Pacto con Irán

Por fin, después de casi dos años de arduas negociaciones, el grupo de los 5 + 1 (Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia y Alemania) e Irán lograron llegar a un acuerdo concerniente al programa nuclear de esa república islámica. Hay que recalcar que, si bien no se trata de un pacto bilateral entre los Estados Unidos e Irán, éstos fueron los países que llevaron la voz cantante durante todo este periodo. Es importante entender, sin embargo, que el mero factum de la negociación es un triunfo colosal del gobierno iraní, porque como es bien sabido los Estados Unidos no se sientan a negociar con nadie salvo cuando no están en posición de imponer sus puntos de vista mediante presiones económicas, chantajes políticos o amenazas de uso de la fuerza. O sea, ellos “negocian” con sus generales por delante y llaman a eso ‘diplomacia’. Lo que es cierto es que desde hacía años Irán buscaba llegar a acuerdos con los Estados Unidos, pero mientras éstos no consideraron que Irán fuera un adversario a tomar seriamente en cuenta sencillamente desdeñaron toda invitación a negociar. Pero cuando Irán lanzó satélites al espacio, neutralizó los ciber-ataques a sus instalaciones atómicas (por ejemplo, el del famoso virus Stuxnet, así como virus de la siguiente generación), desarrolló un programa de misiles de mediano alcance (no intercontinentales), derribó drones espías en su territorio, desmanteló redes terroristas creadas para asesinar a sus científicos más destacados, sobrevivió a las descaradas manipulaciones de los precios del petróleo (hay gente de buena voluntad que todavía cree en las “leyes objetivas del mercado”) y que mostró que no lo habían doblegado ni las brutales e injustificadas sanciones comerciales ni el congelamiento de sus cuantiosos fondos en bancos occidentales, entonces y sólo entonces los norteamericanos se sentaron a negociar con ellos. Se puede así constatar que, estrictamente hablando, no hay tal cosa como “diplomacia americana”: si ellos no “negocian” desde una posición de superioridad y de prepotencia, entonces no ganan las negociaciones. Y la mejor prueba de ello nos la da el pacto con Irán: lo que los norteamericanos y sus aliados (en este caso al menos) lograron fue imponerle a Irán algo que nunca se contrapuso a los objetivos del gobierno iraní! Para que nos entendamos: Irán, al día de hoy, nunca se propuso desarrollar armas atómicas y eso que nunca se propuso es lo que los americanos le impusieron! Es cierto que el acuerdo está enmarcado en un sinnúmero de restricciones y de condiciones casi humillantes, de formas de vigilancia que son más bien modalidades no muy discretas de espionaje, pero visto todo el proceso de manera global, no se puede ocultar el hecho de que la diplomacia iraní mostró ser mucho más fina y efectiva que la occidental y la americana en particular (dejando de lado un rol serio y bien llevado por parte del Secretario de Estado, J. Kerry, que sería de necios no reconocer). En todo caso, Irán alcanzó sus objetivos fundamentales, entre los cuales podemos mencionar el levantamiento (aunque sea gradual) de las pesadas sanciones económicas, tanto de las impuestas por la ONU como de las emanadas del congreso norteamericano y de sus aliados occidentales, la reanudación de los intercambios comerciales con estos últimos, relaciones benéficas y sumamente prometedoras para ambas partes (hablamos de inversiones inmensas en diversos sectores productivos), el incuestionable engrandecimiento de su presencia en el Medio Oriente sin para ello tener que renunciar a su política de apoyo a Siria y al pueblo palestino. Tiene además las manos libres para firmar nuevos y millonarios contratos de gas y petróleo con China, la India y otros países, adquirir el armamento que requiera (los SS-20 rusos, por ejemplo, si éstos finalmente se los venden) y podrá en general reactivar con ímpetu su economía y elevar el nivel de vida de su esforzada población. ¿Todo eso por no hacer lo que de todos modos no se tenía pensado hacer? No está mal!
Como siempre pasa con acuerdos de magnitudes del que se acaba de concretar, una cosa es el texto y otra las implicaciones, esto es, los racimos de consecuencias que éstos acarrean. No es nunca fácil extraer de golpe y hacer explícito todo lo que está virtualmente contenido en pactos como éste, pero lo cierto es que con ellos súbitamente se iluminan ámbitos de sectores de la vida política cotidiana que aunque los tenemos frente a nosotros permanentemente en general rara vez fijamos nuestra atención en ellos. Yo creo que en este caso, podemos apuntar al menos a dos escenarios políticos de primera importancia en relación con los cuales a no dudarlo el pacto nuclear iraní habrá de producir convulsiones y transformaciones.
El primero concierne a una reconfiguración general del mapa político del Medio Oriente. Por lo pronto, el plan de destrucción de los países musulmanes hostiles a Israel y que había venido cuajando, aunque fuera a un costo altísimo (Irak, Libia, Egipto, Líbano y Siria y que habría de culminar con la destrucción de Irán) ya no fructificó. Siria, y eso es innegable, habrá quedado prácticamente destruida por el ejército mercenario que la invadió, pero el régimen legítimo del presidente Bashar al-Assad se sostuvo y ahora ya no habrá forma de aniquilarlo. Contrariamente a lo que recientemente afirmó un general israelí, es falso que Siria se esté muriendo y que lo único que falte sea su acta de defunción. Irán es un aliado de Siria y es ahora un factor que ya no será posible ignorar. En segundo lugar, el pacto puso al descubierto súbitamente una profunda escisión en el universo político norteamericano. Dejó en claro en efecto que, más allá de las luchas entre republicanos y demócratas, que son básicamente luchas entre grupos de consorcios – puesto que dejando de lado la usual retórica a la que cada uno de los dos grandes partidos recurre, no hay ninguna oposición ideológica fundamental entre ellos – lo que se empieza a delinear es una lucha cada vez más explícita y cada vez más enconada entre los políticos norteamericanos (senadores, representantes, gobernadores) que dependen y están estrechamente vinculados a los intereses americano-sionistas y por ende claramente al servicio de Israel, por una parte, y los políticos que pretenden velar por los genuinos intereses de los Estados Unidos antes que por los de cualquier otro estado, sea el que sea, por la otra. Esta ciertamente es una confrontación que apenas comienza, pero cuyo espectro sin duda se irá poco a poco ampliando y profundizando. Por el momento esta confrontación reviste la forma de un conflicto entre el poder ejecutivo y el congreso, pero es obvio que eso no es más que la punta de un iceberg que poco a poco irá emergiendo. Como es del dominio público, el Congreso está fuertemente dominado por los defensores a ultranza del gobierno israelí por lo que puede en principio bloquear el acuerdo con Irán, pero se expone al veto, ya anunciado, del presidente. Así, pues, dejando de lado las cláusulas técnicas del acuerdo, es obvio que éste tiene implicaciones políticas de largo alcance no siempre visibles, pero que de todos modos es importante intentar descifrar.
De lo que en cambio no cabe duda es de que el gran perdedor con el acuerdo es, evidentemente, B. Netanyahu, el primer ministro israelí. Aquí lo irónico del asunto es que no es improbable que, por desafiar abiertamente la política del presidente de los Estados Unidos confiado en el inmenso poder de los grupos sionistas y pro-israelíes americanos, el propio Netanyahu le haya dado sin querer un fuerte impulso a lo que precisamente a toda costa quería evitar. No hay duda de que, independientemente de su fracaso político, él intentará de todos modos sacarle provecho a su derrota ordeñando al gobierno norteamericano y extrayendo de él un aumento de entre un 30 y un 40 % en el apoyo anual de los más o menos 3,000 millones de dólares que los Estados Unidos desde hace lustros le regalan a Israel año tras año. Se habla ahora de cantidades que oscilan entre los 4,000 y 4,500 millones de dólares. Ningún estado en la historia de la humanidad ha recibido o recibe subvenciones de estas magnitudes, cuya raison d’être sin embargo no es el momento de explorar. Hay, pues, un sentido en el que, a pesar del permanente boicot al que lo sometió y lo sigue sometiendo, también a Israel le convino el acuerdo nuclear con Irán. No obstante, hay un punto en el que el pacto inevitablemente significa la bancarrota moral de la política del actual gobierno israelí y es el siguiente: si un estado, presentado sistemáticamente ante el mundo como “terrorista” y como “promotor del terrorismo”, como lo ha sido Irán, acepta firmar pactos de no proliferación de armas nucleares y llega a un acuerdo según el cual acepta auto-limitar su producción de energía atómica así como una vigilancia extrema y permanente de sus instalaciones, la supresión de miles de centrífugas, la disminución en sus procesos de enriquecimiento de plutonio y uranio y, más en general, se compromete a no intentar producir un arma atómica: ¿por qué entonces Israel sigue siendo la excepción?¿Por qué no negocian y firman también un pacto nuclear el grupo de los 5 + 1 e Israel esta vez?¿Por qué Israel no permite la inspección internacional de sus instalaciones nucleares del desierto de Neguev y en particular del ya obsoleto reactor de Dimona? Es evidente que no se puede sentar a la mesa de negociaciones a Israel por la fuerza, pero lo que se discutía no era eso sino la supuesta supremacía moral de la que gozaba. Uno de los efectos notorios del pacto nuclear con Irán y que está a la vista de todo mundo es que se demostró que la tesis de la superioridad moral de Israel sobre el mundo musulmán no tiene el menor fundamento, no pasa de ser un mito ideológico y que si hay un estado terrorista en el Medio Oriente ese estado no es Irán.
El histórico acuerdo al que llegaron las partes en concordancia con el cual el avance atómico iraní queda confinado a usos pacíficos (medicina, electricidad, etc.) puso también de relieve que cierta retórica ideológica y política ya está descontinuada, completamente desgastada y que si se sigue recurriendo a ella es pura y simplemente por falta de argumentos y de imaginación. Es el caso de todos esos fáciles rapprochements de cualquier situación tensa que de uno u otro modo tenga algo que ver con Israel con situaciones pasadas (el Pacto de Múnich de 1938, el peligro del antisemitismo, los testimonios de sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial y cosas por el estilo). Eso, hay que decirlo, ya no da resultado y ello no sólo porque las comparaciones son cada vez más forzadas, más incongruentes, más fuera de lugar, sino porque a menudo están fundadas en datos que son no sólo cuestionables, sino demostrablemente falsos. Por ejemplo, como se recordará, Netanyahu se permitió llevar para su presentación ante el Congreso a un supuesto sobreviviente de Auschwitz, Elie Wiesel (Premio Nobel, por si fuera poco), al cual los representantes de las dos cámaras le rindieron un prolongado aplauso. El problema es que, como ahora se sabe, dicho personaje ni siquiera lleva en el brazo el tatuaje que forzosamente portaban los prisioneros del mencionado campo de concentración y que de hecho todavía tienen los auténticos sobrevivientes, además de muchos otros datos que hacen pensar que se trata de un fraude completo (su edad no corresponde a la que debería tener, las autoridades polacas no tienen documentos de él, hay otra persona que sí tiene tatuado en el brazo el número que él afirma que era el suyo, la gente que estuvo en el campo no lo reconoce, no habla húngaro, etc. A este respecto vale la pena examinar en los videos correspondientes lo que afirman Brother Nathanael y Alain Soral sobre el caso). Parecería, por consiguiente, que el acuerdo iraní volvió obsoleto el expediente del recurso a lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial como un elemento argumentativo en las discusiones y negociaciones políticas contemporáneas. La confrontación política o diplomática exige, al igual que las negociaciones comerciales o financieras, el uso de argumentos de actualidad, vigentes, no de otra naturaleza.
El acuerdo entre Irán y las grandes potencias está todavía en un estado no embrionario, pero sí fetal. Mientras no esté firmado por el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, y por el líder supremo de la República Islámica de Irán, el Ayatollah Khamenei, puede en todo momento desvanecerse. La batalla en el Congreso norteamericano va a ser tremenda, si bien el presidente Obama ya anunció que vetará cualquier resolución tendiente a bloquear su materialización. El problema es que el actual presidente norteamericano no estará ya mucho tiempo más en funciones y así como los pactos se firman también se cancelan. Lo realmente importante para quienes no estamos directamente involucrados en tan complicados procesos es tener bien claro qué se gana y qué se pierde, quién gana y quién pierde, con el acuerdo iraní. El acuerdo, con todos los defectos que pueda contener para una y otra parte, es básicamente un acuerdo de paz, encarna la preferencia por mecanismos racionales de solución de conflictos en lugar del fácil pero muy peligroso y contraproducente uso de la fuerza (que en nuestros días ya no es de falanges y batallas cuerpo a cuerpo sino de armas cada vez más sofisticadas de destrucción masiva), simboliza un muro de contención para políticos megalómanos y demagogos delirantes, fanáticos e irresponsables. Si quisiéramos jugar con visiones maniqueas, diríamos que el Bien acaba de ganarle una partida al Mal. El problema con esta reificación de los valores es que de inmediato tendríamos que pensar en que inevitablemente habrá una próxima jugada en la que lo que podría vencer fueran el odio y la ambición y que con ello de golpe se estropeara lo que con tanto esfuerzo y para beneficio de los pueblos de la región se logró construir.

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