de los Estados Unidos. Por ningún motivo debemos olvidar que fue un presidente que se jactaba de ser el campeón de los asesinatos selectivos y ataques con drones, una política que ni siquiera G. W. Bush se atrevió a adoptar, una conducta militar que causó miles de muertos, cientos de ellos inocentes, entre otras razones por los errores tácticos cometidos (bombardeo de hospitales o de celebraciones familiares, como bodas, confundidas con “concentraciones de terroristas”). Su frase dilecta y por la que pasará a la historia era: “Soy realmente bueno para matar gente, verdad?”. Curiosamente, siendo él el primer presidente negro de un país azotado por un incurable racismo lo único que a final de cuentas logró fue exacerbar los conflictos raciales como nadie antes! Ahora hay más problemas inter-étnicos en los Estados Unidos que hace 10 años. Para volver a encontrarnos con la misma violencia racial de la actual policía norteamericana tenemos que remontarnos a los años 60 del siglo pasado. Como es bien sabido, por otra parte, Obama deliberadamente no cumplió multitud de promesas de campaña, como la de cerrar la ignominiosa cárcel de Guantánamo, que es en realidad territorio cubano robado y descaradamente ocupado para las peores prácticas represivas. Tampoco retiró las tropas norteamericanas de Afganistán, sino que hizo exactamente lo contrario: reforzó la presencia militar americana en aquel destruido país. México, desgraciadamente podemos afirmarlo, recibió de él un trato de segunda, como lo muestran las diversas operaciones “Rápido y Furioso”, las cuales no se habrían podido realizar sin el asentimiento gubernamental del más alto nivel y que ponen de manifiesto lo que fue su cínica política intervencionista. Dejando de lado el pueril circo mediático ejecutado con B. Netanyahu, consistente en ignorarse mutuamente y en hacer declaraciones que apuntaban a un distanciamiento oficial, el hecho es que Obama le concedió a Israel el apoyo militar norteamericano más considerable de todos los tiempos (firmó en enero de este año el acta por 38,000 millones de dólares), lo cual significa la sumisión total del gobierno de los Estados Unidos a las políticas racistas y expansionistas del actual nefasto gobierno israelí. Obama es, con Hillary Clinton, responsable directo del asesinato de M. Khadafi y de la infame destrucción de Libia, a la sazón el país más próspero de África, con un gobierno que había amasado oro suficiente para echar a andar su propia moneda, una moneda que habría de ser continental e independiente ya del Banco Mundial. Pero eso había que impedirlo a cualquier precio y para quedarse con su oro, y de paso con su petróleo, Obama orquestó (con Francia) la destrucción de Libia. (Hay un video en el que Hillary Clinton sonriendo afirma, parodiando a Julio César: “Llegamos, vimos y él murió”, refiriéndose claro está al gobernante libio). Tampoco se puede perder de vista el hecho de que a pesar de que se le regaló el premio Nobel de la Paz (un premio que, ya lo sabemos y lo reconfirmamos recientemente con el último laureado, no tiene ningún valor aparte del monetario), Obama fue un presidente que llevó a los Estados Unidos a los umbrales de una confrontación frontal con Rusia y con China. El pacto atómico con Irán (JCPOA) se logró a pesar de sus repetidos intentos de boicotear las negociaciones pues, como es bien sabido, en por lo menos dos ocasiones J. Kerry, que era su enviado, trató de terminarlas, sólo que Rusia y China, que también formaban parte de la mesa de negociación, lo impidieron. Los norteamericanos nunca han sabido de diplomacia más allá que lo que permite la presión financiera o la amenaza de drones y misiles. Y lo mismo pasó con Cuba: el contacto con la isla (más mediático que real) es una expresión de la solidez de la Revolución Cubana. Sería infantil pensar que el “acercamiento” se debió a un gesto humanitario por parte de Obama. Al día de hoy el bloqueo sigue en pie y los cubanos siguen sin poder importar tornillos o harina. Lo único que Obama hizo fue oficializar la derrota americana y ello sobre todo porque los norteamericanos se están quedando fuera de los negocios que empiezan a proliferar en Cuba. Ahora bien, sin duda alguna lo más significativo de su mandato en lo que a política internacional concierne es la animadversión personal en contra del super líder político que es Vladimir Putin y el odio mortal en contra de Rusia con que Obama la impregnó. Ese es su sello y pretende que sea su herencia. Para él era realmente muy fácil convertir a Putin en su chivo expiatorio sistemático, pues tenía a la prensa y a la televisión mundiales a su servicio. El que no soporte a Putin quizá se explique porque, dejando de lado el frente de la propaganda y ubicándonos en el de los hechos, éste lo derrotó diplomáticamente con el pacto con Irán y militarmente en Siria, en donde los aviones y misiles rusos prácticamente acabaron con los mercenarios y asesinos entrenados y pagados por Washington para destruir Siria. Con la derrota de los terroristas de Daesh en Siria se firmó el certificado de defunción de la odiosa y criminal política de Obama en el Medio Oriente. Su venganza y la de otras fuerzas operantes en los Estados Unidos fue y desde luego sigue siendo Europa Oriental en sus fronteras con Rusia, a donde como un último acto de maldad y de odio incontenible Obama ordenó el envío de más tanques y tropas que las que hubo alguna vez en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En vista de todo lo que sabemos sobre el personaje, creo que lo único que nos queda por hacer es vitorear su salida de la Casa Blanca y desear no volver a saber nunca nada más acerca de él.
      Frente al monstruoso Obama que por fin se va, dejando un país dividido, con sus programas fallidos (incluido el famoso Obamacare, repudiado por todo mundo y para el cual ya en este momento la nueva administración tiene un proyecto alternativo), quien estará ahora al frente del gobierno de los Estados Unidos (si no lo matan antes de que tome posesión o ya siendo presidente, algo acerca de lo cual en los Estados Unidos tienen experiencia, como sabemos) es el señor Donald Trump. En relación con Trump lo que nosotros tenemos que hacer es simplemente preguntarnos dos cosas: 1) ¿quién es Trump? y 2) ¿qué significa Trump para México? Intentaré responder a estas dos preguntas de manera escueta.
      Donald Trump es un político que viene del mundo del big-business, no de filas partidistas, o sea, no es un político estándar, recortado con tijera. Aunque poco a poco se va delineando su proyecto político global, la verdad es que todavía es una incógnita, en gran medida porque, como es obvio, el contenido de sus discursos está mediado por los intereses inmediatos de campaña y previos a su toma de posesión. Que Trump proceda del mundo de los negocios no significa que políticamente sea un ingenuo o un desorientado. Yo creo que no se puede entender lo que políticamente hablando Trump es si no se dispone de un cuadro mínimamente claro de la situación en la que él se encuentra, que en mi opinión es tanto conflictiva como peligrosa y es, muy a grandes rasgos, la siguiente: por un lado, es incuestionable que Trump se ganó a la opinión pública norteamericana, lo cual es interesante, porque muestra que ésta fue sensible a un discurso político inusual, al tiempo que mostró su hartazgo con la retórica política vacua de los demagogos de siempre, bien representados en este caso por Hillary Clinton. Por otro lado, sin embargo, es un hecho que Trump es permanente, sistemáticamente hostigado por la prensa y la televisión mundiales, que son los medios a través de los cuales la gente “se entera” de lo que él dice y hace. La construcción de la imagen de alguien es algo muy fácil de lograr y los mass media conocen a la perfección las técnicas de deformación y difamación. Nótese, dicho sea de paso, que lo que refleja la oposición entre la opinión pública más o menos despierta políticamente y los medios de comunicación es simplemente que ambas partes tienen intereses diferentes, por no decir opuestos. Dicho de manera general, los intereses de las masas y los de los medios de comunicación se contraponen: lo que le conviene a una parte no le conviene a la otra, y a la inversa. Como nosotros no nos comunicamos con la gente, en abstracto, sino que nos enteramos de lo que sucede a través de los medios, lo que recibimos son los mensajes que éstos quieren hacernos llegar, no los de la gente. Así, lo que a nosotros nos llega es la imagen de un Trump uno de cuyos objetivos más anhelados aparentemente sería destruir México. Eso, huelga decirlo, es una caricatura malvada, una tergiversación que sólo se puede neutralizar si se entiende por qué los medios están interesados en presentar a Trump como lo hacen, esto es, de un modo que se le generan enemigos por todos lados. ¿Por qué se da esa animadversión, esa oposición tan fuerte a Trump por parte de la prensa mundial? Si no se tiene una respuesta a ello, entonces no se entiende a Trump. Mi hipótesis es la siguiente: a diferencia de lo que pasa con Obama y con su ex-jefa del Departamento de Estado, Clinton, quienes obviamente eran simples lacayos del sistema bancario internacional, el rasgo político fundamental de Trump es que él sí es un auténtico nacionalista norteamericano. Yo de entrada diría que el que así sea es mejor para México, puesto que siempre será mejor lidiar con un nacionalista genuino que con un mero empleado de la banca, que lo único que hará será imponer políticas acordes a las reglas que le dicten los amos del dinero. De manera general, es claro que el nacionalismo es en su raíz esencialmente opuesto al cosmopolitismo bancario. El problema se plantea entonces porque en última instancia los bancos son, a través de complejísimos mecanismos, los dueños de todo, las televisoras, los periódicos, el cine, etc., incluidos. Así, todo el ataque mediático en contra de Trump no es más que una enorme presión política de alto nivel para indicarle desde ahora que su nacionalismo tiene límites y que más le conviene no intentar traspasarlos. Para hacerle sentir que la guerra puede ser total ya se llegó hasta el plano de las “revelaciones” personales según las cuales Trump habría participado en Moscú en tremendas orgías. Ahora sabemos que toda esa historieta fue armada por un ex-espía de MI6, el servicio secreto británico. La verdad es que la prensa mundial es un asco y no tiene límites, pero no entraremos ahora en tan horrendo tema. Regresemos al nuestro. Con base en lo dicho, me parece que ahora sí podemos entender por qué es Trump de entrada presentado de una manera tan incongruente, como si fuera un demente y representara una amenaza no sólo para México sino para todo el mundo. La razón es que el espíritu (por el momento sólo es eso. Habrá que ver después cómo se materializa) trumpiano es opuesto al espíritu bancario internacional y éste es el sistema del mundo. Todo haría pensar que tarde o temprano tendrá que haber una confrontación al interior de los Estados Unidos para determinar quién en última instancia manda realmente en ese país, si el gobierno elegido, que en general está de paso, o lo que se llama el “gobierno profundo”, las fuerzas que manejan y controlan las finanzas del mundo, que está ahí permanentemente activo. Si Trump efectivamente es un nacionalista, él de manera natural buscará implementar (si no lo matan, como ya dije) políticas monetarias, de inversión, militares, etc., que son esencialmente contrarias a la clase de maniobras financieras practicadas por los bancos, que son las que los vuelven ultra-ricos y por ende ultra-poderosos, en detrimento desde luego de la población mundial. Las políticas de los, por decir algo, 20 bancos más grandes del mundo desembocan siempre en burbujas inflacionarias, crisis de propiedades y bienes raíces, pauperización galopante, recortes gubernamentales, deudas eternas de los países, etc., esto es, crisis para todo el mundo menos para ellos y de las cuales salen sistemáticamente beneficiados (puesto que ellos las crean). Aquí, naturalmente, no es ni la moralidad ni el sentido común lo que importa, sino los grandes intereses. Así, por ejemplo, uno diría que cuando Trump propone tener relaciones amistosas y de cooperación con Rusia, ello es bueno para todos! Pues no: ello significa limitar al complejo industrial-militar, disminuir las inversiones en nuevas clases de armamento, redirigir fondos hacia objetivos relacionados con la producción agrícola, educativa, etc., y eso no le conviene al sistema bancario mundial. La verdad es que ya no se tiene derecho a no entender quiénes son realmente los enemigos del género humano pero, independientemente de ello, ya entendemos por qué Trump es el blanco de las críticas de la prensa y la televisión mundiales (sin olvidar el cine! Recuérdese, por ejemplo, la ridícula actuación de Merryl Streep en contra de Trump. Patética!).
      Tomando en cuenta lo que hemos dicho: ¿qué podemos pensar que representa Trump para nosotros? A mi modo de ver, el tema del muro y las políticas nacionalistas que él pretende imponer son cuestiones delicadas, de múltiples implicaciones, pero son temas que en principio se deberían poder tratar, negociar, bloquear, modificar. El problema en el fondo es otro y creo que podemos presentarlo de manera un tanto paradójica como sigue: nuestro problema es que nosotros no tenemos Trumps, no tenemos a nadie que dé la cara, que se faje por México. Yo no recuerdo a nadie que proclame a diestra y siniestra que quiere “hacer grande a México”. Nuestro problema, desde la época de la Malinche, pasando por José María Gutiérrez de Estrada (el miserable que le ofreció México a Maximiliano), por Santa Anna y por toda la caterva de Miramones y Mejías que han infectado a este país, es que casi lo único que hemos tenido como gobernantes han sido fracasados y desvergonzados personajes vacíos de sentimientos nacionalistas y populares. Considérese momentáneamente (no soportamos hacerlo más tiempo) al descarado Serra Puche, el irresponsable causante del “error de diciembre” y de todo lo que eso acarreó (ni más ni menos que el Fobaproa), un sujeto que se había mantenido en el anonimato durante 15 años pero que ahora sale a abrir la boca para insistir en que frente a las políticas nacionalistas de Trump México no se cierre y que no haga lo mismo, o sea, que no defienda su economía y su gente! Que se entienda de una vez por todas: nuestro problema no es Trump: nuestro problema son justamente los Serras Puches, los que firmaron un tratado de libre comercio que se sabía de entrada que iba a destruir al agro mexicano, los cretinos incapaces de exigir que se cumplieran las cláusulas del mentado tratado, los actuales rematadores de lo que quedaba de la riqueza nacional, los que firman convenios que le quitan soberanía a México sobre sus territorios aéreos, sus playas, sus productos naturales, los que permiten que en México se experimente con todo, hasta con su gente (piénsese nada más en los alimentos transgénicos y en los permisos para que se produzcan y distribuyan aquí), los que regalan su subsuelo y así ad nauseam. Nuestro problema es precisamente que no tenemos dirigentes como Trump que estén dispuestos a sentarse a la mesa a negociar con dignidad y con valentía el presente y el futuro del país y que no saben hacer otra cosa que ceder y conceder; nuestro problema es ante todo que nos dirigen incapaces, mediocres, gentuza que ocupa puestos de primera importancia, desde los cuales se toman decisiones trascendentales para el país, pero que no están ahí gracias a sus cualidades, sus aptitudes o conocimientos, sino por compadrazgos, compromisos y demás. Nuestro problema son los políticos de pacotilla, los mediocres de siempre que hicieron que México, en lugar de diversificar sus relaciones comerciales, se centrara en Estados Unidos y se volviera enteramente dependiente de éstos; que en lugar de desarrollar una política exterior autónoma y propia, optaron por llevar al país por la senda de la sumisión y la abyección (Fox y Calderón son como el epítome de esas rastreras tendencias). ¿Que quiere Trump erigir un muro? Adelante, siempre y cuando el gobierno que nos represente sepa responder a dicho plan. México tiene muchas maneras de presionar y de defenderse, pero para activarlas  se necesitan políticos valientes, nacionalistas, con visión, “juaristas” me gustaría decir. El problema es que no tenemos eso. Una vez más: nuestro problema no es Trump. Con él en principio se debería poder negociar de manera mucho más positiva y efectiva para México de lo que se pudo hacer con otros gobernantes estadounidenses y desde luego de todo lo que se hubiera podido hacer con una inescrupulosa delincuente de las magnitudes de Hillary Clinton. Nuestro problema son nuestros gobernantes, los priistas venidos a panistas y los panistas transformados en priistas, todos esos imbéciles que no saben hacer otra cosa que aullar apenas se usa la palabra ‘populismo’ o se ensalzan las posiciones populistas de Trump, cuando es justamente una política populista real lo único que podría sacar al país del hoyo en el que está y del abismo al que se aproxima. Desafortunadamente, los profesionales mexicanos de la política sólo reaccionan cuando ya pasaron las cosas, cuando ya no hay nada que hacer, cuando ya se nos murió la gallina de los huevos de oro. Qué horror! Yo estoy seguro de que hasta la hedionda casta política mexicana lamentará, cuando se les congregue un millón o un millón y medio de personas a lo largo de la frontera sin poder cruzarla por el muro de Trump, no haber adoptado posiciones trumpianas y no haber defendido contra viento y marea los verdaderos intereses de lo que es su única razón de ser, lo único que justifica su existencia, a saber, el pueblo de México.

La Receta Perfecta

La reflexión sobre lo que pasa todos los días en México es, para nosotros, una cuestión de obligación moral, pero también lo es el que en ocasiones hagamos un esfuerzo por pensar en México considerándolo más bien in toto, por así decirlo “a distancia”, tratando de rastrear su evolución a lo largo de (permítaseme ser vago por el momento) los últimos tiempos y sobre todo por tratar de adivinar la dirección en la que se desplaza. A mí en lo particular, debo decirlo, esta clase de faena intelectual me gusta en gran medida porque obliga a combinar pensamientos empíricos, datos, con pensamientos a priori. El problema son las sorpresas que en ocasiones nos llevamos porque hay veces en las que los resultados a los que uno llega pueden ser tan alarmantes que uno hubiera preferido no haberse adentrado en los temas de los que uno se ocupó ni haberlos abordado combinando las dos clases de enfoque mencionadas. Intentemos justificar esta pequeña paradoja.
      Un primer punto que quisiera dejar establecido es que las sublevaciones no son previsibles. Es perfectamente defendible la idea de que la Revolución Francesa, la mexicana, la cubana y muchos otros fenómenos históricos de magnitudes semejantes, así como sus respectivas consecuencias, en realidad eran impensables para quienes los vivieron y hasta para quienes mucho tiempo después se ocuparon de ellos. Podría argüirse que, sea como fuere, la Revolución Francesa tarde o temprano de todos modos habría estallado. Eso no se puede negar, pero lo que es indudable es que fue una chispa, por así describirla, lo que súbitamente le imprimió un giro distinto al descontento generalizado que prevalecía y que fue la toma de la Bastilla. Este evento concreto se dio como resultado de un movimiento espontáneo ante ciertas noticias provenientes de la corte, asentada en Versalles (la destitución de Necker, la supuesta concentración de tropas alemanas cerca del Palacio de Versalles, las intrigas de diversos agitadores profesionales, ciertos temores y resentimientos populares, etc.), lo cual enardeció al populacho y éste se lanzó contra la fortaleza y antigua prisión, la cual en un santiamén quedó reducida a cenizas. Todo esto es bien conocido, pero lo que a mí me importa enfatizar es el hecho de que la trascendental acción de tomar la Bastilla era simplemente impensable una semana antes de que sucediera. En México, el movimiento armado del siglo pasado realmente arrancó sólo cuando Madero y Pino Suárez fueron asesinados por V. Huerta pero, salvo quizá en la mente de quien lo perpetró, el magnicidio mismo no estaba en la agenda política nacional y era totalmente imposible un mes antes tener siquiera atisbos de que algo así podría suceder. Una de las muchas razones por las que la Revolución de Octubre nos parecerá siempre un evento un tanto fantástico es que todo lo que acarreó (ni más ni menos que el nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la nacionalización de la tierra, etc.) no se habría dado si Lenin no se hubiera adueñado del poder dando en el momento propicio un audaz golpe de Estado. Ahora bien, lo que Lenin mostró es que era un gran oportunista, pero precisamente por eso la decisión concreta que tomó fue una improvisación y por lo tanto algo imposible de predecir. Podemos seguir ejemplificando nuestra tesis, pero creo que con lo que hemos dicho nos basta. Lo que yo deseo sostener es simplemente que las revoluciones requieren de detonadores, pero los detonadores son imprevisibles. Por consiguiente, hay un sentido en el que las revoluciones también lo son.
      Ahora bien, y esta es la otra cara de la moneda, el que las revoluciones requieran para producirse de un evento fatal que es imprevisible no significa ni anula el hecho de que sólo puedan gestarse toda vez que se haya cocinado el caldo de cultivo apropiado y de que si no hay tal “caldo de cultivo” entonces la idea misma de detonador pierde todo su sentido. Aquí lo interesante es el contraste entre el caldo de cultivo y el detonador, porque a diferencia del segundo el primero es un fenómeno explicable científicamente. Podemos entonces presentar la relación entre transformación social radical, caldo de cultivo y detonador como sigue:

A) Caldo de cultivo
(cognoscible)
Detonador(es) Sublevación general
(movimiento armado, transformación social radical, etc.)
B) No hay caldo de cultivo No tiene sentido hablar de detonador No hay transformación social
C) Caldo de cultivo No hay detonador ? ? ? ? ?

Es obvio, supongo, que cuando hablo de “caldo de cultivo” estoy aludiendo a la última etapa de diversos procesos complejos, todos ellos con efectos de carácter acumulativo y relativamente largos, esto es, que pueden durar 80, 100 años o más. Estos complejos procesos son los factores que en un determinado momento constituyen una plataforma que sólo espera a su detonador para estallar. Pero ¿qué clases de procesos o situaciones son los componentes de esos “caldos de cultivo”? Intentaré responder a esta pregunta proponiendo una breve lista de factores que a mi modo de ver son condición sine qua non del cambio social, si bien no son ellos mismos sus causas eficientes. Me limitaré, pues, a mencionar los que me parecen ser los más prominentes y decisivos, sin pretender en ningún momento estar ofreciendo aquí y ahora una lista de condiciones necesarias y suficientes. De hecho, no creo que sea posible elaborar una lista así. Lo que en todo caso sí es importante es que el cuadro general quede claro. Ahora sí: ¿qué factores podríamos incluir dentro de la lista de elementos que configuran el caldo de cultivo para que se dé un determinado cataclismo social? Sugiero por lo menos los siguientes:
A) Brutales contrastes económicos e injusticia social. Es relativamente obvio, pienso, que la primera condición en el proceso de descomposición social global es la existencia de desmedidas, injustificables y casi absurdas asimetrías económicas y, por ende, sociales. No sé ahora, pero hace 30 años El Salvador prácticamente le pertenecía a 12 familias. En México, el 1% de los mexicanos acapara cerca de 45 % de la riqueza! La situación mexicana es un auténtico paradigma de desbalance (y, por lo tanto, de injusticia) social.
B) Baja sistemática del nivel de vida. Un segundo factor que a primera vista tendría que estar presente y que de hecho es una consecuencia o efecto del anterior es el permanente descenso en el nivel de vida de la población hasta llegar a condiciones ignominiosas de paupericidad. ¿Qué queda de la canasta básica de tiempos de Echeverría o de López Portillo? Un vago recuerdo. Es obvio que en el capitalismo el nivel de consumo en el capitalismo resulte decisivo para cualquier clase de diagnóstico o evaluación social. Ello explica por qué la gente puede seguir viviendo tranquilamente (como sucede en Estados Unidos o Europa Occidental) a sabiendas de que hay por encima de ella multimillonarios que viven infinitamente mejor siempre y cuando ella misma viva bien, tenga un nivel de consumo respetable, que se le asegure el acceso a los productos básicos y no solamente a éstos. Después de todo, el ciudadano común y corriente también tiene derecho a ir de vacaciones al mar al menos una vez al año, a llevar a su familia de cuando en cuando a un restaurant y cosas por el estilo. Pero eso es precisamente lo que no pasa cuando la gente tiene que contar sus centavos para poder llegar a finales de mes, cuando tiene que calcular los litros de gasolina que puede usar diariamente, etc., etc. Como dije, yo creo que este fenómeno se deriva directamente del anterior, pero no discutiré el punto aquí.
C) Corrupción generalizada Es muy importante para entender la clase de agitación social de la que estamos hablando el hecho de que la corrupción se haya generalizado a toda la sociedad. En México, todos lo sabemos, desde el ciudadano más humilde hasta el más prepotente de los multimillonarios, la inmensa mayoría de los habitantes está imbuida, cada quien a su manera, de corrupción. Este factor es ciertamente crucial y México, una vez más, está a la vanguardia en este punto. A menudo se compara a la corrupción con un cáncer. La metáfora no está mal, pero creo que habría que precisarla. La corrupción a nivel nacional, que inunda todos los sectores de la vida social, no es nada más un cáncer: es una metástasis y éstas ya no tienen curación. Así es la clase de corrupción que prevalece en México. De ahí que cualquier persona normal entendería, si se le explicara, que ya instalada y siendo de esas magnitudes y esa profundidad, sencillamente no hay nadie que pueda erradicar la corrupción, es decir, no hay medidas particulares, pactos, legislaciones, etc., que acaben con ella. Más bien es la corrupción la que acaba con la sociedad.
D) Pantano institucional. Otro elemento que contribuye a los terremotos sociales es el hecho de que las instituciones dejen de funcionar normalmente, con la efectividad que deberían tener y cumpliendo con las funciones para las cuales fueron creadas. Una vez más, nuestro país ilustra magníficamente esta falla. Los ministerios públicos, los juzgados, los hospitales, etc., operan por inercia y las más de las veces hay que luchar no para tener éxito en nuestras solicitudes, sino simplemente para que a uno lo atiendan, le den curso a su solicitud, le presten el servicio que supuestamente la institución de que se trata proporciona. Yo creo que no necesito dar ejemplos, porque todos sabemos bien de qué se trata.
E) Inefectividad legal. Un factor de exacerbación política que es tan efectivo como significativo es la incesante generación de marcos jurídicos con, por así decirlo, osteoporosis, legislaciones vacuas y hasta abiertamente contraproducentes. En este sentido, un formidable ejemplo de esto último y que es particularmente indignante, un ejemplo de maldad y de estupidez gerencial nos lo proporciona el criminal Reglamento de Tránsito impuesto por Mancera. A partir de su imposición les llueve a los conductores del Distrito Federal multas sin fin, lo cual en nuestras circunstancias significa acabar con el reducido capital familiar, estrangularlo, darle la estocada final. Como todo mundo sabe, dicho “reglamento”, que se impuso por la fuerza, obliga a los conductores a una reducción ridícula y absurda de velocidad cuando el sentido común indica que lo que había que hacer era exactamente lo contrario, esto es, agilizar al máximo el tránsito vehicular. La ley Mancera causa pérdida imperdonable de horas de vida (lo que antes se hacía en 20 minutos ahora requiere de una hora), hizo subir brutalmente los niveles de contaminación (todos la padecemos día con día), propició la multiplicación de asaltos a conductores, pero eso sí: enriqueció a un par de compañías y quién sabe bien a bien qué se hace con los cientos de millones de pesos extraídos de los bolsillos de las personas (hay una campaña presidencial en perspectiva y campañas así requieren de sumas millonarias). Yendo, sin embargo, más allá de leyes anti-sociales como la mencionada, en la situación que hemos denominado ‘caldo de cultivo’ el fenómeno es de desprecio por la legalidad y violación permanente de las leyes, en todos los contextos y en todos los ámbitos. Si las leyes no son útiles, entonces son tiránicas y no se tiene por qué acatarlas. Aquí se cree que se puede gobernar por promulgaciones jurídicas, pero cualquiera en su sano juicio entiende que la realidad no se deja manipular de esa manera. Las leyes en México son cada vez más como manivelas de un gran mecanismo en el que se mueven de un lado para otro, pero que realmente no contribuyen a su funcionamiento.
F) Sistema educativo destruido. Las explosiones sociales a las que estamos aludiendo requieren que el nivel educativo de la población en su conjunto sea ínfimo. México, una vez más, se lleva un galardón en este rubro. No solamente tenemos a millones de iletrados sino que también un altísimo porcentaje de que los que van a la escuela desertan en los primeros años y no pasan del nivel de tercero de primaria. Un problema con ello es que gente tan “despreparada” de esta manera es fácilmente manipulable. La gente sin instrucción no sabe cómo expresar su descontento y, por lo tanto, aguanta más el mal trato, las injusticias, la impunidad. No ahondo en el tema porque nos es bien conocido. Lo que fácilmente se pierde de vista, en cambio, es que también la paciencia de esa gente tiene límites y cuando se les rebasa esa gente a la que no se le dotó de la educación a la que tenía derecho se vuelve con mucha facilidad la carne de cañón (y el brazo armado) del conflicto social.
G) Gobiernos anti-nacionalistas. Es decisivo en la gestación de un trastorno social de grandes magnitudes que los sucesivos gobiernos hayan sido, durante varios lustros o decenios, gobiernos de cobardes frente al extranjero, de sometidos políticos, gobiernos peleles y entreguistas. No creo que tengamos que ir muy lejos para constatar lo que es nuestra realidad y cómo, paulatina pero sistemáticamente, se fue desmantelando el patrimonio económico nacional. Lo que quiero resaltar, sin embargo, es que se requiere también que quienes toman las decisiones, además de traidores a la patria y a su pueblo, sean en general grandes ineptos, meras mariposas ministeriales, que brincan de una Secretaría a otra, de una gubernatura a una diputación, etc. Nuestros más destacados políticos son “todólogos”. Lo que esto significa, desafortunadamente, es que el Estado ya no está bajo el control de gente competente en cada uno de sus sectores. Ha habido políticos en México que han sido todo menos presidentes de la República. En países realmente avanzados y sólidamente establecidos eso sencillamente no es posible.
H) Libertad de expresión ficticia. Algo que va cobrando importancia a medida que se va instalando es la supresión de la libertad de expresión. Quizá todavía no lleguemos al plano de la censura descarada, de la prohibición estricta de decir lo que se piensa (aunque hay indicios de que nos movemos en esa dirección), pero lo que es cada día más claro es que la verdadera oposición sencillamente no tiene voz en este país. Hay, por ejemplo, multitud de programas de televisión y de radio en donde los 4 o 5 aburridos participantes de siempre nos regalan sus invaluables opiniones. El problema es que son siempre los mismos quienes opinan, en tanto que a sus adversarios políticos o ideológicos nunca se les concede la palabra. La gente entonces no se nutre más que del mismo material insulso, enredoso y carente de valor explicativo, esencialmente cargado con contenidos ideológicos baratos y hasta grotescos. En México, es cierto, no hay mordazas (todavía), pero tampoco hay “el otro”, al que se le volvió mudo. Esa es una forma más perversa de acabar con la libertad de expresión que la prohibición explícita.
I) Hostilidad colectiva. Una marca inequívoca de la descomposición del tejido social es el hecho de que los miembros de la sociedad, llevados por el desgaste al que están sometidos, empiezan a atacarse unos a otros. Este ataque puede ser, por ejemplo, monetario: todo mundo trata sistemáticamente de sacarle dinero a los demás, porque de hecho lo necesita. La solidaridad social no se manifiesta entonces más que negativamente, esto es, en la protesta.
J) Represión. Con lo que se topan las manifestaciones sociales de inconformidad es con la represión. De manera natural, el Estado recurrirá todos sus aparatos para “restablecer el orden”, hacer valer el estado de derecho, etc. Con la represión se cierra un ciclo y empieza otro.
      Me parece innegable que, aunque se podrían mencionar otros factores que son quizá igualmente imprescindibles para que se dé una sublevación masiva, por lo menos los que hemos mencionado se articulan de modo tal que conforman un peculiar trasfondo, un caldo de cultivo o una plataforma (el símil es lo de menos) listos para que cuando menos se lo espere la sociedad se inicie un incendio social de magnitudes incalculables. Preguntémonos entonces: ¿se dan en México las condiciones que permitirían una sacudida social severa? Le dejo la respuesta al amable lector. Lo que ciertamente ha faltado es simplemente la chispa apropiada y que tiene que afectar a la población en su conjunto. Un pillo como Duarte afecta directamente a los veracruzanos, pero mucho menos a los defeños y menos aún a los sinaloenses o a los yucatecos. De males sociales, humanos y naturales está inundado el país, pero se trata de males consuetudinarios. Falta el mal o los males que opere u operen como detonadores. Preguntemos entonces: ¿qué podría fungir aquí y ahora como un mal así? Ya sostuve que eso es esencialmente impredecible, pero podemos especular al respecto. Tiene que tratarse de decisiones abiertamente contrarias al interés popular inmediato, medidas tomadas por el gobierno que afecten de manera directa, palpable y cruda a las grandes masas, las cuales viven y padecen todos los días el complejo caldo de cultivo que ya no se puede deshacer. No habría sido descabellado pensar, por ejemplo, que el caso de los muchachos de Ayotzinapa movilizaría a la población en su conjunto o totalidad, pero no fue así. El caso Ayotzinapa no fue un detonador suficientemente fuerte. El caso del brutal incremento de la gasolina, en cambio, me parece que se acerca mucho más a la idea de detonador de procesos sociales terribles. No es improbable que, una vez más, el pueblo de México se apriete el cinturón y se resigne a vivir en las condiciones que se le imponen. Es muy importante entender, no obstante, que los sistemas de vida tienen su propia lógica y que no se pueden desviar de lo que son sus objetivos internos, como el mantenimiento y reforzamiento del status quo. De ahí que si no fue Ayotzinapa y no fue el gasolinazo otra cosa será el detonador del gran conflicto social que se avecina. Lo que difícilmente podría negarse es que estamos cada vez más cerca de los límites más allá de los cuales se da la conflagración social a nivel nacional. Cuando eso suceda, de lo único de lo que no podremos tener dudas es de quiénes habrán sido los culpables, esto es, los ineptos cocineros políticos que elaboraron y aplicaron la receta perfecta para la esclavización del pueblo de México y su perpetuo estado de insatisfacción y enojo.

Cristo y el Jesús de Paul Verhoeven

Ahora que, después de haberla abandonado durante un año, decidí retomar mi práctica de escribir al menos un artículo por semana sobre temas de interés general, necesito empezar por confesar que reinicio mi labor con sentimientos encontrados porque, por una parte, estoy contento por volver a poner por escrito algunas reflexiones personales pero, por la otra, reconozco que justo mi tema de hoy lo constituye un libro que me resultó, de principio a fin, un auténtico vomitivo! Podría pensarse que hay que ser muy perverso para dedicarle tiempo y atención a algo que nos resulta desagradable. Mi justificación es que el tema es importante y que es mi deber ocuparme de él, independientemente de la reacción que suscite en mí el material considerado. El libro en cuestión no es muy reciente y lo adquirí en Buenos Aires durante mi última estancia en dicha ciudad, una ciudad en la que, a diferencia de lo que pasa aquí en el Distrito Federal, el libro es una mercancía muy apreciada, lo cual explica por qué tienen allá la cantidad de librerías que tienen y por qué en México no pasa de haber una cuantas y muy mediocres. El texto que me propongo comentar, como dije, no es muy reciente, pero su traducción al español sí lo es y ello me alentó a examinarlo. Se intitula ‘Jesús de Nazaret’ y pretende ser una “reconstrucción racional” de la vida de Jesús o, siendo un poco más precisos, de algunos grandes momentos de su vida y, desde luego, de La Pasión. Así, pues, creo que el tema simplemente basta para reivindicarme por tomar como objeto de análisis el libro mencionado.

Uno pensaría que, independientemente de si se le considera histórico o ficticio, escribir sobre un personaje de la talla de Jesús, un sujeto (por así decirlo) consagrado ya históricamente, constituye un reto intelectual de primer orden y, por consiguiente, quien se atreve a hacerlo tiene que estar consciente de que tiene que salir con algo realmente novedoso, original y aclaratorio. Meras paráfrasis de textos clásicos, plagios velados, repeticiones de lo que todo mundo ya sabe automáticamente descalifican al autor y a su producto. Algo, pienso yo, hay de esto en este caso, pero antes de presentar y examinar el contenido del libro quisiera decir unas cuantas palabras sobre su autor, porque me parece que ello puede ayudar a comprender mejor la evaluación que yo haga del texto.

El autor del libro del que me ocupo no es ni un completo desconocido ni un erudito de biblioteca. Es un holandés de nombre ‘Paul Verhoeven’ y es un relativamente bien conocido director de cine. Entre sus trabajos más famosos como director están Robocop y Show Girls, así como su más reciente “creación”, Elle, una película cuyo tema central es una violación. Verhoeven llegó al cine después de haber trabajado en televisión y de haber hecho la carrera de física. Formación científica la tiene, no así humanística. ¿Cómo entonces es que llegó al tema de Cristo? Lo que pasó es que durante su estancia de 10 años en Hollywood participó durante algún tiempo en el “Seminario Jesús” (Jesus Seminar), como parte de las actividades del Westar Institute, una organización supuestamente dedicada al estudio de la historia y las tradiciones cristianas (o, lo que parece más probable, a su desmantelamiento y destrucción). Pero ¿cómo es que un sujeto que se ha solazado a través de sus películas en la violencia y en la pornografía de pronto se interesa por el pacifista más grande de todos los tiempos y por quien el Fénix de los Ingenios presentara como sigue:

¡Qué vergüenza le daría
al Cordero santo en verse,
siendo tan honesto y casto,
desnudo entre tanta gente!?

¿Qué tiene que ver un especialista en perversiones sexuales con un ser como el descrito en el verso y que, por si fuera poco, es uno de los pilares de la civilización occidental? Lo menos que podemos decir es que de entrada se trata de personajes que son como antípodas y que se mueven en direcciones opuestas. Esto, sin embargo, no es más que el inicio.
El punto de partida de Verhoeven lo constituye la tesis central del grupo del cual él formó parte durante algún tiempo y es la siguiente:

haya sido quien haya sido y haya sucedido lo que haya sucedido, los Evangelios sólo pueden hablar de lo que de hecho pasó en el mundo natural. En otras palabras, para comprender al “verdadero Jesús” se le tiene que ubicar en el marco del espacio-tiempo, verlo como un ser humano que actuaba en su contexto natural, la sociedad judía en tiempos de Tiberio. Esto equivale a la adopción de un “naturalismo” radical y la primera implicación de dicho naturalismo es, obviamente, el rechazo de toda clase de milagros y, muy especialmente, de la resurrección. Todo eso queda descartado si aceptamos una visión naturalista del mundo y con ella enfocamos el fenómeno “Jesús”. Esto que acabo de enunciar es la plataforma fundamental de la “interpretación” de Verhoeven. Lo crucial es lo que éste elabora sobre ella y que es en lo que se supone que consiste su “aportación” a la cristología. Así, lo que sin duda todos quieren preguntarse entonces es: habiéndonos puesto los anteojos naturalistas: ¿cómo entonces se leen los Evangelios? Podemos adivinar que el resultado va a ser no sólo radicalmente diferente del cuadro universalmente aceptado de Jesús de Nazaret, sino un cuadro en última instancia grotesco de este último. ¿Qué o cómo era Jesús desde la perspectiva naturalista de Verhoeven? Se trata de un individuo que (por lo menos hasta su conversión espiritual) no rechazaba la violencia como una opción, a quien le gustaba departir y beber, que frecuentaba prostitutas, se dedicaba a efectuar exorcismos, un individuo un tanto desequilibrado mentalmente a quien sus familiares iban a buscar para llevarlo de regreso a su casa y líder de gente descontenta con la dominación romana a quienes no obstante defraudó, puesto que se rehusó a ser el líder de la insurrección en contra de los romanos y de los colaboracionistas judíos, la casta sacerdotal. Aparentemente, Jesús estaba convencido de que el Reino de Dios, una situación de justicia universal impuesta por el Todopoderoso, estaba por producirse y era él quien anunciaba la “buena nueva”. Ahora bien, dicho evento nunca sucedió y lo que pasó es que los evangelistas modificaron su mensaje, que quedó refutado en la experiencia, por el de la resurrección, que obviamente el enfoque naturalista descarta como posible. En manos de Verhoeven, es el relato de la vida de Jesús en su conjunto lo que cambia: no hubo ninguna “última cena”, lo que a Jesús se le atribuye haber dicho en esa ocasión es algo que él dijo en otro momento y con otros objetivos en mente, su actuación en el Templo no tuvo lugar cuando los evangelistas afirman que sucedió y así sucesivamente. Judas, por ejemplo, no fue ningún traidor, sino un “discípulo” que se decepcionó de las promesas de Jesús y que, después de la muerte de éste oficialmente se convirtió en un renegado, pero el traidor era otra persona, un típico “agent provocateur” que trabajaba para las autoridades, “judías o romanas”, algo sobre lo cual Verhoeven cómodamente nos deja en la incertidumbre (p. 256). El resultado de las invenciones de los evangelistas fue simple: “El discípulo renegado y el traidor (sea quien fuere) se fundieron en una única figura, que conservaba el nombre del renegado, Judas Iscariote” (p. 253). Independientemente de cuán repelente pueda resultarle a alguien la historieta narrada por Verhoeven, hay que señalar que da la impresión de ser el trabajo de un erudito, puesto que viene apoyada en un impresionante número de citas de los distintos Evangelios, los apócrifos incluidos. Esto hace pensar que en realidad es el coautor (Rob van Scheers) quien suministra el apoyo bibliográfico y que es Verhoeven quien elabora el cuadro de Jesús que se pretende poner en circulación.

Antes de examinar críticamente la propuesta del cineasta venido a historiador y “humanista” (permitiéndome aprovechar la elasticidad de los conceptos), quisiera muy rápidamente dar un ejemplo de reconstrucción “a la Verhoeven” (“naturalista”) de un pasaje importante de los Evangelios, a saber, el milagro de los peces. Por definición, ya lo sabemos, la idea misma de acción milagrosa es rechazada por el enfoque naturalista del Verhoeven. Como este mismo dice: “Ese ‘milagro’ es imposible. Jesús nunca convirtió cinco panes en cientos, no es Harry Potter. Además, todo el relato está tomado del Antiguo Testamento, más precisamente de 2 Reyes 4: 42-44” (p. 143). ¿Cómo se explica entonces el suceso, que ciertamente tuvo lugar, en el que se alimenta por lo menos a 500 personas? Verhoeven, dicho sea de paso, rechaza que hayan sido 5000: “Es verosímil que una gran multitud (cinco mil es una cifra hiperbólica, quinientos me parece más probable) haya sido alimentada con peces en la estepa, a la orilla del mar. Al menos cuatro de los discípulos de Jesús eran pescadores: Pedro, Andrés, Juan y Jacobo; los últimos dos, incluso, tenían una pequeña pescadería” (p. 145). Según Verhoeven, entonces, lo que pasó fue simplemente que una multitud, enardecida por la ejecución del Bautista, y un “predicador carismático” que auguraba la llegada del “Reino de Dios”, se reúnen en un lugar aislado para expresar su enojo y planear una sublevación. Pero ¿cómo se alimentaron todos esos potenciales guerrilleros? La resolución naturalista es clara: “Creo que los pescadores, en un gesto de solidaridad con Pedro, Andrés, Jacobo y Juan, arrojaron sus redes para alimentar a la población con su pesca.” (p. 145). Más claro y sencillo imposible.

Como es natural, no puedo examinar detalladamente en unas cuantas páginas el contenido de este libro y ello no sólo por su temática (ni más ni menos que la vida de Jesús y la doctrina cristiana), sino también porque habría que discutir prácticamente todo lo que el autor afirma. Para decirlo rápidamente: no hay una página en la que no detectemos una calumnia, una burla, un insulto (por lo menos a la inteligencia), una mentira, una incongruencia, una pseudo-explicación, una aseveración fuera de lugar. No me queda, por consiguiente, más que abordar el contenido del libro de la manera más abstracta posible. Quisiera entonces llamar la atención sobre varios puntos.

a) Naturalismo y religión. A mí, debo decirlo, pocas cosas me parecen tan ridículas como la de pretender interpretar un texto sagrado desde la perspectiva de la ciencia contemporánea, independientemente de qué ciencia se trate. Eso es tan absurdo como la inversa: pretender interpretar la ciencia desde un punto de vista religioso. Si alguien es un creyente genuino y acepta un determinado mensaje religioso ya no tiene nada más qué buscar o qué demostrar. La ciencia es irrelevante. El creyente acepta su texto sagrado tal cual, es decir, como se le acepta en la tradición a la que funda y a la que él pertenece. Para quien hace suyo el mensaje de Cristo la discusión acerca de su “verdad histórica”, del “verdadero Jesús”, etc., no tiene ni sentido ni interés y desde luego que no es relevante para eso que se convirtió en “su verdad”.

b) Naturalismo y congruencia. Es cierto que el escrito de Verhoeven está dedicado a Jesús de Nazaret, pero hasta un niño percibe que toda su descalificación naturalista tiene implicaciones obvias que él podría al menos haber mencionado. Yo puedo estar de acuerdo en que si un milagro es una excepción a una ley natural, entonces no hay milagros pero entonces, en aras de la coherencia, habría que sostener que los relatos en los que se nos habla de que las aguas del Mar Rojo se abrieron para dejar a un grupo humano, de la caída de los muros de Jericó y todos los supuestos sucesos maravillosos (casi todos de corte nacionalista y guerrero) en los que Jehová interviene también requieren de una “interpretación naturalista”. ¿Por qué el naturalismo nada más se le aplica la Nuevo Testamento? Hay aquí un desequilibrio demasiado ostensible como para no percibirlo. Ello naturalmente da qué pensar respecto a las motivaciones ocultas del autor.

c) Autoridad moral del autor. ¿Quién es Paul Verhoeven y cómo es que se atreve a escribir un texto tan obviamente lleno de deformaciones históricas y de transgresiones de muy variada índole (desde luego morales, pero también científicas; sobre esto digo algo más abajo) sobre un personaje, real o ficticio, que sirvió y sigue fungiendo como fundamento de toda una civilización, que estableció mejor que nadie nuestro espectro moral (la Regla de Oro), que enseñó a vernos los unos a los otros de un modo que era (y por lo visto sigue siendo) novedoso? Verhoeven es un obsesionado genital y sexual bien conocido, un cineasta nada sutil. ¿Cómo es que un sujeto así se permite vilipendiar lo que de hecho es nuestro paradigma moral último, supremo? A lo que Verhoeven aspira no es a “naturalizar” a Jesús, sino más bien a encontrar una manera de convertirlo en uno de sus descarnados personajes para llevarlo a la pantalla teniendo como “justificación” su “reconstrucción científica”.

d) Seriedad de tratamiento. Si algo no hay en el texto de Verhoeven es una genuina actitud científica. Debería quedar claro que simplemente dedicarse a jugar con lo que es lógicamente posible no es adoptar una óptica apropiada en historia. Los contextos son importantes y fijan límites a las descripciones y a las comparaciones. Por ejemplo, Verhoeven se inventa un Jesús que es ante todo un exorcista, pero es obvio que su noción de exorcista es la de la famosa película, o sea, es una noción actual. Él no dice ni que gente así proliferaba en aquellas tierras ni aclara que ser exorcista entonces no era exactamente lo mismo que ser exorcista ahora. Un exorcista ahora es un farsante que se aprovecha de la ignorancia de las personas; un exorcista de aquellos tiempos era, al menos parcialmente, un médico, porque la medicina como muchas otras cosas estaba ligada a las creencias escatológicas de la gente de aquellos lugares y de aquellos tiempos. Judea, Samaria y demás no eran territorios en donde se hubieran desarrollado la anatomía, la fisiología, la endocrinología, etc. La gente (los exorcistas) curaba apelando a las creencias universalmente aceptadas en su medio. Verhoeven abunda en descripciones que ante todo revelan incomprensión histórica. El resultado es que Jesús es pintado como como un estafador y además como particularmente repugnante, puesto que su tratamiento consistía, según él, en escupirle a los pacientes en los ojos y los oídos. Eso no es hacer historia, es deformar la historia. Por otra parte, es cierto que Verhoeven cita a diestra y siniestra a los evangelistas y a múltiples otros autores, antiguos y actuales (empezando por San Pablo), pero muy rápidamente se da uno cuenta de que los usa como le conviene y cuando le conviene. Muchas de sus citas (la mayoría) están desconectadas de sus contextos naturales. Eso es muy fácil de hacer, sólo que es un expediente declaradamente deformador y en última instancia inútil. Conclusión: el Jesús de Nazaret engendrado por Verhoeven es un fraude total: un engaño a sus contemporáneos y completamente inservible a nosotros, aquí y ahora. La pregunta que hay que hacerse es: ¿para qué redactar textos así, textos que no sólo son ofensivos sino que están destinados a ser relegados al olvido tan pronto son publicados?

Alguien podría objetar: pero de todos modos tiene que haber algo original y que valga la pena en este libro! Quizá no mucho, aparte del estilo decididamente irrespetuoso del autor. Señalar que hay contradicciones entre los Evangelios o examinar el papel histórico de cierto galileo de aquellos tiempos ciertamente no tiene nada de original. Creo, no obstante, que hay algunas sugerencias esparcidas por aquí y por allá dignas de ser ponderadas sólo que no pasan de ser curiosidades, comentarios en torno a un relato que permanece básicamente intacto. Desde mi punto de vista, sin duda alguna el tema más interesante (e importante) considerado en el libro es la transición que Verhoeven describe del Jesús revolucionario al Jesús religioso, por así decirlo, la transformación de Jesús en Cristo. Como era de esperarse, Verhoeven no tiene ni los elementos ni la capacidad para profundizar en el tema. Es esa muy especial experiencia mística que lleva a Jesús de la idea de “Reino de Dios” a la idea de sacrificio por todos (de tener que morir para que la causa triunfe) y de resurrección lo que me parece a la vez el tema más atractivo y decisivo del libro y que el autor no tiene ni idea de cómo explotar. Confirma que, por lo menos en general, los grandes hombres son seres que evolucionan, cuyos pensamientos se van transformando y con ellos ellos mismos. Qué evolución tan notable la de Jesús que lo lleva de luchador social a emancipador universal, de la idea de que hay que sacudirse a los parásitos que colaboran con los romanos (una idea meramente local) a la de que se triunfa sólo a través del perdón y del amor por quien le hace a uno daño. Qué lúcido y qué valiente tiene que ser un hombre para entregarse de esa manera a un ideal tan difícil de alcanzar. Y qué despreciable puede ser un sujeto que se expresa, como Paul Verhoeven lo hace, protegido por la atmósfera típicamente anti-cristina de Hollywood, de un individuo, ficticio o histórico, tan superior a él, a quien denigra y ridiculiza sin que siquiera le cruce por la mente el pensamiento de que ese hombre habría sido el primero (y muy probablemente el último) que lo habría perdonado.

Lo lograron!

A mí me parece casi una trivialidad la afirmación de que aquí y ahora, siempre y en cualquier parte del mundo, los seres humanos actúan y piensan en concordancia con ciertos principios básicos de racionalidad. Ello tiene que ser así, puesto que después de todo las acciones humanas en general tienden a no ser ni caóticas ni arbitrarias. La gente por lo menos aspira a justificar sus acciones y a dar cuenta de sus opiniones y pensamientos. Sólo entre personas que presenten descomposturas mentales graves encontraremos a gente que actúe a tientas y a locas o que haga afirmaciones totalmente gratuitas y sin ningún sustento. Salvo en excepcionales y contadísimas ocasiones, si nos topamos con alguien que a la pregunta ‘¿Por qué hiciste eso?’ o ‘¿Por qué dijiste eso?’ responde con un ‘no sé, no tengo idea’ o con un ‘se me ocurrió en el momento’ o con algo por el estilo, automáticamente desestimamos su respuesta y de inmediato lo reubicamos en el cuadro de nuestro sistema de relaciones personales.
Tal vez no esté de más ilustrar lo que he dicho con por lo menos un ejemplo de esos principios de racionalidad a los que acabo de aludir. Uno que me parece particularmente pertinente para la idea a la que más abajo quisiera dar expresión es el bien conocido “principio” de que todo efecto tiene una causa. Esa no sería la formulación que yo le daría, pero no es mi objetivo discutir filosofía en este momento. Quiero simplemente señalar que en general todo mundo estaría dispuesto a aceptar tanto dicho principio como su converso, algo como toda causa tiene un efecto. En realidad lo que estamos afirmando es simplemente que hay causas si y sólo si hay efectos. Eso no quiere decir que nosotros sepamos automáticamente cuales son las causas si conocemos los efectos o cuáles son los efectos si conocemos las causas. Con lo único con lo que estamos comprometidos es con la idea de que si vemos algo como causa, entonces podemos inferir que ese algo tendrá algún efecto y si vemos algo como efecto podemos deducir que tiene alguna causa, que algo de hecho lo causó. Estos “principios” elementales son útiles porque permiten descartar multitud de dizque explicaciones de situaciones, explicaciones en las que se habla de causas pero no se admiten efectos o al revés. En particular, se aplican a las acciones humanas. Los principios nos permiten ver en las acciones humanas causas de situaciones y a las situaciones como efectos de las acciones y establecer conexiones entre ellas. No podremos entonces aceptar como legítimo un discurso en el que se hable de decisiones, elecciones, acciones, y demás, pero que no obstante no incorpore en relación con ellas a sus efectos. Lo que estamos afirmando, precisamente, es que las acciones humanas tienen que tener efectos. En otras palabras: no hay acciones humanas normales sin efectos y a menudo éstos son previsibles o predecibles. Esto, naturalmente, se aplica en todos los contextos en los que los humanos intervienen, o sea, en todos. Asimismo, como acabo de decir, es un hecho que a menudo podemos saber, si conocemos las causas cuáles serán los efectos y si conocemos (o padecemos) los efectos también a menudo podemos detectar sus causas. Así consideradas las cosas, lo más irracional e intelectualmente ridículo que podría hacerse sería afirmar o pensar, explícita o tácitamente, que podemos escapar a la dimensión de la causación, en los dos sentidos mencionados: de causa a efecto y de efecto a causa. Nosotros ya sabemos que todo tiene efectos y que todo tiene causas y muy a menudo podemos pasar del conocimiento de unos al conocimiento de las otras, y a la inversa.
Lo anterior tiene una aplicación obvia en la política nacional y de paso, aunque de esto último no tengo certeza, también en antropología, porque parecería que en función de las ideas causa y efecto podemos discernir un subgrupo de los seres humanos cuyos elementos opinan que pueden actuar sin que sus acciones tengan consecuencias o sin que podamos conocer los potenciales efectos de sus decisiones o, también, que no se pueden rastrear las causas de situaciones cuyos efectos éstas son. Yo sospecho que dicho grupo humano está constituido por lo menos por los honorables miembros de la clase política mexicana. En efecto, en este país los gobernadores, los diputados, los magistrados de la Suprema Corte, los senadores, los delegados, etc., todos parecen pensar:
a) que sus acciones y decisiones no tienen repercusiones
b) que si las tienen nadie se va a enterar de ello
c) que no será factible transitar desde los efectos a las causas
d) que pase lo que pasa no importa, porque México es el país en el que los principios de racionalidad y de justicia simplemente no valen.
Yo creo que los políticos mexicanos están totalmente equivocados en lo que concierne a (a), (b) y (c), y quisiera pensar que también se equivocan respecto a (d) pero de esto último no estoy tan seguro. Intentemos ahora aplicar nuestros principios a una situación real “concreta”.
Que los miembros de la clase política mexicana se olvidan de que las causas tienen efectos es algo de lo que la Ciudad de México puede dar un vivo testimonio. Yo empezaría por señalar que de eso que los antiguos habitantes del en algún momento espectacular Valle de México llamaron la ‘región más transparente’ no queda sino vestigios. La última semana en particular fue sencillamente tenebrosa. Yo toda mi vida, salvo cuando residí en el extranjero, la he vivido en la ciudad de México. Conozco por experiencia los problemas citadinos que enfrentan los habitantes en su vida cotidiana, pero debo decir que nunca antes sentí como esta vez que el destino de nuestra ciudad finalmente se le había escapado a sus gobernantes. Durante esta última semana se conjugaron todos los factores que hacen de esta metrópoli una auténtica ciudad fantasma: grados elevadísimos de contaminación, desvíos de vuelos por visibilidad nula (ya ni siquiera se podían ver desde el sur los grandes edificios que “normalmente” se perciben sin mayores problemas), un cielo peor que el de Londres de finales del siglo XIX y, evidentemente, un descontrol automovilístico casi total: embotellamientos a lo largo y ancho de la ciudad y a todas horas, tanto en calles, como en avenidas, vías rápidas u otras. La gente ingenuamente habla de “bruma”, “neblina” y demás, pero me parece que sólo porque no sabe que brumas y neblinas se producen donde hay coníferas, donde hay humedad en la atmósfera y no en las selvas de asfalto, como nuestro pobre Distrito Federal. La “bruma” en cuestión era simplemente la nata de smog que bajó casi a ras del suelo. El problema llegó a tales magnitudes que pasó lo que era de esperarse que pasara cuando se es gobernado por políticos irracionales y carentes de imaginación, como los de este país: salieron como jaurías patrullas ecológicas, de las cuales yo hacía años que no veía una sola. Pero ¿para qué salieron las manadas de “patrullas ecológicas”? La repuesta es de Ripley: para detener y multar autos que ostensiblemente contaminaran. Eso suena bien, pero ¿no es ridículo pensar que unos cuantos destacamentos de patrullas podrían incidir de alguna manera que no sea en detrimento de los bolsillos de los ciudadanos en lo que para el sábado pasado era una situación ecológica ya casi insostenible? Como todos sabemos, México es el país de la desinformación sistemática. De ahí que si como el pueblo de México es de los más fácilmente manipulables que podamos imaginar ello se deba a un sinfín de decisiones políticas tomadas a lo largo de muchos años, así también lo que es casi el colapso de la Ciudad de México es un efecto de muchas otras decisiones de políticos que, en aras de sus objetivos prosaicos e inmediatos, sacrificaron al Distrito Federal y a sus habitantes. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de “colapso”?
De varias cosas. Por lo pronto queremos indicar que la calidad del aire que estaremos respirando de aquí en adelante será la peor del planeta (con un par de excepciones a lo sumo), lo cual generará más dolores de cabeza, más enfermedades respiratorias, más cánceres; queremos decir también que nuestros desplazamientos se van a alargar considerablemente, un 200 % por ejemplo. Yo creo que a estas alturas nadie cuestiona que lo que hasta hace 8 o 10 meses se hacía en 20 minutos ahora requiere de una hora, si tiene suerte; se quiere decir también que el habitante de la Ciudad de México va a dormir menos y que se van a perder millonadas en horas /trabajo/hombre. Está implicado también que vamos a tener una población sobre-excitada (como pasa con las ratas cuando hay sobrepoblación, con la diferencia de que nosotros no tenemos “reyes de ratas”. Véase al final para la aclaración de este punto), por lo cual habrá más violencia, más excitación, más neurosis colectiva. Eso y mucho más es lo que significa el que una ciudad como el Distrito Federal se esté colapsando. Ahora bien, lo que yo quiero señalar es que hay culpables, porque este colapso fue causado, es decir, es el efecto de decisiones tomadas en el pasado reciente y no tan reciente y en el presente. Pero ¿quiénes tomaron dichas decisiones, cuáles habrían podido ser éstas y sobre qué bases se habrían tomado decisiones que era evidente que iban a tener los efectos que ahora estamos padeciendo? No tenemos que estrujarnos los sesos para responder a estas y a otras preguntas como estas. Demos algunos ejemplos. 
Ejemplo paradigmático de conducta criminal en contra del Distrito Federal nos lo proporciona el nunca suficientemente denostado Vicente Fox. Todos recordarán, estoy seguro, de que con tal de estrangular políticamente (no tengo dudas respecto a sus potenciales intenciones si se hubiera tratado de un estrangulamiento físico) a su rival, el por entonces gobernador del Distrito Federal, el Lic. Andrés Manuel López Obrador, Fox le redujo en más de 5,000 millones de pesos el presupuesto al Gobierno del D.F., una importante suma de dinero destinada para programas educativos (becas y demás) en la capital de la República. Se quedaron sin el apoyo esperado millones de niños y adolescentes y ello sólo para satisfacer los bajos instintos politiqueros de un ranchero criollo venido a presidente gracias a la desesperación de un pueblo que sólo buscaba salir del pantano de 70 años priismo. Ahí tenemos un claro ejemplo de decisión en la que los intereses populares son relegados para satisfacer ambiciones personales y sobre todo, en ese caso particular, para acallar miedos por lo que habría podido suceder si el Lic. López Obrador hubiera llegado a la Presidencia. Pero hay otros ejemplos como ese y más relevantes para nuestro tema. En estos días se despidieron de la SCJN un par de magistrados. Todo era sonrisa, despido casi con lágrimas, un cuadro conmovedor. Qué emoción! Sí, pero sobre esos dos magistrados, en tanto que miembros de la institución a la que pertenecían, recae también la responsabilidad de haber permitido el brutal reingreso al parque vehicular de decenas de miles de autos chatarra que ahora inundan las calles de la ciudad. En la SCJN se llegó a la muy sabia decisión de que impedir que se usen todos los días autos chatarra era violar un derecho humano! Desde su muy refinada perspectiva, lo único que se requería era simplemente que los autos pasaran los tests que a su vez el muy honorable Gobierno del Distrito Federal tiene ya listos. Claro! Cómo si México no fuera el segundo país más corrupto del mundo y como si aquí los chanchullos y las trampas en los verificentros no fueran el pan nuestro de cada día. Ese, hay que señalarlo, es un rasgo típico de países que, como México, combinan subdesarrollo con corrupción: se toman medidas, se elaboran decretos, de promulgan leyes todo ello, por así decirlo, in vitro, en abstracto, sin tomar en cuenta la realidad social. De manera que esa emotiva despedida en la Corte de dos grandes colegas que por fin le ceden su lugar a otros dos que llegarán para percibir los sueldos oficiales más elevados de este país exigiría una investigación de cómo y por qué se tomó una decisión tan obviamente nefasta y que era más que evidente que acarrearía consecuencias desastrosas para la ciudad. Se nos olvida, sin embargo, que este es el país de esos antropoides que actúan y hablan imbuidos de la idea de que sus acciones no tienen consecuencias (efectos), que la constatación de efectos (el desastre ecológico y humano de la Ciudad de México) no lleva a la detección y al examen de sus causas y que si se descubren las causas de todos modos ello no tiene ninguna consecuencia práctica. Los señores magistrados (como los gobernadores, los diputados, etc., etc.) pueden estar tranquilos. En este país no hay cuentas que rendir.
Un último ejemplo, el cual me parece en algún sentido el más bestial de todos, por lo burdo que es. Me refiero a esa obra de arte de estupidez y maldad, ese monumento a la imbecilidad que se llama ‘Reglamento de Tránsito de la Ciudad de México’. Se necesita no sólo ser irracional, en el sentido explicado más arriba, sino profundamente anti-social para pretender implantar algo así. Quienes lo prepararon son declaradamente torpes, puesto que los efectos negativos de dicho reglamento los afectará a ellos y a sus hijos por igual. Pero dejando de lado esta faceta del asunto, preguntémonos: ¿se necesitaba ser un vidente para entender que lo único que no hay que hacer en esta ciudad es pretender reducir al máximo la velocidad, que ya en promedio es de alrededor de 20 kms por hora?¿Se tenía que ser un sabio o un premio Nobel para entender que con las restricciones que se implementaron (y que ya venían del reglamento anterior) lo único que iban a lograr era convertir la ciudad en un inmenso estacionamiento? Ah!, pero que no se nos olvide que los políticos mexicanos “piensan” que sus decisiones no tienen efectos, que las causas de los desastres no son rastreables y que si son rastreables no son punibles.
Parecería que una maldición le cayó a este pobre país, la cual consiste en ser gobernado por gente totalmente incapaz de tener objetivos impersonales, de sustraerse a la maquinaria de la corrupción, de entender la actividad política como algo más que la profesión cuya práctica tiene como meta el enriquecimiento y, por si fuera poco, en ser gobernado por gente incapaz de pensar en concordancia con principios básicos de racionalidad. Nos estamos literalmente ahogando en la ciudad y los ambiciosos de siempre están metidos en la lucha por los “candidaturas independientes” (ahí está, por ejemplo, el Sr. J. Castañeda, haciendo proselitismo por su causa – que alguno de estos días vamos a analizar con detenimiento – lo cual es comprensible puesto que, como todos sabemos, él gozaría del apoyo de diversos grupos más o menos bien identificados en caso de que se modificara la ley y pudiera postularse como candidato independiente para la Presidencia de la República. Líbranos Dios de todo mal!). O sea, aquí los políticos están en la rebatinga, en afanes desenfrenados y descarados por puestos, por honores y demás mientras la ciudad se está derrumbando. No queda más que aplaudirles: aunque no piensen en términos de causas y efectos, nosotros sí podemos constatar que de hecho sus acciones tuvieron y siguen teniendo resultados notables, aunque sea negativamente. Pueden estar orgullosos de sí mismos: lograron lo que ni los españoles hicieron con Tenochtitlán. Felicidades, políticos mexicanos!

* Un “rey de ratas” es un grupo de entre 8 y 15  ratas atadas por la cola por las mismas ratas a fin de evitar que se reproduzcan. Con el tiempo quedan pegadas. La comunidad les garantiza su alimentación, pero impide que se multipliquen. La formación de “reyes de ratas” es , pues, un mecanismo de control natal por parte de las ratas cuando ya la sobrepoblación las excede. Recomiendo la lectura del libro Nuestras hermanas, las ratas, de Michel Dansel.

La Tragedia Argentina

Contra todo lo que la razón objetiva indicaba, una mayoría de votantes inclinó el domingo pasado la balanza de manera que quedó elegido como el nuevo presidente de la República Argentina quien, desde el punto de vista de los intereses políticos, sin duda alguna es el enemigo natural del pueblo argentino, esto es, el Ing. Mauricio Macri. Ganó por dos puntos, dejando de paso en claro que ahora más que nunca es la de Argentina una población escindida. Tanto por las consecuencias que dicho resultado tendrá para la propia Argentina como para América Latina en su conjunto, el tema ciertamente amerita algunas reflexiones.
Después de las cataratas de palabras que ya se soltaron sobre el tema ¿qué podemos decir nosotros, desde México y ahora que ya se consumó la tragedia, sobre tan sorprendente resultado? Por lo pronto yo apuntaría a dos factores importantes, uno tan conocido que parece una trivialidad y otro con el que muy probablemente nadie estará de acuerdo, pero que a mí me parece obvio. El primero tiene que ver con verdades aprendidas desde los tiempos de Joseph Goebbels. Como todos sabemos, en Argentina se desató una campaña de desprestigio del gobierno argentino que casi no tiene paralelo en América Latina (el golpeteo cotidiano a Andrés Manuel López Obrador por parte de toda clase de (quinta) columnistas, periodiqueros, locutorcillos y demás es apenas una pálida sombra de lo que fue la campaña del grupo Clarín en contra del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner). Lo que el triunfo macrista una vez más dejó en claro entonces es el hecho de que a las masas, por más que sean de un nivel cultural relativamente alto, se les puede engatusar, hipnotizar, manipular, inducir al grado de hacer que elijan a quien objetivamente no les conviene, que opten por su peor opción. Este punto, sin embargo, es muy general y tiene que anclarse en algo. Este algo fue la presidenta de Argentina. O sea, a quien se convirtió en objeto de escarnio, de burla cruel, a quien se ridiculizó por ejemplo en televisión a un grado que sería simplemente impensable hacerlo, por ejemplo, en México, fue a Cristina Fernández. Lo que a mi modo de ver se sigue de esto es que, dejando de lado desde luego, primero, a los sectores que por razones objetivas de intereses de clase apoyaron a Macri y, segundo, a los grupos que por arreglos políticos negociaron su voto, el de todos aquellos pequeños empleados, tenderos, oficinistas, taxistas, maestros y demás gracias a los cuales la derecha más reaccionaria de América Latina triunfó, fue un voto no razonado sino realmente emocional y por ende irracional. La gente menuda que le dio su voto a Macri no votó por Macri, sino que votó contra Cristina y no votó contra Cristina por razones de orden político, sino porque fueron hábilmente manipulados por la incontenible estrategia de estupidización política efectuada por los medios de comunicación argentinos. Lo que se logró fue catalizar todo el descontento que de manera natural genera y seguirá generando el sistema capitalista sobre una persona a la que se convirtió en el fácil ennemi à abattre. Esto, creo, no es muy difícil de hacer ver. Todo esto nos recuerda también que las masas son en general ingratas y ese es otro factor que también hay que aprender a tomar en cuenta.
El gobierno de Cristina Fernández dejó una Argentina recuperada después de los cataclismos económicos, financieros y políticos sufridos en Argentina a finales del siglo pasado y principios de éste. Argentina tiene aquí y ahora un 6 % de desempleo, un peso que se defiende dignamente en contra de los ataques foráneos (como quedó demostrado, el 90 % de las transacciones oficiales se hace con el peso oficial, no con el peso del mercado negro), un sistema financiero con una morosidad del 2 %, empresas nacionales funcionando y sentando las bases para una nueva riqueza nacional, en pocas palabras, le deja al gobierno de Macri la mesa puesta. El ciudadano argentino no es un ciudadano endeudado, no hubo burbujas inflacionarias ni desastres de bienes raíces como sucedió en España o en Estados Unidos. ¿De qué entonces se queja la gente que tiene un trabajo y un ingreso asegurados, una situación relativamente estable, posibilidades de moverse dentro del país y de viajar, a pesar de que la compra de divisas no era un asunto fácil en un país con un control de cambios? De las cosas más inverosímiles. A mí un taxista me platicó que estaba indignado porque para dar a luz su hija había tenido que ir a un hospital que estaba a cien cuadras de donde vivía, esto es, unos 11 kilómetros. En lo único en lo que este buen hombre no reparaba es en el hecho de que su hija tenía garantizada la cama de un hospital y los servicios médicos que ello entraña. Si el pobre cree que con Macri eso va a cambiar, me temo que se llevará un chasco enorme, sólo que el mal ya se habrá hecho. Una mujer en una tienda en donde se entabló una plática aseguraba que en la Casa Rosada (los Pinos de Argentina) “se habían robado todo”, pero cuando uno le preguntaba qué significaba ‘todo’, entonces no podía decir nada. Anécdotas como estas se pueden recopilar por miles, pero lo importante es lo que encontramos en su núcleo. ¿Qué es eso? Que en realidad hubo dos campañas que se sobrepusieron una a la otra, como los aviones espía que vuelan por encima de otro, siguiendo exactamente la misma ruta y de esa manera pueden escapar a los radares. La campaña política real fue silenciosa y por encima de ella se desarrolló, en torno a la presidenta, la estridente campaña política de distracción. Hubo en todo esto elementos de excitación machista y hembrista exacerbados y muy bien aprovechados por los adversarios del kirchnerismo y, por ende, del peronismo en general. Ahora bien, en la medida en que toda la campaña del “cambio” fue una terrible engañifa, una auténtica estafa, las consecuencias para los engañados serán desastrosas. Si quienes votaron contra Cristina y a favor de Macri piensan que con el triunfo de este último el problema del narcotráfico va a desaparecer (como si el problema lo hubiera creado el gobierno kirchnerista) se van a llevar muy pronto una desagradable sorpresa. Pero hay más: junto con su decepción vendrán su frustración y su enojo cuando sientan en carne propia su derrota de clase: la pérdida de garantías, subvenciones, apoyos, becas, etc. Eso se va a acabar y pronto. Estarán entonces en posición de comprender que les dieron gato por liebre, sólo que será ya demasiado tarde.
La campaña electoral de Macri, por lo tanto, se fundó en una ilusión semántica. Se usó ad nauseam de la palabra ‘cambio’, pero es evidente que ésta tenía al menos dos significados claramente distintos. Para los grupos políticos y de negocios asociados con Macri y que se verán beneficiados por el triunfo de su candidato ‘cambio’ significa ante todo algo como ‘modificaciones estructurales en el manejo de la economía’. Sean las que sean, estas modificaciones toman su tiempo y ellos lo saben. En cambio, para el pequeño votante desinformado, ‘cambio’ significa algo como ‘modificación palpable en el entorno y en los contextos de vida cotidiana’. Cambios así, para ser tenidos por reales, tienen que ser inmediatos. Esto, desafortunadamente, es precisamente lo que no va a haber, porque no son esos los cambios que los promotores del “cambio” tenían en mente. Podemos ir más lejos y aventurar la idea de que precisamente los cambios en el primer sentido de la palabra se contraponen a los cambios en el segundo sentido. Ahí está la tragedia del pueblo argentino.
Permitiéndonos toda la vaguedad posible: ¿qué le espera a Argentina en los próximos tiempos? El cambio de modelo estatal significa la sumisión del país a los cánones de la política mundial regida por las grandes instituciones financieras y comerciales del mundo. Significa, por lo pronto y de entrada, el endeudamiento del país, algo de lo que penosamente la presidenta y su gabinete lograron sacarlo. Ello significa la infusión de millones de dólares bajo la forma de créditos que muy rápidamente se vuelven impagables. Significa también la apertura de las fronteras comerciales y la entrada en masa de multitud de mercancías y baratijas con las cuales el comercio argentino establecido no estará en posición de competir. Los argentinos podrán comprarse un suéter a la mitad de precio, de la misma o de mejor calidad, sólo que hecho en China, fenómenos que llevado a nivel masivo significará la quiebra de multitud de pequeñas empresas productoras. Me pregunto si también se les abrirán las puertas a los países productores de vino, con lo cual uno de los ramos más protegidos de la economía argentina quedaría si no aniquilado sí diezmado, puesto que dicho sector sencillamente no podría competir exitosamente con los vinos franceses, chilenos, italianos, españoles, australianos, sudafricanos y demás con que el mercado se vería súbitamente inundado. Eso, sin embargo, es lo que la lógica indica que habría que hacer. Si tomamos en cuenta lo que de hecho Macri dijo a lo largo de los años mientras fue Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires lo que se viene son recortes a las universidades públicas, restricciones en cuanto a derechos como el de aborto, un incremento alarmante en el desempleo, en fin, la aplicación de todas las recetas del Fondo Monetario Internacional. Ya estoy viendo a la detestable Christine Lagarde en una conferencia de prensa afirmando, con Macri al lado, que por fin “Argentina se atrevió a soñar”. Pero si el panorama interno de Argentina con el nuevo gobierno se ve lúgubre, el panorama externo se ve tétrico. Veamos por qué.
Durante el lastimoso espectáculo que fue la comparecencia de Macri en el debate con su contrincante Daniel Scioli una semana antes del “ballotage” (votación en segunda vuelta), la única afirmación clara que el primero hizo tuvo que ver con la política exterior argentina. Macri señaló dos cosas: primero, que rompería el pacto firmado con el gobierno de Irán en relación con la investigación concerniente al atentado a la AMIA y, segundo, que se distanciaría de inmediato del gobierno bolivariano de Nicolás Maduro. Esto significa no sólo el rompimiento de alianzas que habían resultado ser benéficas para todos, sino la creación de nuevas alianzas en el contexto latinoamericano. Pero ¿quiénes son los dirigentes latinoamericanos con quienes Macri podría sellar alianzas? Desde luego, gente como Enrique Peña Nieto, quien antes que los argentinos ya puso a prueba en México el modelo compartido (con los resultados que todos conocemos en términos de pobreza, inseguridad, estabilidad social, educación, etc.), pero sobre todo gente como el ex-presidente colombiano Álvaro Uribe, el sedicioso Capriles de Venezuela y más en general lo más selecto de la derecha latinoamericana más reaccionaria y violenta. El gobierno de Macri, por lo tanto, es un gobierno entregado a los Estados Unidos desde antes de ser concebido. El triunfo de Macri, por lo tanto, no significa otra cosa que la desarticulación de la unidad política latinoamericana y el triunfo de las oligarquías de América Latina. Ignoro por qué la población argentina en su conjunto podría regocijarse de semejante situación.
Yo creo que es menester aprender de la derrota del kirchnerismo en Argentina y lo primero que habría que señalar es que es un error táctico fatal de los gobiernos progresistas no jugar con las mismas reglas que sus adversarios políticos. Eso es precisamente lo que éstos temen: que les apliquen las reglas de conducta política que ellos les aplican a otros. Es por eso que odian a Maduro, porque éste es un dirigente coherente que hace lo mismo que los Capriles y los López: usa los recursos con los que cuenta para luchar con sus enemigos. Lo peor que se puede hacer es hacerle al párvulo y al inocente cuando se está lidiando con tiburones monitoreados desde los grandes centros de poder del mundo occidental. Eso fue lo que Cristina no hizo: ella y sus seguidores pensaron que los hechos hablarían por sí mismos y en ello se equivocaron totalmente. En ese sentido, el kirchnerismo (por lo menos el de Cristina) siempre estuvo lejos de ser una revolución. Sin embargo, representaba una posición emancipadora y progresista que practicaba políticas asistencialistas y que operaba mediante una sana óptica nacionalista. Todo ello era bueno para su país sin que constituyera un cambio de paradigma en los diversos sectores de la vida social. Fue un régimen un poco más justo en un sistema que vive de asimetrías, injusticias, desniveles e incompatibilidades. La fácil y superficial retórica macrista del “todos juntos” (obreros y banqueros. Ja!) logró poner al frente del país a los representantes argentinos del orden corporativista y anti-nacionalista mundial. Definitivamente, nuevos vientos soplan en el Cono Sur. Aunque la lucha política interna sin duda seguirá, que la oposición irá poco a poco intensificándose, que el descontento se irá manifestando cada vez más sonoramente, de todos modos el poder ya pasó de manos y eso es lo que cuenta. Es de temerse que al igual que en los Estados Unidos y en Francia, los países democráticos de vanguardia que tanto admira Macri, también en Argentina se irán afinando los servicios internos de inteligencia, el espionaje telefónico y cibernético, el control policíaco. Todo viene en, por así decirlo, combos. Que no nos salgan después con un “Ché, pero imposible adivinarlo, viste?”.

Una Infamia Más

Por lo que se ve, los países occidentales ya encontraron la fórmula perfecta: cada vez que quieren iniciar o profundizar una agresión en contra de un pueblo o de un país que no se somete a sus designios confeccionan un auto-atentado. Acto seguido, corresponde a los medios de comunicación, sobre todo periódicos y televisión, todos ellos desde luego al servicio de la causa, presentar los hechos tal como los expertos en instigación, agitación, provocación y demás lo tienen estudiado y preparado y el asunto queda así internamente arreglado: la potencia en cuestión ya quedó plenamente justificada frente a su población para la siguiente fase, que es la de la intervención armada en alguna zona del planeta y para los horrores que preparan. El esquema original lo proporcionaron, como todo mundo sabe, los Estados Unidos, con su auto-golpe de septiembre de 2001 o ¿habrá todavía por allí algún incauto que realmente esté convencido de que 22 beduinos pasaron todos los filtros de seguridad de la primera potencia del mundo, se subieron a aviones modernos de cuyo funcionamiento no habrían podido tener ni idea y los estrellaron contra los bien conocidos blancos como quien se entretiene batiendo huevos para un pastel? Yo, la verdad, no lo creo, es decir, sé que hay quienes repiten el texto original, pero sinceramente no pienso que en su fuero interno ellos mismos lo crean. Después de esa obra de arte de estrategia policiaco-militar en contra de su propia población vino, como todos recordarán, el famoso episodio parisino de “Charly Hebdo”. Por lo que se ve, éste resultó tan exitoso que se decidieron a un segundo “coup de théatre”. En este caso, la situación es tan obvia que hasta vergüenza da describirla. En todo caso, lo único que por ninguna razón nosotros deberíamos perder de vista es el principio, que yo calificaría hasta de “tautológico”, de que no es porque alguien grita ‘Sólo hay un Dios, Alá, y Mahoma es su profeta’ que ya nos las habemos con una genuina acción de militantes árabes, en esta caso sirios! Con el mismo derecho podríamos pensar que porque un borracho entra a una cantina y tirotea a medio mundo gritando ‘Viva Buffalo Bill’ que se trata de una agresión texana!
Es evidente que el crimen de París (porque obviamente se trata de un crimen y yo diría, de un imperdonable crimen de estado) no se entiende si no se comprende la situación en la que ahora el gobierno francés quiere inmiscuirse. Todo el problema tiene que ver con el Medio Oriente y con el desastre provocado por algunas camarillas políticas internacionales. Para todos los que nos informamos y que no estamos vinculados con el problema es claro que el así llamado ‘Estado Islámico’ no es ni un estado ni representa a la población islámica en su conjunto. Se trata, como todos saben, de un grupo de mercenarios reclutados, entrenados y armados por Arabia Saudita, Israel, Turquía y los Estados Unidos, básicamente, y cuyo principal objetivo era derrocar al legítimo gobierno de Siria. Y estuvieron a punto de hacerlo, pero intervino Rusia y el plan se frustró. Ahora bien, la destrucción de Siria es un eslabón fundamental en los planes de expansión israelí, pero si por una parte Irán (el enemigo supremo, el objetivo de destrucción último) ganó con diplomacia (y la ayuda de Rusia y China) y logró firmar un acuerdo de paz (a costa de su desarrollo atómico, desde luego) con los Estados Unidos bloqueando con ello la confrontación y, por la otra, Siria no cae, entonces todo el plan de la “primavera árabe”, el derrocamiento y asesinato de Khadafi, la eterna guerra en Irak y Afganistán, pierden su sentido. Siria tiene que caer y para eso está el “ejército islámico”. Éste no es más que un instrumento y por lo tanto puede ser usado tanto para invadir un país como para ser bombardeado y disuelto en el momento en que sus amos lo decidan. El evento de París, por lo tanto, significa la entrada de Francia en guerra con una entidad inapresable sólo que ya en territorio sirio. ¿Cuál es el objetivo de ello? Aquí es donde vemos el carácter siniestro de toda la operación que se inicia en París. A mí me parece que a lo que en última instancia el gobierno francés realmente se prestó es a hacer la faena que los norteamericanos no habían querido hacer, esto es, enfrentar a la aviación rusa. Esto último no se puede hacer porque significa pura y llanamente el enfrentamiento entre potencias, esto es, la guerra total. Los rusos han estado destruyendo con mucho éxito a las “fuerzas opositoras” al gobierno sirio y eso es algo que hay que obstaculizar, detener, bloquear sin que para ello las dos superpotencias tengan que enfrentarse. Ahora los aviones franceses podrán también invadir el espacio aéreo sirio, complicando las operaciones rusas y prestando ayuda a los mercenarios invasores. Para lo que la masacre de gente inocente en París sirvió, por lo tanto, fue para permitir (“justificar”) la entrada en el escenario de guerra del Medio Oriente (África no les bastó) a la aviación de un gobierno de la OTAN completamente gobernado, por si fuera poco, por el CRIF. Por consiguiente, lo que Hollande y su ministro Vals hicieron fue sacrificar a ciudadanos franceses inocentes (en esta ocasión no hubo judíos involucrados los cuales, es de pensarse, habrían sido los blancos preferidos de fanáticos musulmanes) para llevar hasta sus últimas consecuencias un plan, diseñado hace una década, de destrucción de todo estado genuino en el Medio Oriente y de conformación de pequeños estados “religioso”-militares peleando entre sí y que no representarían ya ningún obstáculo para el crecimiento de Israel, un crecimiento que por razones más bien obvias está empezando a volverse urgente.
Naturalmente, una operación tan anti-nacional como la de París tiene que estar cuidadosamente preparada y es crucial sobre todo no permitir hablar a los supuestos culpables, como pasó con el episodio del periódico francés. La versión oficial por ahora es que la operación se gestó en Bélgica y en Siria. ¿Cómo habrán hecho los militantes para pasar de un país a otro, disponer de armas como las que usaron, detonar bombas cerca de donde se encontraba el presidente francés?¿Cómo obtuvieron la información clasificada concerniente a los movimientos del presidente de Francia? Este último, es imposible no pensarlo, es un auténtico payaso (véanse, por ejemplo, en internet los videos concernientes a sus actos ridículos (tropezones, faldones de camisa, cierres del pantalón abiertos, movimientos super torpes, etc., etc.). Son increíblemente grotescos!)) que además comete errores hasta en operaciones tan delicadas como esta: ¿cómo pudo él haber sabido quiénes eran los perpetradores a media hora de que tuvieron lugar los sucesos? ¿Cómo pudo él de inmediato haber declarado ante todo mundo que ellos ya sabían quiénes eran quienes habían cometido los actos criminales en el teatro, en el restaurant y cerca del estadio? ¿Le llevó a él 10 minutos enterarse de lo que normalmente lleva días, semanas y hasta meses de investigación? Yo pienso que François Hollande se vendió y vendió a su país. De lo que no podrá zafarse tan fácilmente será de la investigación que tarde o temprano se iniciará, porque realmente no creo que, más allá de La Marsellesa cantada una y otra vez, de que multitud de artistas pasen a la televisión a cantar “La vie en rose”, etc., etc., los periodistas serios, los historiadores, los politólogos franceses acepten a pie juntillas lo que un gobierno mentiroso les diga. La explicación va a salir a luz, por una razón: Francia no es como los Estados Unidos. De aquí a 6 meses hablamos.
Me parece importante señalar lo siguiente: el plan puede estar bien orquestado, las reacciones de la gente bien calculadas, las futuras operaciones bien pensadas, pero hay un factor que no van a poder nunca manejar como manejan todas las demás variables de una operación de las magnitudes de la parisina, a saber, la reacción de Rusia y, probablemente, la de China. Lo realmente tenebroso del asunto de París es que pone de manifiesto la voluntad occidental de enfrentar militarmente a Rusia. Es obvio que hay quienes piensan que la tríada ”Estados Unidos-Israel-Francia” puede intimidar y dislocar la política diseñada por Putin de apoyo a su aliado. Me temo que esa política occidental está destinada al fracaso. El verdadero problema que aflora de un examen superficial de la desalmada matanza de gente que se divertía sin molestar a nadie ocurrida en París es que la política de los Estados Unidos parece haber llegado a una encrucijada última, definitiva: o Rusia se somete, lo cual tendrá que ser “por las malas” o se acabó definitivamente la preeminencia militar norteamericana en el mundo. Lo realmente alarmante es precisamente la constatación, a través de sucesos como el de París, que si no están insertos en un contexto más amplio simplemente no tienen sentido, de que la clique política norteamericana que maneja a su antojo el destino de los Estados Unidos (y por ende, del mundo) parece estar diabólicamente decidida a optar por la masacre no ya de cientos de personas sino de miles de millones de seres humanos para seguir manteniendo su hegemonía y satisfaciendo sus caprichos, materiales u otros. La concentración de armamento en Ucrania, a lo largo de la frontera de Rusia, las descaradas provocaciones a China, etc., parecen indicar que hay individuos y grupos en el mundo que prefieren la destrucción del planeta a la renuncia a sus delirantes sueños de poder y dominio. Lo que pasó en París hace unos días no es más que una pálida muestra de lo que están dispuestos a hacer por lograr sus objetivos. El asunto de fondo es mucho más importante que el pretexto de lo sucedido en París, configurado para justificar ulteriores decisiones políticas y militares trascendentales.
Si nos volvemos a ubicar en el nivel de lo sucedido y dejamos de lado su articulación política, hay mucho que decir. Desde luego, es evidente, ça va de soi, es obvio, en fin, no sabría qué más decir para expresar toda la indignación que nos embarga ante el espectáculo del asesinato de gente inocente, gente que tenía sus planes de vida, sus proyectos, sus familiares, etc., y que por ambiciones de terceros quedaron segados, cercenados, destruidos. Pero ¿no es eso precisamente lo que vienen sistemáticamente padeciendo las poblaciones de Palestina, de Irak, de Libia, de Siria? O ¿acaso los llantos de las madres árabes no valen lo mismo que los lamentos de las progenitoras occidentales? ¿No es lo que pasó en París lo que los occidentales han hechos, dan ganas de decir ‘desde tiempos inmemoriales’, en otros continentes? Hay un libro sagrado, lleno de sabiduría, al que yo apelaría hoy para situarnos emocionalmente. Se nos dice que “El que a hierro mata, a hierro muere”. Ojalá todos esos criminales “policy makers” que hoy manejan el mundo lo tuvieran grabado en sus irresponsables mentes.

Pensamientos Lúgubres

A Doña Aurelia Bassols Batalla

In Memoriam

Como sin duda alguna el amable lector de estas páginas sabe, la redacción de un artículo exige que se cumplan algunas condiciones. Por lo pronto, puedo mencionar dos: primero, se tiene que recabar información, dado que tiene que haber algún material objetivo sobre el cual trabajar y, segundo, se requiere que quien procesa la información tenga algo que decir al respecto, independientemente de cuán convincente sea su punto de vista. La primera condición, por otra parte, se cumple leyendo periódicos, visitando páginas de internet de orientación política variada (yo, por ejemplo, leo sistemáticamente el New York Times, el Jerusalem Post y presstv.ir, el portal iraní, el cual siempre proporciona información interesante y útil) para poder conformarse un punto de vista mínimamente equilibrado. A mí, debo decirlo, no me interesa formar parte de ningún club de fanáticos. El ideal que persigo es más bien el de la imparcialidad, aunque obviamente ser imparcial no quiere decir que no se pueda criticar nada. Lo que es importante es que la crítica sea lo más impersonal posible, lo más objetiva y balanceada que se pueda. Y es desde esta primera etapa que empiezan a plantearse problemas, porque el material que encontramos en los mass media es básicamente el mismo siempre. Y no me refiero nada más a las presentaciones tendenciosas a las que nos tienen acostumbrados, sino al hecho más general de que las noticias que todos los días nos regalan son básicamente las mismas: nos enteramos a diario de bombardeos, de asesinatos, de masacres, de violaciones, de estafas, etc., etc., de manera que termina uno por preguntarse si vale la pena seguir haciendo ejercicios de reflexión sobre lo que no es sino más de lo mismo todos los días. Es muy difícil al cabo del tiempo que no le vengan a uno pensamientos pesimistas y que nuestra perspectiva personal no se vaya tornando cada vez menos alegre, cada vez más lúgubre. Poco a poco, en efecto, vamos cayendo en la cuenta de que los humanos sencillamente no saben vivir, es decir, no saben aprovechar debidamente el maravilloso don de la vida. Inevitablemente se nos impone la idea de que para la inmensa mayoría de nuestros congéneres la vida que vale la pena vivir es la que está puesta al servicio de las pasiones más bajas, de los intereses más vergonzosos, de los ideales más odiosos. Lo que todos los días los periódicos anuncian es precisamente que es eso lo que los humanos han mostrado que saben hacer. Estamos aquí frente a una especie de paradoja: los humanos generan vida, pero muy activa y efectivamente promueven la muerte. Como dije, para millones de personas aprovechar la vida no significa otra cosa que arruinar la de otros seres humanos y mientras más exitosos sean en ello más realizados se sienten y más felices son. Aquí, como se nos enseñó hace dos mil años, no queda más que el perdón incondicional, puesto que es obvio que no saben lo que hacen.
Por lo menos desde la obra de Karl Marx, los humanos nos hemos visto en una cierta encrucijada, esto es, se nos plantea el dilema de ver la vida humana o como el resultado del desarrollo ineluctable de las fuerzas productivas o como el resultado de la acción voluntaria, tanto individual como colectiva. A mi modo de ver, ambas perspectivas son esenciales para la comprensión del desarrollo social e histórico. Por un lado, es obvio que las personas actúan siempre en el contexto en el que les tocó vivir, algo que no pueden ni evitar ni modificar, pero una vez ubicados en un contexto social determinado las personas actúan libremente e influyen de diverso en la vida colectiva. Ciertamente, los seres humanos son libres, pero su libertad se ejerce en contextos que ellos no eligen. Así, por ejemplo, nosotros en el mundo occidental somos libres para hacer con nuestras respectivas individualidades lo que queramos (podamos o sepamos), pero hay estructuras que no vamos a poder alterar. Por ejemplo, es obvio que vivimos en sociedades orientadas hacia el consumo, hacia la satisfacción permanente de necesidades y hacia la creación constante de nuevas necesidades y de nuevos satisfactores. El éxito se mide (en gran medida al menos) en función de los grados o niveles de consumo: dicho de manera brutal, la opinión generalizada parece ser la de que fue más feliz el individuo que comió más chocolates que el sujeto que consumió moderadamente ese producto y, obviamente, lo que pasa con el chocolate pasa con cualquier otra “mercancía” (sexo, autos, viajes, ropa, tequila, carne y así ad infinitum). Desde niños se nos enseña a consumir cada vez más, a buscar más bienes, más ganancias, más beneficios, más placer, más de todo. En la perspectiva occidental para eso se vive. Todo eso suena excelente sólo que hay un problema: si bien el mundo social lo crearon los humanos, el mundo en cuanto tal no es su creación. Casi dan ganas de decir, de gritar que más bien el mundo padece su existencia. Hay cosas, por lo tanto, que ni el hombre más poderoso del mundo puede hacer. Por ejemplo, por muy exitoso y longevo que sea un autócrata o un criminal político afortunado, lo más probable es que no rebase los 90 años. En teoría le concedemos los 100, pero difícilmente más. Así, aunque haya sido un vencedor inmisericorde durante toda su vida de todos modos también a él le llegará su momento supremo, un momento en el que quizá se pregunte si todo su éxito valió la pena, si no desperdició su vida, si no en el fondo nada más vivió para hacer el mal y que no es imposible que haya una relación proporcional entre lo exitoso de su vida y la maldad de su existencia: mientras más exitoso, mientras más consumidor fue, más mala fue su vida; mientras más enemigos tuvo y aniquiló, peor vivió. Ahora bien, esto que afirmo me permite llegar al punto que realmente quiero establecer y que es simplemente el siguiente: nuestra cultura nos lleva por la senda del consumo y el éxito, nos hace ver lo valioso y lo bueno de todo lo que podemos tener, de cuán triunfante se puede sentir alguien que está en posición de derrochar lo que otros produjeron, pero no nos enseña que hay límites que ni el más poderoso de los hombres puede alterar. En otras palabras, lo que la cultura contemporánea, cultura de consumo, competitividad, guerra y destrucción no enseña es a bien morir. Aunque intuitivamente todo mundo sabe que tiene que morir, de hecho la gente vive sin ver o sin tener presente el dato importante de que su vida tiene límites y que por consiguiente debería tratar de vivirla bien, porque no tendrá una segunda oportunidad. De ahí que en general el tema de la muerte queda oculto tras los fuegos artificiales de la vida socialmente exitosa. El dato está, pero como si no estuviera y ello es un error. ¿Por qué? Porque obviamente no es lo mismo vivir con la mente fijada en el consumo que vivir con la mente fijada en la esencial finitud de nuestra existencia. Cada uno de estos dos modos de vida acarrea consigo sus propios valores y sus propios ideales. Sugiero entonces que no nos ajustemos a la tónica cultural prevaleciente y que reflexionemos, aunque sea un poquito, sobre el importante tema de la muerte.
Para empezar, habría que decir que nuestro tema es demasiado serio como para permitirnos decir banalidades o trivialidades al respecto. Es desde luego un tema plagado de inquietudes y de confusiones. Todos los seres que manejamos conceptos quisiéramos saber qué es morir, pero cuando empezamos a pensar sobre el tema nos percatamos de que si pensamos en lo que es morir tomando como modelo lo que es, e.g., ver, no vamos a llegar muy lejos: tiene sentido decir ‘ayer vi un partido de fútbol’, pero no tiene sentido decir ‘ayer me morí en mi casa’. ‘Ver’ es un verbo de experiencia, ‘morir’ no. No hay tal cosa como la experiencia de la muerte. Ya lo dijo, mejor que nadie, Wittgenstein en su Tractatus: “la muerte no es una experiencia. La muerte no se vive”. Para el hablante hablar de su muerte es aludir no un estado particular, sino a un límite. La muerte es para el sujeto el límite de sus experiencias. Obviamente, más allá del límite no hay nada.
Es interesante notar que, al igual que los verbos psicológicos, el verbo ‘morir’ está regido por una asimetría: en primera persona, como acabamos de ver, no se puede conjugar (nadie puede decir ‘estoy muerto’, hablando literalmente), pero en tercera persona sí. Ahora bien ¿qué es lo que se quiere decir cuando decimos de alguien que ‘está muerto(a)’? Empleamos la noción de muerte en relación con otras personas cuando queremos dar a entender que cesó toda interacción posible con ella. Con la persona fallecida ya no hay intercambios de ninguna índole, ni siquiera si uno se acerca y abraza el cadáver de un ser querido. La muerte anula toda reciprocidad. Podría objetarse que entonces estar muerto y estar inconsciente son lo mismo, pero eso sería un error. La diferencia radica en que si bien conductualmente el cadáver y el individuo inconsciente son similares, de todos modos no son idénticos. La persona que está en estado de coma de todos modos respira, le late el corazón y en principio puede volver a interactuar con los demás si recobra la conciencia. La persona fallecida, en cambio, ya está ubicada más allá de toda posibilidad de volver a interactuar con los demás, con el mundo. La muerte es la cancelación de toda posibilidad. Estar muerto es, pues, radicalmente diferente inclusive de quien está en un coma profundo. Metafóricamente podemos afirmar que estar muerto es haber sido expulsado del mundo, sólo que literalmente no hay nada más allá del mundo. Esto también lo recoge el Tractatus en donde Wittgenstein de la manera más contundente (y estremecedora) posible asevera que “Con la muerte el mundo no cambia, sino que termina”. No tiene el menor sentido hablar de una transformación operada por la muerte. No hay tal cosa.
El concepto de muerte es único, por cuanto su aplicación altera drásticamente el todo de nuestro aparato conceptual. Considérese el tiempo. Para los vivos, no es lo mismo haber pasado 10 años en China que no haberlos pasado, pero para un muerto da exactamente lo mismo estar muerto un día que estar muerto 100 años. No hay grados o niveles de defunción. El tiempo, por lo tanto, deja de correr para quien fallece. Con la muerte todo queda aniquilado, tanto el espacio como el tiempo, la conciencia y el inconsciente. Nosotros nos engañamos pensando que podemos imaginar nuestra muerte si tomamos como ejemplo la muerte del otro. Eso es engañarse, porque el concepto de muerte aplicado al otro es conductual, cosa que no puede ser en nuestro caso. En el caso de cada quien, el concepto de muerte es vivencial y sirve exclusivamente para indicar un límite. Sirve simplemente para recordarnos que no somos inmortales.
Hay conexiones interesantes por dilucidar entre los conceptos de saber y morir. ¿Sabemos en forma innata que tenemos que morir o eso es más bien algo que aprendemos en la experiencia? Lo primero no puede ser, por la sencilla razón de que el lenguaje no es innato. Por lo tanto, el que sepamos que nos tenemos que morir es algo que aprendemos en la vida. Como no hay tal cosa como la experiencia de la muerte, nosotros normalmente aprendemos a usar el concepto de muerte en circunstancias especiales, cuando la gente habla y se conduce de manera especial: llora, se lamenta, presenta todos los síntomas de lo que llamamos ‘tristeza’, etc. Morir, por lo tanto, queda asociado desde el inicio a la congoja, a la desesperación, a la angustia. El concepto de muerte queda por consiguiente en primera instancia vinculado a lo que hay que evitar, a lo malo, al mal. “Morir”, ya lo dijimos, no es un concepto de experiencia, pero sí es en cambio un concepto moral y, por razones en las que no puedo entrar aquí, es también un concepto religioso. Y este es el punto que me interesaba establecer.
Aparte de las connotaciones que ya hemos señalado, la idea de muerte acarrea consigo nociones como las de irreversibilidad, la de que es imposible modificar algo que se hizo, la de arrepentimiento y el deseo de pedir perdón. La vida orientada por la idea de que somos finitos no nos hace abandonar nuestros proyectos de vida, pero sí nos lleva a moldearlos de determinada manera. De manera natural, quien vive su vida pensando en su muerte (en que algún día dejará de tener experiencias) está mejor preparado para despojarse poco a poco de ambiciones mundanas inmediatas y estrechas, ama más la vida y aspira a dar más de sí; en otras palabras, la vida guiada por la idea de que no es eterna (sino que es más bien corta) es más susceptible de generar actitudes y conductas solidarias, de comprensión, de conmiseración que la vida guiada por los ideales (tan actuales!) de codicia, consumo y exclusión. No es por casualidad que la idea de muerte están siempre vinculados a lo que podríamos llamar la ‘conciencia moral de la humanidad’.
En resumen: la muerte es, vista en primera persona  (“mi muerte”), el límite último de mi existencia, un límite imposible para mí de fijar, en tanto que vista en tercera persona (“su muerte”) es la supresión total y definitiva de toda interacción con el otro. En la vida cotidiana, en condiciones de vida usual, la conciencia de lo primero sirve para darle un giro radical a nuestras vidas: para morir de cierto modo (tranquilo, etc.) se tiene que vivir de cierto modo. La clave de ese “cierto modo” es, para mí, el dar. Pienso que en realidad el ser humano no le teme a la muerte, puesto que no tenemos la experiencia de la muerte; lo que sí es razonable temer es el cómo va uno a morir (en el dolor, en un accidente, etc.), pero eso es un asunto meramente empírico. Por lo tanto, el dolor asociado con la muerte es siempre el dolor de la muerte del otro, del ser querido, la conciencia de su supresión, la imposibilidad de ya no volver a compartir nada con él o con ella. Ahí sí muerte y dolor van de la mano.

Mariguana: algunos pros y contras

En estos días, los sibilinos intérpretes oficiales de la Constitución, esto es, los miembros de la Suprema Corte de Justicia, parecen estar hundidos en un profundo océano de pensamiento y deliberación: tienen como misión  determinar si el “uso lúdico” de la cannabis es o no contrario a la Constitución, que es el marco normativo supremo del país. Dado que la palabra ‘mariguana’ no aparece en el texto constitucional, lo que se tiene que determinar es si el uso libre de la mariguana entra en conflicto o no con lo implicado por los artículos constitucionales. Podemos, por consiguiente, estar seguros de antemano de que el veredicto será controvertible. Es obvio que en ningún caso la interpretación por parte de los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación será la conclusión de una deducción formalmente válida: o faltarán premisas o se incluirán premisas que se contraponen a otras o bien se aplicarán de manera dudosa ciertas reglas de inferencia o se aplicarán reglas de inferencia cuestionables. De lo que podemos estar seguros es de que nadie quedará satisfecho con el veredicto. Por consiguiente, nosotros podemos razonar libremente, puesto que lo que podamos afirmar sobre el tema podría ser usado tanto por los partidarios del “uso lúdico” de la mariguana como por sus oponentes.
Desde mi perspectiva, el modo como se ha venido planteando el asunto es de entrada tendencioso y tramposo. Se habla a diestra y siniestra, por ejemplo, del ‘uso lúdico de la mariguana’, pero eso no pasa de ser una formulación ridícula, porque ¿qué se podría querer decir con eso? Intentemos aclarar la idea. Por lo pronto, un primer contraste que habría que señalar se daría entre ‘uso lúdico’ y ‘uso medicinal’ de la mariguana. Se supone que no son lo mismo. ‘Lúdico’ tiene que ver con “juego”. Por lo tanto, ‘uso lúdico de la mariguana’ quiere decir algo como ‘uso de la mariguana para entretenimiento o diversión o por mera búsqueda de placer por parte de la persona que la consuma’. En otras palabras, cuando alguien se ampara a fin de que se le permita hacer un “uso lúdico” de la mariguana lo que está pidiendo es pura y llanamente que no sea ilegal que use mariguana como y cuando a él o a ella se le antoje. Así, en lugar de ‘lúdico’ realmente lo que se quiere decir es ‘individual’: la controversia constitucional, por lo tanto, tiene que ver con la pretensión de volver legal el uso de la mariguana. Ese es el punto importante. ‘Lúdico’ aquí es perfectamente redundante. ‘Uso lúdico de la mariguana’, estrictamente hablando, quiere sencillamente decir ‘uso personal libre e irrestricto de la mariguana’. Lo que con ‘lúdico’ se hace es engañar a los hablantes. Podríamos con el mismo derecho hablar del ‘uso lúdico de la morfina’, ‘uso lúdico de las pistolas’ y así indefinidamente. Quien habla de “uso lúdico” o es semi-tarado o es deliberadamente tendencioso en su enfoque. No hay de otra. Por consiguiente, el problema se puede plantear de manera más cruda, simple y comprensible como sigue: ¿debe el Estado mexicano permitir la venta y el consumo individual de la mariguana en el territorio nacional? Todo lo que tenga que ver con “lúdico”, “fantasioso”, “imaginativo”, etc., etc., es simplemente una cortina de humo para no plantear la cuestión en forma clara y de manera escueta.
Como dije, el enfoque del tema en estos días de entrada es equivocado por la simple razón de que la Constitución, por my mexicana que sea, no es perfecta. De hecho, se le altera y parcha constantemente mediante “iniciativas” de diversa índole. De ahí que pudiera darse el caso de que los miembros de la SCJN ofrecieran un dictamen que fuera coherente con la Constitución y que, no obstante, fuera errado (nada de eso podría sorprendernos a estas alturas!), o a la inversa. Infiero que no se puede alcanzar la decisión correcta mediante un enfoque puramente formal, confrontando sistemas normativos. En relación con la permisibilidad o no permisibilidad de la mariguana se tienen que hacer consideraciones que van más allá de una mera discusión de congruencia o incongruencia lógica. O sea, en este caso se requieren datos y argumentos, información, aprovechar la experiencia de otros pueblos, etc. Pudiera inclusive darse el caso de que todas las consideraciones apuntaran decididamente en favor de la despenalización de la mariguana, pero que dicha despenalización entrara en conflicto con algún precepto constitucional. Según mi leal saber y entender, lo que entonces habría que hacer sería modificar la Constitución. Esa posibilidad es, hasta donde logro ver, perfectamente legítima.
Abandonemos entonces el terreno del derecho y examinemos el tema mismo. Éste es en verdad sumamente complejo, es decir, está vinculado a otros, entre los cuales destacan problema de salud, tanto individual como colectiva, y problemas de producción y comercialización. ¿Qué se puede decir al respecto?
Lo primero que se tendría que hacer sería ofrecer una evaluación de los daños que causa el consumo de la mariguana. Sus consumidores aseguran con vehemencia que la mariguana no sólo es menos dañina que el alcohol, el cual no está prohibido, sino que de hecho no es dañina. Dicho punto de vista es poco creíble y es más que debatible. Tan simple como esto: no parece plausible sostener que se puede introducir humo a los pulmones, ya sea por madera, por nicotina o por mariguana, y que el organismo no se vea seriamente afectado. La mariguana, por lo tanto, es todo lo que se quiera menos inocua. Lo que no es del todo claro es si a la larga el uso de la mariguana no tiene efectos negativos irreversibles no ya en el sistema respiratorio, sino en el sistema nervioso y en la vida psíquica de la persona. La mariguana ciertamente afecta el sistema nervioso (el funcionamiento normal del cerebro), puesto que sirve para “aplatanar”, “tranquilizar”, “calmar” a quien la consume, pero es altamente probable que quien se haya dado un duchazo de aplatanamiento todos los días durante periodos largos tenga un su sistema nervioso seriamente afectado. Dado que la determinación del daño exige mucho tiempo, hay todavía discusiones acerca de cuán dañino es su consumo, pero nadie en sus cabales negaría que la mariguana afecta tanto la salud física como la psíquica de la persona que recurre a ella. Por si fuera poco, la mariguana acarrea otros males.
Quizá el más obvio de los males causados por el consumo de la mariguana sea la adicción. Quien rebasa el pequeño resquicio reservado a los meramente curiosos, quien empieza a recurrir a la mariguana de manera sistemática posteriormente encuentra muy difícil salir de ella, tanto para sentirse eufórico como para salir momentáneamente de alguna depresión o de algo parecido. Y eso no es todo: sin duda alguna, la mariguana es la mejor vía para la entrada al mundo de los psico-trópicos en general. En la primera etapa de su uso, la mariguana es un juego, refuerza la solidaridad con el grupo de amigos, excita la sensibilidad, etc., sólo que también es la mejor vía para probar otros productos más fuertes que muy fácilmente pueden modificar de manera radical (y no para bien) la vida mental de las personas. Si ello es así, entonces no es factible negar que la mariguana acarrea consigo peligros que no pueden ser ignorados. Ahora bien, podríamos aceptar que así como la eutanasia es en ocasiones la “solución racional” para un problema de salud que no tiene solución (e.g., cáncer en etapa terminal ), el consumo de mariguana es también un asunto de decisión personal, el cual en todo caso afecta sólo a la persona que a ella recurre. El problema es que ello no es así. Un problema muy serio ocasionado por el consumo de mariguana es precisamente que quienes la usan en múltiples ocasiones la usan cuando están frente o junto a otras personas que no quieren consumir mariguana y se ven forzados a hacerlo! La mariguana plantea exactamente el mismo problema que planteaba el tabaco: un fumador bastaba para inundar con humo un salón y con ello de facto forzaba a todos a fumar. Esa posibilidad es algo que no se puede permitir, es decir, los legisladores no pueden simplemente desentenderse de las consecuencias sociales indeseables de una práctica como la del consumo de mariguana. Esto es relevante para potenciales modalidades de despenalización de la hierba.
Hay dos formas de despenalizar la mariguana: convertirla en una mercancía más y, por lo tanto, dejar que su producción y comercialización quede en manos privadas, o convertirla en un producto que legalmente sólo el gobierno maneje, es decir, que la siembra, la cosecha y la distribución caigan totalmente bajo su jurisdicción, de manera que se pudiera controlar el consumo de la mariguana así como se controla la venta de antibióticos, por ejemplo, exigiendo siempre prescripciones médicas. Una vez más, sin embargo, nos encontramos frente a un problema, porque parecería obvio que lo primero definitivamente no es recomendable, pero lo segundo no parece siquiera factible; la tendencia hacia el adelgazamiento casi total del estado lo impide. Se puede argumentar entonces que una potencial solución podría consistir en una fusión de iniciativa privada y regulación pública. No se ve fácil, pero no es inviable. Si nos fijamos bien, algo así se logró en los Estados Unidos. Por ejemplo, la tristemente famosa DEA, operante en México desde luego, en realidad no es otra cosa que el ministerio norteamericano de asuntos relacionados con las drogas. En ese país, como todo mundo sabe y ellos cada vez menos lo ocultan, se lavan cantidades inmensas de dinero procedente del negocio del narcotráfico. Como auténticos Rambos, sus agentes heroicamente luchan en los territorios de los países que dominan (México, por ejemplo), para que el negocio se organice de modo que ellos lo controlen en todas sus fases. Es, pues, razonable pensar como ellos y establecer en México algo así como la Secretaría de Asuntos de Estupefacientes, no como un organismo subordinado a otros (por ejemplo, la Secretaría de Salud o a la de Defensa, pero sí en coordinación con ellas), sino como una institución independiente. Entonces sí se podría adoptar un enfoque científico: el Estado giraría permisos para la siembra y cosecha de mariguana, el compraría el producto a los campesinos y él lo procesaría y vendería en expendios, regulando los precios, extendiendo algo así como cartillas para su adquisición y consumo in situ, etc. A mí me parece que son propuestas como esa, desarrollada en todas sus ramificaciones, lo que permitiría de alguna manera mitigar los males de la venta y consumo de mariguana y hasta hacer decrecer, en un plazo relativamente corto, el interés en ella. El problema, a todas luces, no es que no se pueda elaborar una política de salud pública en relación con el producto del que nos hemos venido ocupando, sino que hay fuerzas superiores que sistemáticamente se van a oponer a ellas. Concretamente, los Estados Unidos se oponen a todo intento de legalización de la mariguana no ciertamente porque se preocupen por la suerte de los adictos, sino porque de implementarse millones de dólares dejarían anualmente de ingresar a  su país y se quedarían en los países en donde el Estado hubiera tomado las riendas del asunto. Son, de nuevo, las ganancias, las ambiciones, la codicia lo que impide que se tomen decisiones drásticas pero razonables de salud pública. De todos modos, me parece que tarde o temprano los gobiernos se van a volver a plantear el asunto. No tomar decisiones, por lo tanto, es dejar que el problema crezca.
El primer paso para quitarle a la mariguana su halo de fantasía es desligarla por completo de su carácter de producto clandestino. El acceso libre a ella bajo un control estatal la mata (por así decirlo, mata a la mata). El trilema para cualquier gobierno mínimamente nacionalista es obvio: o deja el negocio de la mariguana en manos privadas, esto es, en manos de “narcos” o se lo cede por completo a los vecinos del norte o se encarga él de ella través de instituciones y de las reglamentaciones correspondientes. En mi muy humilde opinión, las dos primeras posibilidades no representan genuinas opciones. Queda por ver cómo reaccionan, piensan y actúan los “representantes del pueblo”.

El Asalto a la Rectoría de la UNAM

Desafortunadamente, el pueblo mexicano en su conjunto no está enterado (ni goza de los suficientes elementos para apreciar el fenómeno) de que nos encontramos en lo que podríamos llamar la ‘recta final’ de la carrera por la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Digo ‘desafortunadamente’ porque si todos los mexicanos estuvieran al tanto de lo que está por suceder en la UNAM y estuvieran en posición de apreciar las consecuencias del resultado, sin duda alguna se pronunciarían al respecto y la opinión pública entonces se convertiría en un factor que, a diferencia de lo que pasa ahora, no sería posible ignorar. Por otra parte, si en este momento a un ciudadano común de, digamos, Guadalajara o Campeche, se le pidiera una descripción de lo que está pasando en estos momentos en la UNAM y la persona en cuestión respondiera cándidamente, lo más probable es que diría que se trata de un proceso académico-administrativo que seguramente se rige por los cánones universales de la vida académica (méritos, distinciones, descubrimientos, obra, etc.). Nos veríamos entonces forzados a contradecirlo para tratar de hacerle ver que en la UNAM, y más en general en México, las cosas no suceden en concordancia con un imaginario manual ideal. Aquí las cosas se manejan de un modo diferente a como el sentido común espontáneamente lo indicaría. Intentemos rápidamente hacer ver por qué.
Todos sabemos que la UNAM no es sólo una universidad, una universidad más. Por la magnitud de su presupuesto, la cantidad de estudiantes, profesores, empleados e investigadores que alberga, la cantidad y variedad de actividades académicas, artísticas y deportivas que en ella se desarrollan, la UNAM juega un papel crucial en la vida nacional. Y sin duda alguna parte de la gran originalidad de esta noble institución es que es algo así como una Secretaría de Educación Superior sin por ello ser una secretaría de Estado. En eso, parcialmente al menos, consiste su “autonomía”: la Universidad Nacional, por lo menos en principio, es independiente frente al Poder Ejecutivo. De ahí que sea una de las obligaciones principales de quien esté al frente de la UNAM respetar, defender y luchar a muerte por este rasgo de la institución y ello contra quien sea. La noción seria de autonomía universitaria no tiene nada que ver con la tesis de algunos ingenuos o de algunos mal intencionados que se divierten discutiendo si ‘autonomía’ quiere decir que la policía no puede entrar al recinto universitario. Nosotros, ya lo dijimos, pensamos que el significado serio de ‘autonomía universitaria’ no tiene nada que ver con esto último, sino que más bien concierne en primer lugar a su fundamental independencia vis à vis el poder central, esto es, la Presidencia de la República. Dicho de otro modo: la UNAM no es parte de ningún gabinete presidencial y por lo tanto no está sometida a los criterios y mecanismos propios de ese ámbito de la vida nacional. De ahí que, más allá de los slogans sobre “el espíritu” que hablará por nosotros, las porras y todo lo que podríamos llamar ‘expresiones de patrioterismo universitario’, los grandes rectores de la UNAM al día de hoy hayan sido aquellos que han defendido contra viento y marea la autonomía universitaria, en nuestro sentido. Es importante no olvidar este punto.
La UNAM es una institución de múltiples facetas y es por eso de un infantilismo insoportable pretender hacerla pasar por una institución de un solo matiz, de un único cariz, de una sola faceta. Eso es simplemente falso. Es cierto que trabajan en ella científicos y humanistas de primer nivel, respetables en grado sumo, pero junto con ellos está también una inmensa caterva de arribistas, aprovechados, manipuladores, malversadores y demás. El manejo del presupuesto universitario, por ejemplo, dista mucho de ser transparente. Más de uno se sorprendería si se enterara de todo lo que pasa en relación con, por ejemplo, compras de computadoras, bacheo de vías, construcción de edificios, aseguradoras, etc. En relación con todos esos rubros de la vida administrativa de la UNAM corren todos los rumores imaginables referentes a abusos, fraudes, negocios, chanchullos y demás. Todo mundo lo sabe, todo mundo lo comenta, pero como las autoridades no dicen nada, no abren expedientes, no se pronuncian oficialmente, entonces los asuntos no pasan del nivel de chismes, anécdotas, historietas contadas en los pasillos y ahí termina todo. Pero no nos engañemos: es obvio que cuando el río suena es porque piedras lleva. Que no haya pruebas no quiere decir que no se produzcan sistemáticamente ilícitos en nuestra Alma Mater, de ahí que llame mucho la atención el hecho de que prácticamente ninguno de los aspirantes a rector se haya dignado tomar el toro por los cuernos y haya planteado abiertamente el terrible problema de la corrupción en la universidad. ¿Cómo pueden potenciales rectores omitir tan fundamental tema? De hecho, en lo que a corrupción administrativa concierne (dejo de lado la académica, que también existe y sobre la que se podrían contar muchas cosas interesantes y que causarían estupor), la UNAM no se diferencia mayormente de otras instituciones nacionales, tanto del sector público como del privado. El problema es que este doble carácter, esta naturaleza bipolar de la UNAM, permite que una y otra vez diversos grupos políticos (la Presidencia incluida, diga lo que diga el ex-rector Barnés) externos a la UNAM, aunque obviamente representados en la UNAM por egresados universitarios, intenten apoderarse de ésta, tratando de dar lo que podríamos denominar un ‘golpe de estado universitario’, esto es, imponiendo en Rectoría a “su hombre”, a su candidato, a fin de catapultar la Universidad Nacional en la dirección que a ellos resulte conveniente.
La palabra ‘candidato’ de inmediato nos trae a las mientes la tergiversación del actual proceso universitario, puesto que deja en claro que ya se logró convertir a la UNAM en un laboratorio de experimentación política. En efecto, el proceso de elección de rector se ha convertido en una especie de réplica de cualquier proceso electoral de diputados o gobernadores y tan desagradable como esos. Lo que con ello se logra es desproveer al proceso universitario de su carácter académico para convertirlo en un vulgar proceso de manipulación politiquera revestida, eso sí, de birrete y toga. Ahora bien, esta nueva forma de movilizar a la comunidad universitaria tiene de todos modos un aspecto positivo: más allá de toda consideración referente a las características personales de los directamente involucrados, permite rastrear más fácilmente sus vínculos personales, sus dependencias políticas, sus proyectos (por así llamarlos) ‘opacos’ o no explícitos con el mundo extra-universitario, esto es, con fuerzas que operan allende los muros universitarios. Este es otro punto que tampoco hay que perder de vista.
Yo soy de la opinión de que los universitarios deben dejar en claro que no estamos dispuestos a cruzarnos de brazos, a permitir que algunos vivales se apoderen del proceso de elección de rector de la UNAM y que lo conviertan en algo así como una intriga del PRI del Distrito Federal. Para ello, lo que hay que hacer es pronunciarse de manera abierta y evitar a toda costa el juego del discurso sibilino y de la transmisión oblicua u opaca de nuestros puntos de vista. Nada de eso! A diferencia de lo que pasa con los miembros de los partidos políticos, nosotros, los universitarios, reivindicamos el derecho a expresarnos con toda libertad, le guste a quien le guste. Es más: yo diría que es una obligación hacerlo. De manera que yo, como cualquier otro miembro de la UNAM, tengo el derecho de decir lo que pienso y pienso hacer valer mi derecho. Naturalmente, nada más alejado de mí que pretender hablar de las personas mismas, puesto que yo no conozco personalmente a ninguno de los candidatos, pero sí me reservo el derecho de pronunciarme sobre los personajes universitarios en función de sus perfiles públicos, y de externar comentarios sobre sus programas haciendo explícito lo que éstos me inspiran. Antes de ello, sin embargo, quisiera rápidamente señalar algunas características primordiales de nuestra universidad.
Yo creo que no estará de más preguntarnos ‘¿qué no es la UNAM? Me parece que con certeza podemos afirmar lo siguiente:
a) no es una compañía o empresa privada. Por lo tanto,
a’) no requiere de un gerente
b) no es una secretaría de estado (eso sería más bien CONACYT). Por lo tanto
b’) no requiere de un burócrata
c) no es una universidad desligada de los intereses nacionales. La UNAM   tiene compromisos con la nación. Por consiguiente
c’) no puede ni debe operar como una universidad privada. La UNAM forzosamente se mueve en una dirección diferente de la que es propia de instituciones educativas que tienen fines de lucro.
Una vez hecho un planteamiento general, podemos rápidamente pronunciarnos sobre algunas de las propuestas que nos han hecho. La verdad sea dicha: ninguno de los “programas” hasta ahora presentados resulta totalmente atractivo o convincente. Empero, hay niveles o grados de aceptabilidad, de manera que de todos modos se pueden jerarquizar las propuestas. Éstas, hay que decirlo, son híbridas y no están suficientemente matizadas. Por ejemplo, la idea de eliminar las tesis en licenciatura como condición para obtener el grado me parece en principio aceptable en ciertas áreas (química, matemáticas, física, biología), porque en ellas un buen trabajo experimental o un buen ejercicio demostrativo podrían bastar para acreditar que el alumno tiene el nivel adecuado, pero eso mismo es a todas luces inaceptable para otras (letras, filosofía, historia), en las que lo que se requiere es precisamente que los alumnos sepan servirse con fluidez de lo que es su instrumento fundamental, a saber, el lenguaje y por lo tanto tienen que mostrar su capacidad escribiendo un trabajo. Algunas ideas, como la del Dr. E. Graue, director de la Facultad de Medicina, como la de combinar posgrado y docencia, me parecen atinadas y sobre todo practicables, ejecutables. En general, la bandera de la interdisciplinariedad, enarbolada por varios de los candidatos, de entrada me huele mal: si no está debidamente acotada, lo que la interacción interdisciplinaria tiende a generar no es otra cosa que superficialidad, parloteo y estancamiento temático. La mezcolanza de tecnicismos sólo da lugar a diálogos ficticios y a discusiones inservibles. La verdadera investigación, la investigación de punta, es siempre especializada y las más de las veces es sólo como resultado de un venturoso azar que puede ser de utilidad en otras áreas y para otros especialistas. El Dr. Bolívar nos dice que hay que mejorar el bachillerato y yo pregunto: ¿quién podría estar en desacuerdo con eso? Nadie, pero ¿por qué? Porque decir eso no es realmente hacer ninguna propuesta, sino mero wishful thinking: mientras no se nos diga cómo se reforma el bachillerato no se nos ha dicho nada en lo absoluto. Creo que así podríamos pasar en revista las diversas opiniones de los ilustres universitarios que se postulan o los postulan para el puesto supremo en la UNAM. Me parece que, independientemente de lo que pensemos en concreto acerca de los proyectos de los diversos candidatos, lo que sí podemos decir es que se trata en su mayoría de planes bien intencionados que traen consigo la impronta del académico. Hay, no obstante, un caso particular que, en mi humilde opinión, amerita una reflexión particular. Me refiero al Ing. Sergio Alcocer.
Lo que yo pienso sobre el candidato Alcocer se enmarca en lo que he venido afirmando y lo que sostengo es que la Universidad Nacional Autónoma de México tiene ciertos rasgos que simplemente no encajan con el perfil del candidato en cuestión. Reconozco que a mí me en lo particular me dio una desagradable impresión inicial cuando, al arrancar su campaña de conquista de la Rectoría (mucho antes que todos los demás, dicho sea de paso), afirmó que venía “a aportar su talento” a la universidad. “Bueno”, pensé yo para mis adentros, “esta petulancia ¿con qué se justifica?¿Nos las estamos viendo aquí con un Premio Nobel, con un Príncipe de Asturias, como el Dr. Bolívar? Vaya decepción! Simplemente no es el caso. La producción teórica (también hay teóricos en ingeniería, no lo pasemos por alto) del Ing. Alcocer no es (siendo suave en la caracterización) apabullante. No es, pues, por la enumeración de sus méritos académicos por lo que se engruesa su curriculum. Pero más allá de su falta de lustre académico, la verdad es que las propuestas de Alcocer no parecen tener mayor contenido. Considérese, verbigracia, la sugerencia concerniente a la “formación y actualización de profesores”: ¿es eso parte de la reforma que la UNAM requiere?¿Qué tiene de novedoso?  La formación y actualización de profesores e investigadores es algo que en la UNAM permanentemente se hace. ¿En qué consiste entonces la originalidad de la propuesta? Algunas cosas que Alcocer afirma son reveladoras. Él sostiene, por ejemplo, que hay que contratar a los mejores egresados “de la UNAM y de otras universidades”. Eso es un arma de doble filo. ¿Por qué no mejor nos proponemos traer a todos los académicos desempleados de los Estados Unidos y llenamos con ellos la nómina universitaria, desplazando así a los menos buenos que serían en este caso los profesores e investigadores mexicanos? Todo el detestable rollo sobre el liderazgo y la innovación no es más que el reflejo de la absorción mental de los esquemas yanquis de pensamiento, esquemas que no tenemos por qué hacer nuestros, sobre todo cuando vemos cada día más claramente que el modelo universitario norteamericano ya fracasó, inclusive si admitimos que en otros tiempos les funcionó muy bien. No entiendo para qué tenemos nosotros que hacer un recorrido que sabemos de antemano que lleva al fracaso. El programa de Alcocer incluye también la incongruente idea de que habría que identificar candidatos para convertirse en maestros de bachillerato. Con todo respeto: la idea misma es declaradamente ridícula. Todo estudiante, todo egresado es potencialmente un maestro de la Preparatoria. Quizá a Alcocer ya se le olvidó cómo se ganan las plazas, pero podemos asegurarle que si hubiera un método para ello (aparte del de ser un estudiante dedicado, aplicado, interesado en sus materias, etc.), todo mundo lo aplicaría y por consiguiente todo mundo se convertiría en maestro del bachillerato. Confieso que no veo nada particularmente interesante o relevante en lo que he podido atrapar de su proyecto. Para mí que es claro que la perspectiva académica de Alcocer no es la que la UNAM necesita, pero lo importante es entender que lo que no es positivo para la UNAM es activamente negativo para ella y eso es algo que nosotros, los universitarios, no podemos conscientemente querer para nuestra máxima casa de estudios.
La verdad es que lo que distingue a Alcocer de los demás candidatos no es su “programa” sino el hecho de que a diferencia de los demás él, aunque egresado de la UNAM, llega a la contienda por la rectoría cargado de “conexiones” extra-académicas, de carácter no sólo político, que no puede ocultar y que inevitablemente lo delatan. Es difícil no ver en él un mero gestor, un administrador cuya función sería básicamente la re-estructuración de la UNAM en la dirección de su “apertura” al universo de la empresa privada. Dado su trasfondo, es imposible no ver en él a alguien que viene con un proyecto de universidad acorde a la política del gobierno para el cual trabajó. Después de todo, es perfectamente comprensible que alguien razone así: si “se abrió” Pemex a la inversión privada: ¿por qué no habría de suceder lo mismo con la UNAM? De hecho, eso es lo que tendría que pasar para que la UNAM dejara de ser la molesta piedrita en el zapato para un gobierno decidido a cumplir con la última etapa del proceso de desmantelamiento de la infraestructura nacional, esta vez en el terreno de la educación superior. Esto hace vislumbrar la posibilidad de un grave conflicto interno en la UNAM, algo que todos quisiéramos que no sucediera. Es posible que yo esté en un error, pero a mí nadie me ha convencido de que no es cierto que con Alcocer se darán los primeros pasos en la dirección de la privatización de la UNAM. ¿Cómo se hace eso? No es, claro está, vendiendo la UNAM edificio por edificio. Nadie dice semejantes barbaridades. La privatización se logra empezando por establecer los tan anhelados vínculos con la iniciativa privada, con los fondos privados, la financiación privada de proyectos, atrayendo con el cebo del dinero y el turismo académico en grande el interés de los investigadores, a menudo presa fácil de tentaciones como esas. Y poco a poco se integra la UNAM al mundo de los inversionistas, lo cual quiere decir se irán subordinando poco a poco sus intereses propios (libertad de investigación y cátedra, por ejemplo) a los proyectos que efectivamente rindan beneficios, generen ganancias, etc. Si eso sucediera, podrán entonces afirmar triunfalmente todos aquellos que hubieran contribuido a la elección como rector de Sergio Alcocer: “Estamos de fiesta! La Universidad Nacional Autónoma de México ha muerto!”. ¿Será por esto por lo que opte la venerable Junta de Gobierno de la UNAM?